Esas mujeres rubias (38 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

BOOK: Esas mujeres rubias
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Seis niños

—¿Tú qué harías si yo me muriera? —me preguntó Alma.

Estábamos en su dormitorio. Ella, metida en la cama, esperando a que, como todas las noches, terminara de arroparla y le diera un beso. Con casi catorce años se movía en un territorio extraño. Ni niña, ni adolescente. Se hacía preguntas para las que me faltaban argumentos. Quería saberlo todo, de su padre, de mí cuando era una niña como ella, de sus abuelos, también de su enfermedad. Ya no era posible guardar secretos, mantener un cordón sanitario de ignorancia. Ella tenía la voluntad de saber.

—¡Qué pregunta más tonta! —respondí, ligera—, no te vas a morir; todos nos moriremos, pero algún día. No mañana ni pasado...

Nos rodeaban las fotos de sus cantantes favoritos, los ídolos de las quinceañeras, que había recortado de las revistillas para chicas, un material horrible que, como premio, le compraba cada vez que salía del hospital. Al primer póster su padre puso el grito en el cielo, y sólo se calmó cuando le demostramos que para colgarlas no habíamos tenido que agujerear la pared. Ella ya necesitaba que su espacio —en el que pasaba mucho más tiempo que la mayoría de las niñas de su edad— fuera un reflejo de los cambios que iba incorporando a su personalidad. Entre las dos, jubilamos las cajas de Barbies y los libros más infantiles que guardaba desde que aprendió a leer.

Cuando nos mudamos a «la casa nueva», como la llamaba Alma —en mi interior era la jaula en la que vivíamos encerradas—, nos concedimos el capricho de una cama con dosel: una concesión a la «cursilería» que Fernando aceptó, dadivoso, a cambio de que le dejáramos elegir el color de la pared. Fue ella la que le sugirió un azul marino profundo como el de una noche sin estrellas. Al principio me sorprendió por lo poco habitual, pero el resultado fue espectacular. La infancia se alejaba; se había ido despacito y sin avisar y habíamos perdido la oportunidad de despedirnos de ella.

Aquella noche, antes de dormirse, Alma sentía curiosidad por saber si yo sería capaz de sobrevivir a su muerte. Todas las niñas han hecho alguna pregunta parecida.

—Ya, ya lo sé —opuso a mis protestas—; pero ¿qué harías si pasara? —insistió.

—No puedo ni imaginármelo, hija... no sé —me negaba a contemplarlo—, morirme yo también.

—Pero ¿cómo?, ¿te suicidarías?

—No lo he pensado... me moriría de pena, creo. Pero ¿por qué no hablamos de algo más alegre?, ¿eh? —corté—, ¿cómo se te ha ocurrido una cosa así? —pregunté, tratando de sonsacarla.

Podía haber escuchado al vuelo alguna conversación entre las enfermeras, o entre su padre y yo.

—Por nada. Quería saberlo, nada más.

Se arrebujó aún más entre las sábanas, sin que la conversación pareciera preocuparla, habilitándome un hueco para que me tumbara junto a ella. Había crecido unos centímetros en el último año pero seguía muy por debajo de su percentil. Pálida y rubia, su cuerpo, tan fino, no había experimentado otros cambios, «Soy la más enana de todas mis amigas», se quejaba de su falta de desarrollo y de formas. «Mi anjana» flaquita, la llamaba mi madre cuando se ponía cariñosa.

Muchas noches nos quedábamos charlando hasta tarde con la luz apagada. Pegadas, su cuerpo junto al mío. Instantes de perfecta sintonía. Si se alargaba mucho, se excitaba demasiado y le costaba dormirse. Tenía que levantarme, medio enfadada, amenazándola desde la puerta: «Como vuelva y no estés dormida se acabaron las conversaciones.» Una risa ahogada me desarmaba, hacía mucho que había perdido mi autoridad si alguna vez había gozado de ella.

—Yo tampoco querría vivir si tú no estuvieras —siguió, lúcida y concentrada en sus palabras—, quiero morirme antes que tú.

—No, mi vida. Eso, no —protesté estremecida—. No lo consiento: los hijos tienen que vivir más que los padres. Debe ser así.

—Pero yo no quiero quedarme si no estás tú, ¿qué hago? —preguntó.

—Y yo, sin embargo, quiero que llegues a ser el doble de vieja que yo. Te harás una mujer, tendrás hijos...

—Es verdad... —se quedó callada un instante y siguió hablando, con la cabeza enterrada en la almohada—... Mamá... Ya no quiero estar enferma... estoy cansada de ir al hospital... Me quiero curar.

—Te vas a curar, mi amor, te vas a curar —repetí en voz alta, apretándole muy fuerte la mano—. Te lo prometo. ¿Me crees?

Asintió con la cabeza, en silencio. Respiraba tranquila. Confiaba en mí. Me quedé callada un momento a su lado, pensando. Cuando me volví a mirarla dormía. De su figura menuda y de su piel lechosa emanaba una inmensa paz. Me levanté, con cuidado de no despertarla, y me fui andando hasta mi cuarto sobre las puntas de los pies.

Estaba tocada. Nos lo habían dicho, en privado, la última vez que acudimos a la consulta. De hecho, que acudí, porque Fernando no pudo venir. Tenía que viajar Estela, oficialmente a Barcelona —en esa época ya iba todas las semanas: Estela, Estela...— para «una reforma y el proyecto de la sede de una fundación». Alma no toleraba el tratamiento para eliminar los excesos de hierro que se almacenaban en su cuerpo igual que no había soportado las fuertes dosis de cortisona que habíamos alternado con las transfusiones.

Era necesario sustituir una cosa por otra para que no se frenara del todo su crecimiento. En la última visita su médico se mostró cauto aunque mencionó «posibles problemas hepáticos y cardíacos» que apuntaban en lontananza, como la oreja de un lobo.

Salimos corriendo del hospital en busca de un taxi, feliz porque no había tenido que quedarse ni la habían tenido que pinchar. Mi miedo había empezado a crecer entonces. Se me había pegado al cuerpo como una marea negra, espeso y viscoso. Había llegado el momento de enfrentarse a las verdades del médico de Bruselas, el doctor Nasser.

Cerré la puerta del cuarto de Alma y recorrí los dos salones que separaban su «territorio» del nuestro. Fernando trabajaba en su despacho y me vio al pasar por delante de la puerta corredera que mantenía abierta. No hacíamos mucho ruido nosotros tres.

—¿Te pasa algo? —preguntó, bajándose las gafas.

No me sentía bien de repente. Seguí hacia el baño sin contestarle. Entré y eché el pestillo. Traté de respirar. Primero noté que perdía pie y, después, una arcada; mi cuerpo empezó a sacudirse vaciándose con regularidad. Tomaba aire, agitada, cada vez que mi estómago me lo permitía. Odiaba vomitar. Cuando ya no salió más que un grito gutural desde el fondo de la tráquea apoyé la cara en la taza del retrete y me tumbé sobre el suelo fresco de cerámica hasta que pude recuperar el control.

Fernando había escuchado mis ruidos y golpeaba la puerta con los nudillos, «¿Qué te pasa?, ¿estás bien?». Esperé a lavarme la cara y los dientes para que pasara. No era nada, le dije, algo de la cena que había debido de sentarme mal. Volvió a sus quehaceres en su despacho y yo me quedé tumbada en la cama, una mano en el vientre, la otra, debajo de la cabeza, la mirada fija y vacía en el techo de la habitación.

Seis niños muertos. Seis. Uno detrás de otro. Alfonso, Alfonsito, María Francisca, Ramón, María de las Mercedes y Joaquín. Seis. Y María del Carmen, mi madre, la única que sobrevivió. Estaba sentada allí, con Fernando y conmigo, escuchando las explicaciones de un joven doctor. Me había costado lo mío arrastrarlos a los dos a la vez, pero esa vez no les dejé vencerme. Lo había conseguido.

—Seguramente todos tenían el mismo problema —el doctor había vuelto a la vieja historia de los hermanos de mi madre—, pero en aquellos tiempos ni se habría identificado esta enfermedad. ¿Recuerda algún rasgo común en la familia?, o un matrimonio entre primos... puede ser algo que le hayan contado y que le pareciera extraño...

Mi madre torció la boca en un gesto de rechazo.

—No —respondió arrugando la cara—, ¿de qué serviría, a estas alturas? Están todos muertos. Ni mi propia madre vive ya.

Ya le había advertido al médico, previamente, que hablar sobre ciertos temas con mi madre, e incluso con el propio Fernando, era tarea difícil, que le encomendaba a él, revestido de su autoridad científica, a ver si así conseguía algo más que yo.

Rechazaba buscar una explicación lógica a la tragedia de aquellos niños rubios casi blancos, tan pálidos como Alma y como ella, como la abuela Anselma. Nietos de aquel hombre áspero de origen desconocido, el temido ojáncano de mis pesadillas.

El médico no se daba por vencido. Nos miró uno por uno, con unos ojos marrones y grandes, como de perro fiel.

—Saber siempre sirve, aunque sea para mejorar la vida de otras personas —insistió—, todo tiene una explicación, más en la medicina. Si se le ocurre algo, aunque le parezca que no tiene relación alguna, llámeme. Por supuesto, todo lo que me contara sería tratado de manera confidencial...

Este nuevo doctor —Carlos Muñiz—, me había abordado él mismo en los pasillos del hospital. «Tenemos en marcha un estudio que creo que podría serle útil.» En el primer momento me había parecido casi tan joven como Alma y, como comprobé más tarde, compartían el mismo grado de determinación. Él se había interesado por su caso antes de verla en persona, a través de los comentarios de sus colegas, y después se había cruzado con nosotras tras una de sus transfusiones, «Así que tú eres Alma; es verdad que eres muy guapa...». Ella había cambiado momentáneamente el blanco de su rostro por un rojo encendido y turbador. «Vamos a ver qué podemos hacer contigo.» Él se había marchado sonriendo, con las manos en los bolsillos. «¿Es un médico? —me había preguntado ella, sorprendida—. No lo parece...»

El doctor Muñiz apostaba por el estudio genético basado en su creencia de que en el caso de Alma su enfermedad tenía un origen familiar. Trataba de explicarle a mi madre que no había que buscar
culpas
sino genes, y que uno no es responsable de su transmisión.

—Además, una enfermedad recesiva autosomática —especificó, algo avergonzado de las tremendas palabras— sólo aparece cuando los dos padres son portadores del mismo gen.

A Fernando no le hacían gracia las indagaciones del doctor; ya habíamos vivido lo mismo en Bruselas, tres años atrás. Estaba dispuesto a ofrecer su sangre y la de Auxi por su hija, pero, hasta donde yo sabía, jamás había cruzado una palabra con su padre y menos con esos hermanos que, con toda probabilidad, desconocerían incluso su existencia. Verse en esa encrucijada le hundía en una sima de humores sombríos que yo conocía muy bien. Por ello, sin cambiar la expresión grave de su cara, y los ojos endurecidos, se sumó a la argumentación de mi madre. Necesitábamos una cura, futuro, pero francamente, no le veía ninguna utilidad a rebuscar chismes y hurgar.

La visita, además, tenía una pequeña trampa. No les había adelantado todo. Desde aquella primera consulta con el doctor Nasser de las previsiones casi proféticas sobre los efectos secundarios que medicamentos y tratamientos terminarían por provocar en el equilibrio corporal de nuestra hija, yo había seguido las investigaciones que él y otros doctores desarrollaban en la misma Universidad Libre de Bruselas, un lugar al que peregrinaban unas pocas familias con niños y enfermedades tan raras como la nuestra en busca del único tratamiento que les quedaba, a la espera de que se normalizara la situación en sus países. Ese último cartucho era el transplante de médula. Para ello se necesitaba un donante compatible: un miembro cercano de la familia, un hermano, si era gemelo, mejor. Lo más parecido posible, excepto por ese gen anómalo. El error.

Muñiz era quien me lo había propuesto. Era la única solución. Prepararíamos lo que pudiéramos aquí; él establecería el primer contacto y, luego, ya veríamos. Tendríamos que buscar el donante, «¿Cuántos años tienes?», me preguntó al final de nuestra cita a solas; todavía teníamos tiempo, suspiró.

Lo primero que se necesitaba era un mapa genético, y, para ello, solicitó muestras de sangre del «mayor número posible de familiares directos de la niña», para identificar con nombre y apellidos los genes. Con este encargo —y sin revelar el plan, todavía— los había atraído a los dos.

—¡Ya está bien de médicos —se quejó en voz alta mamá, entrando en el coche cuando salimos—, que se meten hasta en la sopa! Hasta en los dormitorios, en las partidas de nacimiento, en las alcobas de los demás... —resopló, indignada.

—De todas maneras no podríamos ir muy lejos... —se quejó Fernando—, en el Expósito se acaba nuestra investigación, ¿no? —dijo, señalando la condición de huérfanos sin filiación de los expósitos.

Fue una devolución en toda regla de las trampas que le había puesto ella, con la coartada del doctor Muñiz, para enterarse por fin de con quién y cómo había tenido lugar el desliz de Auxi.

—Tampoco nos podemos remontar mucho por ese lado... —insinuó Fernando, ante el mutismo de mamá.

—Al menos yo puedo llegar hasta mi abuelo —respondió ella con voz agria.

—¡Ya está bien de hablar de esos niños muertos como si fueran ángeles! —estalló Fernando—, ¿no os dais cuenta de que tenían lo mismo que Alma?

Mamá comenzó a forcejear con la manecilla de mi puerta, tratando de abrirla, «¡Ábreme!, ¡déjame salir!, ¡ábreme que me bajo!, ¡este hombre está loco!, ¡ya te lo había dicho yo!». Fernando se paró en seco en un semáforo para que pudiera bajarse, «¡Que se tire en marcha, si quiere!»... mientras yo sollozaba horrorizada y trataba de calmarlos. ¡Pero si no era culpa de nadie, acababa de decírnoslo el doctor!

Mamá no conseguía bajarse del coche, empotrada en el asiento de atrás del Mercedes deportivo de Fernando, y él esperaba furioso, de pie, pero sin darle la mano para ayudarla a salir. «¡Eso sólo lo puede decir un cabestro como los de los pueblos; los que no saben más que de maldiciones, de mal de ojo, como los que le echaban la culpa a la Guajona... igual de ignorante, igual...», se quejaba mirándole con odio, llorosa, indignada, mamá.

—¿Por qué no nos dejaste hablar de eso con Anselma? —inquirió Fernando, metiendo la cabeza dentro del coche.

—¡Porque se murió! —gritó con rabia mi madre—, ¿es que no te acuerdas?, tú estabas allí, como un vegetal, como una seta criando moho, en Berria, sin contestar ni a los buenos días, pero te enterarías de que se había muerto, ¿no?

—Pero ella sabía que tenía algo raro. Tú también lo sabías, ¿no?

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