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Authors: Ana García-Siñeriz

Esas mujeres rubias (22 page)

BOOK: Esas mujeres rubias
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—El nombre tiene que ser el principio.

En unas horas sería Alma o Camila, Camila o Alma, y ninguna de las dos sería la misma.

Incluso elegir entre una de estas dos vidas me cargaba de demasiada responsabilidad.

Fernando se había instalado a mi lado, despatarrado en una butaca de escay negro, «Qué feos que son los hospitales», después de apagar, sin consultarme, el televisor.

Llevaba meses bromeando casi por cualquier cosa, dedicándome tiempo cuando volvía de trabajar. Junto al Gonzalo Gálvez de la reunión de aquella tarde —el de los pisos de alto
standing
que estaba a punto de convertirse en su socio— había cerrado un acuerdo con un promotor de la costa levantina. «No es el trabajo de mi vida, pero me va a poner en el mapa.» Según él, podía ser un paso económico hacia delante muy importante, «Ya sabes, mudarnos a una casa más grande, vacaciones, otro nivel». El catedrático de la Escuela con el que había empezado a colaborar en paralelo a Gálvez le previno, «Esto es como perder la virginidad».

—Hay que ser un poco puta —le había tomado el pelo Fernando.

Entonces ya no quería esperar más a que alguien le pusiera la pistola en la mano. Estaba deseando apretar el gatillo y empezar a ganar dinero.

A mí ya me habían colocado unos parches en la barriga. Poco a poco me iba tranquilizando; ya me había dado cuenta de que sólo tenía que aguardar a que me guiaran hacia el paso siguiente. Ya no tenía tanta ansiedad. Sabían lo que hacían, me repetía; aunque para mí fuera nuevo, para ellos, no. Al final, todo se reduciría a esperar. No había nada extraño. Saldría bien.

Empecé a quejarme un poco, pero casi como prevención. Hasta entonces no había notado aquellos dolores espantosos de los que hablaban las madres entre ellas en las tardes de mi niñez. Me habían grabado a fuego la imagen de las parturientas retorcidas agarradas a los barrotes. Pero con la larga aguja que me había hundido el anestesista en la espalda, ya no sentía molestias. Nada cuadraba con lo que había leído del
Manual de preparación al parto
; por ahora, todo se desarrollaba como cuando iba al dentista. Aséptico. Dirigido. Cronometrado. La matrona cantaba cada cuarto de hora los centímetros del cuello del útero como si fuera la Lotería del Niño. Abrió la espita de una botella que tenía encima de la cabeza y se acercó a hablarme antes de salir detrás de otra enfermera que bajaba a tomarse un café.

—Se nota que eres primeriza. Te voy a poner un poco más de esto, que el jefe quiere llegar al turrón...

Confieso que entonces me sentí algo decepcionada. ¿Era sólo yo o nadie se daba cuenta de la importancia de un nacimiento, aunque cada día atendieran cien? ¿Deja de ser menos deslumbrante que el sol salga y se ponga porque se repita a diario? ¿Cuántos enamorados se sientan juntos, pegados, a contemplarlo, en cualquier rincón del globo, cada atardecer? Cursi, ¿verdad?, menos para el que está en ese trance. Que, al menos, Fernando dejara de leer el periódico, como cualquier día más. Que habláramos de algo. De cómo iban a cambiar nuestras vidas. Del milagro que estaba a punto de suceder. En fin, con mi comprensión infinita hacia todo lo suyo, me habría conformado con que sólo intentara hacerme un poco más agradable la espera. Nada más.

De repente me pareció todo demasiado trascendente. Me asusté, temerosa de enojar a alguna fuerza sobre la que no tuviéramos conocimiento ni alcance. No había que irritar a los dioses. En ese momento, no.

Una algarabía de voces acercándose por el pasillo nos sacó de nuestras reflexiones. Mamá entró en primer lugar, seguida por mi padre y las dos monjitas silentes.

Mamá se había arreglado cuidadosamente. Era de la opinión de que al médico, aunque sea de visita, hay que ir tan limpio y bien vestido como al altar.

Me besó rozándome la cara con la cortina de su melena y envolviéndome en una nube de su perfume, un aroma empolvado, antiguo; un olor que casi me hizo llorar. De repente, me sentí en casa entre sus brazos. Era de nuevo una niña y había llegado mi madre. Ya nada malo podía pasarme.

Papá me besó después de estrechar la mano de Fernando, y me puso la mano en la frente. El viejo reflejo del practicante; atento, sin darle importancia, a las necesidades de los demás. Aquella noche íbamos a cenar en su casa, por lo tanto, sólo adelantábamos la cita. En otro lugar.

Cuando les encontró Fernando, mamá todavía se encontraba en la peluquería, su viejo hábito de las fiestas de guardar.

—¿Me dará tiempo a que terminen de peinarme? —había consultado en medio del ruido de los secadores.

—Y a que te hagas la permanente —le contestó Fernando, burlón—, el médico ha dicho que hay para rato.

—¡Si ves que no he llegado, dile que cierre las piernas y aguante la respiración!

Tanto mi madre como mi padre, cada uno por separado, llevaban semanas preguntando por los resultados de las últimas pruebas a las que me habían sometido. Papá quiso echar una ojeada a los análisis pedidos por el ginecólogo. Los examinó en casa, pausadamente, con las gafas a media altura y aire concentrado. Recorrió todos los indicadores: la glucosa, los triglicéridos, el colesterol; me preguntó si me habían dado las fotos de las ecografías. Le dije que sí, pero eran ya antiguas y no se veía nada más que una especie de pollito con los labios entreabiertos. «Es la boca. Se ve cómo traga líquido amniótico.» Me enseñó los puños cerrados y las piernas, dobladas por la falta de espacio. «Ahora ya debe de estar tan apretada que no se vería casi nada...»

—Ya no queda nada para hacerle una foto de verdad, ¿te has traído la máquina? —preguntó mi madre sentándose en la butaca libre.

Fernando sonrió ante el nerviosismo de todos nosotros. Él era el más tranquilo. Sostenía un libro que había llevado para ocuparse en algo. Llevaba semanas encima de su mesilla pero no me había parecido que le enganchara. No era un buen lector. Se compraba revistas técnicas, diarios, lecturas que fueran «provechosas» o «entretenidas». Decía que le disgustaba «perder el tiempo con invenciones». Yo, sin embargo, prefería perderme en historias de fantasía, cuanto más alejadas de la realidad, mejor. Fernando mataba el tiempo con una novela histórica de tapas gruesas y grandes letras en relieve sobre un dibujo de un guerrero tocado con un yelmo.

—Tenemos suerte de vivir en la época en la que vivimos —me dijo mi padre—, mírate, esperando el nacimiento de tu hija, sin ningún dolor, y en total seguridad.

—La seguridad total no existe —aseguró Fernando con rostro serio, soltando su libro.

Mi padre le dirigió una mirada interrogante mientras mi madre desviaba la suya y yo también.

—¿Sabéis lo que hacían en Esparta con los niños que nacían con taras? —nos preguntó, en general.

Debía de haberlo leído un momento antes de que llegaran mis padres porque lo recitó casi como el catecismo: «Los arrojaban por un barranco en el monte Taigetos, al que también se le conocía como Pentedaktylos o Cinco Dedos; un monte de más de dos mil metros de altura.»

—¡Huy!, Fernando, hijo... ¡qué barbaridad! —repuso mi madre, con un escalofrío.

Fernando siguió con su exposición acerca de la vida en Esparta, «Un lugar implacable con el individuo. O eras un guerrero o no eras». La familia tampoco salió bien librada, «los padres no se preocupaban por sus hijos». Y las madres, más de lo mismo, «si parían uno defectuoso, había que deshacerse de él; las madres no lo sentían».

Lo último ya fue demasiado para mamá.

Se irguió en su asiento, retocándose la melenita tan lisa como la de una japonesa que se hubiera vuelto rubia de repente, y le lanzó su contraofensiva.

—Bueno, eso lo dirás tú. Una madre es una madre, en Esparta, en Atenas y en la Conchinchina... —protestó, más madre que nunca defendiendo su orgullo gremial.

—Ya no nos abandonan en el monte, pero cada uno tiene su Taigetos.... —musitó Fernando.

—Afortunadamente, hemos ido a mejor —concluyó mi padre, tomándome de la mano mientras me ajustaba la vía.

Fernando no contestó. Sus palabras nos habían alterado, especialmente a mi madre. Se levantó de la butaca y se concentró en mirar por la ventana. Estaba muy oscuro y no se veía más que un patio con máquinas de refrigeración.

Mi padre se prestó a ayudar a la enfermera jovencita que entró, «A ver qué tal va todo», con una sonrisa tímida e inexperta, felicitándonos la Navidad. Se levantó de mi lado de la cama y, pellizcándome, como cuando íbamos a recogerle de niña, a la consulta, apretó el timbre de la pared.

—Voy a avisar a la matrona para que llame al médico. Con el ritmo de oxitocina que te están enchufando no sé cómo la niña no está ya berreando en la habitación.

No supe nunca si fue la conversación con Fernando, la tensión que advertía en mi madre o el destino. No. Pudo ser la naturaleza, la mía, la de una mujer a punto de dar a luz una vida. El instinto nos avisa, como a los perros que ladran cuando se acerca la tormenta, o los animales que huyen antes de que suceda una desgracia: un terremoto, una inundación.

No supe por qué, pero tuve un presentimiento. Pensé en mi abuela Anselma, ojalá hubiera estado allí.

Se había vuelto a repetir lo de siempre; mi madre se había hecho la remolona. ¿Por qué le habría hecho caso? Insistió tanto en que «mejor no molestarla», que al final, cedí. Y entonces la echaba de menos. Quiso quitarla de en medio, con sus «cuentos de ojáncanos y su agua bendita». No. No tenía miedo de aquellos seres que me habían hechizado en la infancia, pero sentir la mano callosa y helada de Anselma en mi frente o sus labios tomándome la temperatura me habría hecho mucho bien.

Tres o cuatro años después, a punto de leerle a mi hija una de las historias de los hermanos Grimm, me topé con la del enano saltarín. Aquel malvado que comprometía al bebé antes de que naciera.

Aquella Nochebuena, el enano acechaba.

No quise leérselo. Busqué una excusa tonta, «mejor este de las princesas» y no lo leí.

De repente, todo fueron prisas. Fernando se levantó y salió con una enfermera a disfrazarse con el uniforme verde del quirófano. Mis padres me besaron, dándome ánimos. «Cuando regreses, tendremos a la chiquitina en los brazos...» Les di la mano, emocionada, a punto de llorar. Cuando volvió Fernando, me sonrió con los ojos, lo único visible de su rostro entre el gorro y la mascarilla. Me reconcilié secretamente con él.

Le di la mano y me la agarró muy fuerte, y no la soltó ni siquiera cuando entramos en el ascensor.

Me sorprendió la desnudez de la pieza, con la «mesa» en el centro, a la que me trasladaron con pericia. Mi ginecólogo, al que no había visto hasta entonces, estaba ya allí, camuflado detrás de otra máscara. Me saludó con la mano, y se giró sin hablar. La matrona me enseñó una especie de reposabrazos a los que agarrarme. «Cuando yo te diga “empuja”, coges aire y lo sueltas con todas tus fuerzas, hasta que no puedas más.» Vi también, enfrente, a Fernando y pensé en todo lo que podía llegar a ver. Me lo quité inmediatamente de la cabeza, tenía algo más importante que hacer, pero, aun con mi enorme vientre descubierto y las piernas separadas, seguía teniendo pudores de colegiala.

Pronto olvidé a Fernando, incluso al médico, a mí misma. Estaba demasiado ocupada obedeciendo órdenes. Me dolían los brazos, en ningún otro lugar. Empujaba, sin calcular muy bien el esfuerzo. No notaba nada. Nada. ¿No era extraño que no notara nada? No me atrevía a preguntar. De todos modos, veía que nadie me habría hecho caso. Todos estaban ocupados en mí. Pero sin contar conmigo.

«Tres empujones más y está fuera —anunció la matrona—, prepárese, jefe.» Tal y como había pronosticado, al tercer empujón, salió. Lo supe porque la vi con algo entre los brazos. Inmediatamente, el médico la depositó con cuidado sobre mi vientre, todavía unidas por el cordón umbilical.

La primera vez que vi su carita descubrí que mi hija era preciosa. Una pequeña nariz respingona y los ojos grandes y claros, todavía sin inflamar. Largos mechones de hebras negras que luego perdería dejando paso a una pelusilla rubia, blanca, como el pelito de un melocotón. Su cabeza era pequeña y sus rasgos, delicados. Estaba algo enrojecida por el esfuerzo de atravesar el canal del parto, la primera gran prueba que todo ser humano debe pasar para acceder a este lado. Por un tiempo, y luego, salir de él.

El médico me habló por vez primera. «Todo está bien, ya la he visto y está todo bien.» Yo no había podido tenerla más que medio minuto, no me había dado tiempo a estar segura de que todo estaba bien. Oía, de fondo, el llanto de la niña que, junto con Fernando, había desaparecido de mi campo de visión. Mi ginecólogo le había entregado de vuelta la niña a la comadrona.

Pensé que todo había terminado pero no, el ginecólogo seguía manipulando la parte baja de mi cuerpo. Entre mis piernas, veía mi vientre súbitamente flácido, como un bizcocho que pierde firmeza al abrir la puerta del horno. Las manos del doctor estrujaban, amasaban, extraían una especie de hígado gigante que parecía conectado a lo más hondo de mis entrañas. Entonces sí, noté un leve tirón y algo de dolor muy arriba, muy al fondo.

Mientras él se afanaba en extraer entera la placenta, palpando y empujando, la matrona limpiaba y sometía a un nuevo examen a mi pequeña.

—¡Jefe!, ¡venga un momento! —llamó la comadrona, con voz rara.

El doctor sacó una masa oscura que puso fuera de mi vista. Se acercó a la mesa alta en la que estaba la niña, cubierta con una mantita. Yo intentaba estirar el cuello para ver qué pasaba pero no conseguía enterarme muy bien. Agotada de empujar, no veía más que entre vapores. Buscaba con la mirada a Fernando. Estaba allí, junto a ellos. Miraba concentrado el bultito tapado con un gorro de algodón que en esos momentos examinaba en sus brazos el ginecólogo. Una persona más había aparecido, como por arte de magia. El pediatra. Supe que era él porque me había saludado de pasada cuando todavía estaba en la habitación.

—Luego te veré, cuando tengas a tu rorro —me había dicho, cariñoso.

Ahora hablaban en voz baja; no podía oír de qué.

—¡Fernando!, ¿qué pasa? ¿Pasa algo? —requerí, elevando la voz.

—No pasa nada. Estate tranquila —respondió.

La camilla, o lo que fuera, a la que seguía amarrada por una especie de bridas, se me hacía insoportable. Quería salir, levantarme, correr, ver a la niña. Las piernas no me respondían. Fernando estaba al otro lado de la habitación mudo, desaparecido.

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