En otras palabras, si el CI medio de una cierta población (grande) es 100, y la desviación estándar es 15, entonces el 68,2 por 100 de las personas de esa población tienen un CI entre 85 y 115. Aún hay más: para todas las curvas de frecuencia normal, el 95,4 por ciento de todos los casos se hallan a dos desviaciones estándar de la media, y el 99,8 por 100, a tres (figura 37). Esto implica que, en el ejemplo anterior, el 95,4 por 100 de la población tiene valores de CI entre 70 y 130, y el 99,8 por 100, entre 55 y 145.
Supongamos ahora que queremos predecir la probabilidad de que una persona de esa población elegida al azar tenga un valor de CI entre 85 y 100. La figura 37 nos indica que sería de 0,341 (o 34,1 por 100), ya que, según las leyes que la gobiernan, esa probabilidad consiste simplemente en el número de casos favorables dividido por el total de casos posibles. Pongamos que ahora nos interesa saber la probabilidad de que una persona elegida al azar en esa población tenga un valor de CI superior a 130. Basta una ojeada a la figura 37 para averiguar que esa probabilidad es sólo de alrededor de 0,022, o el 2,2 por 100. De forma parecida, a partir de las propiedades de la distribución normal y la herramienta del cálculo integral (para calcular áreas), se puede calcular la probabilidad de que el valor de CI se encuentre dentro de cualquier intervalo. En otras palabras, la teoría de probabilidades y su compañera y complemento, la estadística, se combinan para darnos la respuesta.
Como ya he indicado antes, la probabilidad y la estadística sólo son significativas al tratar con un gran número de sucesos, nunca con eventos individuales. Este aspecto fundamental, denominado
Ley de los grandes números,
se debe a Jakob Bernoulli, que lo formuló en forma de teorema en su obra
Ars Conjectandi
(cuya portada se muestra en la figura 38).
[168]
En términos simples, el teorema afirma que, si la probabilidad de la aparición de un suceso es
p,
entonces
p
es la
proporción
más probable de apariciones del suceso en el número total de ensayos. Asimismo, a medida que el número de ensayos tiende a infinito, la proporción de éxitos se convierte en
p
con certeza. Así presentó Bernoulli la Ley de los grandes números en su
Ars Conjectandi:
«Aún está pendiente de investigación si, con el aumento del número de observaciones, seguimos aumentando la probabilidad de que la proporción registrada entre casos favorables y desfavorables se acerque a la verdadera proporción, de modo que esta probabilidad exceda finalmente cualquier grado de certeza que le exijamos». A continuación pasó a explicar el concepto mediante un ejemplo específico:
Tenemos un tarro que contiene 3.000 guijarros blancos y 2.000 negros, y queremos determinar de forma empírica la proporción —que desconocemos— entre unos y otros a base de extraer un guijarro tras otro y anotar con qué frecuencia extraemos un guijarro blanco y con cuál uno negro. (Me permito recordar que es un requisito importante de este proceso devolver el guijarro al tarro después de tomar nota del color y antes de extraer el siguiente, de modo que el número de guijarros en el tarro permanezca constante.) La pregunta es, ¿es posible ampliar el número de ensayos para hacer que sea 10, 100, 1.000, etc., veces más probable (y, a la larga, más «moralmente cierto») que la proporción de guijarros blancos extraídos respecto de la de guijarros negros adquiera el mismo valor (3:2) que la proporción real de guijarros blancos y negros en la urna, que no que adquiera un valor distinto? Si la respuesta es no, admitiré entonces que probablemente seamos incapaces de averiguar el número de instancias de cada caso (esto es, el número de guijarros blancos y negros) mediante observación. En cambio, si es cierto que este método nos permite alcanzar una certeza moral* [*Jakob Bernoulli demuestra en el capítulo siguiente de
Ars Conjectandi
, que es así (
N. del a.
)]… entonces podemos determinar el número de ejemplos a posteriori casi con la misma precisión que si los conociésemos a priori.
[169]
Bernoulli dedicó veinte años al perfeccionamiento de este teorema, que se ha convertido en uno de los pilares básicos de la estadística. Concluía afirmando su creencia en la existencia de leyes fundamentales, incluso en las situaciones que parecen estar gobernadas por el azar:
Si observásemos de forma continua todos los eventos desde este momento hasta la eternidad (convirtiendo de este modo la probabilidad en certeza), hallaríamos que todo lo que ocurre en el mundo lo hace por razones determinadas y de conformidad con leyes, y que de este modo nos vemos constreñidos, incluso en situaciones que parecen accidentales, a asumir una cierta necesidad y, por así decirlo, fatalidad. Porque todo cuanto sé es aquello en lo que Platón pensaba cuando, en la doctrina del ciclo universal, sostenía que, tras el paso de incontables centurias, todo regresaría a su estado original.
La conclusión de este relato científico de la incertidumbre es simple: la matemática se puede aplicar incluso en las áreas menos «científicas» de nuestras vidas, incluso en las que parecen estar dominadas por el puro azar. Así, al intentar explicar la «inexplicable eficacia» de la matemática, no podemos limitarnos
solamente
a las leyes de la física; en algún momento tendremos que intentar resolver el enigma de la omnipresencia de la matemática.
El increíble poder de la matemática no pasó desapercibido para el célebre dramaturgo y ensayista George Bernard Shaw (1856-1950). Shaw, cuya fama no se debía precisamente a su talento matemático, escribió una vez un ingenioso artículo sobre estadísticas y probabilidad titulado «The Vice of Gambling and the Virtue of Insurance».
[170]
En él, Shaw admite que, en su opinión, los seguros «se basan en hechos inexplicables y riesgos que sólo puede calcular un matemático profesional». Sin embargo, ofrece la siguiente astuta observación:
Imaginemos una conversación de negocios entre un ambicioso mercader que quiere comerciar con el exterior pero está aterrorizado de que su barco naufrague o de que se lo coman los salvajes, y un capitán que lo que quiere es un cargamento y pasajeros. El capitán responde al mercader que sus bienes estarán totalmente a salvo, igual que él mismo si decide acompañarle. Pero el mercader, que tienen la cabeza hinchada con las aventuras de Jonás, san Pablo, Ulises y Robinson Crusoe, no se atreve a correr el riesgo. Su conversación sería más o menos así:
Capitán: ¡Venid conmigo! Os apuesto tropecientas libras a que, si navegáis conmigo, estaréis sano y salvo en este mismo día dentro de un año.
Mercader: Pero, si acepto la apuesta, estaré apostando que voy a morir durante ese año.
Capitán: ¿Y por qué no, si vais a perder la apuesta, con toda seguridad?
Mercader: Pero, si me ahogo, vos también os ahogaréis; ¿qué será entonces de nuestra apuesta?
Capitán: Cierto. Entonces, encontraré a alguien en tierra que haga la apuesta con vuestra esposa y vuestra familia.
Mercader: Eso lo cambia todo, pero ¿qué hay de mi cargamento?
Capitán: jBah! Podemos extender la apuesta al cargamento. O convertirla en dos apuestas: una por vuestra vida y la otra, por el cargamento. Ambos estarán a salvo, os lo aseguro. Nada sucederá, y podréis disfrutar de las maravillas de tierras lejanas.
Mercader: Pero, si yo y mi mercancía hacemos el viaje con seguridad, tendré que pagaros el valor de mi vida y de Jos bienes. Si no me ahogo, me arruinaré.
Capitán: Eso también es cierto. Pero yo no salgo tan beneficiado como pensáis. Si os ahogáis, yo me ahogaré primero, pues tengo la obligación de ser el último hombre que abandone el barco cuando se vaya a pique. Pero dejadme que ejerza mi persuasión. Os haré una apuesta diez a uno. ¿Es eso tentación suficiente?
Mercader: Bueno, en tal caso…
El capitán ha descubierto los seguros, igual que los orfebres descubrieron el negocio bancario.
Es notable que alguien como Shaw, que se lamentaba de que, durante su educación, «nadie mencionó una palabra sobre el significado o la utilidad de la matemática», escribiese este relato jocoso sobre la «historia» de la matemática de los seguros.
Con la excepción del texto de Shaw, hasta ahora hemos seguido el desarrollo de la matemática a través de los ojos de matemáticos profesionales. Para estas personas, y para muchos filósofos racionalistas como Spinoza, el platonismo era evidente. No había discusión posible: las verdades matemáticas existían en un mundo propio y la mente humana podía acceder a ellas sin necesidad de observaciones, simplemente a través de la facultad de la razón. Los primeros signos de una posible discrepancia entre la percepción de la geometría euclidiana como conjunto de verdades universales y otras ramas de la matemática fueron revelados por el filósofo irlandés George Berkeley (el obispo Berkeley) (1685-1753). En un panfleto titulado
El analista, o un discurso dirigido a un matemático infiel
[171]
(que se supone que era Edmond Halley), Berkeley criticaba los mismos fundamentos del cálculo y el análisis presentados por Newton (en
Principia)
y Leibnitz. Específicamente, Berkeley demostraba que el concepto de «fluxiones» o tasas instantáneas de cambio de Newton adolecía de una definición poco rigurosa, lo que, según el punto de vista de Berkeley, bastaba para poner en duda toda la disciplina:
El método de fluxiones es la clave general de cuya ayuda se valen los matemáticos modernos para desentrañar los secretos de la Geometría y, en consecuencia, de la Naturaleza … Lo que me propongo es investigar, con la máxima imparcialidad, si este método es claro o confuso, sistemático o espurio, demostrativo o precario, coherente, y someto mis investigaciones a vuestro propio juicio y al de todo lector sincero.
No se puede negar que Berkeley tenía algo de razón, y el hecho es que no se formuló una teoría del análisis totalmente coherente hasta los años sesenta del siglo XX, pero la matemática estaba a punto de sufrir una crisis más drástica en el siglo XIX.
En su famosa obra
El shock del futuro
,
[172]
el autor Alvin Toffler (1928-) definía el término del título como «la terrible tensión y desorientación que inducimos en las personas al someterlas a un exceso de cambio en un tiempo demasiado breve». En el siglo XIX, los matemáticos, científicos y filósofos sufrieron un shock así. De hecho, la antiquísima creencia de que la matemática ofrece verdades eternas e inmutables quedó destruida. Esta inesperada convulsión intelectual fue debida a la aparición de nuevos tipos de geometrías, denominadas actualmente
geometrías no euclidia-nas.
Aunque la mayor parte de las personas que no son especialistas no han oído hablar nunca de estas geometrías, la magnitud de esta revolución se ha comparado con la que provocó la teoría de la evolución de Darwin.
Para poder apreciar en toda su dimensión este drástico cambio en la visión del mundo, deberemos antes examinar el escenario histórico-matemático.
Hasta principios del siglo XIX, la geometría euclidiana, esto es, la geometría tradicional que aprendemos en la escuela, se consideraba una apoteosis de verdad y certidumbre. En consecuencia, no es sorprendente que el gran filósofo judío holandés Baruch Spinoza (1632-1677) llamase
Ética demostrada en orden geométrico
a su intento de unificar la ciencia, la religión, la ética y la razón. Es más, a pesar de la clara distinción entre el mundo platónico ideal de las formas matemáticas y la realidad física, casi todos los científicos consideraban que los objetos de la geometría euclidiana no eran más que abstracciones destiladas de sus homólogos físicos. Incluso los empiristas más acérrimos como David Hume (1711-1776), que se empeñaban en afirmar que los propios cimientos de la ciencia eran más inseguros de lo que cualquiera pudiese sospechar, concluían que la geometría euclidiana era tan sólida como el Peñón de Gibraltar. En su
Investigación sobre el entendimiento humano,
Hume identificaba dos tipos de «verdades»:
Todos los objetos de la razón o el entendimiento humano se pueden dividir por naturaleza en dos clases, a saber: Relaciones entre ideas y Hechos en sí. A la primera clase corresponden … las afirmaciones ciertas por intuición o por demostración … Las proposiciones de esta clase pueden descubrirse con el simple pensamiento, sin depender de ninguna cosa existente en el universo. Aunque no existiese en la naturaleza un círculo o un triángulo,
las verdades demostradas por Euclides mantendrían siempre su certeza y evidencia.
Los hechos en sí … no quedan establecidos de la misma forma, ni es nuestra evidencia de su verdad, por grande que sea, de una naturaleza comparable a la anterior. El opuesto de cada hecho en sí sigue siendo posible, porque no implica contradicción alguna … «El Sol no saldrá mañana» no es una proposición menos inteligible, ni implica más contradicción, que la afirmación de que sí saldrá. Es, por tanto, tarea vana tratar de demostrar su falsedad. (Las cursivas son mías.)
[173]
En otras palabras, aunque Hume y los empiristas sostenían que todo el conocimiento surge de la
observación,
la geometría y sus «verdades» seguían gozando de un estatus privilegiado.