—Son ellos, desde luego... ¡Esos altivos bastardos! —gruñó Kos, sudando bajo sus pieles..., pues el clima en la Tierra de los Dioses es paradisíaco.
—¡Esos ingratos no me han visitado desde hace años! —exclamó Issek, alzando su delicada barbilla—. Si dependiéramos de su culto estaríamos muertos. Menos mal que tenemos a los demás fíeles. Pero ellos no lo saben..., son unos desalmados.
—Ni siquiera han tomado nuestros nombres en vano —dijo Mog—. Creo, caballeros, que es hora de que sufran la desaprobación divina. ¿De acuerdo?
Entretanto, al hablar en privado de Frix e Hisvet, el Ratonero y Fafhrd habían despertado en sí mismos ciertos deseos perentorios que no modificaban demasiado su talante de complaciente nostalgia.
—¿Qué te parece, Ratonero? —dijo Fafhrd en tono meditativo—. ¿Deberíamos ir en busca de diversión? La noche es joven.
Su cámara da replicó con grandilocuencia:
—Sólo tenemos que movernos un poco, para demostrar nuestro interés, y la diversión vendrá a buscarnos. Hemos amado a tantas mujeres y son tantas las que nos han jurado adoración eterna, que sin duda tropezaremos con un par de ellas, o quizá dos pares. Cogerán al vuelo nuestros pensamientos y vendrán corriendo. Pescaremos muchachas... ¡y nosotros mismos seremos el cebo!
—Entonces, pongámonos en marcha —le apremió Fafhrd, y, apurando su bebida, se puso en pie, tambaleante.
—¡Ah, esos perros libidinosos! —gruñó Kos, sacudiendo la cabeza para eliminar el sudor, pues la Tierra de los Dioses posee un clima suave (y está muy poblada)—. Pero ¿cómo castigarlos?
Con una sonrisa sesgada, debida a la estructura de su mandíbula, parcialmente aracnoide, Mog dijo:
—Parecen haber elegido su castigo.
—¡La tortura de la esperanza! —terció Issek con entusiasmo—. Podemos concederles sus deseos...
—...y luego dejar el resto a las chicas —concluyó Mog.
—No se puede confiar en las mujeres —objetó Kos sombríamente.
—Al contrario, mi querido amigo —dijo Mog—, cuando un dios está en buena forma, puede confiar plenamente en que sus fieles, hombres y mujeres por igual, hagan todo el trabajo. ¡Y ahora, caballeros, pongamos en funcionamiento nuestras molleras!
Kos se rascó vigorosamente la
cabeza.,
cubierta de espesas greñas, desalojando a uno o dos piojos.
Por capricho, y quizá para poner algunos obstáculos entre ellos y las muchachas que presumiblemente ahora se precipitaban a su encuentro, Fafhrd y el Ratonero Gris salieron de La Anguila de Plata por la puerta de la cocina, algo que jamás habían hecho en todos los años que llevaban frecuentando el local.
La puerta era baja y estaba atrancada con pesados cerrojos, y ni siquiera se movía una vez descorridos éstos. El nuevo cocinero, que era sordomudo, interrumpió su tarea de rellenar un estómago de ternero y se acercó a los dos amigos haciendo ruidos guturales y agitando los brazos, a modo de protesta o advertencia, pero el Ratonero le puso dos agols de bronce en la grasienta palma, mientras Fafhrd abría la puerta de una patada. Se dispusieron a penetrar en el lúgubre solar cubierto por los escombros erosionados de la casa donde el Ratonero había vivido con Ivrian (y en cuyo incendio pereció junto con Vlana, la de Fafhrd), así como por las cenizas del pabellón de madera del loco duque de Danius, que en cierta ocasión asaltaron y ocuparon durante cierto tiempo, el tétrico y aciago solar en el que nadie había construido ningún edificio desde entonces.
Pero cuando cruzaron la pequeña puerta agachando las cabezas, descubrieron que allí habían levantado cierta clase de construcción (o de lo contrario siempre habían subestimado considerablemente la profundidad de La Anguila de Oro), pues en vez de un terreno vacío con el cielo por techo, se vieron en un corredor iluminado por antorchas sostenidas por manos de bronce a lo largo de cada muro.
Avanzaron impávidos, pasando ante dos puertas cerradas.
—Así es la ciudad de Lankhmar —observó el Ratonero—. Vuelves la espalda y han levantado un nuevo templo secreto.
—Pero hay buena ventilación —comentó Fafhrd, al notar la ausencia de humo.
Siguieron andando por el corredor, doblaron una esquina... y se detuvieron en seco. La cámara de pisos a desnivel que se abría ante ellos tenía unas características sorprendentes. La mitad hundida tenía el techo muy bajo, y por lo demás daba la impresión de ser muy subterránea, como si el suelo no estuviera ocho falanges de dedo más hundido que la sección levantada, sino ochenta varas. Su mobiliario era una cama con una colcha de seda violeta. Un grueso cordón de seda amarilla colgaba a través de un agujero en el bajo techo.
La cámara levantada parecía la galería o el almenaje de una torre que se
alzara
muy por encima de la niebla de Lankhmar, pues las estrellas eran visibles en la oscuridad del fondo y del techo.
En la cama, con la rubia plateada
cabeza a
los pies de la misma, la esbelta Hisvet estaba tendida boca abajo, pero incorporada a medias sobre los brazos. Su túnica de fina seda, amarilla como la luz del desierto, se tensaba sobre los senos, pequeños y altos, pero caía libremente desde los pezones, dejando sin respuesta el interrogante de si había otros tres pares dispuestos simétricamente debajo.
Contra el cielo estrellado (o su imitación), Frix permanecía en pie, el cabello negro trenzado con hilo de cobre pulido, espléndidamente alta y ligera de pies (aunque inmóvil), enfundada en su túnica de seda violeta como el crepúsculo del desierto antes del alba.
Fafhrd estaba a punto de decir: «Hombre, precisamente estábamos hablando de vosotras», y el Ratonero se disponía a pisarle el empeine por ser tan cándido, cuando Hisvet le gritó a este último:
—¡Tú de nuevo, inmoderado espadachín! Te dije que ni siquiera pensaras en otra cita conmigo por espacio de dos años.
—¡Animal! —le espetó Frix a Fafhrd—. Te dije que sólo en raras ocasiones jugaba con un miembro de las clases inferiores.
Hisvet tiró fuertemente del cordón de seda. Una pesada puerta cayó de arriba, pasó rozando las caras de los dos hombres y su borde se estrelló estrepitosamente en el umbral.
Fafhrd se llevó un dedo a la nariz.
—Creí que la puerta me había cortado la punta —dijo tristemente— No ha sido una recepción muy cariñosa que digamos.
—Me alegro de que nos hayan rechazado —repuso en tono animoso el Ratonero—. La verdad es que habría sido demasiado pronto y un verdadero aburrimiento. ¡Sigamos con la búsqueda de mujeres!
Regresaron por entre las llamas silentes sostenidas por manos de bronce hasta la segunda de las dos puertas cerradas. Nada más tocarla, se abrió para revelar otra cámara dual, donde estaban sus amores Reetha y Kreeshkra, a las que pocos meses antes habían estado buscando cerca del Mar de los Monstruos, hasta que se vieron atrapados en el Reino de las Sombras, de donde escaparon por los pelos y regresaron a Lankhmar. A la izquierda, sobre un canapé de madera oscura exquisitamente pulimentada, estaba recostada Reetha, desnuda bajo una tenue luz. Su desnudez era extrema, en efecto, pues, como observó el Ratonero, había mantenido el hábito, inculcado cuando era la esclava de un caprichoso Señor Supremo, de depilarse con regularidad, incluso las pestañas. Su cabeza, totalmente calva, que mantenía erguida con petulancia, tenía una forma perfecta, y el Ratonero sintió una dulce acometida de deseo. Arrullaba contra su tierno pecho a un animal muy flaco y de aspecto tranquilo, y el Ratonero reparó de pronto en que era un gato, sin más pelo que los largos bigotes que brotaban de su máscara.
A la derecha, en una negra noche iluminada por las trémulas llamas de una fogata y sobre una suave orilla pizarrosa que Fafhrd, por las grandes serpientes con barba blanca que descansaban en ella, reconoció como el Mar de los Monstruos, estaba sentada su amada Kreeshkra, más desnuda incluso que Reetha. Su estampa habría podido ser inquietante para algunos, pues no era más que un esqueleto de elegancia aristocrática, pero las llamas junto a las que se hallaba arrancaban destellos azul oscuro de las suaves curvas de carne transparente que cubrían sus distinguidos huesos.
—¿Por qué has venido, Ratonero? —le preguntó Reetha en tono de reproche—. Aquí, en Eevamarensee, soy feliz, pues todos los hombres son lampiños por naturaleza, así como nuestros animales domésticos y como lo soy yo gracias a mi diligencia cotidiana. Aún te quiero con pasión, pero no podemos vivir juntos, y no debemos volver a vernos. Este es el lugar al que pertenezco.
De la misma manera, la intrépida Kreeshkra desafió a Fafhrd diciéndole:
—¡Largo de aquí, hombre de barro! Te quise en otro tiempo, pero ahora vuelvo a ser un espectro. Tal vez en el futuro... Pero ahora, ¡vete!
Fue una suerte para los dos amigos que no. hubieran cruzado el umbral, pues tras estas palabras la puerta también se cerró en sus narices, y esta vez quedó inmovilizada. Fafhrd se abstuvo de darle un puntapié.
—¿Sabes, Ratonero? —dijo pensativamente—. Nos hemos enamorado de mujeres extrañas en nuestra época..., pero siempre muy interesantes —se apresuró a añadir.
—Vamos, vamos —replicó el Ratonero ásperamente— Hay otros peces en el mar.
La puerta restante también se abrió con facilidad, aunque Fafhrd la empujó con cierta cautela. Sin embargo, esta vez no apareció ante ellos nada sorprendente, sino que se encontraron en un corredor largo y oscuro, sin ningún mobiliario ni rastro de seres humanos, con una segunda puerta en el otro extremo. Su único rasgo novedoso era que la pared de la derecha tenía un brillo verde. Prosiguieron su camino con renovada confianza. Al cabo de unos pasos se dieron cuenta de que la pared brillante era de grueso vidrio y represaba un agua verde y algo turbia. Mientras miraban, sin dejar de caminar, aparecieron ante su vista, con perezosas ondulaciones, dos hermosas sirenas, una con larga cabellera dorada que flotaba tras ella, y un atuendo, a modo de funda, de red dorada de anchas mallas, la otra con el pelo corto y moreno, dividido por una cresta de plata estriada. Los dos amigos se acercaron lo suficiente para poder ver las agallas, de lenta pulsación, que tenían en el cuello, donde se mezclaban con sus hombros en declive, ligeramente escamosos, y más abajo esos órganos discretos que contradicen el argumento, sujeto a tantas rudas chanzas, de que un hombre es incapaz de gozar con plenitud de una mujer no bifurcada (si bien cualquier pareja de serpientes haciendo el amor demuestra lo contrario). Nadaron acercándose todavía más, sus ojos soñadores ahora muy abiertos, mirándoles, y el Ratonero y Fafhrd reconocieron a las dos reinas del mar a las que abrazaran algunos años atrás, cuando buceaban en las profundidades tras haberse lanzado desde el balandro
Tesorero Negro.
Lo que sus grandes y apagados ojos veían no complació, evidentemente, a las sirenas, pues hicieron muecas y, agitando sus largas colas provistas de aletas, se retiraron de la pared de vidrio a través del agua verdosa, cuya turbiedad aumentaba con la rapidez de sus movimientos, hasta que se perdieron de vista.
Fafhrd, con las cejas enarcadas, se volvió hacia su compañero y le preguntó:
—¿Has mencionado otros peces en el mar?
El Ratonero no respondió, y siguió adelante con el ceño fruncido. Pisándole los talones, Fafhrd reflexionó, perplejo:
—Dijiste que podía tratarse de un templo secreto, amigo mío. Pero en ese caso, ¿dónde están los guardianes, sacerdotes y fieles, aparte de nosotros?
—Es más bien un museo... con escenas de la vida pasada —respondió fríamente su compañero por encima del hombro—. Y un piscesio o piscatorio.
—También he estado pensando —prosiguió Fafhrd, acelerando sus pasos— que hemos recorrido un espacio excesivo, teniendo en cuenta que nos hallamos en el solar situado detrás de La Anguila de Plata. ¿Qué han construido aquí... o allí?
El Ratonero cruzó la puerta del extremo, seguido de cerca por Fafhrd.
En la Tierra de los Dioses, Kos gruñó:
—Esos bribones se lo están tomando con demasiada tranquilidad. ¡Ah, mal rayo les parta!
—No temas, amigo mío —se apresuró a decir Mog— Están huyendo, y la tranquilidad que muestran es pura apariencia. Les cansaremos poco a poco hasta que nos pidan misericordia arrastrándose de rodillas. Así nuestro placer será mayor.
—Callaos los dos —ordenó bruscamente Issek, agitando sus muñecas dobladas—. ¡Estoy consiguiendo otro par de muchachas!
Por estas y otras rápidas gesticulaciones y amonestaciones, así como por sus expresiones arrobadas pero tensas, resultaba obvio que los tres dioses sentados en un círculo cerrado estaban ocupados en algo interesante. Otras divinidades que les rodeaban, grandes y pequeñas, barrocas y clásicas, ruidosas y hermosas, se deslizaban hasta ellos para observar y hacer comentarios. La Tierra de los Dioses está, en efecto, muy poblada, debido a la perversa sed de variedad que tiene el ser humano. Corren rumores, entre los dioses hacinados, de que existen (¡ojalá no sea cierto!) otros dioses superiores, tal vez invisibles, que disfrutan de más espacio, de otro (¡pobres de nosotros!) nivel superior y que incluso (¡abismal diabolismo!) oyen los pensamientos, pero nada de esto es seguro.
Issek gritó, entusiasmado:
—¡Bien, el escenario está preparado! Ahora, a buscar a la próxima pareja que les tome el pelo. Kos y Mog, ayudadme. Haced la parte que os corresponde.
El Ratonero Gris y Fafhrd tuvieron la sensación de que habían sido transportados al reino de Quarmall, donde habían vivido una de sus aventuras más fantásticas, pues la siguiente cámara parecía una caverna abierta en la roca, a la que habían dado forma cincelándola laboriosamente. Detrás de una mesa llena de pergaminos y documentos enrollados, tinteros y plumas de ave, se sentaban dos desvergonzadas y seductoras esclavas a las que ellos habían rescatado de la monotonía y las torturas del mundo de las cavernas: la esbelta Ivivis, flexible como una serpiente, y la agradablemente rolliza Friska, ligera de pies. Los dos hombres se sintieron aliviados y alegres, como si hubieran llegado a su casa, donde les aguardaban seres familiares y amados.
Entonces vieron que la habitación tenía ventanas, por las que de repente penetró la luz, como si hubieran apartado una nube, y no era de roca sólida sino de piedra ensamblada, mientras que las muchachas no llevaban el parco atuendo de las esclavas sino ricas y pudorosas túnicas, y sus rostros expresaban seriedad y confianza en sí mismas.