Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
—¿Y por qué no os vais con ellos? —propuso Juan Vilches, que había observado de reojo la cintura plastificada de Liliana.
—No podemos; este sábado ya lo tenemos comprometido —respondió Liliana, que también había advertido la mirada falsamente distraída de Vilches—, estamos invitados a la boda de los niños Pérez-Vega, ¡parece una boda gitana de lo que dura! —se quejó—... tres días de saraos; vosotros también vais, ¿no? —preguntó, girándose hacia Margarita, la mujer de Juan.
Margarita asintió con la cabeza, haciendo señas con las manos de que no podía hablar porque tenía la boca llena. Cuando tragó su bocado de timbal de berenjenas con cordero, «demasiada grasa» le había reprochado su marido a la hora de ordenar, se enzarzaron en una charla sobre el tal Ramiro Pérez-Vega y su mujer, que eran unos «excelentes anfitriones», y sobre una montería «bárbara» en la que habían coincidido en noviembre. Quedaron en irse juntos en coche, los cuatro, desde Madrid.
Respiré aliviada por la bendita boda —podríamos marcharnos a Londres nosotros solos— e intenté exprimirme la cabeza a ver si se me ocurría algún otro tema interesante con el que participar. Opté por concentrarme en mi plato.
Tempura
de langostinos. Las gambas con gabardina de toda la vida, con pretensiones.
A la mañana siguiente ingresamos a Alma por un catarro amenazante que derivó inmediatamente en neumonía. Salimos para el hospital como la gente sin preocupaciones que se marcha a su casa de la sierra. Pero adiós a mi fin de semana en Londres. Estaba tan acostumbrada a las decepciones que casi ni lo lamenté. Fernando se marchó de todas maneras, con Gonzalo; la reunión era al día siguiente por la mañana, «Me vuelvo el sábado, en cuanto me levante».
La planta de Pediatría del Santa Teresita era un reducto de calma dentro de la maquinaria de un gigante que nos engullía, de media, doce veces al año. Fernando se enojaba porque yo no transigía en llevar a la niña a una clínica privada de la zona norte. Muchas comodidades, pero las enfermeras pinchaban vías con el mismo arte a señoras que acababan de hacerse un
lifting
que a las niñas como Alma que, prácticamente, vivían allí. Prefería las nuestras, aunque tuviéramos que privarnos del menú gastronómico y el DVD.
Ya no nos impresionaban las camillas pegadas a la pared de Urgencias, con sus viejitos cadavéricos agarrados a un gotero, ni los chavales que esperaban su turno con la cabeza abierta y un vendaje improvisado, acompañados de algún amigo que salía a hablar por el móvil para explicar lo que había pasado.
Fuimos directamente al ascensor del fondo, después del ingreso, y nos saludaron los celadores, las enfermeras, incluso la señora que vendía los periódicos y unos peluches pequeños y ásperos que compran las visitas que olvidan traer un regalo y que se ven obligados a pagar a precio de oro. Alma era la poseedora, a la fuerza, de toda la colección.
En un lugar así no podías contar con intimidad. Para entonces yo ya dormía de un tirón en la cama mueble que había que sacar de la butaca con un truco aprendido de otra madre habitual. Y tapaba el cristal de la puerta con una toalla asegurada con chinchetas para poder vestirme sin que me vieran desde el pasillo. Cuando se me olvidaban las chinchetas —solía llevar una cajita permanentemente en el bolso como otros llevan chicles o condones— se las pedía a alguna enfermera, que rebuscaba en los cajones del pequeño despacho en el que comían y dormían, por turnos, con cara de estar traficando con alguna droga ilegal.
Por las mañanas, me lavoteaba en los baños, sin llave ni cerrojo. Ya no pegaba un salto cada vez que notaba un ruido o un empujón en la puerta y era bien capaz de hacer pis con una mano bloqueando la puerta, los
kleenex
preparados en la boca y la otra mano anclándome en la pared. Lo único que no había cambiado en todo ese tiempo era la ducha. Ahí, tenía que arriesgarme. Sin puerta, sin cortina, sin agua caliente... si se quería mantener un nivel de limpieza había que congelarse y exponerse a la exhibición.
A pesar de que esperaba una llamada de Fernando desde Londres, guardaba en el bolsillo el móvil en silencio. No estaba permitido su uso dentro del hospital, aunque todos lo utilizábamos a escondidas. Había dejado a Alma en la habitación terminando el desayuno y yo me había escapado un momento para lavarme los dientes. Vi iluminarse la pantalla con una llamada. Era él.
—¿Qué tal está la niña? —me preguntó nada más empezar la comunicación.
—Bien —susurré desde el baño—, está respondiendo bien y, nada, si todo sigue así, dice la doctora que en una semana estamos en casa.
—Me alegro —contestó, aliviado.
—Te llamé anoche —apunté en voz baja.
—Sí. He visto la llamada —dijo—, estuve en una galería; en la inauguración de un tío que hace unas cosas rarísimas con trozos de hígado y recortes de uñas de los pies —describió, divertido—, ¡había tal follón que no se oía nada!, ni el teléfono. Luego pensé que era tarde para llamarte —se justificó—, si hubiera habido algo urgente, me habrías dejado un recado...
—¿Fuiste con Gonzalo? —le pregunté.
—¡No! —respondió en el mismo tono de confidencia—, me encontré con una gente que llevaba años sin ver y acabamos en ese sitio; fue muy divertido —noté que sonreía al otro lado del teléfono—, casualidad.
—Y lo de los ingleses, ¿ha salido bien?
—¡Sí! Bien... —respiró—. Van a entrar. Por fin... —hizo una pequeña pausa como de alivio y, en tono desinteresado, añadió—, por cierto, lo he estado pensando y me voy a quedar hasta el domingo..., tengo la vuelta para entonces y aunque no podamos aprovechar tu billete, si me dices que la niña está bien, es una pena desaprovecharlo, ¿no?
—Bueno... —respondí—, Alma se va a disgustar un poco... esperaba verte esta tarde.
—Sí, ya lo sé, pero habla con ella, e intenta que lo entienda... además, los ingleses quieren que les explique un poco más los números y no es momento de hacerse el duro, ¿no? —preguntó, buscando mi aquiescencia.
—Ya hablaré yo con ella —respondí.
—De acuerdo. Te llamo mañana para ver qué tal está.
Fernando volvió el domingo por la noche, en taxi, directamente del aeropuerto al hospital.
Llegaba cansado y distraído aunque cargado de regalos para Alma —caramelos de regaliz multicolores y muñecos de personajes desconocidos y hasta un Swatch con la bandera británica; todos dentro de las bolsas de las tiendas del aeropuerto de Heathrow— e incluso, ¡oh, sorpresa!, uno, que sacó de su chaqueta y que le abultaba el bolsillo, para mí.
—¿Para mí? —pregunté sorprendida cuando me puso una cajita en la mano.
Alma soltó sus muñecos y se acercó, «¡quiero ver!».
La abrí soltando el lazo lacrado de color rojo con mucho cuidado. Después la deshice de su envoltura de papel, grueso y de color blanco, como de carta o de invitación. Dentro había una caja octogonal de cuero rojo con impresiones doradas —seguro que también lo habría comprado en el
duty free
antes de tomar el vuelo, pero seguía conservando su valor— que abrí con un carísimo crac. Un anillo de oro blanco, «platino», precisó Fernando, con un aguamarina de un azul intensísimo lanzaba destellos sobre un diminuto cojín de raso. Una joya tan hermosa que me cortó la respiración.
Alma comenzó a lanzar gritos de alegría, de contento, de admiración, «¡Qué bonito!, ¡es lo más precioso que he visto en mi vida!, ¡póntelo ahora mismo, mamá!».
Fernando sonreía, satisfecho del efecto.
Tomó la caja de mi mano y sacó la sortija para enseñármela mejor a la luz. La piedra, de talla diamante y del ancho de mi dedo, resplandecía como los ojos celestes y cristalinos de un gato bajo la antipática bombilla de la habitación del hospital.
—¿Te gusta? —preguntó Fernando, mostrándomelo orgulloso.
—Me encanta... —respondí, emocionada.
—Es precioso —dijo Alma, asomando la cabeza entre nosotros.
Era un azul tan hermoso y profundo como el del agua del mar cuando estás muy lejos de la costa. No pude dejar de pensar que habría resaltado con mayor belleza en la mano de otra mujer.
—... Demasiado hermoso... —murmuré.
Suspiré hondo cuando lo puse en mi dedo, mientras lo contemplaba con la mano estirada, alejándolo un poco de mí.
Gruesas lágrimas tan gordas y transparentes como la piedra del anillo comenzaron a rodar calientes y húmedas por mi cara, sin que pudiera hacer nada para detenerlas.
Me sequé con el dorso de la mano desnuda, pero siguieron inundándome el rostro, sin obedecerme, rebeldes en sus propias razones; de repente, todo fueron arroyos desbordados que me anegaban de llanto la boca y la nariz.
—¡Mamá! ¡Estás llorando! —Alma se abrazó a mis piernas, asustada—, si no te gusta, que lo cambie papá...
—Sí que me gusta, cariño, no es eso —musité.
Fernando observaba en silencio, con la caja abierta y expresión contrariada. La expresión de la culpabilidad.
Dejamos correr aquel invierno con un Fernando cada vez más distraído y otro ingreso de Alma y llegamos al verano —por fin, el buen tiempo— sin haber pensado en lo que íbamos a hacer.
Todos los años era obligada la cita en Mallorca. Rodeada de los Vilches y los Gálvez, y todas esas cenas. Cada vez me sentía, entre ellos, más parecida a la Auxi estrafalaria que mi madre seguía criticando por su falta de adaptación. Yo también permanecía fiel a mi mismo estilo sencillo, «Plano», según Fernando, y mi falta de artificio; mi pelo castaño al que según Liliana y su acento rioplatense, «unas pocas de mechas darían un poco de intención».
Aquel verano tenía la secreta esperanza de volver a Berria. La casa estaba cerrada y abandonada desde que muriera mi abuela; yo, demasiado ocupada con Alma, mi madre, «¡Quita, quita!», no quería ni oír hablar de ir a echar un vistazo, pero cabía una posibilidad. Fernando, a petición de mis padres, se había ocupado de «mover lo de Santoña». La casa de la ciudad, en la que había crecido mi madre —el viejo edificio que había levantado mi abuelo, cerca del mar y del emplazamiento de las antiguas fábricas de conservas donde él había construido su «fabriquín»— también llevaba cerrada desde el verano en que muriera Anselma, «Tan llena de ratas que ya no me atrevo ni a entrar». Mi madre lo achacaba a que seguía impregnada del olor a pescado de las antiguas conservas y que aquello era imposible sacarlo, «Ni aunque la rehagas entera de arriba abajo. Habría que quemarla; la sola manera de acabar con el olor».
Después de un tiempo sin hallar comprador, mis padres habían dejado a Fernando a cargo de la venta. Buen emplazamiento y con una superficie curiosa, «A ver qué se puede hacer con ella». De esto hacía ya dos años y, de vez en cuando, mamá me acuciaba para ver «cómo iba la cosa».
—Esa casa no me gustó nunca, nunca. A ver si se vende ya de una puñetera vez y nos la quitamos de encima.
Fernando tenía otras prioridades, pero no se le escapaba que, si se cuadraban un par de variables, podría hacerse una buena operación.
—Estas cosas llevan su tiempo. Dile a tu madre que se tome un tranquilizante o que se compre otro chaquetón.
Mamá comenzaba a desesperar sin que yo la entendiera —¡si las Buruttas eran ya dos abuelas con cintura de ballena y ella seguía siendo rubia y delgada y vivía en Madrid!—, la casa de Santoña era como la última losa de la que necesitaba desprenderse.
—No sé yo si esta vez va a poder hacer algo de eso. No vale ni tres ochavos. ¡En fin!
No podía evitarlo; en cuanto asomaba la línea azul del mar ya desde la carretera notaba a mi lado, de golpe, la presencia de mi abuela. Y aquella vez, iba a ser la última. Se me agolparon en la cabeza los acontecimientos de dos días atrás. ¡Se vendía la casa! La de la calle de la Ribera, no la pequeñita de la playa.
Mis padres habían salido un día antes; mamá era la propietaria y ella era la que tenía que firmar la compraventa en el notario. Estaba exultante, liberada. Era la última de sus cadenas. A partir de entonces ya podía ser quien ella quisiera.
—Tu madre... ya me puede estar agradecida —dijo Fernando mientras aparcaba delante de la casa—, va a tener el riñón bien cubierto.
Ya con licencia, el pequeño terreno donde estaban la antigua casa y el fabriquín permitía construir hasta seis chalets adosados altos y estrechos como chimeneas. No se había vendido como una vivienda —¡pobre abuela!—, sino como una parcela urbana edificable. Paradójico: aunque póstumo, mi abuelo había hecho un buen negocio.
Mamá salió corriendo a recibirnos. Se habían instalado en Berria, a dos pasos de su odiada vieja casa de la infancia y, a pesar del agua del mar y de la sal, estaba tan presentable como siempre. Perfecta. Me dio un beso y corrió, sorprendentemente ágil, hacia la puerta del conductor.
—¡Fernando!, ¡hijo!, ¡qué alegría! ¡Ha valido la pena esperar! —tan contenta como una niña el día de Reyes.
Papá, al menos, mantenía el temple habitual. Como los diez años anteriores.
—Mejor todavía —reveló Fernando, sacando la maleta—: los compradores os proponen quedaros con uno de los chalets y deducirlo del precio de la compra. Os lo dejarían más barato que si lo comprarais sobre plano. Y así, lo vendéis, y otra plusvalía —resumió satisfecho de su sagacidad—, u os lo quedáis.
—¡No, no, no! —rechazó mamá sin consultar con nadie—. ¡Ni hablar!, yo no quiero esa casa ni loca. Si lo que quiero es no volver nunca por allí; tachar esa calle de mi agenda definitivamente. ¡Nada! ¡Que se las queden todas!
Fernando no insistió, algo sorprendido del rechazo tajante a un negocio tan simple como lucrativo, aunque, acostumbrado a las rarezas de su suegra, lo dejó estar.
Acarreamos las maletas entre los tres mientras mi padre acompañaba a Alma preguntándole por el viaje. Ella parloteaba acerca de un gato al que había visto antes de que dobláramos la esquina, y mi padre le contestaba, divertido, satisfecho de ver que las largas horas de coche no habían debilitado el entusiasmo de su nieta.
Habíamos llegado a Berria en las primeras horas de la tarde. Nada más entrar abrí las contraventanas de nuestra habitación y aspiré la humedad de las hortensias que alcanzaban ya hasta el tejado: enormes bolas de color rosa, al abrigo del calor, contra la pared. Una masa compacta sobre la tierra oscura. Dejé las ventanas abiertas para que se fuera yendo el olor a cerrado y levanté las colchas para que el calor secara las sábanas después de semanas, meses, sin que les diera el aire. Alma corría, en zigzag, descubriendo la casa, encontrando una muñeca olvidada la primera vez que fuimos y que ella no recordaba, un bronceador, un traje de baño que ya no le valía. Fernando había terminado de repartir las maletas y hablaba en el porche, con el ceño fruncido, amortiguada su voz por el ruido de las olas.
Pasamos el resto de la tarde en la playa. El día era largo y disfrutamos de su último baño, tónico y energizante, antes de volver a la casa, jugando con nuestras sombras alargadas en la arena por la luz del atardecer.
«Por favor —deseé—, que nada enturbie estas vacaciones.»
A la mañana siguiente, Fernando botaba en la silla como si tuviera un muelle cada vez que recibía una llamada. Le miraba intrigada, preguntándome qué podía ser eso tan urgente que le impedía disfrutar de Alma, del descanso y del sol.
—Voy a tener que volverme a Madrid —anunció con cara preocupada antes de sentarnos a comer.
—¿Y eso?, pero si acabamos de llegar —protesté, incrédula.
—Tengo que ir a hablar con un tío del Ayuntamiento para un permiso. Es un pelmazo que nos tiene bloqueados sin poder trabajar, a falta de un papel que nos tenía que haber dado hace un mes... me ha dicho Gonzalo que ahora hay menos gente.
—¿Y no puede hacerlo otro? —pregunté, incómoda—. No sé, el propio Gonzalo... o el mismo Vilches, ¿no era tan hábil? —insistí.
Imposible. Tenía que ser él. Me señaló que había sido el interlocutor desde el principio. Y que iba a ser cosa de veinticuatro horas. Cuarenta y ocho como máximo, si no encontraba vuelo. Le dejaba aquella tarde en el aeropuerto y mañana por la noche estaría de vuelta. Prometido.
La mañana amaneció gloriosa. Vi a Alma en la terraza, sentada al lado de mi madre tomando el desayuno, bajo el toldo. Había dado la lata con que fuéramos a bañarnos desde que se había levantado, a las siete y media. Me puse a hacer las camas, antes de bajarme con ellas hasta que tuviera que subirme para preparar la comida. Allí, yo tomaba el lugar de Anselma y cuidaba de Alma y de mi madre. De las dos.
Sonó mi móvil y dejé un momento las sábanas para responder. Esperaba que me llamara Fernando, para decirme a qué hora tenía que ir a recogerle. Pero no era él, era Gonzalo Gálvez, su socio.
Le saludé y le pregunté qué tal estaba Liliana, y si ya estaban también de vacaciones.
—Bien, bien, pero todavía en Madrid... no como tu marido, que ya ha puesto los pies en polvorosa... ¡qué tío!, no hay quien le mueva de la playa... y eso que tenemos problemas por todas partes... permisos, licencias...
Sí, Fernando ya me había explicado que tenían un retraso por culpa de un papel que faltaba... ellos estarían ya casi de camino a Mallorca...
—¡Qué rabia! —exclamé—, entonces, ¿no te marchas?
—En cuanto cuelgue. Han cerrado el ayuntamiento por vacaciones hasta septiembre y no podemos hacer nada... así que, ¡a fastidiarse!... —explicó.
—Ya —respondí, sorprendida.
Quizás se había confundido y hablaba de otro Ayuntamiento que no fuera el de Madrid. Si todo estaba cerrado, ¿a qué se había marchado? Respiré hondo y aguanté.
—¿Está por ahí Fernando? —preguntó, cándidamente—, le estoy llamando al móvil pero lo tiene apagado y quería comprobar algo con él... nada urgente... —precisó.
—No, no está. Se ha tenido que ir a Madrid, a otra cosa... —mentí, tapándole.
—Ah, ¿sí? —preguntó, sorprendido a su vez—, cuando vuelva, dile que me llame. O intento encontrarle dentro de un rato —se corrigió—. Bueno, preciosa, dale un beso a la niña, y otro para ti... ¿Está bien Alma?
—Sí, sí. Estupendamente. Las dos estamos muy, muy bien.
Colgué el teléfono y me apoyé en la pared. No me había dado cuenta de que tenía el puño tan apretado que los nudillos se me habían puesto blancos. Me senté en la cama. Alma entró corriendo y excitada para preguntarme quién había llamado. Le dije que nadie. No, no es papá. Alguien que se ha equivocado.
Fernando llegó al día siguiente, a última hora. Dijo que había perdido el avión. De humor sombrío y seco, me llamó antes de despegar para darme la hora exacta de llegada. Durante el trayecto de camino a casa charlamos con pocas ganas. Le había dado un gran beso a la niña, y otro, en la mejilla, a mí. Un beso mecánico, remarqué entonces.
Me dejó conducir. Iba despacio, más de lo habitual. Le miré de reojo porque le notaba algo diferente. Llevaba una de las camisas nuevas que se había comprado el fin de semana que pasó en Londres y en la muñeca, otro reloj. Un modelo muy grande de acero de esos sumergibles con una gota de cristal encima de la fecha y una corona en el bisel. Debía de ser muy caro. Y no debía de haber llegado a su muñeca por casualidad.
—¿Y ese reloj tan bonito? —le pregunté, con las manos al volante.
—Me lo han mandado de Londres —explicó, llevándose la mano al puño—, un detalle de los inversores, ¿qué te parece?
Me acerqué para mirarlo con detalle. No supo si quitárselo para que lo viera.
—¿A ver? —preguntó Alma—, ¿me lo dejas?
—Toma —Fernando soltó la pulsera metálica de su muñeca con un gesto deslavazado y se lo entregó—, todavía no sé muy bien cómo funciona.
Alma lo examinó por fuera y por dentro, como si fuera un juguete mecánico y desconocido que pudiera morder.
—¡Hala! —exclamó impresionada—, tiene una estrellita por dentro, ¡qué bonita!
—¿Y el viejo? —pregunté.
El viejo era el mío, el de diez años, justo antes de nuestra boda. Clásico: esfera redonda y números romanos con correa de piel, «un modelo eterno», le había asegurado un vendedor relamido de la joyería a Fernando. Lo eterno hoy día tiene fecha de caducidad.
—Me lo he dejado en un cuarto de baño al lavarme las manos —confesó.
—¡Pero si nunca te lo quitas! —protesté, incrédula.
—Bueno, pues me lo he quitado; y lo he perdido —respondió irritado—, lo siento yo más que tú.
Quizás ése fue el momento en el que debería haberse detenido el tiempo. Echarme a un lado con el coche y volver hacia atrás para invertir las agujas de los relojes. No sé. Difícil saberlo cuando todo ha pasado.
Quizás era demasiado tarde y ya estaba perdido.
Quizás siempre lo estuvo y yo no lo había sabido ver.