Esas mujeres rubias (16 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

BOOK: Esas mujeres rubias
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—Te deja buena cara al día siguiente —se justificó, como si bebiera dos o tres copitas todas las noches.

Fernando encontró el argumento poco sólido y se quejó, pero sólo a mí.

—Pero ¿qué coño le pasa a tu madre?

Fernando cedió, inesperadamente, y hubo
champagne
, ya que gracias a Gálvez podía permitírselo.

Mamá se encargó de distribuir a los invitados en el banquete. Como eran mesas de ocho, nosotros nos sentaríamos con mis padres, mi hermano, mi abuela... y, ahí se presentó el problema: Auxi —me señaló ella misma pocos días antes— tenía un «amigo». Un compañero del Ayuntamiento con el que se veía de vez en cuando y al que, si no nos importaba, le gustaría invitar. Mamá puso el grito en el cielo, «¡A estas alturas nos sale con ésas!» y, como en un coro griego, otra vez totalmente de acuerdo, Fernando también. «Ni hablar; no te preocupes porque de esto me encargo yo.» Nunca más supimos del amigo de Auxi, que se sentó en la mesa «presidencial» tan contenta como siempre, ese día, quizás un poco más. Siete en lugar de ocho, contando a mi abuela y a mi hermano Jaime, que venía sin novia —la de entonces, porque cambiaba de amores con cada destino, era una chica vietnamita educada en París que según él «allí no pintaba nada». Pues vale. No la llegué a ver.

Los días previos a la boda todavía quedaba un asunto por resolver.

—No podemos dejar que esa mujer aparezca de cualquier manera, más siendo la única representante de la familia de
él
.

Esa mujer era Auxi y sus abalorios de mercadillo, a la que por la ley no escrita de las bodas como Dios manda tocaba ejercer de madrina y la que le hacía revolverse por la noche a mi madre como si se le hubiera indigestado la cena antes de dormir. «¿Y si se nos aparece disfrazada de zíngara, como el día de El Noray?» Mamá temblaba de pensar en los comentarios que suscitarían sus faldas con monedas y las camisolas con cordones y «esos pelos blancos de loca» entre las Marisas y los amigos de Santoña o el socio de mi padre, que tampoco es que él mismo fuera un lord. Le sugerí que le regalara algo para la boda o, mejor, que la acompañara a alguna tienda de las que le gustaban y eligieran juntas, para evitar las susceptibilidades de Fernando respecto a su madre —«Pero, ¿qué os habéis creído?»—. Además, así no le quedaría más remedio que ponérselo. Mamá me miró sorprendida de que se me hubiera ocurrido una idea tan buena y tomó nota con gesto de aprobación.

Primero llevó a la abuela Teresa Cardona, y allí mismo, cuando vio la selección de Fiesta y Madrina, delante de la bruja de las futuras casadas, sin mover ni una ceja ni una pestaña, se cerró a las sugerencias del dúo Teresa-mamá. «¡Uy!, ¡No, no, no, no! Me he traído yo un vestidito que tengo sin estrenar y que tenía guardado para alguna ocasión» —me había confesado que las ocasiones eran boda o mortaja—. Y ni la Cardona ni mi madre lograron convencerla por más que desplegaron sedas salvajes y crepés de tonos suaves y empolvados «apropiados para su edad». Sólo aceptó una cartera pequeña y con un remate muy tieso de color negro, por no hacerle el feo, «Si yo no gasto...», y unos zapatos en beige de medio tacón y escotados en el empeine, porque tenía los pies pequeños y bonitos para su edad.

Y a Auxi, a pesar de que le advertí que podrían saltar chispas —al final, lo de regalarle algo, mamá lo encontró mejor que acompañarla, porque «¿y si le da por que le cuelguen todas las cuentas de los collares en el traje y encima me toca poner buena cara?»—, le llegó por vía interpuesta, o sea, yo, una mantilla de color negro y un vestido, ése sí, para ella
fourreau
de color guinda al «marrasquino», precisó la ínclita Teresa, que había preguntado por la talla de la señora, que según la propia Auxi tenía «cuerpo de pobre» y todo le caía bien.

Mamá, aunque no era madrina, también quería ir de largo, pero de Ladrón de Guevara o de las Molinero, como le había dicho su amiga María Elena, que era lo más de lo más. La acompañé a la tienda de la calle pegada a un lateral discreto del paseo de la Castellana y estuvimos mirando figurines y tejidos como si fuéramos a encargar algo de veras. Estuvo dudando entre un conjunto muy parecido a un Valentino que había visto en el
¡Hola!
, de color entre caqui y oro viejo, y otro que aunque no era lo que tenía pensado —corto, por encima de la rodilla, con una franja de plumas en el dobladillo de la falda y de un tono rosa coral—, le quedaba espectacular. Salimos con el presupuesto de los dos modelos y el compromiso firme de volver, una vez decidida, «mañana mismo», pues apenas quedaba tiempo y, si quería que el traje estuviera listo para el 14 de julio, había que hacerlo ya.

Al día siguiente, después de una noche de darle vueltas al tema y de una pequeña charla con mi padre, que, aunque nunca se negaba a sus deseos, se había mostrado sorprendido de lo que podía costar un simple traje, por mucha boda que fuera, amaneció silenciosa.

—Podíamos acercarnos otra vez a Teresa Cardona —me dijo como si no acabara de decidirse—, había un vestidito corto parecido al de las Molinero que no estaba tan mal...

Mamá plegó velas, y la responsable de mi «sueño de raso y tul» le confeccionó por un módico precio un algo parecido al de las plumas, sin plumas pero del mismo tono de rosa coral, que adornó con un gran lazo zapatero en uno de los hombros. Lo llevó lo más airosa que pudo, a sabiendas de que no era el traje tan «ideal» que la Cardona, más Cardona que nunca, se empeñaba en describir.

El día de la boda llegó, a pesar de todo. No recuerdo bien la ceremonia; pero sí un órgano que hacía retumbar el eco en las muros de una nave que aceptamos como iglesia y el olor de las rosas, y las gafas sin montura del sacerdote que ofició. Ya en la cena, la abuela no varió su indumentaria, vestida enteramente de negro, con sus únicos pendientes de filigrana de oro colgando de sus marchitos lóbulos de mujer de pueblo. El pelo, blanco con algunas hebras rubias —¡todavía!— peinado en un moño tirante hacia atrás. Dejó la cartera que mamá le había regalado, encima de la mesa.

—¡No llevo nada dentro! —me confesó divertida.

Auxi apareció, ¡horror!, sin el
fourreau
y sin la mantilla y con un vestido «indescriptible», según mi madre, que se había cosido ella «en dos patadas». Una falda larga de gasa azul cian con corpiño a juego a medio camino entre Las Vegas y Bagdad. Incongruente al lado de su hijo, que callaba las bocas de tan guapo que iba vestido de chaqué.

—Me va a dar algo —musitó mamá antes de sonreír exageradamente a Auxi, una nube de azules que venía derecha a sentarse en su sitio, entre su hijo y mi hermano Jaime. Le agradeció a mamá el regalo «demasiado elegante para mí» y dijo que lo había devuelto en su mismo papel de seda, casi sin abrirlo, porque se sentía disfrazada con él.

—¡Estás tan guapa que cualquiera diría que la novia eres tú! —mamá acogió el cumplido de Auxi con una mirada furtiva. Comprobó que yo sonreía orgullosa y se relajó.

Mi boda. La tengo archivada en la memoria como un torbellino de platos y de camareros veloces, de langostinos y cafés servidos al vuelo, y caras sudorosas y desconocidas que brindaban por nuestra felicidad.

Hubo que cortar la tarta con el sable —de hecho, con mucho cuidado, porque tan sólo uno de los pisos era de verdad de bizcocho y merengue, el resto era de cartón— y entre vivas a los novios desangelados nos sentamos corriendo; me decía que aquello era un trámite más, como sacarse el carnet de conducir. A partir de entonces tendría mi vida, mi vida propia, y además junto a él.

Terminados los cafés y repartidos los puros no nos quedó más remedio que salir al centro del salón, yo, con mi incómoda frazada de tules y las flores, tal y como me había enseñado Teresa Cardona, «El ramo que no parezca un escudo, sujétalo con suavidad», y Fernando con cara de por qué me habré dejado meter en esto. Una vez en la pista me abrazó muy fuerte. Sentí que ese momento valía por todos los melindres de mi madre, y hasta por aquel verano en el que creí que no le volvería a ver. Me susurró palabras hermosas. Me servirían de alimento en las noches solitarias que llegarían años más tarde, tendidos en silencio el uno junto al otro, en nuestra desconcertante vida matrimonial.

Él no sabía bailar el vals —yo tampoco— pero a través de la botonadura del corpiño noté su calor.

Me pisó —sin querer— varias veces mientras desde la megafonía sonaban los primeros compases del
Danubio azul
de Strauss.

La vida por el carril

De la boda pasamos al primer hijo, como las parejas de antaño, como si bajáramos —o subiéramos— otro escalón.

Recuerdo el embarazo como una época en la que viajara a bordo de un tiovivo de emociones. Caballitos para arriba, elefantes para abajo, y una música ensordecedora que destrozaba los oídos y aceleraba la sensación de mareo antes de soltar la barra y bajar. Todo me conmovía hasta las lágrimas. Podía llorar con el telediario y ser intensamente feliz al minuto siguiente con sólo escuchar el ruido de sus llaves arañando la puerta. Creo, creo, aunque no me atrevería a afirmarlo, que en aquel entonces, a su manera, Fernando era también feliz. No lo sé. Fueron momentos de lasitud y de bienestar en los que por primera vez sentía que mis actos y mis sentimientos me pertenecían. Había tratado de dar mis primeros pasos profesionalmente aunque sin saber muy bien cómo ni dónde. La energía de la que disponía la fagocitó Fernando con sus demandas de ayuda. Me necesitaba para recoger la alfombra que había encargado o para que esperase a los cristaleros que habían dicho que llegarían a las cuatro y no aparecían hasta las doce del día siguiente. Así, era muy difícil despegar. Y de buenas a primeras me había encontrado esperando un hijo como un eslabón más de la cadena que él había aceptado llevar al cuello sin que yo estuviera muy segura de la razón.

—¿De qué sirve casarse si no es para tener hijos?

Él siempre había sostenido unas teorías exageradas acerca de las parejas. Que eran lo más parecido a una pyme: productos o hijos, pocos empleados polivalentes y presupuestos a rajatabla. Pero desde que iba a ser padre se había humanizado. Me abrazaba alegre, absurdo, como el adolescente que nunca fue; me estrechaba entre sus brazos cuando cruzábamos la calle, por puro afán de protección. A su lado temblaba de miedo de que algún nubarrón pudiera ensombrecer los momentos preciados que ya por entonces pretendía conservar como un pequeño tesoro, con un hijo dentro y el hombre que amaba amándome a mí.

Tengo que reírme porque por culpa de mis hormonas alteradas era la reina de la sensiblería y los buenos sentimientos. Mi pecho se hinchaba sólo mirándole. Me mordía la lengua para no humillarme proclamándole mi adoración cada vez que detenía sus ojos en mí, aunque fuera para algo tan tonto como pedirme que le pasara el pan en la mesa. El amor nos vuelve ridículos, pero sólo después.

—¿Por qué yo? —le pregunté una tarde que descansábamos tumbados en el sofá de nuestra nueva casa.

Habíamos dejado los platos sin recoger y nos entreteníamos en cambiar los muebles de sitio.

—¿Qué viste en mí? —insistí, bordeando con el dedo índice el nacimiento de su pelo, justo entre la oreja y la sien.

El carnet de matrimonio me había aportado cierta confianza en mí misma y me iba atreviendo a preguntar lo que necesitaba saber desde hacía tiempo.

—Todo —respondió con la vista fija en los halógenos del techo.

—Es lo mismo que decirme nada; ¿no puedes ser un poco más concreto...? —le rogué, incorporándome sobre el codo—. Dime algo... qué es lo que más te gusta de mí.

—No sé, todo. Me gustas así; como eres... —se evadió, comprobando con la uña la trama de la tela del sofá.

—¿Estás enamorado? —le susurré, algo avergonzada por la trascendencia de la pregunta.

—¿Tú que crees? —rió, pinchándome.

No hubo manera de sacar algo más.

Me recosté de nuevo a su lado, resignada, aceptando una nueva ley. El amor se presupone en las parejas ¿no? Al llegar a la edad adulta, hay quien se burla de él como si fueran las paperas en la infancia, algo que casi sonroja mencionar.

Por mucho que se escondiera tras su careta de cinismo, estaba segura de que en Fernando había un fondo violento y apasionado que ocultaba fiero como un gladiador.

De repente sentí los movimientos de nuestra pequeña hija. La vida podía ser maravillosa. Y por fin me iba a tocar mí.

—No sabemos nada de su familia, ni de su padre; imagínate que hubiera sido un loco o un delincuente o algo peor...

A mamá le había dado por el tema.

—O que esté en la cárcel, o que oculte alguna tara; labio leporino o vete tú a saber...

Una de cada dos tardes, con la excusa de ayudarme en lo que fuera o, simplemente, porque quería acompañarme a todos los controles médicos, mi madre se dejaba caer por mi casa. «Demasiado cerca de la de tus padres», fue el único defecto que le encontró Fernando a nuestro primer domicilio y que yo descarté por irrelevante. Había descubierto, entre la cartera de la inmobiliaria, un bajo con un patio privativo que nadie quería por haber sido en tiempos la vivienda del portero, al que, con la especulación de los noventa, la comunidad de vecinos había desplazado a las cuevas del sótano, con sus cubos y sus trapos, a vivir entre los trasteros sin ventanas y sin luz. Fernando en esa época ya había comenzado a trabajar para Gonzalo Gálvez buscando locales «atípicos», es decir, baratos, y después de un lavado de cara reconvertirlos en viviendas de alto
standing
. Y uno de esos chollos —en pleno barrio de Salamanca, noventa metros escriturados más trescientos cincuenta de patio empedrado que en su origen había sido entrada de carruajes— se lo quedó él.

Mi madre me había acompañado a pie aquella mañana a hacer unos recados que me habían dejado agotada —a principios de noviembre, hacía una semana, había entrado en el octavo mes—, y fuimos a la futura habitación de la niña —el único espacio cerrado de toda la casa junto con el cuarto de baño— a guardar lo que habíamos comprado. Luego leí que a ese afán de acumular y de prepararse para el nacimiento lo llaman el síndrome del nido. Y cuando éste se queda vacío, ¿cómo se llama? Si es de manera natural, los hijos crecen. Si es de la mía, desolación.

Saqué un par de jerséis que me había hecho a mano la propia Auxi, uno blanco y otro rosa, porque desde julio ya sabíamos que iba a ser una niña. Mamá no necesitaba nada más para lanzarse.

—¡Hay que ver, Auxi!; ¡lo majareta que es esa mujer! Será muy buena persona, pero no puede negarse lo locuela que está...

El día anterior la propia Auxi me había traído los dos jerseicitos enrollados en un papel de seda; lo que a mi madre le había chocado era que se había presentado en casa vestida con una camiseta del Che.

—Deberías preguntárselo a ella si con Fernando no te atreves —añadió, cambiando al verdadero tema—, aunque seguro que ella se lo habrá cascado todo, ¡no lo dudes! —me aseguró.

Llevaba tiempo muy pesada con la cuestión del padre de Fernando, así que la escuchaba pero no le hacía demasiado caso. Doblaba y guardaba la ropa de mi futura hija en los cajones del armario, feliz.

—Pregúntaselo —ordenó, obstinada—. Estáis casados, ¿no?, tienes derecho, y más aún por la niña... —exigió—. ¿O no?

Le dejé guardar la bufanda y el gorro que me había regalado Auxi —se empeñó en que fueran de angorina rosa aunque todo el mundo me había prevenido en contra de esa lana, que hacía toser a los bebés—, y saqué el edredón nuevo para la cuna, con los protectores para los barrotes que tenía que colocar.

Por entonces llegaba a nuestro país la influencia de los
lofts
neoyorquinos, los grandes espacios en los que vivían los artistas en el SoHo. Fernando había diseñado una sofisticada pieza central, de color grafito, en la que se integraban los muebles y electrodomésticos de cocina, dejando a ambos lados el espacio para comer y la zona de estar, que se transformaba en cama. En realidad era todo uno: salón, cocina, comedor y dormitorio. Y en una esquinita del piso, como si fuera un frente de armarios, el cuarto de la niña dentro de una especie de caja del tono «mina de lápiz» y el baño en otro frente del mismo color, con la puerta igualmente disimulada en la pared.

El día que terminamos la obra, cuando entró la mujer del portero a limpiar, lo calificó con la boca muy abierta y las manos apoyadas en la fregona de «nave espacial».

—¿Y aquí van a hacer todo junto? —preguntó decepcionada—, pero si teníamos hasta comedor...

—El comedor es una pieza muerta, obsoleta —respondió Fernando.

La mujer asintió sin atreverse a llevarle la contraria pero me preguntó que por dónde empezaba a sacar el polvo del yeso y el parquet, si por el comedor o por el salón.

—Flores, no —había sido otra de las restricciones de Fernando en nuestras negociaciones.

Se refería al papel de la pared. Era cierto que no pegaba demasiado con el estilo despojado que había elegido para el resto de la casa pero, en el caso del dormitorio de un recién nacido, de una niña además, me costaba imaginarlo entre vidrio templado o barras de acero inoxidable. Ya que era un espacio aparte, ¿por qué no una locura?, ¿una cajita de muñeca cursi, el estuche para un bebé?

—Odio las flores. ¡No tienen sentido aquí!

Por la mañana, Fernando, y por la tarde, poniendo pegas, mamá. «Ni que fuera la sede de un banco.» Y yo me volvía loca, más que la pobre Auxi, zozobrando entre los dos.

Lo mejor de la casa era el patio —que a la mía le había horrorizado, «Aquí os va a caer en la cabeza la porquería de las alfombras del resto de los vecinos»—. Es cierto que se lo enseñamos abarrotado de macetas de plástico, montañas de periódicos viejos y hasta con los cubos de basura manchados de pegotes que todavía se almacenaban ahí. Cuando lo vio terminado, no lo reconocía. Fernando se había encargado de que cubrieran la superficie con un toldo de un blanco luminoso tan ligero como la gasa. Y bajo ese parasol gigante hizo crecer un pequeño jardín con arces japoneses, camelias, agapantos y glicinias; incluso hizo que encastraran una fuente en la pared, que con su murmullo de agua en el metal mecía nuestras noches de calor.

—Yo de ti le preguntaría. No tiene nada de malo...

Me había olvidado del tema, pero ella no.

Cerré la puerta del armario y salimos de la única habitación hacia el espacio común.

—Antes obligaban a hacerse un análisis de sangre antes de casarse; para lo del Rh y todo eso... ¡a saber de dónde viene cada cual! A lo mejor el padre vive todavía y le hace ilusión saber quién es su hijo...

Le señalé que Fernando nunca había hablado de él. Y que Auxi daba la impresión que se tomaba las cosas a su manera relajada, pero era muy seria con todo lo que tenía que ver con su hijo.

—Pues por eso. Seguro que se lo ha contado. Y, por la razón que sea, él no lo quiere decir.

Si no lo quería decir, ¿para qué iba a molestarle? Tenía miedo de ofenderle o enojarle o parecerle curiosa, o todo a la vez. No veía el porqué.

—¡Hija!, ¡por no morir tonta! Qué necesidad hay de encontrar razones para saber...

Echó una mirada sobrepasada al salón-comedor-cocina, «¡Jesús!, ¡qué grande es esto!», que en realidad quería decir «Cómo puedes vivir en medio de este solar», y se preparó para marcharse, porque mi padre debía de estar a punto de llegar a comer.

Aquella noche —después de que me dejara con un beso de «No seas boba y pregunta, que no es nada malo», y me acostara en aquella cama gigantesca escuchando como una nana el zumbido del refrigerador— tuve una pesadilla; me habían dicho que en los últimos meses del embarazo era bastante frecuente por culpa de la compresión de las venas o de la vejiga... la verdad, no me acuerdo. Pero sí de que soñé con árboles muy altos agitados por el viento que se combaban hacia mí y con bestias salvajes de pupilas anaranjadas que me acechaban en medio de un río movido y espeso de color marrón cacao. Yacía tumbada sobre el suelo, estremecida por los calambres, como las indígenas que había visto en un documental, en una cama de hojas masticadas y húmedas.

Soñé que daba a luz a un niño deforme, con una barbita puntiaguda de lucio y la piel con el color irisado de las escamas de un esturión.

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