Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
Anduvimos hasta el coche en silencio y una vez sentados me advirtió.
—Esta vez es diferente.
La noche fue larga y penosa. A pesar de los ruegos desesperados de Auxi y de mis padres, no había conseguido ceder al sueño en aquel duermevela pegajoso hecho de mármoles y efluvios de flores que me intoxicaban con su perfume siniestro y carnal. No consiguieron moverme del sofá. No hice caso de las peticiones tópicas de que fuera a casa, «a descansar». ¿A descansar de qué, de la muerte? Qué estupidez.
Volvimos a casa al filo del amanecer. Para cambiarnos de ropa. Un leño al que asirse en la deriva como otro cualquiera. Bien.
Mamá se había preocupado por ese importante detalle, «Tendrás algo negro»; sabiendo como sabía que era el tono básico de mi guardarropa fue su manera de recordarme cómo me debía vestir. No me costó encontrar una camisa y un pantalón bien negros, aunque fuera la primera vez que los llevé con esa intención. Me duché para dejar que mis lágrimas —las pocas que me quedaban, estaba seca y ardiendo— se fundieran con el agua caliente que me golpeaba la cara. Me instalé debajo del chorro hasta que la piel me escoció. Subía la temperatura girando la manivela del grifo, un grado a cada vuelta. Dolía pero no tanto. Ojalá hubiera dolido más. El vaho, al final, ya no dejaba ver nada. Era como si por fin hubiera conseguido desaparecer.
Mi madre me suministraba cada ocho horas una pastilla diminuta de color azul celeste, con un «Tómatela» y un vaso de agua que no admitían discusión.
«Tirar del cuerpo.»
Aquel día aprendí el significado de esa expresión de mujeres. Tiré de mi cuerpo hasta el vestidor. Y necesité sentarme en la butaca para subirme los pantalones. Tiré hasta el garaje y allí tiré de las piernas para entrar en el coche. Y volví a tirar de los brazos hacia mi padre, que se acercó a la portezuela como si le diera miedo que fuera a romperme, para salir de él. Tiramos abrazados, andando con el paso lento de los condenados, hasta la pequeña capilla donde nos aguardaba un coro de rostros que bajaban los ojos con respeto. Tiré de pie, apoyándome en Fernando, y en mi padre, hasta que el cura terminó con un «¡Estamos aquí de paso!» espetado con una sonrisa que no encontró eco entre los pocos a los que mamá, previa indicación de Fernando, se había ocupado de convocar.
Regresamos en el coche desde el tanatorio hasta nuestra casa. Juntos y solos, Fernando y yo. Papá se había ofrecido a llevarnos en el suyo, pero Fernando se había negado. No le gustaba ir de copiloto, tampoco conmigo. Se ponía nervioso si no era él el que llevaba el volante.
Entramos juntos en la casa, más que nunca un mausoleo. Tiró las llaves en la bandeja de la consola de la entrada, «Quiero marcharme de aquí». Yo también sentía la necesidad de cerrar aquella puerta y abrir otra menos pesada. No sabía si le odiaba o si todavía le quería. Si necesitaba su ayuda o alejarme de él.
Cogió el maletín que le habíamos regalado entre Alma y yo y se despidió como el que da carpetazo a una dura jornada de trabajo. «Ya no podemos hacer nada.» Y se marchó.
Cerré los ojos para no ver aquel monumento funerario en que se había convertido la casa. Esa casa que nunca había sido la mía. Ni la de ella. Y, entonces me di cuenta, tampoco la de Fernando. Ese ya no era su sueño. Y yo... ellos habían sido todo lo que me motivaba a vivir.
A través de la tela del pantalón palpé la caja de pastillas que me había dejado mi madre, «Una y cada ocho horas, nada más».
Mi vida no había servido de nada. No me quedaba nada por hacer.
Cuando entreabrí los ojos no estaba en mi cuarto sino en una habitación de hospital. En letras azules sobre una colcha blanca leí que era el Santa Teresita, el de ella. Pero estaba dentro de una cama, no al lado. Esta vez, la enferma era yo.
Dolor de cabeza. Arcadas. Piernas doloridas, brazos doloridos; arcadas, otra vez.
No podía mover la cabeza, así que me resigné a levantar levemente un párpado.
Una ventana desnuda, sin cortinas, al lado, mi madre —de un rubio apagado por la grasa y poco esplendoroso—, me observaba. Me apretó la mano con fuerza hasta que emití un quejido de dolor.
Ya no estaba la niña..
—¿Y Fernando? —pregunté, sin levantar la cabeza de la almohada, con los ojos cerrados.
—Luego le llamamos —respondió mi madre, acercándose a mi cabecera.
—¿Ha venido a verme?
—Sí, sí; claro que ha venido, pero ha tenido que marcharse.
—¿Adónde?
Titubeó un momento antes de responder.
—... No sé... —la escuché replegarse hacia el respaldo de la silla—, ... no sé por dónde anda, ya sabes cómo es...
—Pero ¿está en Madrid? —insistí, terca.
—No preguntes tanto, cariño. Han dicho que tienes que descansar.
—¿Está aquí? —insistí abriendo otra vez el ojo que quedaba fuera de la almohada.
—No; no está, cariño —reveló mirándome desde la silla.
—¿Dónde está?
Notaba que una arcada creciente me invadía desde el estómago y cerré los ojos para dejarla pasar.
Mamá se sacó el anillo de la mano derecha y se lo volvió a poner.
—¡No preguntes más por ese... desgraciado! —dejó escapar, conteniendo la rabia—... descansa, cariño mío, descansa y duerme, no te despiertes todavía, duérmete, por favor... —me pidió, apretándome la mano que yo había dejado muerta entre las suyas.
Cerré los párpados con fuerza y dejé que una lágrima me escurriera ardiente desde el ojo hasta la almohada.
Ya me acordaba. Se habían marchado.
Era por eso por lo que me encontraba allí.
Y aquí es donde está mi principio, aunque tenga más semejanzas con un final.
Mary Lennox had heard a great deal about Magic in her Ayah’s stories, and she always said that what happened almost at that moment was Magic
.
The Secret Garden,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT
Mary Lennox sabía que la magia desempeñaba un papel muy importante en los cuentos de su
Ayah
, y ella siempre sostuvo que lo que ocurrió en aquel momento fue magia.
El jardín secreto,
F
RANCES
H
ODGSON
B
URNETT
—¡A ver qué quiere ese pelmazo! —exclamó, molesta, mamá.
Posó su equipaje de tres piezas color marfil y echó una mirada cansada a la entrada de la casa de Berria.
—No sé qué es lo que le ves a este sitio.
El zaguán, con sus suelos lavados y requetelavados, y nutridos a base de aceite de linaza. El perchero, un tablón oscuro con tres tiradores chatos. Olía, como siempre, a mezcla de convento y humedad.
El ojáncano, la culpa fue del ojáncano. Fue el que le obligó —y a mi, como su acompañante— a volver a la tierra de Anselma, a respirar el mismo aire que las Buruttas, a sacudirse el salitre de los zapatos y el olor a anchoa. El estudioso que estaba escribiendo sobre los ojáncanos le había pedido insistentemente una cita. Estaba seguro de que el Buhonero y el malhechor que había castigado la montaña a mediados del siglo
XIX
eran la misma persona. Y él se empeñaba en llamarle ojáncano, como los lugareños de cien años atrás.
Mamá había accedido a encontrarse con aquel desconocido. No se atrevió a negarse, por un extraño sentimiento de culpa. Pero llegó decidida a rebatirle todas sus tesis. Ella era capaz de revolverse contra las circunstancias más adversas y ganar. Siempre había sido una luchadora. Había sobrevivido a lo que fuera que se hubiera llevado a sus seis hermanos por delante.
Era una ganadora.
Convino en que iríamos juntas a ver al «metomentodo», «revientatumbas», «historiador de tres al cuarto» y otros epítetos del mismo porte que dedicó, antes de conocerle, al investigador de la historia del ojáncano.
Quedamos con él en uno de los cafés que bordean la playa del Sardinero, en Santander. Yo llevaría el coche y, de paso, la acompañaría a ver qué mosca le había picado. Para ello, mamá se preparó como si fuera a ser recibida por la reina de Inglaterra, «Si ese cotilla se cree que se va a encontrar con las nietas de un ojáncano»...
Me hizo llegar a Santander a las diez de la mañana aunque la cita fuera a la una para dejarla en la mejor peluquería. Antes, había sacado las pulseras y los pendientes de oro, discretos pero valiosos, de la maletita de cuero color marfil «que se ensucia con mirarla» y un nuevo camisero de seda azul marino —al cumplir los sesenta decidió que, a partir de entonces, ése sería su color—. Se pintó los labios, estirando el morro hacia el cristal del espejo, con su eterno rojo intenso. Andaba disgustada porque habían dejado de fabricar ese tono, y como una estraperlista de posguerra, había acaparado las tres únicas barras que quedaban en unos grandes almacenes. La que usó para nuestra cita era la tercera. Cuando se terminara, ya no habría más Glamour Red.
—¡Les he hecho venir para nada! —anunció el historiador, nada más vernos, deshaciéndose en inclinaciones de cabeza y besamanos, sobre todo con mi madre. A mí se me presentó con un apretón de manos lánguido, y un anticuado «Manuel Raposo, a sus pies».
Mamá le sonrió como a un niño travieso y esperó a que él le acercara la silla.
—Explíquese, Raposo —le llamó por su apellido para dejar las cosas claras, con la mejor de las sonrisas.
—Toda esta teoría que vinculaba a su estimado ancestro con el temible malhechor de la comarca de... Se ha venido abajo como las hileras que hacen los niños con fichas de dominó...
Un camarero se acercó hasta mamá ceremonioso. En un susurro, le ordenó dos botellas de agua, una para cada una, sin preguntar.
—Así que el Buhonero no era el ojáncano, como usted pretendía... —precisé mientras me servía mi agua.
—No, desgraciadamente; ¡disculpen! —se excusó con una risita floja—, es la deformación profesional... como decía, no coinciden las fechas; su abuelo y bisabuelo —un escalofrío me recorrió la espalda cuando pronunció esas palabras— residía en Cuba cuando se produjeron la mayoría de los actos lesivos que se atribuyen al susodicho ojáncano... este dato lo descubrí recientemente, más bien por casualidad, ¡y en Internet! —rió, con una risilla de conejo—. Como bien sabrán ustedes, los ojáncanos no existen... son criaturas mitológicas, leyendas montañesas que aglutinan los miedos que nos atormentan, en este caso los de los aldeanos de los pueblos de alrededor.
—Me quita usted un peso de encima —le espetó mamá, con una mirada burlona.
¿Y eso de que el Buhonero hubiera tenido un pasado ultramarino? ¿Y en Cuba? ¿Lo sabía mamá? Fuera como fuere, ambas hicimos como si estuviéramos al tanto de lo que hablaba el tal Raposo.
—Por otro lado, tengo que reconocer que hubiera sido demasiado viejo para cometer las tropelías con las que el verdadero culpable azotó a varias aldeas del concejo... forzar muchachas... robar y matar ganado... lo normal en un ojáncano... —bromeó tratando de hacernos sonreír— porque su antepasado fue muy, muy longevo... un hombre fuera de la norma, altísimo y con el cabello claro... tenía casi cien años cuando falleció... —se interrumpió para toser—. ... Fue una buena pieza, si me permiten la expresión... y he encontrado datos que bien merecerían... hum... digamos otro estudio.
Mamá había dado un respingo cuando escuchó «forzar muchachas», pero disimuló dando un sorbo a su vaso y contestando a Raposo con aire de dama ultrajada.
—Mamá —precisó, refiriéndose a Anselma— se crió prácticamente como una huérfana. Apenas convivió con su padre; él pasaba la mayor parte del tiempo fuera —mintió como si se refiriese a un directivo en permanente viaje de negocios—, y yo, desde luego, no llegué a conocer a ese hombre tan fuera de la norma como dice usted. Si le digo la verdad, jamás le hemos considerado como un miembro de la familia...
Raposo apuró su vaso de agua y lo dejó sobre la mesa.
—No me sorprende. Fue un hombre de otro siglo, de otros tiempos... extraordinario, y no lo digo en el mejor sentido de la palabra, si me permiten... —precisó, con un destello de maldad.
—Permitido, Raposo, permitido... —concedió mamá, alargando la mano de uñas impecablemente lacadas.
Él siguió con sus avances, lento y constante, como un
bulldozer
.
—¿Vive su señora madre todavía? —preguntó, deferente.
—Desgraciadamente, no.
—¿Y su señora tía? —insistió meloso el individuo.
—No estoy segura —cortó ella—, perdimos la conexión.
Raposo asintió, comprensivo.
—Por cierto, ¿qué sabe de su señora tía? Pierdo a la vez las pistas de Elena y de la madre de Anselma en el nacimiento de esta última.
—Francamente, no puedo ayudarle. No tuvieron mucha relación...
Raposo sonrió comprensivo.
—Es como un rompecabezas al que le faltaran piezas... —se lamentó con una mueca de malicia—, la madre de Anselma muere de parto y su hermana Elena desaparece a la vez... Como verán, me he pateado todas las parroquias de Cantabria —se jactó, orgulloso, posando al ralentí una mano regordeta encima de su portafolios de imitación de cuero.
—No sé —respondió mamá, enarcando las cejas—, no sé nada de esto... yo no conocí ni a mi abuela ni a mi tía Elena —mintió sin importarle que yo estuviera delante.
¿Tía Elena? Miré a mi madre, sorprendida. No había tía Elena que supiera yo.
—Es comprensible. Su tía Elena nació cuando el señor Expósito pasaba de los sesenta... y, si mis cálculos no me fallan, Anselma nació cuando Elena debía de andar por los quince o dieciséis... Así que él debía de tener casi ochenta cuando nació su madre de usted —se interrumpió Raposo, sacándose las gafas de montura dorada, como de cura, y limpiando a conciencia los cristales—... una edad poco adecuada para hacerse cargo de una criatura sin madre.
—Es cierto —afirmó mamá, tratando de retomar el control.
—Cuánto mejor hubiera sido que, ante la falta de la autora de sus días, hubiera sido su hermana la que se hubiera encargado de la recién nacida... ¿no cree? —preguntó a mi madre, mirándola directamente a los ojos.
—Pues sí —asintió mamá, sin mucha convicción.
—¿Saben ustedes por qué su antepasado cambió el apellido a Expósito? Un nombre tan vulgar, el que recibían los incluseros, los hijos de nadie... Normalmente, suele ser al revés...
—La verdad es que no —confesó mamá, que había agarrado el bolso como paso previo a la despedida.
Raposo se estaba pasando.
—Quizás fue al volver de Cuba, ¡una lástima, con lo prósperos que fueron los negocios de su hermano...!
Mamá pareció despertarse cuando escuchó la palabra «prósperos» y se enderezó en la silla posando el bolso en la mesa con rabia.
—¿Qué ha encontrado usted acerca de nosotros? —exigió—; si tiene algún documento, le agradecería que nos permitiera verlo. Si no, qué quiere usted que le diga; nos ha hecho venir para bien poco...
—Me disculpo por ello, querida señora —respondió, melifluo, atusándose una ceja—. Aquí tengo los pocos documentos oficiales que he ido recopilando en todos estos años detrás de la pista de quien han dado en llamar el Ojáncano del Pico: partidas de nacimiento, estados civiles, registros del Ejército... poca cosa cuando no se trata de gente de relumbrón, si me permiten expresarlo así... —se excusó el hombrecillo.
—Se lo está usted permitiendo todo, Raposo, todito, todo —señaló mamá, contrariada.
—Le pido mil perdones de nuevo señora... —devolvió con una sonrisa maliciosa Raposo—, la rama de su ancestro es la podrida, en términos metafóricos, claro; las investigaciones no han sido fáciles, pues andaba todo muy poco claro, como si alguien hubiera querido borrar las huellas... si se puede decir así; para empezar, la diferencia de edad entre el sujeto y su madre de usted era tan grande que casi no me salían las cuentas; podría muy bien haber sido su nieta...
—Usted mismo ha dicho que era un hombre de un vigor extraordinario —repuso mamá mirando el fondo de su vaso.
—Las partidas de nacimiento de su madre, doña Anselma, y de su hermana, doña Elena, son muy confusas. Una la encontré en una parroquia cercana a la ría... y la otra, en la otra punta de la región... ya saben ustedes lo que era la trashumancia... los buhoneros eran de todas y de ninguna parte...
—Con dieciséis años de diferencia entre una y otra hija tiempo tuvieron de recorrer España y Portugal —replicó mamá con una mueca.
—Sí, pero hay otra curiosidad —recalcó Raposo—, en la de Elena figura al lado del padre don Anselmo Expósito... como su madre, una señora, nacida en Andara, de nombre Jacinta. Pero en la de Anselma
aparece
la propia Elena en el lugar de la madre, lo cual es insólito puesto que eran hermanas...
Mamá palideció. Su maquillaje se descompuso dejando ver la piel añosa que había debajo; el rojo de los labios destacaba como un zarpazo en medio de la cara blanca; una mancha, un moretón.
Buscó a tientas su bolso, colgado en el respaldo de la silla, y revolvió el interior.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Es la humedad, que me mata... —se justificó, cerrando el bolso.
Raposo se levantó de su silla, solícito, para abanicarla con un periódico que llevaba dentro de su portadocumentos marrón.
—Déjeme, usted... ¡déjeme! —ordenó mamá, impaciente—, con tanto aspaviento y tanto permitirse de todo es usted el que no me deja ni respirar...
Bebió un sorbo de su vaso de agua, y nos tranquilizó, con los ojos todavía entornados, «Estoy bien».
Se secó el sudor del bigote con una servilletita de papel que tomó de un dispensador metálico y que previamente arrugó para formar una bola.
El Buhonero al que partió el rayo, aquel hombre violento y oscuro, se había materializado con toda la fuerza de su culpa entre nosotras, en aquella terraza al margen de las modas, en la bahía de Santander.
Mamá apoyó las dos manos encima de la mesa con las palmas abiertas y las uñas rojas señalando al hombrecillo, la única arma que le quedaba intacta.
—Mire, señor... Raposo... —desgranó con lentitud—, no sé adónde quiere usted ir a parar.
Raposo la miró cruzando las manos sobre el regazo y frunció los labios.
—Yo no le he pedido a usted que hurgue en ningún archivo ni ninguna parroquia; es más, le agradecería que cambiara, si es posible, de tema de investigación. —Mamá hizo una pausa para coger carrerilla y siguió—: Mi madre, que en paz descanse, era un alma de Dios, una santa en la Tierra, y no se merece que nadie, y menos un tipo como usted, hurgue en su pasado. Pa-sa-do, ¿se da cuenta? No interesa... Pasado está. —Raposo la miraba, ofendido, con los ojillos entrecerrados a través de los cristales de sus gafas ovaladas—. ¡Déjese de ojáncanos y de anjanas!, ¡cuentos!; lo único que está haciendo usted es enredar en las vidas de otros, que llevan años, ¡siglos! —afirmó, golpeando la mesa con las palmas—, enterrados. Y lo que haya pasado en mi familia no le importa a nadie más que a mí.
—Cálmese, señora, se lo ruego —pidió él, inquieto por el revuelo.
—No. Cálmese usted. Pare ya de meter la nariz. ¡Y deme esos papeles que lleva usted en ese cartapacio tan feo, leche!
Raposo frunció los labios con disgusto pero sorprendentemente obedeció a mamá. Como un niño pillado en falta sacó una veintena de hojas, fotocopias en su mayoría, y unas cuantas más, en anticuado papel de seda, mecanografiadas por él.
—Tenga —dijo, tendiendo el legajo con la mano temblona—, es el fruto de muchos años de trabajo... —dijo, tocándose una ceja con el dedo—. Puede que lo que encuentre no le guste —apostilló. Levantó, desafiante, sus ojillos maliciosos—, pero es el precio que hay que pagar para saber...