El Ratonero se levantó perezosamente. Tenía el jubón desabrochado hasta la cintura, y los hombros al aire.
—¡Ratonero! —le dijo Fafhrd alarmado—. ¡Hace un momento estabas envuelto en llamas!
Sin el menor sobresalto, el Ratonero bajó la vista y vio unos hilos gemelos de humo que ascendían de su pecho velludo, donde le habían oprimido los pezones de su sueño. Las hebras grises se extinguieron mientras las contemplaba. Notó el olor a pelo quemado.
Meneó la cabeza, parpadeó y se puso en pie.
—Qué extraña ocurrencia —le dijo a Fafhrd—. El sol debe de haberte deslumbrado. ¡Eh, mira eso!
Las cinco trombas se habían distanciado mucho por la proa, y las habían sustituidos dos grupos (de tres y cuatro trombas respectivamente), que adelantaron con rapidez al
Corredor Negro
desde la popa, el de cuatro bastante alejado y el de tres a una alarmante proximidad, de modo que era posible ver con claridad su estructura: columnas de agua gris que tenían casi la longitud de un barco y tres veces la altura del mástil. A lo lejos distinguieron más grupos de veloces tifones, y todavía a mayor distancia, pero también más rápido, un solo tifón gigantesco que parecía tener leguas de espesor. Los dos trasgos resplandecientes seguían avanzando ante la proa.
—Está ocurriendo algo extraño —concedió Fafhrd.
—¿Has oído hablar de una bandada de trombas marinas? —preguntó el Ratonero—, ¿O de una manada? ¿O de un cúmulo? ¡Ah, sí! ¡Una torre! ¡Una torre de trombas!
Transcurrió el día y la mitad de la noche, y su extraña situación de veloz avance hacia el este se mantuvo, sin que el
Corredor Negro
sufriera ningún desperfecto. El mar estaba liso y se movía en olas largas y bajas, rematadas por pálidas crestas de espuma. La fuerza del viento era como mínimo huracanada, pero la velocidad de la Gran Corriente Ecuatorial había aumentado e iba a la par con ella.
Arriba, casi en lo alto del mástil, la luna llena brillaba, rodeada de algunas estrellas dispersas. Su luz de Cazadora Blanca mostraba que la superficie lisa de las veloces aguas del mar estaba erizada, tanto cerca como lejos, de tifones que avanzaban en majestuosa formación, sin que ello les impidiera una celeridad fantástica, como si de algún modo se aprovecharan más de la velocidad de la corriente que el
Corredor Negro.
A la altura del mástil, a una longitud equivalente a la del barco por delante de éste, los trasgos resplandecientes volaban como banderas de encaje plateado contra la oscuridad. El silencio era casi absoluto.
—Fafhrd... —El Ratonero Gris habló en voz muy baja, como si temiera romper el hechizo espectral de la luna—. Hoy he visto claramente que Nehwon es, en efecto, una vasta burbuja que se eleva a través de las aguas de la eternidad, y en cuyo interior flotan continentes e islas.
—Sí, y esos continentes se mueven y chocan unos con otros —dijo Fafhrd también en voz baja, aunque algo áspera—. Siempre que floten, claro, cosa que dudo mucho.
—Todos se mueven de manera ordenada, con una armonía preestablecida —replicó el Ratonero—, y en cuanto a la flotabilidad, piensa en el Reino Hundido.
—Pero entonces, ¿dónde estarían el sol, la luna, las estrellas y los nueve planetas? —objetó Fafhrd—. ¿Todos mezclados en medio de la burbuja? Eso es totalmente imposible... y ridículo.
—Iba
a
referirme a las estrellas —dijo el Ratonero—. Todas ellas flotan con una armonía preestablecida todavía más estricta en el Gran Océano Ecuatorial, que, como hoy hemos visto, circula raudo alrededor de Nehwon una vez al día...; así lo demuestran sus efectos sobre las trombas, no sobre el
Corredor Negro.
¿Por qué, si no, se llamaría Mar de las Estrellas?
Fafhrd parpadeó, momentáneamente impresionado contra su voluntad. Entonces una sonrisa apareció en sus labios.
—Pero si este océano flota con las estrellas, ¿por qué no podemos verlas alrededor de nuestro barco? Explícame ese enigma, ¡oh, sabio!
El Ratonero también sonrió, con mucho aplomo. —Están dentro de las trombas —dijo—, que son grandes tubos grises de agua que apuntan hacia el cielo..., con lo cual me refiero, por supuesto, a las antípodas de Nehwon. Mira arriba, mi osado camarada, al cielo abovedado y el techo del cielo, y verás el mismo Gran Océano Ecuatorial en el que estamos flotando, sólo a medio camino alrededor de Nehwon respecto del
Corredor Negro.
Estás mirando la parte inferior, o superior, ¿qué más da?, de los tubos de esos tifones que hay allá arriba, de modo que puedes ver la estrella en el fondo de cada uno.
—También estoy mirando la luna llena —replicó Fafhrd—. ¡No intentes decirme que eso es el fondo de un tifón!
—Claro que sí —respondió suavemente el Ratonero—. Recuerda la tromba gigante como una meseta que vimos la luna pasada, y que avanzaba veloz al sur de nosotros. Ésa era la tromba lunar, por así decirlo. Y ahora, medio día después, corre hacia el cielo por ahí delante.
—¡Que me aspen si lo entiendo! —exclamó Fafhrd, pero hizo un esfuerzo por comprender—: ¿Y los habitantes de Nehwon que están al otro lado, allá arriba, ven una estrella en el fondo de cada una de esas trombas que nosotros vemos ahora?
—Claro que no —dijo el Ratonero pacientemente—. La luz del sol impide a esa gente ver sus destellos. Allá es de día, ¿comprendes? —Señaló la oscuridad cerca de la luna—. Allí arriba están en pleno mediodía, bañados por la luz del sol, que ahora se encuentra en alguna parte cerca de nosotros, pero escondido por los gruesos muros de la tromba solar, por usar un término equivalente al de tromba lunar.
—¡Es monstruoso! —exclamó Fafhrd—. Entonces si ahí arriba es de día, ¿por qué no podemos verlo desde aquí? ¿Por qué no podemos ver allá arriba las tierras de Nehwon bañadas en luz, con el brillante mar azul a su alrededor? ¡Respóndeme a eso!
—Porque hay dos clases distintas de luna —dijo el Ratonero con una tranquilidad casi celestial—. A simple vista parece una sola, pero son por completo distintas. En primer lugar, tenemos la luz directa, como la que nos llega de la luna y las estrellas allá arriba, y en segundo lugar está la luz reflejada, la cual no puede efectuar los viajes realmente largos y, por ende, no puede volver a cruzar, ni con uno solo de sus débiles rayos, el espacio central de Nehwon para llegar hasta nosotros.
—Oye, Ratonero —protestó Fafhrd en un hilo de voz, pero con gran convencimiento—, no sólo estás inventando palabras, sino que te lo estás inventando todo... a tu capricho, a medida que hablas.
—¿Inventar las leyes de la naturaleza? —inquirió el Ratonero, con cierto horror—. Eso sería peor que la peor de las blasfemias.
—Pues, ¡en nombre de todos los dioses juntos! —exclamó el norteño—, ¿cómo es posible que el sol esté en un tifón y no evapore el agua en un instante con una gran explosión? Respóndeme a eso.
—Existen determinadas cosas que el hombre no puede comprender —dijo el Ratonero en un tono casi siniestro. Entonces, cambiando rápidamente a su voz normal, añadió—: O más bien, puesto que no soy en absoluto supersticioso, existen ciertas cosas que nuestra filosofía aún no ha logrado desentrañar, una omisión que, en este caso, remediaré en seguida. Mira, hay dos clases distintas de energía, una de las cuales es puro calor y la otra la luz más pura, incapaz de hacer que hierva una sola gota de agua..., la luz directa de la que ya te he hablado, que cambia casi por completo para calentar aquello que toca, lo cual, a su vez, nos explica por qué la luz reflejada no puede efectuar el largo viaje de regreso a través de Nehwon. Ahí tienes, ¿he solventado tu duda?
—¡Ah, maldita sea! —exclamó Fafhrd débilmente. Entonces, recobrándose, siquiera fuese en un último intento desesperado, le preguntó en un tono algo sarcástico—: De acuerdo, de acuerdo, pero ¿dónde está ese sol flotante que te empeñas en invocar, envuelto en su tifón de vastas paredes inquebrantables?
—Mira ahí —dijo el Ratonero, señalando hacia el sur desde la plataforma del timón.
Al otro lado de la gris superficie del mar, plateada por la luna y surcada de veloces tifones casi en el lejano horizonte, Fafhrd vio una tromba gigantesca y solitaria, enorme como una isla, ! más alta que la más alta meseta, moviéndose hacia el este por lo menos con la misma rapidez que las restantes, y con la implacable pesadez de un monstruo del emperador de las Tierras Orientales. Al norteño se le erizó el vello en la nuca, se sintió inundado de temor y maravilla, y no dijo una sola palabra, limitándose a contemplar aquella cosa horrenda que avanzaba incesante en su inmensidad.
Poco después también empezó a sentir un profundo cansancio. Miró hacia arriba, al plateado encaje aleteante de los dos trasgos resplandecientes ante la proa, y su proximidad y constancia le consolaron, como si fueran las banderas del
Corredor Negro.
Se agachó despacio hasta quedar tendido boca abajo sobre las estrechas tablas de la cubierta, con la cabeza hacia la proa y el mentón apoyado en las manos, sin dejar de observar a los trasgos nocturnos.
—¿Sabes que a veces grupos de estrellas parpadean misteriosamente en las noches más claras de Nehwon? —le preguntó el Ratonero, meditabundo.
—Sí, eso es cierto —convino Fafhrd, algo soñoliento.
—Sin duda se debe a que los tubos de sus tifones están lo bastante doblados, tal vez a causa de un fuerte vendaval, para ocultar su luz e impedir que se difunda en el exterior.
—Si tú lo dices... —musitó Fafhrd.
Tras una pausa considerable, el Ratonero le preguntó en el mismo tono:
—¿Acaso sería aventurado pensar que en el interior de cada tifón gris oscuro que rodea al principal arde, sin producir calor alguno, una joya con la luz diamantina más pura y cegadora?
Fafhrd produjo un ruido que tal vez fuese un fuerte suspiro de asentimiento.
Al cabo de otra larga pausa, el Ratonero, como si estuviera atando cabos sueltos, dijo reflexivamente:
—Ahora es fácil ver que las trombas, pequeñas y grandes, deben de ser tubos, ¿no es cierto? Pues si fueran masas de agua, succionarían los océanos hasta dejarlos secos y llenarían los cielos con las nubes más espesas, qué digo, ¡con el mar! ¿Me comprendes?
Pero Fafhrd se había dormido. Soñó que se daba la vuelta, quedando boca arriba, y uno de los trasgos resplandecientes se separaba de su hermana y descendía revoloteando hasta cernerse sobre él: una forma larga y esbelta, de cabello negro y cutis pálido como la luna, vestida de fino encaje negro entreverado de plata, que realzaba de manera embrujadora su desnudez. Le miraba tierna pero apreciativamente, con ojos que habrían sido violeta de haber habido más luz. El norteño le sonrió. Ella meneó la cabeza, adoptó una expresión grave y se tendió con suavidad encima de él; sus dedos espectrales intentaron desabrochar la gran hebilla de bronce del pesado cinturón de Fafhrd, mientras una larga mejilla, fría como la noche, se apretaba contra la encendida cara del héroe y le susurraba tenue pero claramente al oído, cada palabra un símbolo trazado con la tinta más negra sobre papel blanco como la luna:
—Regresa, regresa, mi hombre querido, al Reino de las Sombras y a la Muerte, pues ésa es la única manera de seguir con vida. Confía sólo en la luna. Sospecha de todas las profecías excepto la mía. Pilota ahora hacia el norte, sí, pon un firme rumbo al norte, siempre al norte.
En su sueño Fafhrd replicó:
—No puedo poner rumbo al norte, ya lo he intentado. Ámame, mi adorable criatura.
Y ella le respondió con voz ronca:
—Puede que eso suceda, amor mío. Busca a la Muerte para escapar de ella. Sospecha de todas las llamas juveniles y escarlatas, protégete del sol y confía en la luna. Aguarda cierta señal suya.
En aquel momento Fafhrd despertó de su sueño y, al tiempo que oía los agudos gritos del Ratonero, tuvo un efímero atisbo de un rostro estrecho, hermoso, de expresión melancólica, de un azul violáceo y con ojos como agujeros negros, remate de una figura espectral, nebulosa, que retrocedió rauda como el pensamiento entre un batir de negras alas.
Entonces el Ratonero le sacudió cogiéndole de los hombros mientras gritaba:
—¡Despierta, despierta! ¡Habíame, amigo!
Fafhrd se frotó el rostro con el dorso de la mano y musitó:
—¿Qué ocurre?
Agachado a su lado, el Ratonero se lo explicó rápidamente, con la voz entrecortada.
—Los trasgos resplandecientes se han agitado y han vuelto a revolotear alrededor del mástil como fuegos de san Telmo. Uno de ellos me rodeó zumbando como una avispa, y cuando me lo quité de encima, vi que el otro se extendía sobre ti, cubriéndote de los pies a la cintura y luego a la cabeza. Te pusiste de un color blanco plateado, tan blanco como la muerte, y el fuego de san Telmo se convirtió en tu mortaja reluciente. Temí grandemente por ti y lo ahuyenté.
Los ojos empañados de Fafhrd se aclararon un poco mientras el Ratonero hablaba, y cuando éste terminó, el norteño asintió y comentó con sagacidad:
—Tienes razón. Me habló mucho de la muerte y al final se parecía a ella, pobre sibila.
—¿Quién te habló? —inquirió el Ratonero—. ¿Qué sibila?
—Ese reluciente trasgo femenino, por supuesto. Ya sabes a qué me refiero.
Fafhrd se levantó y el cinturón empezó a deslizársele. Contempló la hebilla desabrochada, un tanto perplejo, y se apresuró a abrocharla.
—No sé de qué me estás hablando, Fafhrd —dijo el Ratonero con expresión sombría—. ¿A qué muchacha te refieres? ¿Es que ves espejismos? ¿La falta de ejercicio erótico te ha ablandado el juicio? ¿Te has vuelto lunático?
Entonces Fafhrd tuvo que hablar a su amigo en el tono más serio y convincente para hacerle admitir que él, el Ratonero, sospechaba desde hacía días que los trasgos resplandecientes eran muchachas, aunque con un importante ingrediente sobrenatural, en la medida en que cualquier clase de ingrediente pueda afectar a la feminidad esencial de uno de tales seres, que no es mucha.
Pero por fin el Ratonero lo admitió, aunque su mente no veía las cosas con la nitidez de la Fafhrd, recién salida del sueño, y tendía a seguir divagando sobre su cosmos burbujeante. No obstante, tanto le acució Fafhrd que acabó confesando su encuentro con la brillante muchacha roja como el sol y de ojos bermellón del mediodía anterior, cuando pareció que estaba envuelto en llamas, y ante la insistencia de Fafhrd recordó las palabras exactas que le había dicho en su sueño.
—Tu chica roja habló de la Vida y de que debíamos dirigirnos al sur, hacia la inmortalidad y el paraíso —resumió pensativamente Fafhrd—, mientras que mi amada morena se refirió a la Muerte y a la conveniencia de regresar al norte, hacia el Reino de las Sombras, Lankhmar y el Yermo Frío. —Entonces, con una excitación creciente, asombrado de su propia deducción, añadió—: ¡Lo veo todo claro, Ratonero! Hay dos pares distintos de trasgos femeninos resplandecientes! Las diurnas, con las que tú has hablado, son hijas del sol y mensajeros de la fabulosa Tierra de los Dioses en el Polo de la Vida de Nehwon, mientras que las nocturnas, que las sustituyen desde que anochece hasta el alba, son secuaces de la luna, hijas de la Cazadora Blanca, fieles al Reino de las Sombras, que se extiende al otro lado del mundo, a partir del Polo de la Vida.