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Authors: Ana García-Siñeriz

Esas mujeres rubias (25 page)

BOOK: Esas mujeres rubias
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—¿Y tú? ¿Vas mucho por Can Julieta? —preguntó, con una mueca amable.

Trataba de sacarme qué sabía de ellos, de ella, de Diego padre y del hijo de Armando, por Josefina y Román.

Le confesé que no salía mucho de casa, sin detenerme a explicarle que eran ellos los que más iban por Mon Repos.

Con un gesto de asentimiento y otra sonrisa igualmente estática, se levantó de la butaca, y se alisó la camisa antes de ponerse la chaqueta. Una blusa de seda mate de color rosa palo. La prenda que hay que llevar al tinte cada vez que sale del armario. Me imaginé que yo no sería la destinataria de tanto honor.

—¿Éstas no son ramas de la abelia que hay a la entrada? —preguntó, interesada de repente.

—No sé cómo se llama —contesté, rozando una de las flores blancas—, pero me imagino que sí. Las cogí ayer por la tarde. No pasa nada, ¿no?

—¡Por favor! —protestó—, en absoluto. Lo único, procura no tocar los árboles de la parte trasera; es un jardín botánico que arregló papá, pero tampoco lo mantendremos, así que... —Se cortó en seco—. ¡Bueno!, puedes hacer lo que quieras, menos fumar aquí dentro; aunque, de todas maneras ya
nadie
fuma —concluyó.

Pensé en Román y en su tabaco; y en su definición de «hermanastra», le iba al pelo. ¿Qué más le daba que fumáramos en una casa que no quería ya?

Cogió su bolso y, colocándose lentamente la chaqueta inició, cortés, la despedida mientras se ajustaba el brazalete de las medallas en torno a la muñeca, y me prometía ponerse en contacto conmigo para fijar la fecha de la visita, a su vuelta, el 10.

—Me la dio mamá cuando repartió entre nosotras —explicó ante mi mirada curiosa— una por cada hijo: Diego, Estela, Rosa y Marisa —enumeró, señalando los dijes y las medallas—. Algo pasada de moda, ¿no?

Acarició la medalla que le correspondía antes de girarse la pulsera en la muñeca e inició la marcha, preguntándome, cortésmente, «si me encontraba a gusto en Mon Repos». Le respondí afirmativamente, sin pensar, y me di cuenta de que era cierto; estaba bien.

La acompañé hasta la puerta y allí
Parker
se puso a ladrar, de pie junto a mí. El chófer le abrió la puerta y desapareció en el interior. Me quedé en la puerta aguardando su salida, por si tuviera que abrir el portón. Al dar la vuelta, bajó la ventanilla y me hizo seña de acercarme.

—Ten mucho cuidado con los jabalíes, ¿alguno ha subido hasta aquí?

Negué con un gesto. Yo no había visto ninguno...

El coche arrancó a andar, aunque todavía tuve tiempo de oírla.

—Eran animales muy nobles pero han degenerado... ¡No sabes de lo que son capaces!

Los marqueses de Can Julieta

Un cielo plomizo se había instalado en la montaña. El aire pesado sugería una falsa calma a punto de explotar. Temí que precediera a uno de mis malos momentos, cuando escuché llamar con los nudillos a Román.

Había visto el coche de «madame Inés» y subía indignado.

—¿A quién se le ocurre llegar y abrirse paso a toque de claxon?, ¡como si estuviera en su cortijo! —exclamó.

Lo que no aclaró era cómo habían entrado sin tener que bajarse ni ella ni el conductor del coche.

—Y ¿qué quería ésa? —inquirió.

—Meter la nariz —respondí—, eso, y algo que ha llamado «declaración de ausencia», por Estela...

—¡Huyyyy! Inés Vallés-Bruguera es una bruja con escoba Mercedes Benz —concluyó.

¿Qué había ocurrido de verdad con Estela Vallés-Bruguera? ¿Estaba viva?, ¿estaba muerta? Oficialmente, iban a declararla ausente. Pero todos —incluida Inés— hablaban de ella como si sólo se hubiera escondido, como una niña que quisiera jugar.

—Ya te dije yo que todo eran conjeturas; es más, seguro que se ha marchado ella por su propio pie —apuntó Román—, otra cosa es que a Inés le arregle quitársela de en medio... Esta Inéééés... —concluyó Román, sacudiendo la cabeza con desaprobación—. Te voy a contar algo, para que te hagas una idea de cómo es nuestra amiga.

Empezó recordándome que allí todo se cocía de junio a septiembre, algo que ya me había explicado Josefina y que Román corroboró.

—Era cuando se reunían bajo este mismo techo los hijos de Diego, su primo Armando y las otras dos hijas de la marquesa. Se instalaban para escapar del calor, pero solas, porque una era monja pero de las que tienen peculio y entran y salen cuando les da la real gana y la otra, soltera, arisca e intelectual.

Hubo un verano que el trío formado por Armando, Pepita y Estela lo consumió íntegro «jugando a hacer casitas a las hormigas y las lagartijas». Se pasó volando, con los tres agachados encima de una caja de cartón a la que practicaron unos agujeros con un lápiz para que los animales pudieran respirar.

Otro, el de los doce años de Pepita, fue el único en el que la hija de Román se bañó en la piscina. Por primera y única vez.

Diego padre la había interceptado de camino a la casa grande, adonde la había enviado la marquesa para recoger una caja de aspirinas. El sol pegaba fuerte, justo después de comer. Pepita debía llevar su mandado a Tona, que sesteaba al borde del agua, sin prestar atención a sus hijos, que pasaban las horas muertas en remojo, jugando a hacerse ahogadillas y a perseguirse como pescados de piel iridiscente nutridos a base de alimentos de primerísima calidad.

Acompañada de Diego —como un gendarme—, Pepita dejó atrás las buganvillas de la terraza y atravesó los jardines, buscando la sombra de las acacias y rodeando los anchos magnolios inmunes a tanto calor. Antes, obligada por el padre de las niñas, había tenido que enfundarse un traje de baño de Inés, entre protestas —los de Estela le estaban pequeños—, las gomas le apretaban y le tiraba del cuello. Y que le helaba el aliento. Tragaba saliva buscando la manera de justificar ante Inés el atropello, el asalto a su armario. Notaba cada vez con más fuerza el calor.

Ya se oían los gritos de excitación y el romper del agua y los saltos de bomba y los chapoteos de los niños Vallés. Ya estaban a un paso de entrar en el recinto sagrado donde oficiaba las tardes Tona, en un escueto maillot. Estaba aterrada. Pero no se atrevía a desobedecer.

Pepita entró pegada a Diego, como un ratón a una cocina guardada por un gato. Saludó a Tona con voz apenas audible. La mujer de Diego se tostaba en un traje de baño negro de una sola pieza con las ingles escotadas, un sombrero muy ancho y las uñas de los pies lacadas de un rojo
glacé
.

Con un gesto de cabeza, Diego le ordenó a Pepita que se quitara el vestido y se tirase al agua, que se dejara de tonterías.

Pepita se acercó hasta Tona y le susurró que le había dicho Diego que se bañara pero ella apenas levantó los ojos de su revista y Pepita no obtuvo contestación.

—Se metió en el agua por la escalerilla, dando la espalda a los niños. Todavía no nadaba muy bien.

Fue visto y no visto.

Inés, de repente, salió del agua hecha una magdalena, una furia, un basilisco cuando vio su traje de baño adorado encima de Pepita. ¿Quién le había dicho que podía cogerle sus cosas?, ¿y bañarse en la piscina con ellas?, ¿eh?, ¿quién?, ¿quién?

Diego se había ido a sus cosas de jardinería y Tona dejó caer la revista con fastidio. ¡Qué alboroto era ése!, ¿quién le había dado permiso? ¡Pero bueno!, ¿es que no podían dejarla leer en paz?

Pepita salió llorando del recinto de la piscina, con Estela y Armando persiguiéndola, chorreando tras ella.

Tona volvió a sus páginas de papel
couché
. Se abstuvo de intervenir en la situación —cierto, algo anómala— por si acaso tuviera que ver con las excentricidades sociales de su marido, ese loco que pretendía que los guardeses le llamaran por su nombre de pila, Diego, sin más. Pero ¿no se daba cuenta de que les ponía incómodos con tanta igualdad y tanto compañerismo? Cada uno en su sitio. Era la única manera que les habían enseñado.

Efectivamente, había sido él. Subió hasta la piscina dando grandes zancadas, pero ya no había remedio. El drama no tenía remedio. La fila india de niños, con Inés refugiada entre las faldas de su abuela y Pepita, cegada por las lágrimas, arañándose las rodillas con las ramas hasta dejar el jardín atrás había llegado a término. A Can Julieta. A Mon Repos.

A partir de aquel día, Pepita trató de evitar la casa grande a las horas de calor máximo. Estela y Armando le insistieron mil millones de veces en que volviera a la piscina, que se bañara con ellos, que su padre quería que lo hiciera. No hubo manera de convencerla. Nunca más se bañó.

Calculé que el episodio del traje de baño habría ocurrido cuatro veranos antes del de la polio de Armando y las consiguientes visitas de Pepita por el túnel que unía Can Julieta con Mon Repos.

Román pareció leer mis pensamientos.

—Ya sabes lo del chico, ¿no?

Confirmé con un gesto afirmativo, y él dio otro salto espaciotemporal.

Lo de Pepita también ocurrió en verano. «Exactamente el de 1987», aclaró Román. Nada, no les pusieron pegas en la casa grande cuando anunciaron que se marchaban de Mon Repos.

—Tampoco habían pedido que nos fuéramos. Como si allí no pasara nada, como si todo hubiera sido obra de la Inmaculada Concepción...

«No la regañamos», prosiguió, aunque la Montse se echara las manos a la cabeza, sin saber qué hacer. ¿Decírselo a la madre del chico?, ¿a la abuela?; el padre estaba en Guinea, por lo tanto, descartado. Armando, el principal interesado, dejó, de repente, de ir a pasar los fines de semana a la finca. Pepita hizo un intento, una llamada. No obtuvo respuesta y después no quiso llamarle más. Por Estela, Armando le mandó recado la misma tarde que se fueron, que ya la llamaría él, que no se preocupara...

—¡Me cago en la puta madre de todos los Armandos de este mundo! —tronó Román—. A mí, que me hicieran lo que quisieran, ya me tenían comprado por una mierda; pero a mi hija...

Montse trató de aplacarlo, e incluso se humilló delante de la marquesa, que no quiso ni oír hablar del tema. Román no se lo pensó dos veces.

—A mi hija no le sacaba los colores ni Dios.

La Montse, Román y Pepita hicieron las maletas —fue un decir, porque no tenían más que una grande para todos—, y apretujaron el resto de sus pertenencias en sacos de plástico para recoger la hierba.

—Así nos largamos de Can Julieta; con una mano delante y otra detrás.

Salir fue más fácil de lo que nunca habían imaginado.

—No nos dimos cuenta de que estábamos en la calle hasta que nos vimos en medio de las Ramblas los tres, con el coche cargado como los moros que se van con la casa a cuestas cuando cruzan el Estrecho.

Durmieron en casa de una prima de la Montse que vivía por Horta, hasta que encontraran algo; se habían quedado sin nada en un abrir y cerrar de ojos. Tenían que darse prisa. En los sesenta metros cuadrados de la prima vivían el matrimonio, sus tres hijos y una abuela que no oía nada y ponía a todo trapo el televisor.

—¡Y un gato!, que se me olvidaba; aquello era bastante parecido a las aglomeraciones de Argelès —bromeó Román.

Ya les empezaron a poner malas caras en casa de la prima, «Los huéspedes, como el pescado, al tercer día, huelen»...

Fue un verano complicado. Encontrar trabajo en agosto, así de sopetón, resultó más que imposible. En aquellos años el país entero se cerraba por vacaciones.

Por fin, en septiembre la Montse se colocó en una casa de externa, pero él siguió sin trabajar. «Muy complicado, a finales de los ochenta, a punto de la reconversión industrial: despidos en las fábricas, en los astilleros...»

Román no tenía más experiencia que la de hombre para todo allá, en la finca. Ni más referencias que las de los señores Vallés... No había dejado la casa desde que volviera de la guerra.

—Regresé cuando me conmutaron la pena, ¡para cumplir cadena perpetua en Mon Repos!

Y la segunda partida, con un nieto en camino.

—Que nunca han querido reconocer como un Vallés —reprochó Román.

«Iván, tan rubio, tan alto, tan guapo... clavado a los Vallés-Bruguera, ni Sanchís ni Marqués.»

—¿No sabías nuestro apellido? —preguntó Román al ver mi sorpresa.

—¡No! —respondí asombrada.

—Pues sí. Parece una broma, ¿verdad?; servidor, Román Marqués.

Un piso más arriba

No sé si me gusta seguir así porque podría parecer que Fernando era uno de esos seres detestables capaces de todo con tal de conseguir sus objetivos: dinero, reconocimiento social, poder... éxito... y no, no lo creo. O al menos, no se movía sólo por dinero, éxito o reconocimiento social.

Pero, después de ser padre, como si se cumplieran los dichos populares y la niña hubiera llegado con un pan debajo del brazo, a Fernando le estaban yendo bien las cosas, como a muchos de su clase o calaña, diría ahora, si las vivencias y el paso del tiempo me hubieran transformado en una persona cruel. Y estaba exultante, henchido, feliz.

A lo largo del año había hecho un par de buenos negocios a medias con Gonzalo Gálvez,
«¡Bísnes
,
bísnes!»
Habían conseguido desalojar a la única vieja que les estorbaba —se jactó de que le habían dado «un buen pellizco para que se largara», además de otro piso en un sitio mucho mejor—. Y es que así no se podía sostener una economía. ¿Cómo podía pagarse «una ridiculez por un pisazo de trescientos metros en el centro del barrio de Salamanca»? Y el edificio era uno de los de Gonzalo. Con ella neutralizada —y con la ayuda de una fiera que les habían recomendado para comercializarlo, Oria, Victoria Pascual—, iban a empezar a remodelarlo, y luego, a triunfar.

—¿Qué te parece cambiar nuestro bajo por un ático de los nuevos? —me propuso el día en que cerraron la operación en el notario.

—¡Pero si acabamos de estrenarlo! —me sorprendí.

Estábamos en julio y empezaban la obra en septiembre. Estarían listos para enero, en año y medio; «Vamos, a toda hostia», la expresión, que habían convertido en su lema, me sacaba de mis casillas. Pero, por lo del ático, Alma pronto cumpliría tres años y vendría bien más espacio para correr y montar en triciclo. El
loft
-bajo-almacén tan moderno era incómodo; en el ático —con parquet Versalles y molduras en las paredes, y una chimenea de mármol francesa en el comedor, y tres baños y un aseo de invitados y zona de servicio con
office
y planchero, y una despensa y una terraza para tender en la cocina y otra pequeñita pero suficiente para meter un par de sillas y una mesa y hasta un sofá de mimbre y unas plantas— estaríamos mejor.

El primer verano que habíamos pasado con Alma —tenía seis meses exactos— habíamos estado tan sobrepasados con la llegada de nuestra hija y las nuevas obligaciones profesionales de Fernando, tan desbordado atendiendo las indicaciones de Gálvez, que preferimos quedarnos en nuestra primera casa, el
loft
—como lo llamaba Fernando—, en el que sus lloros de las primeras noches retumbaban sin que las frenara una pared.

El segundo verano ya nos sorprendió más organizados, aunque, igualmente, escondiéndonos del calor. Persianas bajadas, cubos de agua en el pavimento de fuera, puertas cerradas a cal y canto, oscuridad.

Asfixiados por el bochorno, decidimos marcharnos de vacaciones. Fernando no conocía Mallorca e insistía en que pasáramos las vacaciones allí. A mí, la verdad, no me apetecía demasiado. Todos esos personajes que competían a ver de quién era el barco o la casa más grande habían desdibujado el encanto de la isla. Mallorca, sí. Como símbolo, no.

Siempre había pasado mis veranos en casa de mis abuelos en Berria, a las afueras de Santoña. Con el calor que hacía, imaginar el contacto de los pies desnudos con las baldosas heladas de la cocina me provocaba escalofríos de placer. Fernando, sin embargo, prefería soñar con la colección de cenas con hipotéticos socios acompañados de sus señoras, pieles lustradas a base de cremas con caviar. «Viejos pellejos», según la terminología de mi madre, o señoras momificadas y reducidas a mojama por culpa de los excesos del sol.

Intenté convencer a Fernando. Los veranos en Berria siempre habían sido mi reducto de libertad, mi campo de pruebas, mi casa... Además, con Fernando jamás había estado allí. Me lo debía, después de aquel verano que pasé esperando que me escribiera. Le había hablado de las marismas, de la playa inmensa y cantábrica, de los bancales de arena y de las tardes repanchingada en el porche, junto a mi abuela, intercambiando modismos y refranes de la gente de la montaña —de donde venía ella— por las expresiones que usábamos los chiquillos de la época y que le hacían reírse agitando las medallas que le colgaban de un imperdible en la combinación negra que llevaba día y noche bajo el vestido, negro también.

Le hablé de la pequeña casa enfrente del mar. Dos habitaciones minúsculas más un sofá cama en el que, cuando se llenaba la casa, dormía mi abuela en el salón. Muy modesta, con sus vigas de madera oscura, y sus suelos de piedra a escala reducida; una casita de muñecas, «una chabola» según mamá.

Y mis padres no irían. Como mucho, un fin de semana. Jaime y yo teníamos comprobado que a los tres días mamá languidecía en su antigua casa como una amapola en un jarrón.

—¡A mí tampoco me apetece enterrarme en Santoña! —exclamó Fernando—, prefiero un sitio más animado.

Para él, «animado» consistía en cenar cada noche con alguien diferente que poco a poco fuera ampliando su círculo hasta llegar —con suerte, algún día, varias promociones por delante— a sentarnos a la mesa de los verdaderos peces gordos que nadaban en aquel mar.

Fernando lo tenía claro, diáfano. Los veranos estaban para hacer relaciones públicas y mejorar sus redes. ¿El método? Salidas orquestadas por parejas en las que los jóvenes aportaban el divino tesoro y las ganas, y los mayores, sus coches, sus barcos, sus casas con servicio filipino, sus cadenas de oro asomando por camisas entreabiertas que dejaban escapar alguna cana entre los pelos del pecho y canalillos abotargados con algún kilito de más.

En Mallorca —en Pollensa, en un chalet tirolés de mil metros— estaba su socio, Gonzalo Gálvez, y también los Vilches, una pareja de casi cincuenta años, que en aquella época tenían la edad de mis padres. Ella no hablaba y él sólo lo hacía si se trataba de golf. El marido contaba con el mérito de haber alicatado de arriba a abajo la costa levantina. Un «íntimo» amigo informaba a los más recientes de cómo había comenzado su fortuna vendiendo a los países del Tercer Mundo recambios para coches. Chatarra. Entonces buscaba nuevos horizontes donde invertir.

—Pero ¿qué pintamos nosotros allí? —pregunté, desconcertada. No me importaba pasar unos días en Mallorca, pero también quería llevar a Alma a Berria. La imaginaba sentada en la orilla, durmiendo la siesta en el porche con la piel salada del baño, todavía sin lavar... no, eso no lo podría hacer en Mallorca al rebufo de los Vilches. Tendría que dejarla con alguna «tata» de esas que se sacaba de la manga Liliana, la mujer de Gonzalo, cada vez que se le iba una chica, aburrida de tanto señora por aquí y señora por allá. No. Eso, para mí, no eran vacaciones.

—No quiero pasarme el resto de mi vida trabajando como un negro y que otros se cuelguen las medallas... y el dinero... —respondió algo malhumorado—, no creo que sea tan malo querer mejorar.

No. Mejorar no era malo, pero para mí eso no era ir a mejor.

No solía llevarle la contraria, pero discutimos, y al final, cedió con lo de Berria.

—Iremos a Berria una semana y otra a casa de Gonzalo Gálvez en Pollensa.

En el fondo, lo de tener raíces, aunque fueran prestadas, le parecía bien.

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