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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas contra la muerte (29 page)

BOOK: Espadas contra la muerte
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—Dos halconeros en una noche —dijo el Ratonero, imitando a la mujer—. Has hecho bien, Fafhrd. —Entonces añadió inflexible—: La mascarada ha terminado, Atya. Tu venganza contra las mujeres de alcurnia de Lankhmar ha llegado a su fin. ¡Ah, pronto el gordo Muulsh se llevará una sorpresa cuando sepa lo que ha hecho su palomita! ¡Robar hasta sus propias joyas! ¡Es casi demasiado astuto, Atya!

Un grito de angustia amarga y derrota total surgió de la boca de Atya, evidenciando su humillación y debilidad. Pero dejó de balancearse y un aire de profunda desesperación tensó su rostro decadente.

—¡A las Montañas de la Oscuridad! gritó con frenesí—. ¡A las Montañas de la Oscuridad! ¡Llevad el tributo de Tyaa a la última fortaleza de la diosa!

Y tras estas palabras produjo una serie de silbidos, gorjeos y gritos extraños.

Todos los pájaros se alzaron al unísono, aunque manteniéndose todavía alejados del altar. Volaron frenéticamente de un lado a otro, emitiendo diversos graznidos, a los que la mujer parecía responder.

—¡Basta de tretas, Arya! —le dijo el Ratonero—. La muerte está próxima.

Entonces una de las aves negras se lanzó hacia el suelo, cogió un brazalete con esmeraldas engastadas, se alzó de nuevo y salió por una profunda abertura en la pared del templo que daba al río Hlal. Uno tras otro, los demás pájaros siguieron su ejemplo.

Como en una grotesca procesión ritual, salieron a la noche, llevando una fortuna en sus garras: collares, broches, anillos y agujas de oro, plata y ámbar con cabezas de piedras preciosas que lucían pálidas a la luz de la luna.

Cuando se desvanecieron los tres últimos pájaros, para los que ya no quedaban joyas, Atya alzó sus brazos cubiertos de telas negras hacia las dos esculturas sobresalientes de mujeres aladas, como si implorase un milagro, emitió un lamento desgarrador, saltó temerariamente del altar y se lanzó en pos de los pájaros.

El Ratonero no la golpeó, sino que la siguió, con su espada peligrosamente cerca. Juntos penetraron en la abertura. Se oyó otro grito, y poco después el Ratonero regresó solo y se acercó a Fafhrd, cortó sus ligaduras y apartó la silla, ayudándole a levantarse. El halconero herido no se movió, pero permaneció tendido, gimiendo quedamente.

—¿Se ha arrojado al Hlal? —inquirió Fafhrd, con la garganta seca.

El Ratonero asintió.

Fafhrd se frotó la frente, aturdido, pero su mente se estaba aclarando, a medida que se disipaban los efectos del veneno.

—Hasta los nombres eran iguales —musitó en voz baja—. ¡Atya y Tyaa!

El Ratonero se dirigió al altar y empezó a revisar las ligaduras del ladrón.

—Algunos de tus hombres han intentado acribillarme esta noche, Stravas —dijo en tono ligero—. No me ha sido fácil eludirles y abrirme paso por la escalera atascada.

—Lo siento... ahora—dijo Stravas.

—Supongo que también eran tus hombres los que fueron esta noche a robar joyas a casa de Muulsh.

Stravas asintió, frotándose los miembros liberados.

—Pero confío en que ahora seamos aliados, aunque no hay botín a repartir, excepto unos cristales sin valor y otras chucherías. —Rió tristemente—. ¿No había manera de librarse de esos demonios negros sin perderlo todo?

—Para ser un hombre recién arrancado del pico de la muerte, eres muy codicioso, Stravas observó el Ratonero—, pero supongo que se debe a tu adiestramiento profesional. No, la verdad es que me alegra que los pájaros se hayan ido. Lo que más temía es que se descontrolaran..., como sin duda habría sucedido si hubiese matado a Atya. Sólo ella podía dominarlos. Es evidente que todos habríamos muerto. Fíjate en lo hinchado que está el brazo de Fafhrd.

—Quizá los pájaros traerán de nuevo el tesoro —erijo Stravas en tono esperanzado.

—No lo creo —replicó el Ratonero.

Dos noches después, Muulsh, el prestamista, que sabía algo de lo sucedido porque se lo había dicho un halconero con un brazo roto que había estado empleado para cuidar de las aves cantoras de su esposa, estaba cómodamente recostado en la cama lujosa de la habitación de su esposa. Una de sus manos rechonchas sostenía una copa de vino, y la otra la de una hermosa doncella que había sido la peluquera de su mujer.

—La verdad es que nunca la quise —dijo el prestamista, atrayendo hacia sí a la joven, que sonreía con retaco—. Pero ella solía aguijonearme y asustarme.

La muchacha separó suavemente su mano.

—Sólo quiero poner las coberturas a esas jaulas —explicó—. Los ojos de los pájaros me recuerdan los de ella.

Y se estremeció delicadamente bajo su delgada túnica.

Cuando la última ave canora quedó tapada y en silencio, ella regresó y se sentó en sus rodillas.

El miedo desapareció gradualmente de Lankhmar, pero muchas mujeres ricas siguieron llevando jaulas de plata en la cabeza, considerándolo como una moda encantadora. Poco a poco las jaulas se fueron alterando hasta quedar reducidas a suaves máscaras de redecilla de plata.

Y algún tiempo después, el Ratonero le dijo a Fafhrd:

—Hay algo que no te he dicho. Cuando Atya se arrojó al Hlal, había luna llena. Sin embargo, de algún modo la perdí de vista mientras caía, y no vi ningún chapoteo en el agua, aunque escudriñé a fondo. Entonces, al alzar la cabeza, vi el final de aquella desigual procesión de pájaros cuando cruzaban ante el disco lunar, y me parece que detrás de ellos volaba un pájaro mucho mayor, que aleteaba fuertemente.

—Y crees que... —dijo Fafhrd.

—Hombre, creo que Atya se ahogó en el Hlal —replicó el Ratonero.

El precio del alivio del dolor

Fafhrd, el corpulento bárbaro, expulsado del Yermo Frío del Mundo de Nehwon y forastero para siempre en la tierra y la ciudad de Lankhmar, la zona más notable de Nehwon, y el pequeño pero mortífero espadachín Ratonero Gris, un apátrida incluso en el despreocupado y nada burocrático Nehwon, un hombre sin país (que él supiera), eran grandes amigos y camaradas desde que se conocieron en la ciudad de Lankhmar cerca de la intersección de las calles del Oro y del Dinero, pero nunca habían compartido un hogar. Un motivo evidente era que por naturaleza, y a excepción de su compañía mutua, eran solitarios, y tales personas casi siempre carecen de hogar. Por otra parte, vivían constantes aventuras y estaban siempre caminando, explorando o huyendo de las funestas consecuencias de fechorías y errores pasados. En tercer lugar, sus primeros y únicos amores verdaderos —la Vlana de Fafhrd y la Ivrian del Ratonero— murieron cruentamente asesinadas (y fueron cruenta aunque dificultosamente vengadas) la primera noche en que los jóvenes se conocieron, y cualquier hogar sin una mujer amada es un lugar frío. En cuarto lugar, generalmente robaban todas sus posesiones, incluso sus espadas y dagas, a las que siempre llamaban «Varita Gris», «Buscacorazones», «Escalpelo» y «Garra de Gato», por muchas veces que las perdieran y las reemplazaran por otras armas robadas..., y los hogares suelen ser muy difíciles de robar. Como es natural, no cuentan las tiendas y alojamientos en posadas, cuevas, palacios en los que dan empleo a uno o donde quizás es huésped de una princesa o una reina, o incluso chamizos que uno alquila por algún tiempo, como el que alquilaron el Ratonero y Fafhrd por corto tiempo en un callejón cerca de la Plaza de las Delicias Ocultas.

No obstante, durante sus primeras caminatas y galopadas por Nehwon, en busca de sus aventuras en y alrededor de Lankhmar, en las que solían estar ausentes las mujeres, pues los recuerdos de Ivrian y Lankhmar les acosaron durante años, y tras su embrujado viaje por el Mar Exterior y su regreso, y después de sus encuentros con los siete Sacerdotes Negros y con Atya y Tyaa, y tras su segundo regreso a Lankhmar, compartieron durante breves lunas una casa y un hogar, aunque era bastante pequeña y, naturalmente, robada, y las dos mujeres que la habitaban sólo fantasmas y su ubicación —debido al talante mórbido que también ellos compartían— de lo más dudosa y de mal agüero.

Una noche que iban medio borrachos por la callejuela de la Peste y el callejón de los Huesos, tras salir de la taberna situada en la esquina de las calles del Dinero y las Rameras, llamada la «Lamprea Dorada», y se dirigían a una posada de alegre pero maligno recuerdo, la «Anguila de Plata», cuando estaban en el Camino Mortecino, a media distancia entre las calles de la Quincalla y el Carretero, atisbaron detrás de las ruinas de la casa—con sus cenizas y piedras ennegrecidas todavía sin limpiar— donde sus primeros amores Ivrian y Vlana se habían quemado hasta reducirse a cenizas blancas, tras muchos tormentos, y algunas partículas de las cuales aún podían ver bajo la lóbrega luz de la luna.

Aquella misma noche, mucho más tarde y mucho más borrachos, deambulaban hacia el norte más allá de la Calle de los Dioses hacia el barrio de los aristócratas, junto a la Muralla del Mar y al este del Palacio Arcoiris del Señor Supremo de Lankhmar, Karstak Ovartamortes. En la finca del duque Damus, el Ratonero espió a través de la valla de estacas, ahora bajo una luz lunar más brillante —allí el suave viento marino del norte hacía que el aire estuviera libre de niebla nocturna una casa de jardín escondida, de madera natural bien pulimentada, con parhilera curvilínea y vigas gruesas, de la cual se encaprichó en extremo e incluso persuadió a Fafhrd para que la admirase. La tal casa descansaba sobre seis postes cortos de cedro, que a su vez descansaban sobre roca plana. No podían hacer más que correr a la Calle de la Muralla y el Portal del pantano, alquilar a una docena de los inevitables vagos que pasaban la noche allí, dándoles una moneda de plata y bebida en abundancia a cada uno, prometiéndoles una moneda de oro y mucha más bebida para después del trabajo, conducirlos al mencionado solar de Danius, descerrajar la puerta, hacerles entrar cautelosamente, ordenarles que levantaran la casa del jardín y se la llevaran..., con la suerte providencial de que no hicieron demasiado ruido y no aparecieron guardianes ni vigilantes. De hecho, El Ratonero y Fafhrd pudieron trasegar otro jarro de vino durante la supervisión del trabajo. A continuación, las cuatro decenas de improvisados porteadores, con los ojos fuertemente vendados, orientados y espoleados por los dos amigos, trasladaron jadeantes y sudorosos la casa (esta fue la única parte difícil de la operación, y requirió las acertadas y confiadas lisonjas del Ratonero y la cordialidad desenvuelta aunque algo amenazante y exigente de Fafhrd). Bajaron hacia el sur, por la desierta calle del Carretero, y al oeste, por el callejón de los Huesos (por fortuna la casa de jardín era bastante estrecha, pues constaba de tres pequeñas habitaciones en hilera), hasta llegar a un solar vacío detrás de la «Anguila de Plata», donde Fafhrd arrojó a un lado tres bloques de piedra e hizo espacio para aposentar la casa. Luego sólo tuvieron que orientar de nuevo a los porteadores con los ojos vendados de regreso al Portal del Pantano, darles su oro y comprarles el vino —una jarra grande pareció lo más sensato para embotar 1a memoria— y correr en el alba rosada para comprarle a Braggi, el patrón de la taberna, el solar sin valor detrás de la «Anguila de Plata». Cortaron a regañadientes con el hacha de guerra de Fafhrd la parhilera y las vigas en forma de cuernos, embadurnaron con agua y cenizas el tejado y las paredes (sin pensar en que, recordando a Mana e Ivrian, esto era de mal agüero), a fin de desfigurar la casa lo mejor posible, y finalmente entraron y se tendieron en el suelo antes de mirar a su alrededor.

A la mañana siguiente, cuando despertaron, vieron que el interior de la casa era muy agradable. Las dos habitaciones de los extremos eran dormitorios con mullidas alfombras y unos murales muy eróticos que decoraban las paredes. El Ratonero se preguntó si el duque Danius compartía sus concubinas con un amigo o si él mismo iba y venía entre los dos dormitorios.

La habitación central era una sala de estar muy acogedora, con varios estantes que contenían libros estimulantes con lujosas encuadernaciones y una buena despensa de alimentos exóticos contenidos en tarros y vinos. Uno de los dormitorios tenía incluso una bañera de cobre, de la que el Ratonero se apropió en seguida, y ambas habitaciones disponían de retretes que limpiaba fácilmente desde abajo un muchacho que trabajaba para ellos a tiempo parcial y al que contrataron aquella noche en la «Anguila de Plata.

El robo tuvo un gran éxito, y los guardias lankhmarkianos provistos de corazas marrones y en general perezosos no molestaron a los dos amigos, como tampoco lo hizo el duque Danius; si éste había contratado sabuesos para que buscaran el paradero de la casa, fracasaron en su trabajo no demasiado fácil. Y durante varios días el Ratonero Gris y Fafhrd fueron felices en su nuevo domicilio, comiendo y bebiendo las exquisitas provisiones de Danius y haciendo rápidas incursiones a la «Anguila de Plata» en busca de más vino. El Ratonero tomaba dos o tres baños al día, perfumados, jabonosos, aceitosos y lentos, Fafhrd iba cada dos días al baño público de vapor más cercano y dedicaba mucho tiempo a la lectura, puliendo su ya considerable conocimiento del alto lankhmarés, el ilthmarés y el quarmalliano.

Poco a poco, el dormitorio de Fafhrd se fue haciendo cómodamente desordenado y el del Ratonero muy pulcro y ordenado... Aquello respondía simplemente a que sus verdaderas naturalezas se expresaban sin trabas.

Al cabo de unos días Fafhrd descubrió una segunda biblioteca, muy bien escondida, cuyos volúmenes sólo se ocupaban de la muerte, completamente distintos de los otros libros de temática muy erótica. Fafhrd los encontró igualmente educativos, mientras que el Ratonero Gris se entretuvo imaginando al duque Danius mientras leía unos párrafos sobre el estrangulamiento o los venenos de la jungla kleshita mientras iba y venía entre los dos dormitorios y sus dos o más muchachas.

Sin embargo, los dos compañeros no invitaban a ninguna mujer a su nuevo y encantador hogar, y quizá por una buena razón, porque alrededor de media luna después, el espectro de la esbelta Ivrian empezó a aparecerse al Ratonero y el de la alta Vlana a Fafhrd; tal vez ambos espíritus se habían alzado de su polvo mineral restante que flotaba en torno e incluso estaba adherido a las paredes exteriores. Los fantasmas de las muchachas nunca hablaban, ni siquiera emitían el más leve susurro, nunca tocaban, ni siquiera con el liviano contacto de un solo cabello. Fafhrd nunca hablaba de Mana al Ratonero, ni éste a Fafhrd de Ivrian. Las dos muchachas eran invariablemente invisibles, inaudibles, intangibles, pero, no obstante, estaban allí.

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