—¿A qué vienen esos nombres de Percha y Guarida? —quiso saber el Ratonero.
—Nadie podría decirlo, pues nadie ha subido por la Escala —replicó Fafhrd—. En cuanto a la ruta que vamos a seguir, es muy simple. Escalaremos el obelisco Polaris, una montaña segura como pocas, luego pasaremos a Stardock por una garganta inclinada cubierta de nieve (¡ésa será la parte peligrosa de nuestra ascensión!) y, por la Escala, treparemos hasta la cima.
—¿Cómo subiremos por la Escala en los largos espacios lisos entre los salientes? —preguntó el Ratonero con una inocencia casi infantil—. Es decir, si no tropezamos con ningún obstáculo en la Guarida y la Escala.
Fafhrd se encogió de hombros.
—Tiene que haber alguna manera entre las rocas.
—¿Por qué no hay nieve en la Escala?
—Es demasiado empinada.
—Supongamos que subimos hasta la cima —dijo entonces el Ratonero—. ¿Cómo vamos a pasar sobre el borde del casquete nevado de Stardock, que parece curvarse hacia abajo con tanta elegancia?
—En algún lugar hay un agujero triangular llamado el Ojo de la Aguja —respondió Fafhrd con indiferencia—. O eso he oído decir. Pero no temas, Ratonero, lo encontraremos.
—Por supuesto que sí —convino el hombrecillo en un tono de certeza que casi parecía sincero—. Lo encontraremos saltando sobre frágiles puentes de nieve y subiendo por las fantásticas paredes verticales sin poner las manos siquiera sobre el granito. Recuérdame que lleve un cuchillo largo para grabar nuestras iniciales en el cielo cuando celebremos el final de nuestra pequeña excursión a las cumbres. —Su mirada se posó en algún punto del norte y, en otro tono, añadió—: La vertiente umbría septentrional de Stardock... parece muy empinada, desde luego, pero está libre de nieve hasta la misma cima. ¿Por qué no seguimos esa ruta? Todo es roca y, como tú dices, tiene que haber alguna manera para escalar.
Fafhrd se rió de esta sugerencia.
—¿No ves esa especie de gallardete largo y blanco que ondea hacia el sur de la cima? Y otro más pequeño debajo... ¿Lo ves bien? ¡Ese segundo sale del Ojo de la Aguja! Pues bien, esos gallardetes en lo alto de Stardock se llaman Gran Flámula y Pequeña Flámula, y consisten en nieve en polvo que arranca de Stardock el viento del noreste, el cual sopla por lo menos seis de cada ocho días y jamás es predecible. Ese viento arrancaría al escalador más fornido de la pared norte con tanta facilidad como tú puedes arrancar de su tallo, con un soplido, los pétalos de un diente de león. Pero la masa de Stardock protege a la Escala del viento.
—¿Es que el viento nunca gira para atacar la Escala? —preguntó el Ratonero.
—Sólo en ocasiones.
—Magnífico —dijo el Ratonero con una sinceridad arrolladora, y habría regresado al lado del fuego si algo no hubiera llamado su atención en aquel momento..
La oscuridad empezó a cubrir rápidamente las montañas de los Gigantes, mientras el sol se hundía definitivamente en el oeste, y el hombrecillo vestido de gris se quedó para contemplar el magnífico espectáculo.
Era como si extendieran una manta negra, que ocultó primero la falda brillante de la Catarata Blanca, luego la Guarida, en la Escala, y finalmente la Percha. Todos los demás picos habían desaparecido, incluso las puntas brillantes de la Muela y el Colmillo Blanco, así como el techo blancoverdoso del obelisco Polaris. Ahora sólo quedaba la nieve del casquete de Stardock, y bajo ésta el Rostro entre las Trenzas plateadas. Por un instante brillaron los salientes llamados los Ojos, o parecieron brillar. Luego oscureció por completo.
No obstante, había en el ambiente un pálido resplandor crepuscular. A su alrededor, el Yermo Frío parecía extenderse sin fin al norte, al oeste y al sur.
Y en aquel silencio, algo se deslizaba como un susurro a través del aire quieto, con el leve sonido de una vela bajo una brisa moderada. Fafhrd y el Ratonero miraron en derredor, alarmados, pero no vieron nada. Más allá de la pequeña fogata, Hrissa, el gato polar, se incorporó de un salto, pero seguía sin haber nada. Entonces el sonido, fuera cual fuese su origen, se extinguió.
Fafhrd empezó a hablar en voz muy baja.
—Hay una leyenda... —Hizo una larga pausa. Luego meneó la cabeza y añadió—:Los recuerdos son resbaladizos, Ratonero. Mi mente no consigue aferrarlos. Vamos a hacer una última ronda por estos alrededores y a dormir.
El Ratonero despertó con tanta suavidad que ni siquiera Hrissa, de espaldas a él, ante el fuego, apretado contra su cuerpo desde las rodillas hasta el pecho, se movió.
La luna llena había salido por detrás de Stardock, cuyas trenzas meridionales iluminaba, y parecía realmente un fruto del Árbol de la Luna. El Ratonero pensó en lo curioso que era el pequeño tamaño de la luna comparado con la enorme montaña Stardock, silueteada contra el cielo pálido.
Entonces, por debajo de la cima plana, atisbó un centelleo brillante, azulado. Recordó que Ashsha, la más brillante de las estrellas de Nehwon, estaba aquella noche cerca de la luna, y se preguntó si, por una rara casualidad, la estaba viendo a través del Ojo de la Aguja, lo que demostraría la existencia de éste. También se preguntó qué gran zafiro o diamante azulado —¿tal vez el Corazón de la Luz?— había sido el modelo utilizado por los dioses para crear Ashsha, y mientras así divagaba, somnoliento, se reía interiormente de sí mismo por acariciar un mito tan absurdo y encantador. Entonces, abrazando el mito por completo, se preguntó si los dioses habrían dejado en Stardock alguna de sus estrellas a tamaño natural, sin lanzarla al cielo. Ashsha parpadeó en aquel momento, como si fuera una de ellas.
El Ratonero se sentía a gusto dentro de su manto forrado de piel de oveja y ahora convertido en un saco, atado con pequeñas correas mediante unos ganchos de cuerno a lo largo del dobladillo. Se quedó mirando larga y soñadoramente a Stardock, hasta que la luna se separó de la montaña y una joya azulada titiló sobre el casquete y se separó también..., seguramente Ashsha. Pensó. sin temor alguno, en el extraño ruido que él y Fafhrd habían oído en el aire quieto, y se dijo que quizá había sido sólo la larga lengua de una tormenta lamiendo brevemente aquellos parajes. Si la tormenta duraba, se meterían en ella.
Hrissa se agitó en su sueño. Fafhrd emitió un gruñido bajo y siguió durmiendo envuelto en su propio manto relleno de plumón.
El Ratonero miró las tenues llamas del fuego, que se extinguía, deseoso de volver a conciliar el sueño. Las llamas adquirían la forma de cuerpos de muchachas, luego de rostros. Entonces apareció el rostro espectral, verdoso pálido de una muchacha, más allá del fuego. Al principio le pareció una ilusión visual —le miraba con los ojos entrecerrados al otro lado de las llamas—, pero mientras la miraba, los rasgos se fueron haciendo más claros, aunque no se veían rastros de cuerpo o de cabello, sino que colgaba en la oscuridad como una máscara.
Era un rostro de belleza misteriosa: el mentón estrecho, los pómulos altos, los labios oscuros como el vino, algo fruncidos, la nariz recta y la frente ancha..., y el misterio de aquellos ojos entornados que parecían mirarle a través de las negras pestañas. Y todo, excepto pestañas y labios, del verde más pálido, como jade.
El Ratonero no dijo nada ni movió un solo músculo, simplemente porque el rostro le parecía muy hermoso, como el hombre que desea eternizar el momento en que su amante desnuda, a propósito o de modo inconsciente, adopta una actitud especialmente encantadora.
Por otro lado, en el desolado Yermo Frío cualquier hombre atesora ilusiones, aunque sepa casi con toda certeza que son sólo eso.
De improviso los ojos se abrieron, revelando sólo la oscuridad de detrás, como si el rostro fuese realmente una máscara. Entonces el Ratonero se sobresaltó, pero aún no lo suficiente para despertar a Hrissa. En seguida los ojos se cerraron y los labios se fruncieron, expresando una burlona invitación; el rostro empezó a disolverse rápidamente, como si lo borrasen literalmente. Primero desapareció el lado derecho, luego el izquierdo, a continuación el centro y finalmente los labios oscuros y los ojos. Por un instante el Ratonero imaginó que percibía un olor a vino; entonces todo se esfumó.
Pensó en la posibilidad de despertar a Fafhrd y casi se rió al pensar en las agrias reacciones de su camarada. Se preguntó si el rostro había sido una señal de los dioses, o el envío de algún mago negro encastillado en Stardock, o quizá la misma alma de la montaña, aunque en ese caso, ¿dónde había dejado sus trenzas brillantes, su casquete y el ojo de Ashsha? O quizá había sido tan sólo una creación casual de su propio cerebro, estimulación por la abstinencia sexual y, aquella noche, por las hermosas, aunque diabólicamente malignas, montañas. Decidió rápidamente que esta última era la mejor explicación y volvió a dormirse.
Dos noches después, a la misma hora, Fafhrd y el Ratonero Gris se hallaban apenas a tiro de piedra de la pared occidental del obelisco Polaris, levantando un hito con fragmentos de roca verde pálido caídos a lo largo de milenios. Sobre la ladera había algunos huesos, la mayor parte rotos, de ovejas o cabras.
Como antes, el aire estaba quieto, aunque 'era muy frío, el Yermo estaba desierto y el sol poniente brillaba en las vertientes de las montañas.
Desde aquel punto cercano, el obelisco se veía escorzado, como una pirámide que parecía elevarse indefinidamente. Por suerte, su roca era dura como el diamante, mientras que la base de la pared estaba llena de entrantes y saledizos. Hacia el sur, el Gran Hanack y el Indicio estaban ocultos. Al norte se alzaba, monstruoso, el Colmillo Blanco, de un blanco amarillento a la luz del sol, como si se dispusiera a cubrir un boquete en el cielo gris. El Ratonero recordó que allí había sucumbido el padre de Fafhrd.
De Stardock se veía el oscuro comienzo de la pared norte, barrida por el viento, y el extremo septentrional de la mortífera Catarata Blanca. El obelisco ocultaba todo el resto del pico, con una sola excepción: casi por encima de sus cabezas, como si ahora saliera del mismo obelisco Polaris, la espectral Gran Flámula tremolaba hacia el sudoeste.
Mientras Fafhrd y el Ratonero acumulaban piedras, les llegaba desde detrás el aroma tentador de dos liebres polares que se asaban en el fuego, ante cuyas llamas Hrissa daba cuenta de un tercer roedor que había cazado. El gato polar tenía más o menos el tamaño de un leopardo, aunque con un pelaje formado por largos mechones blancos. El Ratonero se lo había comprado a un cazador de pieles mingol, al norte de los Trollsteps.
A cierta distancia del fuego, los caballos comían los últimos granos, alimento reforzante que no probaban desde hacía una semana.
Fafhrd envolvió su larga espada Vara Gris, envainada, en un paño de seda aceitado y la depositó sobre el hito. Entonces tendió su manaza al Ratonero.
—¿Escalpelo?
—No pienso desprenderme de mi espada —dijo el hombrecillo. Y añadió como justificación—: No es más que una pluma comparada con la tuya.
—Mañana descubrirás lo que pesa una pluma —predijo Fafhrd.
El hombretón se encogió de hombros y colocó al lado de Vara Gris su yelmo, una piel de oso, una tienda plegada, una pala y un zapapico, los brazaletes de oro que se había quitado de las muñecas y los brazos, plumas, tintero, papiros, un gran cazo de cobre y varios libros y pergaminos. El Ratonero añadió algunas bolsas, ninguna llena y varias casi vacías, dos venablos de caza, unos esquís, un arco sin tensar con una aljaba de flechas, unos frascos pequeños de pintura al óleo, cuadrados de pergamino y todo el equipo de los caballos. Muchos de los objetos estaban envueltos como la espada de Fafhrd, para protegerlos de la humedad.
El olor del asado aumentaba su apetito,.y los dos camaradas se apresuraron a cubrir los objetos con piedras, cerrando el túmulo.
En el instante en que se volvían para ir a cenar, de cara al horizonte occidental, irregular y plano, con el borde dorado, volvieron a oír el ruido como de vela a la que embiste el viento, esta vez más débil, pero dos veces: primero hacia el norte y, casi simultáneamente, al sur.
Volvieron a mirar a su alrededor, rápida pero minuciosamente, pero no se veía nada sospechoso, excepto —nuevamente Fafhrd lo vio primero— una tenue columna de humo negro muy cerca del Colmillo Blanco, que se alzaba desde un punto del glaciar entre aquella montaña y Stardock.
—Si ésos son Gnarfi y Kranarch, han elegido para su ascenso la pared norte rocosa —observó el Ratonero.
—Y será su perdición —predijo Fafhrd, señalando con el pulgar la Flámula.
El Ratonero asintió, con menos certidumbre, y preguntó:
—¿Qué era ese ruido, Fafhrd? Tú has vivido aquí...
El alto bárbaro arrugó la frente y casi cerró los ojos.
—Hay una leyenda sobre unas aves enormes... —musitó indeciso—... o grandes peces... no, eso no podría ser cierto.
—¿Todavía resbalan los recuerdos en tu viscosa memoria?
Fafhrd asintió.
Antes de abandonar el hito, el nórdico colocó a su lado un gran trozo de sal.
—Esto, junto con el estanque y el prado por donde acabamos de pasar, bastará para mantener a los caballos durante una semana. Si no regresamos... bueno, por lo menos les hemos mostrado el camino desde aquí hasta Illik—Ving.
Hrissa dejó de devorar su presa y les miró, con una expresión que quizá era risueña, como si les dijera: «No tenéis que preocupares por mí o mis raciones».
Una vez más, el Ratonero se despertó poco después de conciliar el sueño, esta vez con una sensación de placer, como quien recuerda una cita. Y una vez más, esta vez sin necesidad de contemplar primero las estrellas o las llamas, la máscara se le apareció al otro lado de la fogata. La expresión y los rasgos eran idénticos, los labios breves, la nariz y los labios formando una línea recta, excepto que ahora era de un blanco marfileño, con labios, párpados y pestañas verdosos.
El Ratonero se llevó un considerable sobresalto, pues la noche anterior había permanecido despierto, esperando que apareciese el rostro espectral de muchacha —e incluso hacer que regresara— hasta que la luna llena se alzó tres palmos por encima de Stardock... sin lograr nada. Su mente le decía que aquel rostro había sido una alucinación, pero sus sentimientos habían porfiado en otra dirección, lo cual le había ocasionado un disgusto considerable y la pérdida de varias horas de sueño.
Durante el día había consultado en secreto la última de las cuatro estrofas escritas en el pedazo de pergamino que guardaba en su faltriquera: