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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y magia helada (2 page)

BOOK: Espadas y magia helada
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No obstante, a todo peón, sin excepción alguna, hay que alzarlo finalmente del tablero y arrojarlo a una caja en el curso de la partida más importante de todas, aunque haya llegado al rango más alto y se haya convertido en rey o reina. Eso se recordó la Muerte, sabedora de que ella misma tendría que morir algún día, y se entregó a esa tarea intuitivamente creativa con más rapidez de la que jamás alcanzarán en su vuelo una flecha, un cohete o una estrella fugaz.

Tras echar una brevísima ojeada al sudoeste, hacia la vasta ciudad de Lankhmar, rosada por la luz del alba, para asegurarse de que Fafhrd y el Ratonero seguían ocupando una destartalada buhardilla en lo alto de una posada frecuentada por los mercaderes—más pobres y encarada a la calle del Muro, cerca de la Puerta de la Marisma, la Muerte miró atrás, al matadero del difunto Lithquil. En sus improvisaciones tenía la costumbre de utilizar los materiales más o mano, como hace todo buen artista.

Lithquil se estaba desplomando y la esclava gritaba. El más poderoso de los guerreros, su ancho rostro contorsionado por una furia combativa que no se desvanecería hasta que la forzara el agotamiento, acababa de cortar la
cabeza,
de carne invisible y huesos rosados del asesino de Lithquil, y de la manera más injusta, e incluso estúpida, aunque la mayoría de los sistemas destructivos de la Muerte externamente parecen funcionar de ese modo, una decena de flechas volaban desde la galería hacia el vengador de Lithquil.

La Muerte hizo actuar su magia y el guerrero desapareció. Las diez flechas atravesaron el aire, pero para entonces la Muerte, siguiendo de nuevo su práctica de economizar los materiales, miraba otra vez hacia Horborixen y veía una celda bastante grande iluminada por ventanas altas con barrotes, en medio del harén del Rey de Reyes. Curiosamente, la celda contenía un pequeño horno, una tinaja con agua para templar, dos yunques, varios martillos y muchas otras herramientas para trabajar metales, así como una pequeña cantidad de éstos tanto preciosos como corrientes.

En el centro de la celda, contemplándose en un espejo de plata bruñida, había una muchacha de esbeltez deliciosa, no mayor de dieciséis años y sin más atavío que cuatro adornos de filigrana de plata. Sus ojos eran almendrados, de mirada aguzada como una aguja, y ahora reflejaban también su furor como el del guerrero. Estaba desnuda, en efecto, en el grado más extremo, pues, con excepción de las pestañas, le habían afeitado todo el pelo del cuerpo, sustituyéndolo por finos tatuajes de color verde y azul.

Eesafem llevaba siete lunas en confinamiento solitario, por haber mutilado, en el curso de una pelea, las caras de las concubinas favoritas del rey, unas gemelas de Ilthmart. En realidad, al Rey de Reyes no le había disgustado en absoluto que lo hiciera. A decir verdad, las mutilaciones faciales de sus queridas especiales aumentaban ligeramente su atractivo, cosa que convenía a su hastiado apetito. Pero aun así, era preciso mantener la disciplina del harén, y de ahí el confinamiento solitario de Eesafem, la pérdida de todo su pelo —arrancado minuciosamente hebra tras hebra— y el tatuaje.

El Rey de Reyes era un hombre ahorrativo y, al contrario que muchos monarcas, esperaba que todas sus esposas y concubinas realizaran un trabajo útil, en vez de estar siempre repantigadas, bañándose, chismorreando y peleándose. Por ello, como era un trabajo para el que estaba muy bien adiestrada y del que podía extraer mayor provecho, a Eesafem la habían autorizado a tener su forja y sus metales.

Pero a pesar de que trabajaba con regularidad y había producido numerosos objetos de indudable belleza e ingenio, las doce lunas pasadas en el harén, siete de ellas en una celda solitaria, habían desquiciado la mente de la muchacha, a lo cual también había contribuido el hecho mortificante de que el Rey de Reyes aún no la había visitado ni una sola vez, con fines amorosos o de cualquier otra clase, a pesar de los preciosos objetos de metal que había forjado para él. Tampoco la había visitado ningún otro hombre, excepto los eunucos que la instruían en las artes eróticas..., mientras ella permanecía bien atada, pues de lo contrario se habría lanzado contra sus caras gordas y fofas como una gata salvaje, e incluso atada les escupía siempre que tenía ocasión..., y con aire condescendiente le daban detallados consejos sobre su trabajo con los metales, consejos a los que ella hacía caso omiso con tanta altivez como ignoraba las demás cosas que le decían con sus voces aflautadas.

No sólo no seguía sus indicaciones, sino que su creatividad, estimulada ahora por unos celos demenciales, así como por desgarradores anhelos de libertad, había dado un giro nuevo y secreto.

Contempló, reflejadas en el espejo de plata, las cuatro piezas que adornaban su cuerpo delgado pero fuerte y flexible. Eran dos cazoletas para los senos y dos grebas para las espinillas, confeccionadas principalmente en delicada filigrana de plata, que armonizaban a la perfección con su tatuaje verde y azul.

Su mirada en el espejo se deslizó por encima del hombro, más allá de la calva
cabeza
con el minucioso y fantástico tatuaje, y se posó en una jaula de plata que contenía un loro verde y azul, de ojos tan glaciales y malévolos como los suyos, recordatorio perpetuo de su propia prisión.

La única curiosidad de los adornos afiligranados era que las cazoletas para los senos, proyectadas hacia afuera sobre los pezones, terminaban en cortas púas, mientras que las grebas presentaban, a la altura de las rodillas, unos rombos verticales de ébano, del tamaño de un pulgar de hombre.

Estos elementos decorativos no saltaban a la vista en seguida. Las púas estaban pintadas de un color azul verdoso, como para armonizar con el tatuaje.

Así pues, Eesafem se contempló con una sonrisa taimada y aprobadora, al tiempo que la Muerte la miraba con una sonrisa más taimada todavía y más fríamente aprobadora que la de cualquier eunuco. En un abrir y cerrar de ojos, la muchacha desapareció de la celda, y antes de que el loro verdeazulado pudiera emitir un graznido de sorpresa, los ojos y oídos de la Muerte también estaban en otra parte.

Solamente quedaban siete latidos del corazón.

Es posible que en el mundo de Nehwon existan dioses a los que ni siquiera la Muerte conoce y que de vez en cuando se complacen en poner obstáculos en su camino, o tal vez la Casualidad tenga un poder casi tan grande como la Necesidad. En cualquier caso, en la mañana a que nos referimos, Fafhrd el norteño, que tenía la costumbre de dormitar hasta el mediodía, se despertó con los primeros rayos de plata deslustrada, empuñó su querida espada
Vara Gris,
desnuda como él, y, con la mirada turbia, recorrió la escasa distancia entre su camastro y el tejado al que daba la ventana de la buhardilla, donde practicó toda clase de fintas y estocadas, pisoteando el suelo ruidosamente en sus avances y lanzando de vez en cuando gritos de guerra, sin pensar en los fatigados mercaderes que dormían debajo y que despertaban gruñendo, maldiciendo o temblando de miedo. Al principio, el frío del amanecer y la viscosa neblina del Gran Pantano Salado le provocaron escalofríos, pero pronto el ejercicio le hizo sudar, mientras sus estocadas y paradas, rutinarias al principio, alcanzaban la velocidad del rayo y una precisión absoluta.

Con excepción del ruido que hacía Fafhrd, la mañana era tranquila en Lankhmar. Las campanas aún no habían empezado a repicar, ni los solemnes gongs a señalar el paso del gentil Señor Supremo de la ciudad, ni se conocía la noticia de que sus diecisiete gatos habían sido atrapados con redes y llevados a la Gran Prisión, donde, en jaulas separadas, esperaban su juicio.

Ese mismo día el Ratonero Gris había permanecido en vela hasta el alba, que normalmente le encontraba dormido, siquiera fuese desde una hora antes. Se hallaba acurrucado en un rincón de la buhardilla, sobre un montón de cojines detrás de una mesa baja, arrebujado en un manto de lana gris y con la barbilla apoyada en la mano. De vez en cuando se llevaba una copa de vino amargo a la boca, hacía una mueca y se entregaba a pensamientos todavía más amargos, principalmente acerca del mal y de la gente indigna de confianza que había conocido a lo largo de una vida tortuosa como un laberinto. Hizo caso omiso de la salida de Fafhrd y oídos sordos a sus ruidosas cabriolas, pero cuanto más cortejaba al sueño, tanto más éste le esquivaba.

El guerrero de boca espumeante y ojos inyectados en sangre se materializó ante Fafhrd en el momento en que el norteño se ponía en guardia de tercera baja, la mano armada extendida, hacia abajo y un poco a la derecha, la espada ladeada hacia arriba. Quedó pasmado por la aparición, la cual, exenta de las rigideces de la cordura, dirigió de inmediato al cuello desnudo del norteño un gran tajo con su cimitarra de filo serrado, parecida a una hilera de dagas cortas y de hoja ancha, forjadas una al lado de otra y recién mojadas en sangre, por lo que sólo un puro automatismo hizo que Fafhrd cambiara de guardia, pasando a una cuarta bien afianzada que desvió la espada del guerrero, la cual silbó por encima de la cabeza de Fafhrd, con el sonido de una vara de acero arrastrada con mucha rapidez a lo largo de una verja de puntiagudas estacas de acero, a medida que cada diente, afilado como una navaja, se encontraba a su vez con la hoja del norteño.

Entonces la razón intervino en el juego y, antes de que el guerrero pudiera devolver un golpe de revés, la punta de
Vara Gris
trazó un limpio y rápido círculo en sentido contrario al de las agujas del reloj, ascendió con tremenda potencia y
alcanzó
la muñeca del guerrero, con tal ímpetu que mano y espada salieron volando. Fafhrd sabía que era mucho mejor desarmar, con mano incluida, a un contrario tan feroz antes de atravesarle el corazón, cosa que procedió a hacer ahora.

Entretanto, el Ratonero quedaba también pasmado ante la abrupta y totalmente ilógica aparición de Eesafem en el centro de la buhardilla. Era como si uno de sus sueños eróticos más vividos se hubiese realizado de repente. Sólo podía mirarla aturdido mientras la muchacha
avanzaba
sonriente hacia él, doblaba un poco las rodillas, para que sus rostros quedaran nivelados, y apretaba los brazos contra los costados, de modo que la tira afiligranada que sostenía las cazoletas de los senos se comprimió. Sus verdes ojos almendrados tenían un brillo siniestro.

Lo que salvó al Ratonero fue la antipatía que siempre le había inspirado ver que algo agudo le apuntaba, ya fuera una aguja diminuta, ya las púas juguetonamente amenazantes en unas exquisitas cazoletas de plata, que sin duda cubrían unos senos no menos exquisitos. Se arrojó a un lado en el mismo momento en que, con simultáneos chasquidos, unos muelles pequeños pero potentes soltaban las púas envenenadas como si fuesen proyectiles de ballesta, clavándose en la pared en la que él había estado apoyado hasta un momento antes.

En un instante se puso en pie y se abalanzó contra la muchacha. Ahora bien, la razón, o quizá la intuición, le indicó la importancia que encerraba el movimiento de la joven hacia los dos rombos negros en lo alto de sus grebas de plata. Asiéndola, logró llegar a los rombos antes que ella, extrajo los estiletes gemelos de mango negro y los arrojó más allá del revuelto camastro de Fafhrd.

A continuación, entrelazando las piernas con las de la muchacha, a fin de que no pudiera darle un rodillazo en la entrepierna, le inmovilizó la
cabeza
sujetándosela con el brazo doblado. Ella intentó morderle y escupirle, y el Ratonero le agarró una oreja, tras tratar en vano de cogerle el pelo, dominándola finalmente al aferrar con su mano derecha las dos manos frenéticas, provistas de uñas afiladas. Entonces, por etapas graduales y no innecesariamente brutales, procedió a violarla. Cuando se le acabó la saliva, la muchacha se serenó. Tenía los senos muy pequeños pero doblemente deliciosos.

Fafhrd regresó del tejado sin haber salido todavía de su asombro, y éste alcanzó nuevas cimas a causa de la escena que tenía ante los ojos. ¿Cómo diablos se las había ingeniado el Ratonero para traer a aquella encantadora criatura sin que él se diera cuenta? Claro que no era asunto suyo.

—Discúlpame y continúa, por favor —le dijo; luego cerró la puerta tras de sí y abordó el problema de deshacerse del cadáver.

No le resultó en absoluto difícil: alzó el cuerpo del guerrero y lo arrojó desde una altura de cuatro pisos al gran montón de basura que casi bloqueaba el callejón de los Espectros. Después recogió la cimitarra de filo serrado, separó la mano que todavía la empuñaba, y la tiró tras su dueño. Mirando cejijunto el arma ensangrentada, que pretendía quedarse como recuerdo, se preguntó inútilmente de quién sería aquella sangre.

(Librarse de Eesafem no era un problema que pudiera resolverse de un modo tan fácil e instantáneo. Baste decir que la muchacha perdió gradualmente gran parte de su
fiereza, y
algo de su odio a la humanidad, aprendió a hablar con fluidez el lankhmarés y acabó dirigiendo, muy feliz y contenta, una pequeña forja en la plazuela del Cobre, detrás de la calle de la Plata, donde hacía hermosas joyas y vendía a escondidas diversas curiosidades, como los mejores anillos provistos de dientecillos venenosos de todo Nehwon.)

Entretanto, la Muerte, para la que el tiempo se mueve de un modo algo diferente que para los hombres, reconocía que sólo le quedaban dos latidos del corazón para completar su cuota de vidas arrebatadas.

A la levísima emoción que experimentó al ver que sus dos héroes elegidos frustraban sus brillantes improvisaciones, y al pensar que tal vez existieran en el universo poderes que ella desconocía y que eran incluso más sutiles que el suyo, sucedió una mueca de disgusto al darse cuenta de que no le quedaba tiempo para practicar su arte de una manera indirecta y debía intervenir personalmente en el asunto, puesto que el
deus ex machina
siempre le había parecido el artificio más débil de la ficción o de la vida.

¿Debía poner fin con su propia mano a las vidas de Fafhrd y el Ratonero? No, en cierto modo habían sido más listos que ella, lo cual, en toda justicia (si tal cosa existía), debería concederles un período de inmunidad. Además, si lo hiciera ahora, casi olería a cólera, o incluso a resentimiento. Y a su manera, y a pesar de sus engaños ocasionales y casi inevitables, la Muerte era una deportista.

Con un suspiro de lo más leve aunque expresaba una profunda fatiga, la Muerte se presentó mágicamente en la sala de la guardia real del Gran Palacio Dorado de Horborixen, donde de dos estocadas rápidas como el rayo, y de efecto piadosamente casi instantáneo, acabó con las vidas de dos nobles e intachables héroes a los que apenas había vislumbrado allí con anterioridad, pero que habían quedado grabados en su ilimitada e infalible memoria, dos hermanos que habían jurado el celibato perpetuo, así como el rescate de por lo menos una damisela en peligro cada luna. Así quedaron liberados de tan difícil destino, y la Muerte regresó para meditar tristemente, en el trono bajo de su modesto castillo en el Reino de las Sombras, y aguardar su próxima misión.

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