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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y magia helada

BOOK: Espadas y magia helada
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Nuestros héroes perseguían a dos hermosas muchachas y se encontraron embarcados en una búsqueda que les llevó a los más lejanos confines de Netwon..., y al encuentro de todo tipo de dioses y guerreros. Khahkht, el nigromante con forma de araña, y mortíferas hordas de bárbaros saldrán al encuentro de los aventureros. Y, de fondo, la presencia impasible del Señor de las Sombras, que espera con paciencia su momento.

Espadas y magia helada es la sexta entrega de la saga de Fafhrd y el Ratonero Gris, el ciclo de historias que se ha consagrado como la obra cumbre de la fantasía heroica.

Fritz Leiber

Espadas y magia helada

Fafhrd y el Ratonero Gris - 6

ePUB v1.1

OZN
30.05.12

Título original:
Swords and Ice Magic

Fritz Leiber, enero de 1990.

Traducción: Jordi Fibla

Ilustraciones: Peter Elson

Diseño/retoque portada: Orkelyon

Editor original: OZN (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

Contenido

La tristeza del verdugo
(The Sadness of the Executioner) [Relato Corto]
1973

La bella y las bestias
(Beauty and the Beasts) [Relato Corto]
1974

Atrapados en el reino de las sombras
(Trapped in the Shadowland) [Relato Corto]
1973

El cebo
(The Bait) [Relato Corto]
1973

Bajo los pulgares de los dioses
(Under the Thumbs of the Gods) [Relato Corto]
1975

Atrapados en el mar de las estrellas
(Trapped in the Sea of Stars) [Relato Corto]
1975

La monstreme helada
(The Frost Monstreme) [Relato]
1976

La isla de la escarcha
(Rime Isle) [Novela Corta]
1977

Nota acerca del autor
[Saga de Fafhrd y el Ratonero Gris] [Prólogo/Epílogo]
1985

La tristeza del verdugo

Había
un cielo siempre gris.
Había
un lugar siempre lejano.
Había
un ser siempre triste.

Sentada en los cojines oscuros del modesto trono, en el laberíntico palacio del Reino de las Sombras, la Muerte meneó su cabeza de pálidas mejillas, se dio unos golpecitos en las sienes opalescentes y frunció levemente los labios, cuyo color era el de las uvas violeta que conservan todavía el polvillo plateado. Su esbelta figura estaba enfundada en cota de malla y ceñida por un cinturón negro, tachonado con cráneos de plata casi igual de oscuros, del que colgaba, desnuda, su espada irresistible.

Era una muerte relativamente menor, tan sólo la Muerte del mundo de Nehwon, pero tenía sus problemas. En los próximos veinte latidos del corazón debía apagar los pabilos de doscientas vidas humanas, unas provistas de llama firme y brillante, otras chisporroteantes y al borde de la extinción. Y aunque los latidos de la Muerte resuenan como una campana de bronce en las profundidades subterráneas y cada uno contiene su pizca de eternidad, también acaban por pasar. Ya sólo le quedaban diecinueve y aún tenía que satisfacer a los Señores de la Necesidad, que estaban por encima de la Muerte.

«Veamos —pensó la Muerte, con una infinita frialdad en la que, no obstante, ardía un pequeño rescoldo—, ciento sesenta campesinos y salvajes, veinte nómadas, diez guerreros, dos mendigos, una puta, un mercader, un sacerdote, un aristócrata, un artesano, un rey y dos héroes.» Eso haría que sus cuentas cuadrasen.

Al cabo de tres latidos del corazón había elegido a ciento noventa y seis víctimas y desatado sus maldiciones contra ellas, en general criaturas invisibles y venenosas que actuaban en el interior de sus cuerpos y que de repente se multiplicaban en horas invencibles, aquí un grueso y oscuro coágulo de sangre desprendido con suavidad para deslizarse por una vena y obturar un acceso vital, allí una pared arterial erosionada durante largo tiempo y finalmente perforada; a veces un barro resbaladizo que rezuma de súbito en el lugar donde un escalador va a apoyar el pie, en ocasiones una víbora a la que se le dice cuándo debe contorsionarse y atacar, o una araña con instrucciones de mantenerse al acecho.

La Muerte, siguiendo un código estricto que sólo ella conocía, había hecho un poco de trampa con el rey. Durante algún tiempo, en uno de los rincones más profundos y oscuros de su mente, había ideado el fin del actual Señor Supremo de Lankhmar, principal ciudad y reino del mundo de Nehwon. Este monarca era un erudito amable y bondadoso que sólo amaba realmente a sus diecisiete gatos, pero no deseaba ningún daño a todos los demás seres de Nehwon, y que dificultaba sobremanera la tarea de la Muerte al perdonar a los delincuentes, reconciliar a los hermanos enemistados y las familias
enzarzadas
en disputas, enviar gabarras o carretas de grano a regiones asoladas por la hambruna, rescatar a pequeños animales extraviados, alimentar palomas, impulsar el estudio de la medicina y los saberes relacionados con ella y, sobre todo, rodearse siempre, como el fino rocío de una fuente en un día tórrido, de una atmósfera de serenidad dulce y prudente que mantenía las espadas envainadas, los ceños sin fruncir y los dientes sin apretar. Pero ahora, en ese mismo instante, por una sutil y retorcida treta de la Muerte, las garras, afiladas como agujas, del gato favorito del benigno monarca de Lankhmar punzaban, en inocente jugueteo, las reales muñecas, unas garras que el celoso sobrino del Señor Supremo había untado la noche anterior con el veneno, de acción rápida como el viento, extraído de la exótica serpiente emperatriz, un reptil de la tropical Klesh.

Sin embargo, con respecto a las cuatro víctimas restantes y, sobre todo, los dos héroes, se dijo la Muerte, sintiéndose un poco culpable, tendría que actuar exclusivamente de manera improvisada. Tuvo una visión fugaz de Lithquil, el Duque Loco de Ool Hrusp, que, a la luz de las antorchas, contemplaba desde un alto balcón el combate a muerte entre tres feroces guerreros norteños, que blandían cimitarras de filo serrado, y cuatro espectros de carne transparente y esqueletos de color rosa,
armados
con dagas y hachas de combate. Era la clase de violenta diversión que Lithquil nunca se cansaba de organizar y contemplar hasta su sangriento desenlace, y de paso servía para
acabar
con la mayoría de los diez guerreros cuya destrucción había determinado la Muerte.

La Muerte apenas sintió un escrúpulo momentáneo al recordar lo bien que le había servido Lithquil durante muchos años. Incluso al mejor de los servidores hay que jubilarle algún día y concederle el descanso eterno, y en ninguno de los mundos sobre los que la Muerte había oído hablar, y desde luego no en Nehwon, había escasez de verdugos voluntarios, y no faltaban los que se entregaban apasionadamente a esa actividad, con una energía increíble, infatigables, dotados de mentes imaginativas capaces de idear los sistemas más fantásticos para
realizar
su cometido. Así pues, mientras la Muerte tenía esa visión, aplicó a ella su pensamiento y el espectro que estaba más atrás alzó sus ojos invisibles, de modo que las órbitas negras ribeteadas de rosa miraron a Lithquil, y antes de que los dos guardianes que flanqueaban al Duque Loco pudieran adelantar sus pesados escudos para proteger a su señor, el hacha de mango corto del espectro, ya suspendida por encima de su hombro, voló a través del estrecho espacio y se clavó en la nariz y la frente de Lithquil.

Antes de que Lithquil pudiera desplomarse, antes de que cualquiera de los espectadores que le rodeaban pudiera disparar una flecha o amenazar al asesino, antes incluso de que la esclava desnuda que era el premio prometido, pero rara vez entregado, al ganador superviviente pudiera empezar a inhalar aire para lanzar un grito desgarrador, la mirada mágica de la Muerte se fijó en Horborixen, ciudad fortificada del Rey de Reyes, pero no en el interior del palacio de éste, aunque la Muerte tuvo un breve atisbo de ese lugar, sino en su sucio y oscuro taller, donde un hombre muy viejo estaba tendido en un camastro y deseaba sinceramente que la fría luz del alba, que se filtraba por la rendija de la ventana y por debajo de la puerta, no turbara nunca más a las telarañas que formaban arcos y contrafuertes fantasmales en el techo.

Este anciano, llamado Gorex, era el artesano más hábil de Horborixen y quizá de todo Nehwon, especializado en metales preciosos y militares e inventor de los artefactos más ingeniosos, pero había perdido el interés por su trabajo y por todos los demás aspectos de la vida. Su postración se remontaba un año atrás, desde que su biznieta Eesafem, su último familiar superviviente y la aprendiza más dotada en su difícil oficio, una muchacha esbelta, hermosa y casi núbil, de ojos almendrados y mirada aguda, fuera raptada sumariamente por los agentes del Rey de Reyes que se encargaban de surtir su harén. El horno del pobre viejo estaba frío como el hielo, sus herramientas se cubrían de polvo y él mismo se había abandonado por completo a la aflicción.

Estaba en verdad tan triste que la Muerte no tuvo más que añadir una gota de su propio humor melancólico a la negra bilis que circulaba lenta y amargamente por las fatigadas venas de Gorex, el cual expiró sin dolor y al instante, fundiéndose con sus telarañas.

Así pues, con la misma facilidad con que la Muerte arrancaba un chasquido de sus largos, finos y perlinos dedos anular y pulgar, despachó al aristócrata y al artesano. Ya sólo le quedaban los dos héroes.

Y sólo disponía de doce latidos del corazón.

La Muerte tenía el convencimiento de que, siquiera fuese por motivos artísticos, los héroes debían efectuar su salida del escenario de la vida en el mejor estilo melodramático, y sólo uno de cada mil podía morir de viejo y en la cama, mientras dormía, para lograr un efecto irónico. Esta necesidad era tan grande que, según la Muerte, y como parte de las reglas que ella misma había establecido, permitía el uso de una magia perceptible y demostrable exteriormente, y no era necesario empujarlos al hoyo con realismo, como en el caso de los seres humanos más corrientes. Durante dos latidos del corazón completos escuchó la leve vibración de su fría mente, mientras volvía a frotarse las sienes con los nudillos nacarados. Entonces sus pensamientos partieron raudos hacia un tal Fafhrd, un bárbaro que, a pesar de serlo, era mundano y romántico en sumo grado, pero cuyos pies y mente se afianzaban con firmeza en los hechos, sobre todo cuando no estaba ni muy sobrio ni muy borracho, y hacia su compañero de toda la vida, el Ratonero Gris, tal vez el ladrón más inteligente e ingenioso de todo Nehwon y, ciertamente, el de arrogancia más rotunda y más mordaz.

El conato de escrúpulo momentáneo que la Muerte experimentó entonces fue más fuerte y profundo que en el caso de Lithquil. Fafhrd y el Ratonero le habían servido bien, y de maneras muchísimo más variadas que el Duque Loco, cuyos ojos se habían vuelto bizcos de tanto mirar fijamente a la muerte, por lo que esa forma de despacharle con el hacha había sido la más apropiada. Sí, el corpulento vagabundo norteño y el pequeño, simpático y astuto ratero habían sido los peones de mayor utilidad en algunos de los juegos más exquisitos de la Muerte.

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