Esperanza del Venado (26 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Esperanza del Venado
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No tenía pase alguno, ni se atrevía a decirles que el suyo estaba junto a Horca de Cristal, ya que irían con él a verificarlo a su casa y allí el hechicero podía tomarse la

venganza que le viniera en gana. De modo que Orem dio media vuelta y corrió, se internó en las calles tortuosas y angostas tratando de encontrar un camino.

Era más veloz que los guardias, pero ellos eran muchos y él sólo uno. Dondequiera que iba le estaban aguardando, y por fin le acorralaron, hasta que se inclinó contra el descuidado Templo del Árbol Partido. Veía que los guardias se acercaban por ambos lados de la Calle del Altar. No sabía por dónde escapar. Y entonces se inclinó sobre la pared baja que rodeaba el altar y miró el raigón y vio que la punta desgarrada era igual a la de su visión. El sueño era verdad. Era bueno saber que algo era verdad. ¿Pero en ese caso, en nombre de Dios, qué significaba?

17
JAULAS

De cómo los demás animales mantuvieron a Orem el Carniseco con vida hasta que fue reconocido.

EL FOSO DE LOS BUEYES Y EL ZOOLÓGICO

Los ciudadanos de Inwit cuyos papeles están en regla van a la Sala de los Rostros a suplicarle a los jueces. Los sacerdotes son juzgados en el Templo. Las fianzas son otorgadas y conferidas en el Salón de la Hermandad. Pero los que no tienen pase van a las cárceles, ya que no tienen derecho a estar en Inwit. Su misma existencia es un delito.

Llevaron a Orem junto con otros delincuentes en un carro por el Camino de la Reina y hasta el vasto cañón que queda entre los muros del Castillo. Los caballos se esforzaban en subir el carruaje por la escarpada pendiente. Los muros apagaban el sonido y lo único que podían escuchar los prisioneros en su dolor era el chasquido de los látigos y el relincho de los animales. En Puerta Alta les recibió un oficial.

Les dijo sus derechos: ninguno.

Les dijo sus opciones: Por el primer delito se les cortaba una oreja; por el segundo podían elegir entre la castración o la esclavitud; y por el tercero, una muerte interesante y ejemplar.

Y para subrayar el punto, camino de las Cárceles les hacían pasar por el Foso de los Bueyes. Las autoridades se aseguraban de que cada vez que llegaban nuevos prisioneros, hubiese allí colgado algún pobre criminal que escogió la libertad del eunuco.

Y se mostraba maniatado, con la cadera atrapada en una abrazadera, desnudo y aguardando el alambre y las tenazas del verdugo. Los hombres de justicia del Pueblo del Rey preferían que se escogiera la esclavitud, y por ello mostraban la castración de la forma más horrenda posible. Debido a esta razón, la maquinaria de la justicia pagaba por sí misma en las ventas de esclavos a los traficantes del mercado negro que llevaban sus cautivos al oeste a través del mar.

Una vez que echó un buen vistazo al Foso de los Bueyes, arrojaron a Orem a una de las jaulas. No tenían suelo, ni mobiliario alguno, sólo barrotes cruzados por encima, por debajo y por los cuatro costados. No había abrigo del viento, ni posibilidad de hallar una posición confortable. Las celdas eran demasiado bajas para poder ponerse de pie, pero sentarse significaba tener que apoyar el trasero sobre los barrotes de hierro. No se podían cruzar las piernas por debajo porque las barras las lastimaban y si uno se tendía, ¿qué podía hacer con la cabeza? Orem intentó todas las posiciones posibles mientras los prisioneros que había a su alrededor le observaban. Por fin se acomodó en un rincón, que de todas las posturas era la menos incómoda, durante un rato.

Por encima de él había dos hileras de jaulas y por debajo el suelo, pero quedaba demasiado lejos para poder tocarlo incluso si extendía la mano por entre los barrotes.

Pendía en el aire, indefenso y miserable.

—¿Cuánto tiempo te tienen aquí? —le preguntó al hombre que ocupaba la jaula vecina. El hombre siguió mirándole, sin responder—. Dije que cuánto tiempo te tienen… —Pero entonces vio un brillo en los ojos del hombre que le hizo detenerse. No era que no le hubiese escuchado. Sus palabras no le interesaban. Se puso de pie y se acercó al extremo donde Orem descansaba. No había señales que le dijeran qué era lo que se proponía hacer, pero Orem estaba seguro de que mejor sería verlo desde el otro rincón.

El hombre, silencioso y de rostro cerúleo, apartó sus calzoncillos y comenzó a mearse sobre Orem. El chorro golpeó contra los barrotes y le salpicó. Orem se retiró al rincón más lejano, y por un instante creyó estar a resguardo, hasta que sintió contra su espalda el contacto frío y caliente del pis de su vecino, que le corría por la ropa. Giró para escapar, quedó atrapado entre los barrotes y cayó. Sus pies se deslizaron por una rendija y la cadera se le torció mientras el peso del cuerpo le obligaba a apoyarse sobre su propio pie doblado. Se sentía dolorido, y así y todo seguían orinando desde todas partes, y el que tenía encima no cesaba de arrojarle escupitajos. En su furia, Orem quiso gritarles, maldecirles; ahora más que nunca deseaba tener algún poder que pudiera destruir a un enemigo en lugar de las facultades pasivas e inútiles de un Sumidero.

Por fin cesaron las meadas. El que escupía desde arriba se alejó y se sentó en un rincón. Sólo el viento siguió su curso, helándole la orina sobre la piel y el cabello. El viento y el olor. Orem pronto se sintió demasiado incómodo para poder pensar en su furia. La orina era igual que el frío: había que encogerse de hombros y soportarlo. Nada podía hacer ahora al respecto. Retiró cuidadosamente la pierna de entre los barrotes y se frotó la cadera allí donde sentía el dolor. Localizó otro rincón más favorable para su pierna y allí se sentó, observando con cautela al resto de los hombres. Pero ellos ya no reparaban en él.

En pocos minutos los guardias vinieron a buscar al hombre que había encima de él.

Arrastraron la ligera escalera de madera por las jaulas y la detuvieron justo delante de Orem. El hombre de arriba no se movió de su rincón. Sólo esperó. Los guardias llegaron y se detuvieron ante la puerta. Tampoco entraron, ni hablaron. Esperaron. El hombre adentro, los guardias afuera, y Orem ni siquiera podía asegurar que ambos se mirasen.

Aguardaron un largo rato. Entonces, por un instante, la brisa sopló con más fuerza. Orem sintió que se congelaba. Aparentemente el viento susurró algo al hombre de arriba, pues ahora se puso de pie y avanzó precariamente hasta la puerta de la celda y observó impasible cómo los guardias empujaban la puerta a un lado. Le maniataron los brazos justo por debajo del codo y aferraron bien la cadena contra su espalda, para que los brazos quedaran tensos. El hombre no dio señales de dolor. Sólo les siguió dócilmente.

El sol de la tarde trajo algo de calor, y Orem tembló de placer. Deseó que cualquier juicio al que se le sometiese llegara antes del crepúsculo, antes de que viniera el frío atroz.

El cielo se enrojecía con la puesta de sol y las nubes. Entonces llegó otro hombre a ocupar la celda de arriba. Orem observó impasible como los vecinos lo recibían a meadas. Casi todo fue a caer sobre Orem y no hubo forma de que lo esquivara. Y cuando se alzó la brisa nocturna, sintió mucho más frío aún. Pero esta vez Orem no se irritó ni se movió de su lugar. Sólo cerró los ojos y apretó los labios con firmeza y aguardó a que todo terminara. El hombre gritó y gritó y trató de huir a todos los rincones. No había abrigo. Pero como gritaba, seguían atacándolo. Cuando el pis se agotó continuaron con escupitajos, y el hombre de la tercera fila amagó una cagada a través de la jaula.

Finalmente Orem ya no pudo soportarlo. Los gritos y las maldiciones del recién llegado no hacían más que asegurar la continuidad de la lluvia de inmundicias. Orem se enfureció.

Caminó hasta donde estaba el hombre aullando a sus torturadores. El desesperado no le vio: sólo contemplaba los rostros mudos e inexpresivos de los que le escupían tan pronto los gargajos llegaban a la boca. Orem extendió las manos por entre los barrotes y tironeó con ferocidad de los talones del hombre. Con un grito de terror la víctima cayó hacia

abajo, y se detuvo justo antes de que el escroto se aplastara contra los hierros. Orem atrapó las piernas y las sostuvo firmemente.

—¡Suéltame! —gritó.

Pero Orem aferró los pies en silencio y aguardó. El hombre estaba inmóvil, sin pensar en otra cosa que en evitar que los testículos llegaran a los barrotes, mientras Orem seguía tirando hacia abajo. Y con esto los torturadores se dieron por satisfechos. El hombre lloraba de frustración y entonces los demás dejaron de molestarlo y Orem lo soltó.

Con dificultad, el recién llegado retiró las piernas de las barras, se apartó a un rincón y refunfuñó en silencio.

Las cárceles parecían casi llenas; en verdad, no retiraban a ningún preso hasta que había otro listo para ocupar su lugar, como si la abundancia de miseria fuera un requisito.

Orem no podía dormir; no se atrevía a dormir con semejante frío. Se le durmieron los pies y las manos. Se levantó y caminó por el perímetro de la jaula, aferrándose a los barrotes para no caer en la oscuridad, negándose a frotarse la cadera hinchada para que no se le enfriara demasiado la pierna. De madrugada se alzó la luna, dando escasa luz, pero la suficiente para burlar al frío. Y al poco tiempo se vieron sobre el cielo las nubes del oeste. El nuevo había dejado de refunfuñar. Orem se preguntó si se habría dormido, o si estaba muerto, o si había descubierto la inutilidad del llanto. No dejaba de dar vueltas alrededor de la jaula. Una vez la mano de un hombre se posó sobre la suya en uno de los barrotes. Durante un instante Orem temió sentir un dolor agudo y repentino, pero la mano se retiró en seguida y se dio cuenta de que su vecino también estaba dando vueltas.

Al amanecer comenzó a nevar. Orem dio un respingo cuando sintió sobre la piel la nieve que caía espesa y veloz. Entonces caminó más deprisa, siempre dando vueltas por la jaula, hasta que bajo la pálida luz distinguió que los demás hombres recogían con los dedos la nieve de los barrotes y la comían. Desde luego, había estado todo el día sin agua y ¿quién sabía cuánto tiempo llevaban los demás sin líquidos ni alimentos? Orem también recogió la nieve y se lamió el dedo. Sentía el agua fría en su boca, pero una vez que pasaba el primer deje a orina el sabor era tan nítido que le perforó la garganta hasta la base del cráneo.

Sigue caminando, sigue andando, mantente en calor mientras te sea posible. Los guardias llegaron bajo la nieve y se llevaron al hombre que aguardaba al lado de Orem, y al de atrás. Siempre se apostaban al otro lado de la puerta hasta que el prisionero dejaba de andar en círculo e iba hasta ellos. La nieve caía más espesa. Su vecino se detuvo a defecar en sus propias manos, luego frotó la inmundicia caliente contra la panza y tembló de alivio.

Pronto trajeron dos prisioneros para ocupar los sitios de los que se habían ido. En esta ocasión Orem se unió a los demás en el ritual de las meadas y los escupitajos. Ambos se mostraron más listos que el tipo de arriba. Una vez que pasó la conmoción, hicieron lo que Orem: resistieron. Entonces rápidamente se amoldaron al esquema de las cárceles, comieron la nieve ligera que apenas duraba sobre los barrotes, pasearon en círculos para mantener el calor, se sentaron unos instantes cuando ya les era imposible caminar…

Cuando un hombre se sentaba demasiado tiempo y comenzaba a dormitar los demás le escupían en el rostro en silencio para despertarlo. Ni una palabra. Ni una voz. Aquí nadie tiene voz, pero seguimos siendo seres humanos: tratamos de mantener al otro con vida Sin embargo, el hombre que estaba encima de Orem permanecía quieto, quieto.

Quieto, quieto hasta que por fin la nieve comenzó a acumularse sobre su cuerpo frío.

Cuando era evidente que había muerto, Orem extendió la mano y tomó un puñado de nieve que se apilaba sobre el hombre y se la llevó a la boca. Le congeló los dientes, pero se derritió y formó un buen trago de agua. Cuando se sació, Orem tendió un puñado de nieve a su compañero, quien la bebió y siguió andando en silencio. Orem le dio un puñado de nieve de cadáver a cada uno de sus vecinos y cuando todos se sintieron satisfechos comenzaron a hacer circular la nieve entre los demás. Pronto los copos

comenzaron a acumularse bajo las jaulas. A mediodía ya había unos treinta centímetros, y a media tarde llegaba hasta el borde inferior de la jaula. Ahora ya no había necesidad de escarbar nieve del muerto; todos los de la fila de abajo podían tener suficiente. Orem vio que la piel se le ponía azul. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los dedos se le congelaran y los tejidos murieran? ¿Cuánto pasaría antes de que se envenenara?

¿Cuánto antes de que sencillamente se cansara? Desde ayer por la mañana no dormía, y ahora ya casi estaba oscuro otra vez.

Llegaron y se llevaron el cadáver al anochecer. Y por la noche también se llevaron al último de los hombres que había meado sobre Orem el día en que llegó. Dar vueltas por la jaula, dar vueltas por la jaula, dar vueltas por la jaula, mantener el calor, mantener el calor y Orem cantaba para sus adentros, incluso oraba, por muy inútil que fuera la plegaria para alguien que había abandonado a Dios. Oraba y se preguntaba si la visión del Venado no sería una profecía de su propia muerte.

En la oscuridad la nieve cesó, las nubes se hendieron sobre el cielo y comenzó a hacer frío de verdad. Ahora moriré, pensó Orem.

Durante un rato se detuvo, se sentó en un rincón, y tembló violentamente mientras el viento helado le golpeaba una y otra vez con sus gélidas manos. Lo único que le apartaba del sueño tentador eran los escupitajos que le azotaban el rostro. Tembló una última vez interminable y luego se inclinó hacia adelante. Asió los barrotes del techo de la jaula y se colgó con todas sus fuerzas, a pesar del adormecimiento de sus manos. Viviré, decidió mientras se impulsaba hacia arriba y descendía lentamente. Que los hijos de los guardias mueran quemados ante sus propios ojos. Inflexiblemente colgó los pies de los barrotes de arriba. Que las esposas de los guardias sean violadas por un millar de leprosos. Con pequeños gemidos de dolor se obligó a elevarse y a hundirse, a elevarse y a hundirse.

Cuando por fin llegó el amanecer, Orem aún seguía dando vueltas alrededor de su jaula. Muchos yacían inmóviles sobre los barrotes. Eran negros terrones bajo la luz del sol que arrojaban sombras inertes sobre la nieve que tapizaba las filas. Era una tela de arana con bultos almacenados en su sitio para ser devorados más tarde. Tal vez algunos todavía siguieran luchando a medias con la red.

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