El niño tendió la mano y aferró la nariz de Orem, y rió.
—¿Has oído? ¡Ya sabe reír! —Y Orem no pudo evitar reír él también.
—Así ocurre con los niños docemesinos —dijo la Reina Belleza.
—Cada día vendré a verlo. Llegará a conocer mi rostro y se alegrará al verme; tendré todo el tiempo para él.
Orem no lo advirtió, pero creo que cada una de sus palabras causó dolor a Belleza. Le hizo ver con toda claridad cuánto amaba al niño y qué poco amor tenía para ella. No le sorprendió, pero no por eso dejo de herirla.
—Dame el niño —dijo—. Necesita alimentarse.
—Juventud —dijo Orem al niño y éste sonrió. Tendió la criatura a Belleza, y esta vez el pequeño no necesitó que lo guiaran hasta el pezón. Belleza alzó la vista y contempló a Orem con ojos extrañamente tímidos, como los de una cierva. Su aspecto era dulce e inocente, pero Orem no se dejó engañar.
—Belleza —le dijo—. ¿Cómo escapaste del dolor, si no me lo diste a mi?
—¿Acaso importa?
—Dímelo. Te lo ordeno.
Estudiando su rostro, ella replicó:
—Me ordenaste que me liberara del dolor; pero no dijiste a quién debía dárselo.
Eso era cierto, lo comprendió así. La segunda vez, cuando ella le obedeció, no había dicho que se lo pasara a él.
—¿Pero qué otra persona elegiría voluntariamente aceptar semejante dolor?
—De todas las mujeres, la que no podría soportar ver que este cuerpo se desgarra. La mujer a quien pertenece en verdad esta apariencia.
Orem la miró estúpidamente. ¿De quién era ese rostro, si no de Belleza? Orem jamás había sospechado que Belleza lucia un cuerpo ajeno. Pero ahora que lo sabía, no le era difícil saber a quién y sólo a quien podía pertenecer ese rostro.
—Comadreja —susurró Orem—. A ella le diste el dolor…
—De todas formas, siempre compartimos mi dolor —dijo Belleza—. Es justo. Ella utilizó este cuerpo durante su infancia perfecta. Convinimos en que era justo que sufriera de adulta parte del dolor. —Belleza sonrió adorablemente a Orem—. Y del placer, también.
Estoy segura de que sintió la mitad del placer durante nuestra noche de bodas, Reyecito.
Quería que recordara cómo se siente uno al ser infiel a su amado esposo.
—¿Su esposo? —Orem no sabia que Comadreja tuviese esposo.
—¡Qué idiota! —exclamó Belleza—. ¡Su esposo, el Rey! Palicrovol pensaba coronarla reina en mi lugar. ¿Por qué otra razón crees que la he mantenido aquí? Comadreja es Enziquelvinisensee Evelvinin, la Princesa Flor. Ella quería ocupar mi lugar, pues bien, yo he tomado el de ella. Dentro de su cuerpo perfecto. Bueno, su cuerpo perfecto pasó por un parto que podía haber acabado con él. Pero gracias a ti, su cuerpo perfecto no tuvo que soportar el dolor ni curarse de las heridas. Sin embargo, fue demasiado malo para la carne imperfecta en que ella reside ahora. Bien puede morir.
Sólo entonces Orem comprendió la perfecta malicia de Belleza.
—Eres tú la que merece su rostro —musitó.
—¿Eres mi juez acaso? —lo desafió con frialdad—. ¿Es por eso por lo que has venido hasta mí, para decirme lo que merezco?
Pensó en Dobbick, en la Casa de Dios, quien le enseñó que el Rey Palicrovol fue la causa de sus propios sufrimientos.
—Pero ella no te hizo nada —dijo Orem.
—Ocupó mi lugar —dijo Belleza—. No me importa por qué razón; ocupó mi lugar en este Palacio y está pagando por ello.
(Ese argumento debe resultarte familiar, Palicrovol. Él ocupó mi lugar en Palacio, y por eso debe morir. Eso dijiste. Entonces admites que Belleza fue justa cuando castigó a la doncella que hiciste venir desde Onologasenweev?)
—Ya veo —dijo Belleza—. Ahora lo veo. —Y su rostro se ensombreció.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó Orem, temeroso de que pudiese ver quién era él en verdad.
—Veo que una vez más ha ocupado mi lugar.
—¡Si! Está soportando el dolor de tu hijo.
—Una vez más tiene el amor de mi esposo.
Orem la miró con desconfianza.
—Durante un año me has despreciado. ¡Cómo puedes estar celosa de alguien a quién hiciste a un lado! —Y entonces le mintió cruelmente, creyendo que le decía la verdad—.
Jamás te amé.
Ella tapó sus palabras con un grito.
—¡Me adoraste!
—¡En nombre de Dios, mujer! Te odio más que a cualquier otro ser viviente, si es que estás viva, si es que tienes alma. Tienes trescientos años y dentro de ti no hay más amor que el que una mantis siente por el macho. Jamás… jamás…
—¿Jamás qué?
—¡Jamás me volviste a llevar a tu lecho!
—Si me deseabas, niño, ¿por qué no viniste a pedírmelo tú?
—Porque te habrías reído de mí.
—Si —dijo—. Me río de las cosas débiles que hay en el mundo. Y cuando te marches y vayas a consolar a Comadreja Bocatiznada, me quedaré aquí, riendo…
—Ríete de mi cuanto te plazca. —Se dio media vuelta para partir.
—Pero no estaré riéndome de ti.
Se detuvo en la puerta.
—¿De quién, entonces?
—De mi.
La miró de frente.
—Tú no eres una de las cosas débiles del mundo.
Sonrió perversamente.
—No por mucho tiempo, en todo caso. No cuando termine lo que he iniciado contigo.
Orem estuvo seguro de que se estaba refiriendo a su muerte.
—Canta para mí, Reyecito. Cántame una canción de la Casa de Dios. Seguramente allí te habrán enseñado canciones…
Y cantó lo primero que se vino en mente. Era el pasaje favorito del sacerdote Dobbick, y pertenecía al Segundo Cántico.
Dios sin duda ve tus pecados, amor.
La negrura de tu corazón, amor.
Los sopesa con tus sufrimientos,
¿Y de cuál hay menos, amor?
—Otra vez —pidió.
Y cuando la hubo entonado dos veces, ella le hizo cantar más y más, una y otra vez, mientras mecía al pequeño. A pesar del odio que sentía por ella, Orem jamás había visto algo que le causara tanto placer: su hijo saciándose del pecho de la madre, como el grano obtiene vida de la tierra. Amó a su hijo instintivamente, como Avonap amaba a sus hijos y a sus campos. Lamentó cada palabra que le dijo y que pudiera hacerle morir más pronto, y privarle de una hora al lado de Juventud.
Finalmente no murmuró otra vez cuando él terminó de cantar.
—Perdóname —le dijo. Pero dormía y no le escuchó.
Entonces él se retiró y fue en busca de Comadreja, quien había soportado el dolor de Belleza a causa de la orden que él mismo había dado.
—No se puede entrar —dijeron los sirvientes que montaban guardia a las puertas de Comadreja.
Orem los hizo a un lado. Comadreja yacía delirando en su cama, llorando y gimiendo, llamando ora a Belleza, ora a Palicrovol, ora a Orem. Pensó que eso significaba que le amaba como había amado a Palicrovol, aunque en realidad gritaba para salvarlo a él y no para salvarse ella. Interrogó a los médicos que estaban reunidos en torno del lecho.
—No podemos hallar la causa de su dolor —confesaron.
—Tratadla como si acabara de dar a luz a un niño de doce meses —ordenó—. Tratadla como si el nacimiento hubiera desgarrado sus ingles y roto las carnes.
Los doctores le miraron estupefactos. Solo Belfeva, quien aguardaba cerca, de pie, sabía que el Reyecito conocía el problema mejor que ningún otro. Fue hasta la cama, apartó las cobijas, y entonces vieron que Comadreja yacía en un lago de sangre que seguía fluyendo de un horrendo desgarro en sus partes íntimas. Y lo más asombroso era que allí estaban los restos del parto que no había aparecido junto al niño llamado Juventud.
—En nombre de Dios —exclamó un médico, y se pusieron manos a la obra.
Orem observaba cuando podía tolerarlo y cuando no, se acercaba a Comadreja y la tomaba de la mano. Ella nada sabía de su presencia, sólo gritaba en un delirante sufrimiento. Por fin los médicos concluyeron cuanto podían hacer.
—Ha perdido mucha sangre. ¿Qué nos queda? —se lamentó uno.
—¿Cómo puede ser que haya sucedido algo semejante? —preguntó otro.
Orem sacudió la cabeza. No podía explicarles que era obra suya.
Los médicos se marcharon, pero Orem no se movió. La tomaba de la mano. Una vez ella dijo:
—Reyecito…
—Estoy aquí, Enziquelvinisensee —respondió. Escuchar su nombre pareció aliviarla. Se durmió. Dijo todas las plegarias que pudo recordar de sus épocas en la Casa de Dios.
Sabía que nada significaban en la morada de Belleza, pero las pronunció de todas formas, porque le atemorizaba lo que pudiera haberle hecho.
Debió haberse dormido, pues cuando despertó vio que alrededor del lecho estaban Urubugala y Pusilánime, aguardando. Por fuerza del hábito extendió su red para cubrirlos y permitirles hablar sin que Belleza les oyese.
—¿Cómo está? —resolló Pusilánime.
—Soportó el dolor del parto —explicó Orem.
Pusilánime asintió.
—La Reina ha sido cosechada —dijo Urubugala—. ¿Pero cuál fue la cosecha, granjero?
—Un niño, de nombre Juventud.
—Vivirá —dijo Urubugala—. ¿Eso te tranquiliza? Belleza no dejará que Comadreja muera.
—Su nombre no es Comadreja —repuso Orem—. ¿Lo sabias? La Reina me lo dijo. En realidad, es Enziquelvinisensee Evelvinin. La Princesa Flor.
Pusilánime y Urubugala se miraron y Urubugala se rió.
—¿Creíste sorprendernos, Reyecito? Hemos estado junto a Comadreja desde el comienzo.
Sólo entonces Orem se dio cuenta de que también ellos eran personajes disfrazados del mismo antiguo relato.
—Zymas —dijo Orem.
Pusilánime sonrió débilmente.
—Hace tiempo que he dejado de ser yo mismo —se disculpó.
—Y tú. —Orem se dirigió a Urubugala—. Eres Furtivo.
El enano sólo replicó con una de sus gracias.
—¿Quién es el mágico leproso que los limpia con su lengua? ¡Enmarca nuestros nombres con maderos y los dibuja con mierda!
—¡Son las Compañías del Rey! —dijo Orem—. En todos los antiguos relatos…
—Las historias son muy viejas —dijo Pusilánime—. Ahora somos las Compañías de la Reina. —Hizo un gesto al cuerpo durmiente de Comadreja—. Mándanos llamar si despierta.
Como no se mostraba dispuesto a marcharse, le acercaron una silla. Aguardó toda la noche. Y por la mañana abrió los ojos y vio que Comadreja estaba despierta a su lado, y que su horrible rostro estaba envuelto en la oscuridad salvo por los ojos rasgados que le observaban.
—Estás despierta —murmuró.
—Y tú —respondió.
—Temía por ti.
Ella estudió su rostro.
—Me llamabas… soñé que me llamabas por otro nombre.
—Enziquelvinisensee Evelvinin.
—¿Te lo dijo?
—Después que le ordené… que se librara del dolor.
—Ah. —Los ojos se cerraron y luego volvieron a abrirse—. Te perdono, Reyecito. Tú no sabias lo que estabas haciendo. —Le sorprendió con una sonrisa—. Piénsalo: sigo siendo virgen, y sin embargo mi cuerpo ha concebido y ha dado a luz. —Se rió un poco, y luego gimió de dolor.
—Pensaré en ti —dijo Orem— como la madre de mi hijo.
—No lo hagas —repuso.
—Fue tu cuerpo el que lo engendró.
—Yo no podría haber tenido un hijo docemesino.
—Es hermoso. La Reina Belleza me ha prometido que podré tenerlo tan a menudo como quiera. No sabia cuánto quería tener un hijo hasta que lo vi. Ya me sonrió.
—No lo ames —dijo Comadreja—. No dejes que te sonría.
—Fue tu cuerpo el que lo cobijó. La Reina Belleza también dijo que tú sentiste… cuando fue sembrado dentro de ella.
Comadreja asintió con la cabeza, pero volvió el rostro.
—No estoy avergonzado —dijo Orem—. Comadreja, te amo. Antes de que me dijera que esta no era tu piel, ya te amaba. Déjame creer que podré vivir para ver a mi hijo hecho hombre. Déjame hacer como si fueras mi…
—No —dijo—. Tú tienes esposa.
—¿Ah, sí? —replicó con furia.
—Y yo tengo marido. —Entonces Orem enmudeció. Sólo volvió a hablar una vez que ella le compadeció y le tocó la mano.
—Estaba equivocado. Perdóname.
—Siempre te perdono —fue la respuesta de ella—. Aun antes de que me lo pidas, Reyecito.
No negaré a mi esposo por ti. Ni amaré a tu hijo. Pero me quedaré a tu lado y seré tu amiga hasta el final de esta loca travesía que has escogido. ¿Es eso suficiente?
—¿Qué te hace pensar que he elegido esta travesía? —Pero finalmente se mostró de acuerdo y la dejó dormir nuevamente.
Éstas fueron las palabras que dijeron, y nadie sospechó que Orem erraba al prever su futuro. Desde ese momento hasta que tú llegaste a las puertas del palacio jamás volvieron a hablar del tema, aunque pasaban cada día juntos. Comadreja jamás presintió que Orem creía que Belleza tramaba su muerte. Comadreja le habría dicho la verdad de haber sabido que él la ignoraba.
He oído que te hicieron llegar el rumor de que la Princesa Flor te traicionó con Orem el Carniseco, el Reyecito. Desde luego, no creas semejantes mentiras. Pero ella le amó como si fuera su propio hijo. Y recuerda esto, Palicrovol: si tú hubieras sido fiel a la
Princesa Flor, Orem el Carniseco jamás habría sido concebido. Recuérdalo cuando juzgues lo que hicimos cuando fuiste exiliado de Esperanza del Venado.
De cómo Orem habló con Dios y aprendió el camino hasta la Resurrección de los Muertos.
Todos en Palacio estábamos acostumbrados a los modales que da la opulencia, a que un niño tuviera enfermeras, gobernantas e institutrices. ¿En todo Pueblo del Rey habría alguien que supiera lo que significaba ser padre? Para nosotros la paternidad era un acto de pasión, pronto olvidado; pero no para Orem ap Avonap. Sin jamás sospechar que el rubio granjero dichoso no compartía su sangre, Orem había resguardado en sí una parte de ese hombre para esta ocasión. En cualquier momento iba por Palacio, con Juventud sobre sus hombros, y cuando pasó el tiempo, dando sus primeros pasitos a sus espaldas.
La risa de ambos podía escucharse casi en todas partes. Y quien quisiera verlos no tenia más que asomarse al jardín y en seguida aparecían, rodando por el pasto o jugando al escondite.
¿Los observaba juntos la Reina Belleza? Creo que si, ya que fue por entonces cuando inexplicablemente me contó las tres lecciones que aprendió como hija del Rey. Creo que envidiaba a Juventud por tener el amor de un padre adorable. Creo que eso la amargaba y le hizo más fácil odiar al Reyecito y a su hijo cuando le fue necesario.