Esas mujeres rubias (33 page)

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Authors: Ana García-Siñeriz

BOOK: Esas mujeres rubias
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Se detuvo un instante y me pidió un vaso de agua. Abrió uno de los armarios y me tendió un vaso. Fui hasta la nevera, saqué una botella y lo llené de agua fresca, una costumbre importada de Madrid. Bebió un poco y se reenganchó después de tomar fuerzas y atusarse la cabeza de joven prematuramente envejecido. No necesitaba más que limitarme a escuchar.

No, dijo después de terminar el vaso, no estaban nada preocupados, ¿por qué debían estarlo?, afirmó en contradicción con las teorías de su hermana Inés. Estela era muy independiente y muy entera, desde muy joven sabía manejarse sola, como todos ellos, ésa era la mejor herencia que habían recibido. Ya daría señales de vida, ya volvería cuando lo necesitara, o echara de menos Barcelona o se aburriera; estaría tirada en algún lugar con poca cobertura y daiquiris o
bellinis
o
kaipiroskas
, con amigos de los que no saben lo que son los horarios ni los jefes vociferantes. O algún novio, seguro que sí. Ella era muy guapa y sabía pasarlo bien; una de esas mujeres que hacen que los hombres se vuelvan, bueno, y las mujeres... éramos un poco envidiosillas, ¿pensaba que no?... A ella los tíos le iban detrás en manada, como las ratas al flautista de Hamelin; qué gracia, a él también le gustaba ese cuento desde que era pequeño, no, él no estaba casado, ni nada, prefería vivir a su aire, con dos hermanas tenía más que de sobra, ¿no iría a tomármelo a mal? Él no tenía nada en contra del género femenino, quizás a veces le hartaban un poco con sus minucias, sus desarreglos hormonales y sus saltos de humor... ¿misoginia?, ¿con dos hermanas?, no, ni hablar. Eran maravillosas y fuertes, tan fuertes como los hombres, pero hombres con melena rubia... no como él, que había perdido el pelo a los veinte años por culpa de la genética, padre de poco pelo, tíos calvos, abuelos calvos, todos calvos... menos ellas. Él las adoraba, y eso que no las veía todo lo que quisiera; qué pena. Todavía menos a Estela que a Inés... ¿el novio de Estela?... deberíamos hablar en plural, de los novios; hubo unos cuantos después de separarse. Estuvo casada con Matthew Park, el artista, ¿lo conocía?, ah, bueno, porque aquí todo el mundo se sabía al dedillo los amores de cualquier hortera de quinta pero un grande, un grandísimo, nadie sabe quién es, y él es muy grande. Un tanto aburrido pero grande... un tanto mayor que ella pero artista e inteligentísimo... espeso, macizo; no gordo, ¿eh? quizás daba esa impresión porque era muy alto; era artista como podía haber sido ministro... Después de Matthew, ¡uf! Cosas pasajeras, parches a salto de mata... Hubo un pequeño escándalo por culpa del marido de una amiga, un banquero muy conocido que estuvo a punto de plantar mujer y cuatro niños; amigos de Londres, no de Barcelona, aquí hubiera sido peor. Él se lo había tomado demasiado en serio pero Estela... ella siempre había sido muy suya, no le gustaba que le mandaran ni que le pidieran, lo mejor para atraparla era dejarla tranquila, a su aire... con esos métodos de adolescente calenturiento el banquero había hecho un ridículo espantoso, se había enterado todo el mundo pero seguía con la mujer... ¿la obra?... no, no sabía quién era el arquitecto, sí, lo que se veía estaba muy bien, moderno pero respetuoso... una pena dejarlo así, a medias... sí, bien visto, sí, como si fuera a empezar una nueva vida, ¿con otra persona?, pues sí, cierto, podía ser... más espacio, el estudio, perfecto para un médico, no, quizás un poco apartado, complicado de encontrar, quizás un investigador o un escritor, o una profesión más plástica, un grafista o un dibujante, incluso un decorador de interiores, con todos esos artesonados de la biblioteca, o, por qué no, un arquitecto... el último había sido arquitecto, guapo y loco por ella, como todos, según Inés, que era la que se enteraba de esas cosas, pero no, no le conocí, no dispondría de mucho tiempo libre o viviría fuera, ella prefería los novios de importación... ¡de ninguna manera! ¿Para qué si no iban a necesitar una declaración de ausencia? No tenían ni la menor idea de dónde podía estar Estela. No. Inés tampoco, de eso estaba seguro, si lo supieran ya se habrían puesto en contacto con ella, por supuesto. No, no lo sabían. Definitivamente, ninguno de los dos.

Entonces volvió a sonar el timbre del teléfono. Me pasó el inalámbrico echando un vistazo a la pantalla nada disimulado.

—Es de Can Julieta —me avisó—, a ver qué quieren.

Tomé el teléfono y respondí. Román estaba en casa y querría decirme algo. No se escuchaba más que un jadeo entrecortado. Diego miraba hacia la puerta jugueteando con el vaso. Insistí varias veces sin obtener respuesta, «Román, ¡Román!», y colgué.

Dejé a Diego en la entrada —había aparcado fuera, por recomendación de Inés— y corrí hacia Can Julieta. Llegué en minuto y medio, y llamé al timbre de la puerta principal mientras trataba de recuperar el ritmo de mi respiración. Esperé unos segundos pero nadie abría. Di la vuelta hacia la parte trasera y golpeé con los nudillos en el cristal de la puerta de la cocina. Nada.

Me pareció escuchar un rumor de telas en la habitación del fondo, pero tampoco salió nadie.

Dudé un instante y empujé la puerta. Estaba abierta y entré.

Román y las rubias

Ante todo, se ha de conservar la sangre fría. Eso lo aprendí con ella. No se deben mostrar nervios; al contrario, hay que aparentar que hay tiempo de sobra y que no pasa nada, pero nada, nada. De esta manera tú mismo te convences, y consigues obrar con cabeza y sin aceleración. Me lo repetí. Respirar hondo y pensar con claridad.

Llamé a una ambulancia, pero a los cinco minutos de esperar rumiando, con un Román de ojos entornados y respiración muy dificultosa aferrado a mi mano, busqué el número de los taxis y llamé también. La operadora desconocía dónde quedaba la finca, «No hay calle —le expliqué—. Es un fondo de saco, debajo justo de la torre de comunicaciones». Con estas indicaciones el taxista, que fue el primero, tardó —maldita la hora en que elegimos vivir en un sitio tan apartado— dieciocho minutos en subir. Entre los dos metimos a Román en el asiento trasero y, bajo mi responsabilidad, decidí llevarlo a la clínica más cercana, a diez minutos en coche, en la Ronda de Dalt.

—Que me parta un rayo si fumo. —Román me pedía perdón con una sonrisa culpable.

Yacía sobre la cama disminuido, la mitad del Román de una semana antes. Flaco y pequeño, vestido con uno de esos ridículos camisones hospitalarios atados con lacitos por la parte de atrás. Había tenido que pelearme para que me dejaran quedarme con él. Argumentaban que no era de su familia, «casi», había gruñido él incómodo ante tanta pregunta y tanto trámite y al final cedieron. El primer exabrupto de presentación fue que le dejaran morirse al lado de quien él quisiera, y, sobre todo, en paz. «Aquí no va a morirse nadie», le reprendió suavemente el responsable de Ingresos, un joven de unos treinta años con restos de un vello oscuro afeitado y ya crecido asomando por el indiscreto escote en pico del uniforme azul.

Mientras le atendían había localizado a Josefina, que ya estaba en camino desde su trabajo en la otra punta de Barcelona, en el Hospital del Mar. Para que se tranquilizara le aseguré que, una vez conectado al oxígeno, Román había revivido como una planta regada después de un golpe de calor. No sabía que padeciera enfisema, «Hace como que no lo tiene»; se daría toda la prisa que pudiera para llegar.

—Me van a poner una de éstas en casa —señaló Román, enseñándome la bombona de oxígeno—, ahora voy a ser como un hombre rana, pero en cautiverio.

Un cilindro metálico de aspecto siniestro le escoltaba en el lado derecho de la cama.

—La próxima nos vemos en la biblioteca —bromeó, levantándose la máscara que le había ajustado la enfermera.

Me callé el «Sin fumar en mi presencia, nunca más» que habría querido soltarle, pero, recordándome de todos los «Te lo dije» que me había tragado en mi vida, nos lo ahorré.

Ajusté la vía que le habían colocado en la muñeca izquierda con mano experta. Me respondió con un «¡Coño!, qué bien te manejas con esto. Cuando llegue Josefina vais a poder matarme entre las dos».

Todavía estaba impresionada por la imagen de Román perdido en la camilla, desvalido como un gorrión. El olor a tela hervida y a alcohol de farmacia me había retorcido el estómago en la entrada de Urgencias. Una vez que Román desapareció sobre una camilla, tuve que sentarme en una jardinera de la entrada, al aire libre, a recuperar el pulso y el color.

Pero ahora era otra vez Román, con su sonrisa sardónica de pliegues sin grasa, turbado por haberme metido en aquel lío y temeroso de la reacción de su hija.

—Lo que más me hubiera fastidiado hubiera sido morirme sin saber dónde se ha metido la jodía Estela y qué cojones quieren éstos de Mon Repos.

La enfermera que empujaba la cama sonrió ante su lenguaje y nos cerró la puerta al salir.

Me senté a su lado, en una butaca que arrimé desde la ventana, y aproveché para rehacerme la coleta; con el susto había salido de la casa como una exhalación.

—No te recojas el pelo, que estás muy guapa —me pidió en un tono de amabilidad desconocido.

Dejé la goma en la muñeca, como si fuera una pulsera, y le miré, agitándome el pelo para hacerle reír.

—Nunca te había visto con el pelo suelto —señaló hablando, por una vez, en serio—, estás mejor así.

Me aparté el pelo de la cara, en un acto reflejo. Me había crecido mucho desde que llegara en septiembre, y, junto a las sienes, varios puñados de canas tan gruesas como el hilo de hacer punto de cruz.

Esa misma mañana me había fijado en la incipiente caída de mis párpados. Un pequeño deterioro que me condenaba a una expresión algo triste, como de enfado o de cansancio permanente. Había perdido lozanía pero mis rasgos, que habían sido algo duros para una joven, me conferían personalidad. «Es lo que tienen los feos, que mejoran con la edad», había resumido mamá una tarde en su casa sin querer ofenderme; al contrario, en su torpeza me requeteexplicó hasta cansarse que no lo decía por mí. Fue el día en que cumplió sesenta años y se quejó de lo mal que llevaba ver cómo se desvanecía poco a poco su tesoro, su belleza. En poco tiempo sólo le quedaría su pelo rubio, se consolaba mientras rozaba con las puntas de los dedos los mechones tan débiles como los de una niña. El mismo plumón, dorado y fino, había cubierto la cabeza de mi hija; heredado en línea directa de mi abuela saltándome a mí, como a un eslabón poco vistoso pero necesario para las caprichosas leyes de la genética.

El pelo rubio. Sí, el pelo rubio de las mujeres que me rodeaban, Anselma, Carmela y Alma, pero también de Estela e Inés...

—¿Tú sabes por qué las rubias gustan tanto? —me preguntó Román como si me leyera el pensamiento.

—Supongo que porque hay menos —respondí.

Ésa podía ser una explicación, pero existía una razón científica, varias incluso, según Román. Los rasgos más suaves y el cabello fino de las rubias eran como los de las niñas, el canon de belleza por excelencia, por mucho que nos empeñáramos en negarlo en estos tiempos de condena contra todo lo que oliera a pederastia. Las rubias conservaban el perfume de la inocencia y la pureza, y eran legales, se rió.

—Puede ser —respondí, sorprendida.

El pelo y la piel claros servían de test contra los defectos de fábrica, también según sus teorías. Una garantía con la mejor herencia genética detectada a simple vista gracias a la transparencia de la piel.

—¿Cómo iban a descubrir si no nuestros ancestros los piojos o las anemias? —preguntó, abriendo las manos.

—¿No sabes demasiado de antropología para ser un jubilado? —le respondí.

—Lo mejor de ser pensionista es la cantidad de tiempo que te deja para todo... —respondió risueño—; y tercera —detalló, dando a entender que esta razón era la última y más importante—, y ésta es mía, sólo mía: en países como el nuestro, con la mayoría de la gente, morena, como tú y como yo, cabello rubio igual a orígenes foráneos y normalmente más ricos o más preparados —bodegueros ingleses en Andalucía, ingenieros alemanes en el País Vasco, enumeró—. Por lo tanto, la ecuación sería pelo más claro igual a ascenso en la pirámide social.

—¿Y dónde queda entonces el teñido? —le pregunté, riendo.

—¡Abajo del todo! —bromeó—. Democratización y un buen peluquero... o un desastre. Vosotras sabéis más de estas cosas, pero Pepita dice que teñirse de rubia es una ruina porque la raíz siempre acaba asomando, ¿no?

Una de las enfermeras, la más madurita y consciente de su trabajo, entró con una bandeja y un vaso de agua y antes de salir le cambió el gota a gota. Se marchó con un guiño «Soy rubia de bote y a mucha honra». Cuando salió nos miramos en silencio y nos echamos a reír.

Nada había cambiado. Allí estaba, a los pies de una cama. En vez de con ella, con Román.

Acunado por los rumores del hospital, Román descabezó una siesta de quince minutos, con la boca apretada contra la almohada, y el rostro reseco y gris. Se despertó con una urgencia sin haberse dado cuenta de que se había dormido y se negó, tozudo, a utilizar la cuña. Llamé a la enfermera —vino otra, muy joven y con largos pelos negros en los brazos, Román me lo hizo notar—; le ayudamos a llegar al baño entre las dos. Yo me quedé fuera mientras ella sujetaba los tubos y el carrito que llevaba adosado a él.

De vuelta a la cama con mil precauciones, me miró con fijeza como el médico que te hace sacar la lengua, «A ti no te sientan bien los hospitales». No, no me sentaban bien.

Román parecía fatigado pero me hizo seña de que no quería dormirse, «Ya tendré tiempo», musitó. Me senté de nuevo a su lado y contemplé la habitación. Otra cama sobre sus ingenios de hierro para elevar a los enfermos, un radiador grisáceo debajo de la ventana y la mesa de formica. Yo estaba en mi sitio, la butaca de falso cuero marrón. Un momento de angustia me atenazó la garganta y confié en que Josefina estuviera, como ella decía, a punto de llegar.

—Mira, niña. Algún día vas a tener que sacar lo que tienes ahí dentro... —me advirtió, señalándome con un dedo temblón y torcido—, y dejarás de esconderte como un alma en pena por Mon Repos.

Le miré un instante y luego desvié mis ojos hacia la ventana.

—No hace falta que me lo expliques, pero algo
hay
.

Román siguió sin esperar mis respuestas.

—No tengas prisa, hay que dar tiempo al tiempo; hoy todo tiene que ser al instante, ya hablarás... —afirmó echando mano a los lazos de la bata con la que le habían vestido—, hay que joderse con los modelitos que te endilgan en el hospital.

Volví la vista y le vi en la cama, de lo más ridículo con sus brazos descarnados asomando por debajo de aquel mandil.

—Me crees cobarde, ¿verdad? —le pregunté, avergonzada.

—No. Te ves tú —afirmó—. Todos lo somos, tenemos que serlo; es un mecanismo para sobrevivir. Cuando tenemos miedo de perder la vida, la fortuna, el amor, ¡a alguien!, a todos nos tiemblan las piernas. Es lo único bueno de estar solo, ya se puede ir por la vida sin precauciones... —se interrumpió—, ¡niña!, ¿me oyes?, ¡lo digo por ti!

—¿Has tenido miedo de morirte? —le pregunté, muy seria.

Sabía que no se molestaría.

—Ya no —respondió aliviado, guiñándome el ojo—, cuando era joven, sí. Me despertaba por las noches, por los retortijones, en el campo de Argelès. Eran el pánico y las malas condiciones, que te aflojan el intestino. Me cagaba de miedo, literalmente, cuando me despertaba en medio de la madrugada entre gente que no sabía si estaba dormida o algo peor —insinuó con un levantamiento de cejas—. No me atrevía a tocar esos cuerpos que se amontonaban en el suelo para buscar calor en el contacto. Y me lo hacía encima. De todas maneras, allí daba igual fuera que dentro. No había letrinas, ni agua potable; el mar y la arena, era todo, para enterrar a los muertos y para dormir.

»Nunca he vuelto a sentir ese miedo que paraliza y mata —siguió Román, mirándome fijamente—; lo tuve cuando me anunciaron que me condenaban a muerte; sentí aquel mismo frío helado, y también, antes de que llegara el indulto, el día de la ejecución.

Una vez has dado todo por perdido, sólo se podía mejorar.

Al terminar la guerra en el 39, sólo en Argelès eran cien mil entre hombres, mujeres y niños, fieles a la República, brigadistas que no podían volver a su tierra, «No insisto más en los piojos, el frío y el hambre, ni en las alambradas o los guardias, marroquíes y senegaleses que nos ataban en postes en la orilla hasta que subía la marea...». En julio de 1940, cuando se desencadenó la segunda guerra mundial, muchos de los refugiados de Argelès, Le Barcarès y Saint-Cyprien, «El infierno en la arena; no es mío, sino de un fotógrafo muy famoso», me explicó Román, se alistaron en el ejército francés para seguir luchando contra el fascismo. Hubo quienes empezaron una nueva vida en Francia, los que se exiliaron en México, Argentina o Portugal, y quienes, como él, decidieron volver a cruzar la frontera, de vuelta por los Pirineos, convencidos de que no habría represalias, tal y como había prometido Franco.

—Volví al pueblo, con mis padres, y allí me convencieron de que volviera a Barcelona, a Mon Repos.

Le abrieron las puertas. A la mañana siguiente le delató la madre de la señora, en su casa no se alimentaba a rojos ni a anarquistas, había que darle un buen escarmiento, debía de considerar insuficiente lo del campo de concentración. Fueron a buscarle la noche misma y le condenaron a muerte. Así de rápido y de sencillo. Con diecisiete años. Y fue el señor, franquista de pro, bigote finito y camisa azul, quien acudió a sacarle unas horas antes de que le apuntara el pelotón de fusilamiento en un Hispano Suiza bicolor, con el indulto en el bolsillo de la americana firmado por un capitán general. Román, con las lágrimas en los ojos se caló la gorra y se marchó con él.

—Ellos podían castigarte pero les resultaba intolerable que te castigaran los demás.

Román volvió a la finca, donde fue perdonado. Les debía todo: la condena a muerte, y la vida después.

—Morirte es igual que nacer, y lo que pasa en el medio, sean cien años o sean dos, te da la impresión de que es igual de corto. Y de hecho lo es. Cuando llega el momento de decir adiós a todo esto, parece que el primer día hubiera sido ayer...

Ahora, me confesó reblandecido por el susto y el despertar de la siesta, había soñado con el rostro de su madre, «Me he sentido tan pequeño que si el Cielo existiese y pudiera volver a verla, me hubiera dejado ir».

—Joder con la aguja ésta —gruñó Román, tocándose el brazo.

Parecía sentir vergüenza de enseñarse vulnerable a los recuerdos y a las emociones.

Sí, había vuelto a tener miedo, pero de otra manera. Tumbado en la cama, ahogándose, incapaz de pedir auxilio, de hablar.

—Llevo más de setenta años de propina, y, antes de que llegue mi hija, te diré una cosa: empecé a fumar con otros refugiados en Argelès... alrededor de una hoguera; el tabaco calentaba los pulmones, y el corazón. Ya no tengo miedo —afirmó.

Yo tampoco tenía miedo, era cierto. Pero tampoco tenía ilusión o curiosidad; por no tener no tenía nada, ni siquiera a Fernando, el único que hablaba mi lenguaje, el de Alma. El único que me podía entender. Si perdía la memoria, ¿qué me quedaba?

Perderle a él era perder nuestra historia común.

—Hay un hombre —expliqué a Román, sin mirarle— y es el único que sabe quién soy.

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