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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (16 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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—Es como cien casas en una, según lo que uno pague.

El tramo siguiente crujía. Y el otro hasta se tambaleaba.

—Son las habitaciones baratas. Disculpa las moscas, pero cuatro monedas de cobre no son lo que se dice una fortuna.

Anduvieron con cuidado por un oscuro corredor, iluminado únicamente por una antorcha al final. Orem miraba las habitaciones abiertas. Sólo miraba, hasta que lo que vio le hizo detenerse.

Estaban sentadas una al lado de la otra. Eran dos mujeres, sentadas, rígidas como árboles. Estaban vestidas como cualquier otra prostituta, y sus cuerpos acaso fueran más hermosos que los de otras mujerzuelas. Pero sus rostros… ¿cuál era más terrible? ¿El que tenía un solo ojo, una boca que se abría sólo por un lado, y una nariz retorcida de tal

forma que una fosa apuntaba más hacia arriba que hacia abajo? ¿O el otro, que era un rostro sin rostro? No tenía cejas, ni ojos, ni nariz, ni labios. Sólo una circunferencia de cabello y una superficie de piel en blanco interrumpida sólo por una hendidura delgada que no podía ser llamada boca a falta de labios, y que pendía abierta formando una O de la cual goteaba un constante flujo de saliva.

—Son gemelas siamesas —dijo la prostituta de Orem en un susurro, tras lo cual le apartó.

Y pese a no poder tolerar la visión de las mujeres, se resistió a partir. Ella tuvo que tironear con más fuerza hasta que finalmente se alejaron—. Son hermanas siamesas.

Nacidas de una noble familia, se dice. Llamaron a los mejores médicos y a los mejores hechiceros, por no hablar de los sacerdotes, quienes las bendijeron tanto que casi les brotan alas. Y luego las separaron. Eran hermanas siamesas, unidas por el rostro, salvo que una miraba ligeramente a un lado y tenía un ojo y media nariz y media boca, pero la otra no tenía más que un delgado agujero que dejaba pasar el aire de la boca de la otra hermana. Agrandaron el orificio. Las bendiciones surtieron efecto, ya que lograron sobrevivir. Y los hechizos también surtieron efecto, ya que les creció la piel sobre las cruentas heridas. ¿Pero qué les quedaba por delante? ¿Y cuál de las dos tiene peor castigo para ti? ¿La que no puede ver? ¿O la que puede mirarse en el espejo? Las llamamos las Dulces Hermanas. Es una broma, ya sabes…

En toda su vida Orem jamás había sabido de una mujer que osara bromear con las Dulces Hermanas.

Su prostituta abrió una puerta pequeña y agachó la cabeza para entrar. Orem también se agachó, pero no pudo evitar golpearse.

—El techo es bajo —dijo ella.

La prostituta se levantó la blusa desde los hombros y los senos también lo hicieron, para pender luego cuando dejó caer los brazos. Orem la veía, pero no podía pensar en otra cosa que en el rostro vacío con el orificio que goteaba y goteaba. La prostituta lo desvistió, pero lo único en que podía pensar era en el rostro con el único ojo y la nariz retorcida y la media boca. Su prostituta le acarició y le besó, pero de nada sirvió. Orem temblaba, frío e impotente sobre la delgada alfombra del suelo. Lo hubiese querido o no mientras subía por las escaleras, la prostituta no consiguió nada de él, ya que había visto a las hermanas siamesas, unidas por el rostro y no podía pensar en nada más.

—Quince años —dijo su prostituta con desprecio—. Daba lo mismo que fuesen cinco. ¿Qué pensabas hundir aquí dentro? ¿La rodilla? Dios sabe que es tan huesuda que podría entrar. Tienes las bolas de un ratón y la verga de un mosquito, eso es lo que tienes, conque no andes por allí diciendo que fue mi culpa. Soy todavía muy bonita. No te oí decir que fuera fea cuando andabas allí abajo entre los árboles, ¿verdad? —Se vistió deprisa, luego se inclinó y tomó cuatro monedas de cobre de donde estaban, sobre el suelo—. Me pagarás por mi tiempo. No es mi culpa si no has sabido usarlo. Y tienes suerte de que no me lleve la otra como restitución por el insulto. —Escupió sobre la ropa interior de Orem, patética y vacía sobre la alfombra, y luego la pisoteó—. Esto y una meada es lo único que encontrarás en ella por la mañana durante el resto de tu vida. Encuentra la salida por ti mismo, piojo. Cuando cumplas los diez ven a verme y veremos qué se puede hacer. —Y se marchó.

UNIDAS POR EL ROSTRO

Avergonzado, Orem trató de limpiar el escupitajo de los paños menores frotándolos contra su camisa. ¿Comenzaría así su poema?

Se vistió y agachó la cabeza una vez más para salir del lugar sombrío y desvencijado.

De inmediato vio un haz de luz proveniente de la habitación desde la cual aguardaban su paso esos monstruos que llamaban las Dulces Hermanas. Se sintió a la vez aterrorizado y atraído por ellas. Avanzó con cuidado, le temblaron las rodillas, tambaleó y dio contra una

pared. A pesar de todos sus esfuerzos por hacer silencio, no podía haber hecho más ruido.

—¿Quién anda allí? —dijo una voz aguda, delgada y vacilante.

No abrió la boca, arrodillado sobre el suelo del pasillo oscuro. No salgáis. No me veáis.

Quedaos donde estáis. Id a dormir, a morir. Dejadme pasar.

—Responde. Sabes que mi hermana se enfurece cuando alguien no responde.

Lo último que quería hacer Orem era enfurecer a una hermana. En nombre de Dios, dijo Orem sin palabras, que no se enfurezcan conmigo.

—Me caí —repuso.

—La voz de un niño, ¿verdad? La voz de un niño torpe, ¿verdad? La voz de un niño que ha pagado cuatro monedas de cobre y que no ha obtenido nada. Pero piensa, piensa, ella tampoco se llevó nada de ti. Por el ínfimo precio de cuatro cobres sigues siendo un lago al cual ningún arroyo sustrae las aguas. —Y luego una risa ligera que lo irritó. Su prostituta había hablado en voz demasiado alta; sabían su fracaso.

—Entra —dijo la voz.

—No.

—¿Debo ir a buscarte? —Se puso de pie y caminó débilmente hacia adelante, y se dio la vuelta ante la puerta. El único ojo de la mujer le observaba, pero si él decidía apartar la vista, el otro sitio que le quedaba por mirar era el rostro mudo y en blanco y el hilo de baba. Se obligó a pasear la mirada por la habitación. Había una única silla al lado de las dos en las que se sentaban, vieja, frágil y a punto de desmoronarse Había un pequeño telar, con un lienzo a medio terminar, un trozo de tela raído en estado de descomposición.

El telar se veía tan cubierto de polvo y telarañas que no cabía duda de que hacia años que no se utilizaba. Y la alfombra que había sobre el suelo era como la de la habitación donde había estado vanamente con la prostituta, sólo que esta brillaba bajo la luz y Orem notó que había sido tejida con hilos de oro.

—Siéntate.

No quiso arriesgarse con la silla y optó por sentarse en el suelo.

—Cuatro monedas de cobre. ¿Valía la pena pagar ese precio para ver un par de tetas colgando? —Creyó ver una sonrisa en el rostro deforme—. Es una vieja ramera infame…

debes ser nuevo en la ciudad para no saberlo. —La mujer del único ojo miraba a su plácida hermana—. ¿Qué edad crees que tiene?

Para horror de Orem, la boca sin labios trató de responder. Un gemido, un gemido modulado como un canto de dolor, y la hermana del único ojo asintió.

—Sí, quince, pero es escuálido. Mi hermana dice que tu voluntad es como la piedra: tal vez tiembles bajo el martillo, pero mucho después de que éste se haya destruido tú seguirás en pie. ¿No es bello? ¿Cuál es tu nombre?

—Orem. —Aún no había aprendido a mentir.

—Orem. ¿Quieres recuperar tus cuatro cobres?

No se le había ocurrido que fuese posible.

—Sí.

—En ese caso debes entretenernos.

—¿Cómo?

—Cuéntanos la historia de dos hermanas, ambas gemelas siamesas, unidas por el rostro, que fueron separadas a fuerza de oraciones, hechizos y cirugía. Una con un solo ojo, y la otra sin rostro, salvo un orificio que gotea permanentemente y deja caer un hilo de saliva por entre los senos hasta el vientre.

—Oh, no. No. No puedo contar esa historia.

—Pero no la creeremos, no te preocupes. Semejante cosa no puede ser cierta.

Cuéntanos qué hacen estas criaturas patéticas en un prostíbulo.

—Están… sentadas. En una habitación, en el piso de arriba.

—¿Y qué hacen estas mujeres mientras están sentadas?

—Escuchan…

—¿Y qué crees que escuchan?

—Los sonidos de…

—¿Del amor?

Orem asintió. La hermana de un solo ojo negó con la cabeza.

—No del amor —dijo Orem.

—¿Y entonces qué sonidos?

—Los de… los pájaros.

—Sí. Los de los pájaros. ¿Y por encima del de los pájaros?

¿Qué había sobre los pájaros? ¿Qué se supone que significaba esta historia?

—El sonido del viento que corre por encima del tejado de la casa.

La del rostro en blanco gimió, y la otra lanzó una risa.

—Sí. Él sabe. Él sabe. Tiene muchos oídos dentro de la cabeza, sí. ¿Y qué más escuchas?

Ahora comprendía. Era un juego de acertijos y enigmas, como los de los manuscritos.

—El sonido del sol que se eleva y se pone. El sonido de las estrellas que surcan el cielo.

El sonido de Dios que cierra sus ojos al mundo. El sonido del Venado que sacude su cabeza y arroja los planetas.

El único ojo se abrió bien grande; el orificio dejó de gotear enfáticamente durante un instante, y el hilo de saliva se interrumpió por la mitad y la gota superior volvió a introducirse en la boca como el cuerpo de una araña que estuviese trepando.

—La boca se abre y habla —dijo la hermana de un solo ojo.

—Nnnnng —dijo la otra.

—Estamos sujetas a un hechizo de magia —dijo la de un solo ojo— y aún así tú puedes hablar con nuestras lenguas. Belleza nos ha silenciado pero nuestros dones provienen de la boca del niño. Ah, Venado; tú tienes más ingenio que nosotras…

—¿Qué significa eso? —preguntó Orem.

—Nada para ti. Olvídalo. Olvídalo. No le digas a nadie que nos has visto, ya que ello no te hará ningún favor. Eres sólo un niño común.

Su estómago se contrajo ante la fuerza de sus palabras.

—Nosotras también somos prostitutas, ¿lo sabías? Partimos de la casa de nuestro padre y vinimos aquí ya que sabíamos que sin rostro sólo nos quedaba nuestro cuerpo. ¿Sabes cuánto cuesta estar con nosotras? Mil monedas de oro, o cuatro hectáreas de tierra. Por una sola noche. Y tenemos trabajo veinte noches al año. Oh, las hermanas siamesas, somos ricas, las bellas hermanas. Hemos sido bendecidas. Y no todos los que vienen son hombres. También vienen mujeres que pasan la noche explorándonos, tratando de descubrir qué es lo que nos hace tan hermosas. No consiguen adivinarlo. Pero tú sí sabes, ¿verdad?

—No. No lo sé.

—Es cierto. No puedes saberlo si crees que lo sabes. Nosotras escuchamos otra cosa, oímos otra cosa, no sólo las estrellas. No sólo el latido del corazón del gran Venado de mil astas que sostiene el mundo sobre la punta de sus cuernos. No sólo la gran erupción del sol que eyacula sus ráfagas de luz para inseminar al mundo. También escuchamos esto.

Y se detuvo.

Y después de un largo, largo silencio, en el cual Orem no oyó nada más que su propia y pesada respiración, ella dijo:

—¿Lo escuchaste tú también?

—No.

—Es por eso que pagan tanto por estar con nosotras.

La que tenía un solo ojo abrió el cajón de un pequeño mueble que había a su lado.

Estaba lleno de joyas que brillaban bajo la luz de la antorcha como un millar de pequeñas fogatas.

Y la que tenía el rostro de niebla se puso de pie y con un solo movimiento se quitó las ropas y quedó desnuda. Su rostro brillaba como el mismo sol. En su cuerpo no había un solo cabello, y su piel era profunda como el ámbar y era tan hermosa que Orem no pudo contener las lágrimas y éstas fluyeron y fluyeron hasta que le nublaron la vista.

—Es como pensaba —dijo la que podía hablar—. Sus ojos sólo pueden cerrarse por su propio llanto y por su propia confianza.

La mujer del rostro en blanco se sentó otra vez, tan repentinamente como se había puesto de pie. ¿Cómo podía haberse vestido tan deprisa?

—Hunnnnnnng —gimió—. Ngiiiiiunnnnh.

—Cuatro cobres, dice mi hermana, y un beso.

No fue por las monedas que Orem las besó, sino por el temor que le inspiraban. Las besó en la boca, tal cuales eran, y los cobres cayeron en su mano, y se marchó de la habitación.

Y mientras corría por la Calle de las Putas escuchó por primera vez el sonido que más había amado su madre: el constante susurro de la savia que remontaba los troncos de los árboles, el cántico de la capilaridad. Ah, qué hermoso era. Y lloró hasta que la baba de la boca de la mujer con rostro de niebla se borró de sus labios.

En la hostería La pala y la sepultura se conseguía una cama por dos noches al precio de una moneda de cobre. No era tan caro como había supuesto. Se tendió durante un rato con las manos oprimidas entre las piernas, a causa del gran dolor que latía en la base de su vientre. Podía escuchar el correr de la savia incluso dentro de sí mismo. ¿Por qué he venido a Inwit, gritó para sus adentros. Pero sabía que la pregunta misma era una mentira. El no había venido. A él!o habían empujado hasta allí.

Y así fue cómo Orem se mantuvo virgen hasta que Belleza necesitó de él.

13
LADRONES

De cómo Orem aprendió cuánto valía la vida en la ciudad de Belleza.

EL CANTO DE LA CISTERNA

Orem despertó en el lecho superior de la última cama que había en La pala y la sepultura. El techo estaba a centímetros de su rostro, pero después de las angostas celdas de la Casa de Dios no temía a sitios como ese. Se deslizó cuidadosamente hasta el extremo de los tablones y bajó por las siete filas de camas. Había un fuerte olor a vómito. Cada uno de sus pasos sacudía el tablón sobre el que dormía algún otro; unos maldecían, otros refunfuñaban y otros daban manotazos.

Mientras pasaba por el escritorio del mesonero, éste le extendió un vale. Orem lo miró.

—No quiero andar con esto encima todo el día.

El hostelero se encogió de hombros.

—Como quieras. Pero te lo advierto. Si me lo permites, te engañaré.

Orem puso el vale en la bolsa.

—Gracias. ¿Todos los ladrones de Inwit son tan considerados que avisan antes?

El hombre le observó con calma.

—Soy un hombre de Dios. Sólo estafo a los que quieren ser estafados.

Nada había preparado a Orem para andar de día por las calles de Inwit. El flujo de la muchedumbre le condujo hasta el Gran Mercado y durante cierto tiempo se vio arrastrado y retenido en el remolino de transacciones. Nunca antes en su vida había visto tanta gente como había ese día en el mercado: arpillera y terciopelo, librea y uniformes; todo junto en la batalla de conseguir mucho por poco. Orem iba como un palurdo con la boca abierta, y así se delató como fácil blanco para los ladrones.

BOOK: Esperanza del Venado
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