—Pero ¿cómo pueden hacerlos lo bastante ligeros para volar? —inquirió el Ratonero.
—Deben de tener una constitución adecuada al aire de estas alturas —supuso el nórdico, somnoliento.
—Yesos gusanos mortíferos... —dijo el Ratonero—... y vete a saber los peligros que nos aguardan todavía. ¿Por qué tenemos que subir hasta la cumbre de Stardock?
—Para vencer a Kranarch y Gnarfi... —dijo Fafhrd en un susurro—..., para superar a mi padre..., el misterio de la montaña..., muchachas... Oh, Ratonero, ¿cómo podríamos detenernos aquí? ¿Acaso podrías hacerlo tras haber acariciado la mitad del cuerpo de una mujer?
—Ya no mencionas los diamantes —observó el Ratonero—. Crees que no los encontraremos?
Fafhrd empezó a encogerse de hombros, pero musitó una adición que terminó en un bostezo.
El Ratonero buscó en su faltriquera, sacó el fragmento de pergamino y leyó todo su contenido al resplandor de las brasas resina:
Quien suba al blanco Stardock,
el Árbol de la Luna,
sorteando gusanos,
gnomos y peligros ocultos,
conseguirá la llave de la riqueza:
el Corazón de la Luz, una bolsa de estrellas.
Los dioses que otrora reinaron en el mundo
tienen su ciudadela en ese pico,
desde donde lanzaron antaño las estrellas
y hay sendas que llevan al infierno y al cielo.
Venid, héroes, a través de los rocosos Trollstep.
Acudid, hombres valientes, cruzando el Yermo.
Para vosotros la gloria abre cada puerta.
Yo os rezaguéis, subid, apresuraos.
Quien escale la ciudadela del Rey de las Nieves
engendrará a los hijos de sus dos hijas;
aunque se enfrente a feroces enemigos
y caiga, su simiente persistirá mientras el mundo exista.
La resina se quemó del todo mientras el Ratonero leía.
—Bueno, nos hemos tropezado con un gusano, un individuo posible que quería impedirnos el paso y dos brujas sin ojos que trían ser las hijas del rey. En cuanto a los gnomos... Recuerdo dijiste algo sobre esos gnomos, Fafhrd. ¿Qué era?
Aguardó la respuesta de su amigo con una ansiedad poco natural. Al cabo de un rato empezó a oírla: unos ronquidos suaves y regulares.
El Ratonero le contempló con envidia, pues estaba tan inquieto que no podía dormir. No debería haber pensado en mujeres o más bien en una sola muchacha que no era más que una máscara burlona con los labios fruncidos y una negrura misteriosa donde deberían estar los ojos, vista al otro lado del fuego.
Experimentó una súbita sensación de ahogo. Se desató rápidamente el manto y, a pesar del maullido inquisitivo de lirissa, lanzó a tientas hacia el sur del saliente. Pronto la nieve, que caía como agujas de hielo sobre su rostro enrojecido, te indicó que estaba más allá del voladizo. Entonces dejó de nevar. Pensó que estaba bajo otro voladizo..., pero él no se había movido. Alzó la cabeza y atisbó la negra cima de Stardock silueteada contra pina franja de cielo tenuemente iluminada por la luna oculta y punteada por unas pocas estrellas tenues. Tras él, al oeste, la tormenta de nieve aún oscurecía el cielo.
Parpadeó y soltó un juramento en voz baja, pues ahora el negro precipicio que debían escalar al día siguiente estaba iluminado por luces tenues y dispersas, violetas, rosadas, verde pálido y ámbar. Las más próximas, que estaban todavía a mucha altura, parecían rectángulos diminutos, como ventanas iluminadas vistas desde abajo.
Era como si Stardock fuese una gran hostería.
Sintió de nuevo en el rostro los copos helados y la franja de cielo se fue estrechando hasta que desapareció. Nevaba de nuevo sobre Stardock, y la espesa cortina de copos ocultaba todas las estrellas y las demás luces.
La inquietud del Ratonero fue remitiendo. De repente se sintió muy pequeño y temerario, y el frío intenso le sobrecogió. La misteriosa visión de las luces persistía en su mente, pero apaga: ta, como si formara parte de un sueño. Desanduvo sus pasos con cautela y percibió el calor de Fafhrd, Hrissa y el brasero extinguido un instante antes de que palpara su manto. Se enfundó en ni prenda y permaneció largo tiempo encogido como un bebé, su mente vacía de todo excepto de la frígida negrura. Y por fin se durmió.
Amaneció un día encapotado. Todavía tendidos, los dos lumbres se restregaron y forcejearon para eliminar parte de su rigidez y entrar en calor lo suficiente para levantarse. Hrissa se apartó de ellos, cojo y taciturno.
Por lo menos, los brazos de Fafhrd ya no estaban hinchados y ateridos, mientras que el Ratonero había olvidado las pequeñas heridas de los suyos.
Desayunaron té de hierbas con miel y emprendieron la escalada de la Percha bajo una ligera nevada. La nieve les acosó durante toda la mañana, excepto cuando las ráfagas de viento cambiaban la dirección de los copos. En tales ocasiones podían ver el precipicio grande y liso que separaba la Percha de los salientes del Rostro. Por lo que pudieron atisbar, el precipicio no parecía presentar ninguna ruta de escalada, ni cualquier otra marca. Fafhrd se rió del sueño que le había contado el Ratonero —las ventanas con luces de colores— pero al fin, cuando se aproximaban a la base del precipicio, distinguieron una grieta estrecha —una línea delgada desde la perspectiva de los rescatadores que recorría su centro.
No tropezaron con ninguno de aquellos volantes invisibles, ni volando ni tendido en un saliente, pero cada vez que las ráfagas de viento abrían extrañas brechas en la cortina de nieve, los dos aventureros se apoyaban con firmeza en sus asideros y empuñaban sus armas mientras que Hrissa gruñía.
El viento no redujo el ritmo de su ascenso, aunque les dejaba helados. Tenían que seguir vigilantes por si se desprendían rocas, pero éstas caían con mucha menos frecuencia que el día anterior, quizá porque ahora la mayor parte de Stardock quedaba por debajo de ellos.
Alcanzaron la base del gran precipicio en el punto donde se iniciaba la grieta, lo cual fue muy conveniente, puesto que ta nieve era ahora tan espesa que habrían tenido dificultades para localizarla.
Les alegró comprobar que la grieta en cuestión era otra chimenea, de apenas un metro de anchura y no mucho más profunda, y su interior presentaba innumerables protuberancias que servirían como asideros, en contraste con la lisa superficie exterior. Al contrario que la chimenea anterior, parecía extenderse hacia arriba indefinidamente, sin variaciones de anchura y, hasta donde alcanzaba su vista, no había rocas obstructoras. En cierto modo, era una especie de escala rocosa que ofrecía un semiabrigo de la nieve. Incluso Hrissa podría trepar por allí, como en el obelisco Polaris.
Almorzaron alimentos que habían calentado al contacto con sus epidermis. La ansiedad les devoraba, pero se obligaron a tomarse el tiempo necesario para masticar y beber. Cuando entraron en la chimenea, Fafhrd el primero, se oyó por tres veces un retumbar, de truenos, quizá, y ciertamente amenazantes, y el Ratonero se echó a reír.
Como los asideros eran abundantes y disponían de la pared opuesta para apoyarse, la escalada era relativamente fácil, y lo habría sido más si el cansancio acumulado no hubiera disminuido sus energías, lo cual les obligaba a detenerse a menudo para llenarse los pulmones de aquel aire poco oxigenado. Sólo en dos ocasiones la chimenea se estrechó tanto que Fafhrd tuvo que escalar un trecho por fuera del pozo. El Ratonero, gracias a su constitución ligera, pudo seguir dentro.
La experiencia era casi intoxicante. A pesar de que la oscuridad iba en aumento, debido al espesor creciente de la nieve, y de que los estampidos eran más intensos —ahora estaban seguros de que eran truenos, puesto que los anunciaban débiles y breves resplandores a lo largo de la chimenea, como relámpagos cuya luz difuminaba la nieve— el Ratonero y Fafhrd se sentían alegres como niños subiendo por una misteriosa escalera de caracol en un castillo encantado, y, a pesar de su fatiga, se entregaron por unos momentos al juego infantil de dar voces cuyo eco reverberaba en la chimenea iluminada por la cárdena y mortecina luz de los relámpagos.
Poco después, las paredes del pozo fueron haciéndose casi tan lisas como la superficie exterior del precipicio, y al mismo tiempo empezaron a ensancharse gradualmente, primero un palmo, luego otro, a continuación un dedo más, por lo que el peligro de la ascensión fue en aumento. Tenían que apoyar los hombros en una pared y las botas en la otra, «caminando» así con empujones y sacudidas. El Ratonero recogió a Hrissa y el fe—. lino se acurrucó sobre su pecho jadeante, lo cual suponía una carga considerable. Pero a pesar de todos estos inconvenientes los dos hombres seguían sintiéndose exaltados, y el Ratonero empezó a preguntarse si la atmósfera cercana al cielo tendría algún componente tóxico.
Fafhrd, que era bastante más alto que su camarada, estaba mejor equipado para aquella clase de escalada, y aún podía seguir adelante cuando el Ratonero se dio cuenta de que su cuerpo estaba extendido casi horizontalmente entre los hombros y las suelas de las botas, con Hrissa encima de él como un viajero sobre un puentecillo. No podía ascender más, y no comprendía cómo había podido llegar hasta allí.
Fafhrd descendió como una gran araña al oír la llamada del Ratonero, y la situación de su amigo no pareció impresionarle demasiado. Incluso sonreía, como reveló en aquel momento la luz de un relámpago.
—Quédate un rato aquí —le dijo—. No estamos lejos de la cima. Creo haberla vislumbrado hace un par de relámpagos. Yo subiré y tiraré de ti, colocando toda la cuerda entre los dos. Hay una grieta al lado de tu cabeza... Introduciré una escarpia para que estés más seguro. Entretanto, descansa.
Tal fue la rapidez con que Fafhrd llevó a cabo todo lo que había dicho, y tan pronto emprendió de nuevo la escalada, que el Ratonero guardó para sí las observaciones sardónicas que bullían dentro de sus rígidas entrañas.
Los relámpagos sucesivos mostraron la figura del nórdico que empequeñecía a una velocidad gratificante, hasta que apenas pareció más grande que una araña trampera en el extremo de su tubo. Al siguiente relámpago había desaparecido, pero el Ratonero no podía estar seguro de si había alcanzado la cima o rebasado un recodo de la chimenea.
Sin embargo, la cuerda siguió ascendiendo, hasta que sólo quedó un pequeño trecho por debajo del Ratonero, el cual ahora era presa de intensos dolores y sentía mucho frío, inconvenientes contra los que sólo podía apretar los dientes. Hrissa eligió aquel momento para desplazarse, inquieto, sobre su pequeño puente humano. Hubo un relámpago cegador seguido de un trueno que sacudió la montaña. Hrissa se agazapó, asustado.
La cuerda se puso tensa y tiró del cinto del Ratonero, el cual aferró a Hrissa contra su pecho, mientras esperaba el aviso de Fafhrd.
Hacerlo así, en vez de proseguir de inmediato la escalada, fue una buena decisión, pues en aquel mismo momento la cuerda se aflojó y empezó a caer sobre el vientre del Ratonero como un torrente de agua negra. Hrissa se apartó, acurrucándose sobre la cara de su amo. La caída de la cuerda pareció interminable, pero por fin su extremo superior golpeó la clavícula del Ratonero. Por suerte, Fafhrd no cayó tras ella. Otro relámpago deslumbrante, seguido por un estampido, mostró que la parte superior la chimenea estaba vacía.
—¡Fafhrd! —gritó el Ratonero—. ¡Faaafhrd!
No se oyó más que el eco.
El Ratonero reflexionó un momento, luego se enderezó y palpó la pared en busca de la escarpia que Fafhrd había introducido en la grieta con un solo golpe de su hacha—martillo. Al margen de lo que le hubiese ocurrido a su compañero, lo único que el pequeño aventurero podía hacer era atar la cuerda a la escarpia y descender por ella hasta él trecho más fácil de la chimenea.
En cuanto la tocó, la escarpia cayó tintineando chimenea abajo, hasta que un nuevo trueno ahogó el pequeño ruido metálico.
El Ratonero decidió bajar por la chimenea «caminando». Después de todo, así era como había subido a lo largo del último trecho.
El primer intento de mover una pierna le reveló que sus músculos estaban acalambrados. No habría podido doblar la pierna y estirarla de nuevo sin perder su asidero y caer.
Pensó en la vara extensible de Glinthi, perdida en el espacio blanco, y ahogó ese pensamiento.
Hrissa se agazapó sobre su pecho y le miró a la cara con una expresión que, revelada por el siguiente resplandor cárdeno, parecía triste pero crítica, como si preguntara: «¿Dónde está ese ingenio humano tan cacareado?».
Apenas Fafhrd hubo salido por el extremo de la chimenea al ancho y profundo saliente rocoso, cuando una puerta de dos metros de altura, uno de anchura y dos palmos de grosor se abrió silenciosamente en la roca, al fondo del saliente.
Había un contraste notable entre la aspereza de aquella roca y la superficie lisa y suave de la piedra oscura que formaba los gruesos lados de la puerta así como el dintel, las jambas y el umbral.
La abertura vertía al exterior una suave luz rosa y un perfume intenso cuyas vaharadas evocaban sueños de placer que flotaban en un mar ondulante en el que se ponía el sol.
Aquellas vaharadas almizcleñas narcóticas, junto con la embriaguez provocada por el aire enrarecido, casi hicieron que Fafhrd olvidara su objetivo, pero tocar la cuerda negra era como tocar a Hrissa y el Ratonero en su otro extremo. La desató de su cinto y se dispuso a asegurarla alrededor de una gruesa columna junto a la puerta abierta. A fin de conseguir suficiente cuerda para hacer un buen nudo, tenía que tirar de la cuerda tensa. Pero las vaharadas embriagadoras se hicieron más densas, y el nórdico dejó de notar el peso del Ratonero y Hrissa en la cuerda. De hecho, empezó a olvidar a sus dos camaradas por entero.
Entonces una voz argentina —una voz que conocía bien por haberla oído reír en un par de ocasiones— le dijo:
—Entra, bárbaro. Ven a mí.
El extremo de la cuerda negra se deslizó de sus dedos sin que él se diera cuenta, siseó tenuemente sobre la roca y cayó por la chimenea.
Agachándose un poco, Fafhrd cruzó el umbral y la puerta se cerró de inmediato tras él, impidiéndole oír la llamada desesperada del Ratonero.
Estaba en una cámara iluminada por globos rosados que colgaban al nivel de su cabeza, cuya cálida luminosidad coloreaba las colgaduras y las alfombras de la sala, pero sobre todo la colcha de la gran cama que era su único mueble.