Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
—¡Dejádmela ver! ¿Está bien? —exigí.
—La niña está perfectamente —contestó, con voz segura, la comadrona.
—Ha dado la máxima puntuación en el test de Apgar —añadió el pediatra—, se les hace a todos los bebés en cuanto nacen y nos da un indicador de su estado físico. Lo hemos repetido a los cinco minutos y es del todo perfecto —siguió—. Está completamente sana, con buen ritmo cardíaco, respira estupendamente y es una niña preciosa. Sólo... tiene una cosita, que no tiene mayor importancia...
—¿El qué? —exclamé, sin poder contenerme.
Se miraron entre sí. Fernando seguía lejos, callado. El pediatra adoptó un tono informal, acercándose hacia la camilla. Como cuando papá me hacía mirar la foto de un oso panda antes de clavarme la aguja en la vena. El pinchazo sin dolor.
—Nada que tenga importancia. En vez de cinco, sólo tiene cuatro deditos. Le falta el pulgar.
La gente no sabe comportarse.
Es cierto.
Te das cuenta cuando te pasa a ti, y te juras que tú no lo harás tan mal cuando sea otro el que pase por un trance desagradable. Pero, cuando te llega el momento, tampoco sabes muy bien qué es lo que hay que hacer. No existen reglas ni libros de protocolo. No circulan coches fúnebres más que por el extrarradio. Nadie se viste ya de luto, y los hijos de los difuntos se ven obligados, en los velatorios, a atender a los que acuden a darles el pésame delante de un café o una copa en el bar.
Hemos derribado unas convenciones sin sustituirlas por otras. No sabemos manejar los contratiempos ni comunicar el dolor.
En el mundo de la felicidad obligatoria la muerte se niega y el dolor estorba.
«¡Enhorabuena!; qué alegría, una niña preciosa...» Mamá tomó a su cargo el departamento de Relaciones Públicas. Después de la primera llamada, una nota demasiado entusiasta, no quise contestar a ninguna más. Mi hija tenía cuatro dedos: no era para morirse, pero tampoco para que todos hicieran como si tuviera cinco. Nadie lo mencionaba de primeras. Me repetía que sólo era un dedo, uno de diez. Pero intuía, notaba, olía... el enano saltarín del cuento rondaba, maquinando perversidades. «Anda algo deprimidilla. Debe de ser el
baby blues
.»
Mi madre devolvía las enhorabuenas repitiéndose, en tono jovial: «¡Nada!, una manita preciosa pero con un dedito menos... el pulgar, que tampoco hace mucha falta... sí, sí; por lo demás, un angelito, ¡una belleza! Y sanita, sanita...».
La estomagante obligación de la felicidad.
—Me gustaría quedarme aquí para siempre —confesé a Fernando, el tercer día que pasamos con la niña, después de su nacimiento, el día de Navidad.
Por ser una fiesta tan familiar nos habíamos ahorrado todas las visitas inoportunas. Con la bandeja de la comida —judías verdes, «Para que vayas al baño, que si no, no te dan el alta», un pescado blando y blanquecino—, me habían traído en un bol de plástico dos trocitos de turrón.
—No podemos quedarnos... —me contestó—, a los tres días te echan, si todo va bien; ya lo sabes. —Quería decir que «todo va bien».
—Aquí es tan fácil... no me imagino volviendo a casa —«con la niña», omití.
Quería quedarme. Y se lo pedí a Fernando. Al menos, una noche más. Trató de hablar con el gerente —que no estaba— y subió al poco rato. «Arreglado», me dijo, apretándome la mano. Entonces, le amé. Desde lo más hondo de mi magullado cuerpo. Por comprenderme. Por ayudarme. Y siempre he creído que en ese preciso momento él me quiso también a mí.
Nos entristecía darnos cuenta de que el guión de vuelta a nuestra vida no era el que habíamos previsto. Pero no teníamos elección. Si no era al día siguiente, sería al otro. Teníamos que irnos, salir al mundo, con una parte de nuestros sueños no del todo enteros. Los tres.
Mientras tanto, en la habitación, calma. El vacío de las fiestas a nuestro alrededor. Pocas flores. Nadie iba a verme. Y las llamadas, nunca me las pasaban a mí.
Vino Auxi, en cuanto se enteró de que era abuela, «¡Qué monada!». A lo de los cuatro dedos no le dio ninguna importancia, «¡Sólo es eso!, ¡vaya susto que me habíais dado!». Jaime telefoneó después de que le llamara mi padre y me dijo que me iba a mandar un quimono minúsculo, porque por entonces andaba en Japón. A mi abuela Anselma la habían dejado en Santoña y mamá nos impidió que le dijéramos nada de lo de los cuatro dedos, con la excusa de que se podía preocupar; «¡Pues que se preocupe!», Fernando no lo veía así. Con mucha diplomacia mamá decidió que era mejor que cuando se acercara ella a Santoña le contara «lo que pasa con la niña. Es mejor que no lo sepa...». Ella, que había perdido a seis niños, ¿cómo no iba a poder con algo tan insignificante como la falta de un dedo tan feo como el pulgar? Fernando, siempre desconfiado, trató de buscarle alguna segunda intención. Yo lo achaqué a las rarezas de mi madre con su familia que, a veces, se parecían más de la cuenta a las extravagantes explicaciones de Fernando acerca de su madre; tal para cual.
Que no vinieran los amigos, el famoso Gálvez, Mencía y Marcos —tenían ya dos niños, la niña clavada al padre, «Qué lástima», cuchicheaban los amigos, y el niño, exacto a su mamá...—, lo recibí como con alivio. Detestaba la costumbre de incordiar a las recién paridas, pobres, tan incómodas. Levantándose de la cama con las piernas temblorosas, violentadas en la penosa intimidad de lo físico, entre sangre y leche, con sus tripas todavía abultadas pero vacías ya.
Y mi niña... cada hora que pasaba me parecía más bonita.
Fernando estaba leyendo un tebeo en el que te mostraban el paso a paso de los dibujos animados. Lo había dejado una de las enfermeras junto con otras revistas por si nos queríamos entretener.
—¿A que no sabes a quién se parece la niña? —me preguntó, triunfal, como si hubiera descubierto algo.
Le miré con cara de «a quién» y me enseñó una de las viñetas. «A la novia del ratón Mickey.»
Era cierto, sólo tenía cuatro dedos. Y Mickey también.
—Aquí dice que se cargan el dedo gordo porque es muy difícil de dibujar...
Sería por eso. Bastaba con cuatro dedos. Y con el puño apretado, cuando dormía, ni se sabía si tenía cuatro, o cinco, o seis.
A las siete de la mañana volvía la monjita empujando la cuna de metacrilato en la que, envuelta en una tela blanca bien apretada, llegaba, como un regalo matutino, nuestro bebé. «Clavada a Fernando», según mi madre, pero «de nuestro color», por lo blanco de sus cuatro pelos pegados con colonia. Dormida con los ojos rematados por unas pestañas invisibles de puro rubias, «Camila Prado Fernández. Rh 0+», ponía en una pulserita de plástico. Dormía en paz a mi lado, y me embargaba al mirarla un terrible sentimiento de culpa, de amor doloroso como no había sentido nunca. ¿Por qué? ¿Qué había hecho mal?
Mi niña tendría que aprender a defenderse de la crueldad. Agarrar fuerte el lápiz, para que no se le escurriera; la cuchara, en el comedor. Y quizás, avergonzarse de su mano diferente cuando algún chico se fijara en ella. Esconderla... Le habría dado, si hubiera sido posible, mis diez dedos. Diez por uno, ¿quién podía ofrecer más?
La miraba y lamentaba que no pudiéramos dar marcha atrás. ¿Por qué no podíamos retomar el instante preciso en el que algo se tuerce? No era más que un dedo. Otras veces es peor. Una célula que se reproduce desordenadamente o un coche que viene de frente en una autopista, cortando en seco el aire de una curva, como el tajo de un hacha. Es sólo una décima de segundo pero lo cambia todo.
Con ella dormida en mis brazos, comprendí que ya no estaría sola.
La mecí con una sola palabra a modo de nana: «Perdón... perdón... perdón... perdón...»
Al día siguiente llegaron mis padres con unos sándwiches para Fernando.
Mamá traía varias bolsas de las que sacó, primero, la comida, y del bolso un paquetito envuelto en el papel de una mercería.
—He traído unas manoplas de algodón para la niña, para que no se arañe la carita —anunció mientras sacaba dos piezas minúsculas de algodón blanco. La volvían loca ese tipo de detalles. Y si eran de marca, mejor.
Se acercó hacia la cuna.
—No le vamos a poner guantes a mi hija —anunció Fernando con brusquedad.
—¡Pero si los llevan todos los bebés! —protestó mamá.
—La mía, no —dijo Fernando, tomándola entre sus brazos.
No dije nada. Estaba demasiado cansada para intervenir a favor de nadie. Mis padres se sentaron, incómodos. Sentí pena; no lo habían hecho con mala intención. Miré a Fernando, con la niña en brazos, y me giré hacia la pared.
Protegidos del ajetreo de las visitas de compromiso, pasamos la tarde los cuatro en la habitación. El silencio que el día anterior fuera un bálsamo entonces nos sofocaba de incomodidad. La niña gemía como un animalillo desde hacía un buen rato y mi madre se levantaba solícita para acomodarla mejor entre las sábanas, arrullándola con mimo. Fernando había vuelto a enfrascarse en su periódico y mi padre me daba la mano y un poco de charla para templar el ambiente.
—Tenéis hasta mañana para inscribirla en el Registro —señaló mamá, con cierta precaución—, tendréis que decidiros por un nombre... ¡no vamos a estar toda la vida llamándola «la niña»!
Con la preocupación del dedo, no nos habíamos decidido. Todavía dudábamos entre Alma y Camila. A la matrona le habíamos dicho que Camila, pero, hasta que no la inscribiéramos en el Registro, cabía la posibilidad de cambiar. La matrona le colocó una pulsera, y a mí otra idéntica con ambos nombres. Aunque ya era Camila, seguimos evitando darle un nombre propio. Como si tuviéramos otra oportunidad.
—Camila es un nombre precioso —dijo mamá— y muy original.
—Los dos son, quizás, demasiado originales; ¿y algo más normal...? —se atrevió a sugerir mi padre.
Camila, mi pequeña Camila, era ya mi niña, con su pequeña mano lisiada. ¿Lo haría mal también a la hora de darle un nombre? ¿Y si se llamara de otra manera? ¿Cambiaría algo?
Fernando se mantuvo ajeno a nuestra cháchara, «Tu madre me pone la cabeza como una maraca», me había deslizado al oído cuando bajaron a por un café y una Coca-Cola.
De un golpe, se levantó, cogió el abrigo colgado en el perchero de la entrada y nos dio un beso, primero a la niña, que dormía ya plácida en su cuna, y después a mí.
—Voy al Registro, antes de que cierren, para inscribirla —anunció ajustándose la bufanda.
Entonces, en una décima de segundo, decidí dar un golpe de timón.
Camila había nacido a destiempo, rodeada de nervios y desconocimiento. Me iría a casa con Alma. Y su vida empezaría otra vez. Le grité que esperara, que esperase un momento.
—Ponle Alma. Se llama Alma; ya no quiero Camila —le pedí.
—Pero si ya está con Camila en la pulsera...
—Eso no cuenta para nada —terció papá—, que le ponga el nombre que le guste. ¿Estamos a tiempo?
Fernando salió sonriendo, como si hubiera comprendido.
—Alma Prado... —repitió en voz alta eliminando el Fernández—, ¡suena bien!
«It isn’t a quite dead garden», she cried out softly to herself. «Even if the roses are dead, there are other things alive.»
The Secret Garden,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT
—No es un jardín muerto —se dijo en voz alta—. Aunque las rosas estén muertas, quedan otras cosas vivas.
El jardín secreto,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT
La Nochebuena en casa de Josefina me dejó un gusto agridulce.
Me habían aceptado como si fuera un pariente al que no se frecuenta lo que sería deseable; al que se recibe ofreciéndole el mejor asiento, el trozo de carne más apetecible y jugoso, la manta cerca del fuego. Lo mejor.
Cenamos los cinco en el menguado comedor de Can Julieta entre tarjetas de felicitación navideña y un nacimiento minúsculo que parecía patinar sobre una bandeja de plata orlada de nueces, avellanas, orejones y ciruelas que oficiaba de centro.
Dos veces sonó el teléfono durante la cena y las dos se levantó ella, con la mirada de sus hijos suspendida en el aire, sin dar oportunidad a nadie de responder. «Era Manolo», anunció la primera secándose a la vuelta la boca con la servilleta, un primo del pueblo. «Uno que se ha equivocado», justificó con voz cansina la segunda, a los pocos segundos de contestar. En mi bolsillo, mi móvil seguía mudo. No hubo llamada de Fernando, ni de nadie.
Los cuatro, inclinados encima de sus platos de sopa, me hacían sentir en familia y a la vez acusar una punzada de ingratitud hacia los míos: mi padre, mi madre, con su cordero relleno y sus infusiones relajantes después de la cena y su misa del gallo convencional. Quienes por derecho tenían la obligación y la devoción de ampararme y con quienes más duro se me hacía pasar ese trago.
Con Fernando —a pesar de que comprobaba de manera obsesiva que seguía sin hacer una maldita llamada— no contaba en ese «los míos».
Quizás había sido injusta con ellos. Quizás debía haber tomado un último avión.
El menú en Can Julieta consistió en sopa de
galets
con
pilota
, besugo al horno y, de postre,
neules
y turrón. Bebimos un cava con regusto amargo, y justo antes de levantar los platos, Román, algo achispado, lo soltó: «¿Qué haces tú aquí tan sola, niña?, ¿es que has matado a alguien?»
Josefina se levantó a recoger, con la cabeza baja, y, por una vez, y de modo brusco, autorizó a su padre a fumarse un cigarrillo, pero en la calle. Le acompañé al porche donde él, avergonzado, encendió un Rex en silencio y se limitó a sonreír con sus ojos achinados por el frío y el placer. Alegando que estaba destemplada me despedí con prisas, deseándole una «feliz Navidad».
La verdad es que sí que hacía mucho frío, y el suelo tenía la consistencia de una papilla de tierra resbaladiza y desagradable. Estaba muy oscuro y anduve con precaución seguida por mi escolta: dos perras en formación. A media distancia me di la vuelta para ahuyentarlas; me hizo caso la única obediente,
Mika
, pero
Parker
, testaruda e indiferente, se negó a volver. Román seguía fumando en el porche, como un jefe centenario. Me hizo un gesto con la mano a lo lejos, adosado a su modesto árbol de Navidad.
Josefina le había pedido que lo dejara encendido hasta que yo llegara a Mon Repos, como un faro que alumbra en medio de la tempestad.
Me metí en la cama con el teléfono en la mesilla. Conectado. Comprobando que no estuviera en silencio. No llamó.
Tampoco llamó el día 25 ni el día en que la inscribió con su nombre en el Registro, el 26. El 27 seguí esperando. Hubiera sido algo chocante que llamara el día de los Inocentes, pero no lo hizo. Ni el 29, ni el 30. ¿Por qué ese silencio obstinado?, ¿quería olvidarse? ¿Querría apartarme? Era posible. Pero tantas veces me había dejado y por una razón o por otra había vuelto a mí.
No llamaba porque deliberadamente no quería llamar.
El 31, después de hablar con mi madre, «¡Ni se te ocurra!», decidí llamarle yo.
Tardó un poco en responder pero suspiré con alivio cuando escuché su voz.
Nada me habría humillado más que dejar un «Nada... quería ver qué tal estabas... y... bueno... yo estoy bien... llámame cuando tengas un ratito...» y no poder borrarlo después.
—¿Diga? —respondió, a sabiendas de quién era.
—Hola, soy yo.
Con él no merecía la pena dármelas de original.
—Ya, ya, ¿qué tal? —respondió, amable.
Como si en vez de conmigo hablara con un proveedor.
—Bueno, un poco como siempre, ¿y tú?
—Lo mismo; como siempre.
Su voz fluía plana, en medio del vacío. Por lo menos, no parecía estar en medio de ninguna reunión social. Nada de otras voces, nada de ecos. Sonaba tan solo como yo.
—Quería escucharte... —le dije—, hoy es 31.
—Lo sé —respondió, lacónico.
—¿Qué tal pasaste la Nochebuena?
Para nosotros siempre había sido una doble celebración. El cumpleaños de Alma por la tarde; por la noche, la cena con la familia.
—Supongo que como tú —respondió, vago—. Sabes que odio las fiestas; desde que las pasábamos mi madre y yo, los dos solos... ahora, mucho más...
Había cenado con Auxi, en su vieja casa de niño. Volver al barrio siempre le sumía en un humor sombrío que le costaba varios días superar.
—¿Haces algo esta noche? —me atreví a preguntar, en voz muy baja.
—Salgo de viaje ahora mismo —reveló sin darle importancia—. He encontrado un avión nocturno; ya sabes que prefiero volar de noche, así no me entero...
Era verdad.
Recordé las noches pasadas en las cabinas de los aviones, los tres, como tres fichas de dominó desplomadas, la cabeza de uno en el hombro del otro, rumbo a las vacaciones.
—¡Ah!, ¿sí?, y ¿adónde vas?
—Al Caribe —soltó, tras una risa corta—, suena bien, ¿verdad?, pero no es para tanto; me voy solo. A arreglar unos asuntos. Como ves, ya no celebro nada.
—Ya. Yo tampoco.
Al pronunciar estas palabras sentí que estaba al borde de estropear la comedia en la que me había embarcado. Él se mostraba ligero a propósito... No quería entrar.
En un intento de controlarme, tragué saliva y toqué a la perra, que respiraba profundo, como dormida; ya había conseguido colarse. Al otro lado, él se mantuvo en silencio.
—¿Vuelves pronto? —pregunté, falsamente natural.
—No lo sé. Depende, ya te digo. Si todo sale bien, me quedaré más tiempo; si no, es posible que me vuelva, pero, como mínimo, tengo para un par de meses...
Esperé a ver si se explicaba; cuáles eran esos asuntos tan importantes que le llevaban al otro lado del Atlántico en medio de las Navidades, pero en vano.
Después de otra interminable pausa, mientras buscaba alguna frase que me permitiera avivar la conversación, volví a hablar yo primero; aún me sonrojo cuando lo recuerdo, así que no lo quiero pensar.
Resignada a no obtener más que cuatro frases desabridas tiré la toalla, consciente de que era el final.
—Llámame de vez en cuando...
Sonaba como una petición desesperada. Colgué.