Esas mujeres rubias (18 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

BOOK: Esas mujeres rubias
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Cuando tuvo que cerrar el sexto ataúd blanco, «Como de juguete», me contó que las comadres, urracas de plumaje negro, se lamentaban delante de mi abuela, y la culpaban en voz baja de tanta desgracia. «Hasta tu abuelo se derrumbó.» Joaquín era el último varón. El médico le había dicho que no habría más hijos después de la pequeña María del Carmen. Nadie parecía en su sano juicio. Todos actuaban como si hubieran perdido la cordura, excepto Anselma. Rezó sus oraciones, lloró cuando le tocó llorar, y sacó adelante a la última, a Carmela.

«Ver morir a un hijo es lo más duro que hay.»

DICIEMBRE (II)

She walked away, slowly thinking. She had begun to like the garden just as she had begun to like the robin and Dickon and Martha’s mother. She was beginning to like Martha, too. That seemed a good many people to like —when you were not used to liking
.

The Secret Garden,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT

Se alejó, al tiempo que pensaba detenidamente. El jardín había empezado a gustarle, así como también el gorrión y Dickon, y la madre de Marta. Incluso estaba empezando a gustarle Marta. Parecía una considerable cantidad de gente para alguien que no está acostumbrado a que le guste nadie.

El jardín secreto,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT

El manto de nieve

Un timbrazo fuerte me sobresaltó. Se me cayó al suelo
El jardín secreto
, el libro en el que había encontrado la foto de los tres niños el primer día que pisé Mon Repos. Tenía una prosa curiosa que mezclaba la manera de hablar de los aldeanos de Yorkshire —allí estaba la mansión de los Craven— con las expresiones traídas de la India y el hablar propio de una niña victoriana de corta edad.

Era muy difícil de traducir y me llevaba horas descubrir un giro o una contracción. Y la historia, curiosamente, tenía algo que ver con la mía, con la de Estela. Por no hablar de una coincidencia que, al leerla, me sobrecogió. La autora, Frances Hodgson Burnett había tenido dos hijos, Vivian y Lionel; sólo uno había llegado a la edad adulta, el otro murió en el inicio de la adolescencia, a raíz de lo que ella había escrito aquel libro en el que toda la simbología de su duelo y su recuperación recaían en el jardín. Por no hablar de esa pequeña Mary aislada del mundo, malcriada y sola. ¿Quién era Mary?, ¿Estela o yo?

La cría protagonista, Mary Lennox, había abandonado a la fuerza una India exuberante —después de que murieran sus padres y su niñera,
su Ayah
, a causa de una epidemia de cólera— y había sido importada hasta la triste Inglaterra, y dejada a su suerte en Misselthwaite Manor, el caserón de su tío, un desconocido y sombrío viudo siempre ausente. La habían aparcado allí, en compañía de un golfillo y una criada, con un personaje misterioso —¿otro niño?— cuya presencia se intuía en las estancias del caserón.

Llevaba días concentrada en el libro. Evitaba mirar el reloj o el calendario. No me hacía falta. Tenía la certeza de que era 24 de diciembre.

Después del timbrazo, bajé y abrí la puerta.

Olía a leña quemada y húmeda, a frío, a pasta de hojas secas, a luces intermitentes. A Navidad.

Había nevado durante toda la noche —un hecho extraordinario; de los que suelen hacerse eco las portadas de los periódicos y los programas de televisión— y al abrir la puerta descubrí un inmenso jardín glaseado, como un regalo que me vi forzada a aceptar a regañadientes.

Encima del felpudo, Josefina se arrebujaba en una fina chaqueta de punto que estiraba por encima de su vientre. Una perra a cada lado. Ella, inmune al frío, toda sonrisas. Toda generosidad.

—¡Hoy te saco aunque no quieras!, ¿has visto qué maravilla? —exclamó con el rostro enrojecido por el aire fresco.

Esbocé una media sonrisa y renuncié a olvidar el día. Tendría que fingir que era Navidad.

Josefina me tendió el abrigo y me conminó a salir a la nieve como si en lugar de una cabeza de familia algo robusta y una vecina rara fuéramos dos colegialas que ese día se saltaran las clases. Venía con una idea en mente: contagiarme del espíritu de la Nochebuena. Hablando de cuentos infantiles... ¿Sabría Josefina quién era Mister Scrooge?

—Te vienes a casa. No me vale un no.

Se ajustó la chaqueta con el mismo gesto decidido de las mujeres del campo que salen a la calle poco cubiertas y rodeamos la casa hacia la parte trasera con las perras persiguiéndose por la delgada capa de nieve, destrozando aquel manto virginal. «¡Estaos quietas, leche!», les regañó Josefina, y vinieron mansas, sacudiéndose los copos, sin dejar de morderse, chuparse y volver a escaparse otra vez. Traté de zafarme aprovechando el despiste, pero Josefina me empujó por los adoquines mientras bromeaba conmigo, segura de que acabaría cediendo, «a tiempo de poner otro plato en la mesa».

Con la sonrisa pintada en la cara me precedió por un sendero de grava, guiándome hacia la zona boscosa; allí los copos no habían llegado a tocar el suelo más que como si hubieran espolvoreado el suelo con azúcar glas. Sentí el aire helado abrirse paso por los agujeros de la nariz. No había ruidos, sólo el crujido de nuestros pies.

El espectáculo era hermoso. La nieve había convertido las ramas de los árboles en cientos de lámparas de las que colgaban gotas de nieve fundida como si fueran lágrimas de cristal.

—¡Qué bonita es la naturaleza! —exclamó arrebolada—, dan ganas de compartirlo con alguien, ¿no?

Suspiré apretándome un poco más dentro de mi abrigo, y me llevé la mano al corazón. ¿Habría algún lugar como éste fuera de la Tierra?, ¿un lugar en el que la nieve no se fundiera y el cielo fuera de ese azul intenso y el aire, de puro limpio, cortara el rostro al andar? ¿Estaría ella allí?

En pocos minutos me llevó a una explanada semicircular pavimentada de granito y rodeada por estatuas de piedra con un pequeño copete blanco. «Euterpe, musa de la música y la poesía; Terpsícore, musa de la danza, y Melpómene, musa de la tragedia.» La última sostenía una daga a la altura de nuestras cabezas con aire amenazador.

—Aquí era donde hacíamos nuestros teatrillos —explicó Josefina—. Estela siempre se pedía hacer la chica, y el papel del chico lo hacía Armando, o, si no estaba él, me tocaba hacerlo a mí —rememoró.

—¿Erais muy amigos? —pregunté, mientras nos sentábamos en el muro que hacía de banco.

—Podría decirse que sí —respondió fijando la mirada—, pero no era tan sencillo. Jugar, jugábamos juntos, pero amigos, lo que se dice amigos, no podíamos ser.

Josefina rascaba la nieve con la uña. Automáticamente había dibujado un corazón.

—Cuando llegaba la hora de recogerse, cada uno se iba por un lado: la hija de la Montse a Can Julieta, y Estela y Armando a Mon Repos —concluyó borrando el dibujo y agarrándome del brazo para levantarse.

Avanzamos hacia lo más alejado de la casa, haciendo crujir la masa de nieve y hojas secas que nadie había retirado. Aquella parte del jardín, con su velo inmaculado, tenía un aire sobrenatural. Un delicado olor subía hasta nuestras narices, de madera y de campo; nos llegó una vaharada de humo, «Padre ya estará haciendo fuego —me dijo, tentándome para la cena—. Seremos nosotros cuatro nada más».

Le comenté que hacía días que no había visto a Román, «Esta vez le está costando más salir de la bronquitis.» Me prometí —en secreto— que no volvería a darle cancha con el tabaco y me apresuré para no quedarme atrás.

Estábamos en la parte más salvaje de la finca: una maraña de pinos, ramas caídas y arbustos bendecidos por la nevada.

Llegamos a una verja de hierro reforzada con brezo. Desde fuera, resultaba imposible ver el interior.

—¿Has estado ya en la piscina? —preguntó acercándose hacia la puerta.

—No —respondí, siguiéndola.

—Yo odio las piscinas —dijo Josefina—, y ésta aún más —reveló, dudando si entrar o no.

Recordé nuestras dos piscinas: interior y exterior. ¿Cuántas veces me había bañado en tres años? ¿Dos? ¿Tres?

—¿Eres supersticiosa? —preguntó Josefina justo antes de forzar la portezuela.

«No», le dije. Creía en que la vida podía ser muy injusta, y que a unos les tocaba más que a otros, incluso en la desgracia, nada más.

Josefina asintió y empujó la puerta de la valla.

Entramos y vimos una alberca rectangular con cuatro jardineras de piedra de estilo francés en cada esquina, sin flores. Dos tumbonas de hierro oxidado, tan desnudas sin sus colchonetas como esqueletos de jardín. Todo muy fin de siglo, butacas de rejilla escarchada con regueros de óxido y balancines con toldo de tela a jirones. Decadente. Casi fantasmal.

Con las paredes a la vista, la piscina emergía enorme; la pintura estaba tan vieja que el blanco se había convertido en amarillo y en otras partes, desconchado el revestimiento, afloraba el vaso de cemento gris. Sin más que un fondo de granizado verde oscuro, en el centro flotaban masas de hojas secas, como cadáveres gomosos, e, hinchado y obsceno, el cuerpo de un sapo. Me hizo apartar la cara con repugnancia.

Josefina cogió un saco de cartón de una pila de escombros y, lanzándolo desde el borde, hundió al bicho, como una boya pinchada en un cenagal.

—Iban a tapiar la piscina porque la abuela de Estela se ahogó aquí hace tiempo —explicó Josefina con la vista fija en el fondo—. Encontraron los zapatos al lado de la escalera, y dentro, las joyas y el reloj. Uno de esos Omega de oro pequeñitos, con la esfera rodeada de diamantes, una cosa como de muñeca... —aclaró.

Se sacudió el polvo del saco de las manos con cara de circunstancias, sin pronunciar la palabra «suicidio», aunque añadió, como dato que reforzaba esta hipótesis, que la abuela de Estela había sido, «en sus tiempos», una chica muy moderna pero que nunca consiguió aprender a nadar.

Seguimos hablando de la historia mientras salíamos del recinto de la piscina con una extraña sensación. Por el gesto de Josefina deduje que se arrepentía de haberme llevado hasta allí.

—Los últimos meses estaba muy rara: se le estaba yendo la cabeza; aunque según mi padre era todo lo contrario —se interrumpió para apartar unas ramas—; decía, con bastante mala leche, que un día recuperó el sentido y no se pudo soportar.

Se rió sin maldad, y ya en serio me dio otra explicación.

—Demasiadas decepciones. Armando, Diego padre, Estela... supongo que hasta nosotros... el mundo que ella había conocido estaba en vías de extinción.

Josefina se giró hacia mí para comprobar que no me impresionaba lo que me había contado, «A ver si por mi culpa luego no vas a poder dormir...».

La tranquilicé, asegurándole que no tenía miedo de los muertos, y menos de que se me aparecieran.

Entramos en un pequeño bosquecillo formado por un grupo de pinos jóvenes con los finos troncos curvados por los vendavales, «Esto es grande, pero antes lo era más», señaló Josefina levantando la vista hacia las copas de un verde intensificado por la humedad de la nieve. Entonces se detuvo de nuevo y me miró, «Yo volví a Mon Repos sólo un poco antes que tú», confesó.

—Ocurrió algo; no malo, ¿sabes?, sólo poco airoso. No siempre he estado tan gorda —aclaró palpándose las caderas por encima de la rebeca—, pero de eso hace tiempo... Parece mentira cómo todo vuelve, y vuelve, y no nos deja en paz...

Avanzamos hasta un claro desde el que se veía la ciudad extendida a nuestros pies, como un Lego gigante. Se apoyó en su palo a modo de bastón para coger aire y continuar.

Después de que muriese «la señora», la casa había pasado a manos de Estela —su padre, Diego, llevaba más de veinte años en Cuba y no tenía intenciones de volver para convertirse en el «marqués»—. A Diego e Inés les tocaron en el reparto los terrenos del resto de la finca, «Los que abarcan la falda de la montaña, que en tiempos fueron una explotación agrícola» y que llegaban hasta las vías del tren.

Fue Estela, «muy correcta», la que les propuso que regresaran a Can Julieta cuando murió su abuela. Después de aquel episodio «embarazoso» no se encontraban en «buenos términos» con la familia, «De hecho, nos marchamos durante algún tiempo, pero luego no nos quedó más remedio que volver». En esa época, Josefina lo había pasado muy mal. En plena separación de su marido, el padre de su «segundo hijo», precisó con cierta insistencia, el padre de Julián.

—Las casas son como las personas... —murmuró Josefina mientras buscaba un camino que nos llevara de vuelta—, en algún sitio he leído que revelan el alma de quienes habitan en ellas; ésta tiene un fondo cruel —rió.

Tomó un sendero entre dos rocas a la derecha de un grupo de almendros cuajados de botones tempranos a los que la nevada había debido de abrasar.

—¡Mira! —exclamó al descubrir un hueco en medio de un murete—, antes aquí había un camino... se ha borrado... es normal...

—Hace casi veinte años que no he vuelto. Por aquí debería de haber una puerta de hierro, ¿a ver?

Inspeccionamos los alrededores pero no descubrimos nada. Josefina giró en torno a unos madroños y exclamó:

—¡Por aquí!

Agachamos las cabezas para esquivar unas ramas que quedaban a la altura de nuestras caras. Josefina se sirvió de su palo como ariete y llegamos a un parque en miniatura con un paisaje artificial. Con su capa de nieve que comenzaba a derretirse, el lugar tenía el encanto algo anticuado de una estampa de Doré; falsas ruinas romanas, puentes que no llevaban a ninguna parte y en la cima de la montaña de rocalla un volcán artificial.

En la base, una puerta enrejada como la de un calabozo hecho a la medida de un niño.

—¿Te atreves a entrar? —me propuso.

—Tú primero —bromeé.

—Una mujer que vive sola no puede ser una cobarde... —bromeó mientras se contorsionaba sorprendentemente grácil para su volumen y se deslizaba entre las rejas y la pared de falsa piedra delante de mí.

Entré detrás de ella, casi a tientas, buscándola en la oscuridad. Al principio fui incapaz de distinguir nada pero, poco a poco, mis ojos se acostumbraron al cambio de intensidad lumínica; pude ver que estábamos dentro de una cueva del tamaño de un cuarto de baño. El liquen cubría las paredes y había, tal y como señaló Josefina, una gran piedra en el centro, casi una mesita baja, aplastada e irregular.

—Aquí era donde nos sentábamos, a partir los piñones o a jugar a las cartas... Estela era siempre la que repartía, y la que decidía el juego, aunque fuera la más joven de los tres. Jugábamos al burro, o al tute, y al que más, al tute cabrón; ése era el preferido de Eli; sólo por decir «cabrón»... le gustaba decir palabrotas, entre nosotros —la disculpó.

El suelo estaba húmedo, con una delgada capa de tierra; nos movíamos con cuidado de no resbalar.

—¡Alguien ha estado aquí!, ¡mira! —señaló Josefina en la oscuridad. Junto a un rincón, un recipiente de vidrio de yogur contenía algunas colillas. Lo puso a la altura de sus ojos y las miró con detalle: eran de una marca de rubio muy corriente, la misma que había fumado mi madre, la que fumaba, de vez en cuando, Fernando, y la mitad de la población.

—Al menos no ha sido padre... él prefiere el tabaco negro, y éste es rubio y
light
.

—Hace frío, ¿no? —le pregunté, con un escalofrío.

—Sí. Por aquí pasan los tubos del agua y siempre ha habido mucha humedad. Decían que muy cerca excavaron un pasadizo por el que podías ir sin que te vieran de Can Julieta a Mon Repos, debieron de construirlo cuando compraron la finca los Vallés; imagínate para qué —insinuó—. Y cuando éramos niños hacíamos expediciones para intentar encontrarlo... espera —me rogó, metiendo la mano en la pared—, voy a ver si todavía sigue aquí...

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