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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (17 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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Un niño se arrojó contra él y una mano pequeña se introdujo por debajo de su camisa.

Antes de que Orem pudiera advertir qué era lo que sucedía, ya le habían quitado los cobres del calzón. Sin pensarlo, Orem salió disparado y descargó un golpe sobre la mejilla del pequeño. El niño cayó sin proferir sonido, y con el mismo silencio se puso de pie, pero Orem había aprendido a ser ligero en la Casa de Dios. Antes de que hubiera terminado de incorporarse, Orem le agarró por un tobillo. El niño trataba de arrojar feroces puntapiés al rostro de Orem. ¿Valía un ojo la contienda? Las pocas monedas de Orem eran su vida y su esperanza, y a pesar de los golpes siguió luchando.

Nadie parecía notar la cruel batalla que transcurría en la calle, si bien habían dejado un espacio libre para que se revolcaran sobre la arena. Por fin Orem atrapó al ladronzuelo en una mala posición, con las piernas dolorosamente dobladas, y la mano del joven atrapó los testículos del niño, lista para inflingir el insoportable dolor.

—Quiero mis monedas, bastardo —gritó Orem.

—¿Monedas?

—¡O en nombre de las Hermanas te arranco los huevos!

—En nombre de Dios, ¡no tengo tu dinero! —El aullido del niño era lastimero y sonoro.

Ahora que la pelea estaba resuelta, la gente comenzaba a prestar atención.

—Vete —le gritó una voz en la multitud—. Es de cobardes pegar a un niño.

El pequeño marrano estaba ganándose el favor de la gente. Orem se inclinó y le susurró al oído:

—Soy granjero, niño. Con mis propias manos he convertido toros en bueyes más de una vez.

Fue suficiente. Los ojos del niño se agrandaron y escupió cuatro monedas de cobre sobre la tierra.

Orem liberó al niño y rápidamente tomó el dinero. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver al ladrón en posición de lanzar un puntapié. Sí. Orem esquivó el golpe justo a tiempo y luego se puso de pie de un salto, preparado para el siguiente embate.

Pero no hubo contraataque. El niño le miró con ojos inocentes y echó a reír.

—¿No sabes que todos los pobres guardan los cobres en el mismo sitio? Y la mitad de ellos tienen sucios los paños menores. Es un trabajo bastante sucio tener que metérmelos en la boca.

—Si no te gusta —dijo Orem, sosteniendo sus cobres con firmeza— encuentra otra cosa en qué trabajar.

—Cuando tú encuentres trabajo, contrátame.

A Orem le irritó que el niño dudase de su capacidad de conseguir empleo.

—Te tomaré a mi servicio —dijo Orem desdeñosamente—. Encontraré trabajo en unos días y te iré a buscar.

—Oh, sí, tan seguro como que la Reina está dotada como un hombre. —El niño dio la vuelta y se agachó para mostrarle el trasero a Orem un instante. Luego desapareció en la multitud.

Orem siguió andando rumbo al norte, donde el Gran Mercado desemboca en el Camino de la Reina. Se maravilló al ver las casas inmensas, echó un vistazo a los carruajes con finas ruedas, observó a las damas, vestidas lo más impúdicamente que les permitía el límite de la decencia, de cintura para arriba, y a los caballeros, ligeros de ropa por debajo, como lo demandaba la moda. Y se detuvo al pie de la pirámide de cien peldaños que conducía al Salón de los Rostros, donde Palicrovol había deshonrado a la hija pequeña de Nasilee, y había vertido su sangre más íntima para convertirse en su esposo y así en Rey, para luego repudiarla. El comienzo de todos los males del mundo: el Salón de los Rostros.

—¡Maldito seas! ¡Que las águilas te devoren las entrañas! —Un guardia le agarró por el hombro y lo sacudió—. ¿Acaso no te dijeron en la Puerta que no pasaras por el Camino de la Reina? ¿Por el Camino de las Piedras? ¿Estás sordo? ¿Tienes cabeza de chorlito?

Más golpes y puntapiés mientras el guardia lo llevaba por una callejuela y lo aplastaba contra una y otra pared hasta que Orem por fin dio con el rostro contra la tierra de una calle trasera.

—¡Y no vuelvas por el Camino de la Reina o te haré colgar de las orejas hasta que se te partan en dos! —Orem quedó tendido en la calle, escuchando mientras se alejaba el guardia. Le dolía todo el cuerpo, pero no sentía tanta furia como alivio de que la paliza hubiese terminado. Se alegraba de que no hubiese sido peor. De un respingo se puso de pie.

—¿Suaves, verdad?

Orem se volvió a pesar del dolor para ver quién le hablaba. Era el niño que le había robado, sonriendo de oreja a oreja, con las manos en las caderas y las piernas abiertas, como Dios ante el mundo.

—Se te ve muy mal, ¿sabes? —El niño le sonrió maliciosamente—. Me cogiste de las pelotas y te creíste rico y todo un señor…

—Te estabas llevando todo lo que tenía —dijo Orem sin brillo. El dolor que le causaba respirar le hizo dar un brinco.

—Y tú me quitaste todo lo que yo tenía.

—Pero si era mío…

—No mientras estaba en mi poder.

Orem se dio cuenta de que la disputa no los conduciría a ningún sitio.

—¿Dónde estoy?

—¿De qué te sirve saberlo?

—De nada. —Orem miró a su alrededor. Todo lo que podía ver era, a un lado, la pared trasera de edificios comunes, y al otro, los altos muros de los jardines de unas casas gigantescas, con crueles cercas de hierro afiladas. Salvo el callejón que conducía al Camino de las Piedras, había un solo sitio por donde ir, y Orem echó a andar por la calle de tierra. El ladrón venía a la zaga.

—Aléjate de mí —dijo Orem.

—Te he seguido todo el rato.

—Nunca podrás quitarme mis monedas.

—Dijiste que me contratarías.

—Si conseguía trabajo. —Pero de pronto el niño ya no encajaba en el rótulo de pícaro ladrón—. ¿Me creíste?

—Pareces demasiado tonto para mentir.

—¿Entonces qué te hace pensar que conseguiré empleo?

—No me dejaste ir cuando te pateé el rostro. —El niño se echó a reír—. Peleas muy mal, sabes. Una niña podría vencerte.

Orem se sintió enrojecer de ira, pero no dijo nada. El camino se ensanchaba, y ahora se veían algunos escaparates de tiendas de baja estofa que daban a la calle. En mitad de la calzada había una pared baja y redonda, como los muros de una fuente, hecha de ladrillos irregulares. Orem se disponía a rodearla, cuando escuchó un sonido. Una canción que provenía de la fuente. Se detuvo.

—Es la cisterna —dijo el pequeño—. Canta todo el tiempo. No tiene ningún significado. La cisterna está vacía.

—¿Por qué? ¿Una sequía?

—Es por si sitian la ciudad. Jamás han sitiado Inwit. Además, estás ahogando el sonido.

Orem avanzó hasta el borde de la cisterna y se inclinó a escuchar.

Junto con el sonido, recibió un olor tan fétido que tuvo que dar un paso atrás, boqueando y cubriéndose la nariz.

—Como está vacía —explicó el niño— todo el mundo arroja aquí los desperdicios. Y hace sus necesidades. —Y como para demostrarlo, el niño saltó y se sentó sobre la pared, con

la espalda peligrosamente reclinada lejos del borde. Sin más ceremonia se puso a defecar, y luego aguardó con la cabeza gacha.

—¿Oyes la salpicadura? Debe tener unos ochocientos metros de profundidad…

—¿Y las voces?

—Probablemente sea un coro de ratas. Viven bien de los desperdicios. ¿No eres granjero? ¿No conoces las propiedades mágicas de los excrementos? —Y al hablar, se limpió con la mano izquierda, luego escupió sobre ella y la frotó sobre el suelo hasta que se secó—. Oye —dijo a Orem—. Compartamos un poco de agua.

Orem sacudió la cabeza.

—¿Qué? ¿Ni siquiera el agua compartes?

—Es del manantial de mi padre. Es para la fuente del Templo Pequeño.

—¿Qué eres? ¿Peregrino? Tienes cara de sacerdote. Cara de rata hambrienta.

—Estudié con clérigos.

—¿Conque sí, eh? —El niño asintió gravemente—. Estaba seguro de que sabías leer. Yo también sé leer un poco. Aprendí solo.

—¿Cuánto hace que se escuchan las voces de la cisterna?

El niño se encogió de hombros.

—De toda la vida, que yo sepa.

Orem recitó la Séptima Advertencia del Presbítero Zenzil:

—No aprendas los cánticos de las voces que emergen de cisternas vacías ni de fuentes secas.

El niño le miró burlón.

—No podrías aprenderlos. No tienen letra. Y de todas formas, nadie los entiende.

Orem se bajó los paños menores y se sentó sobre el borde del muro para aliviarse. Las voces le llegaron con más claridad: era un eco de aullidos y notas agudas que de pronto le llenó de temor. ¿De qué temer?, se preguntó. Entonces miró al joven ladrón y creyó ver la muerte en sus ojos. Sí, la muerte, y qué mejor momento que ese, ahora que Orem pendía indefenso sobre un hoyo que se hundía en lo profundo de la tierra, donde nadie encontraría su cuerpo aun cuando alguien se tomara la molestia de buscar a un joven escuálido con pase de pobre. Al niño le bastaría con correr y empujarle, y él sería hombre muerto. Y sí, sí, el niño estaba haciendo equilibrio, ¿verdad? ¡Y se inclinaba!

—¡Quédate en tu sitio, o por Dios…! —Y entonces fue de cuerpo y saltó de la cisterna y se alejó del ladrón.

—Era una broma, nada más —dijo el niño sonriendo—. No pensaba hacerte daño. Sólo asustarte.

Orem hizo lo que había visto hacer al niño: se limpió con la mano y luego frotó la mano en el suelo. Y luego se subió los paños menores. Temblaba, no porque el niño hubiese querido matarlo, sino porque la voz en la cisterna había parecido ponerlo sobre aviso.

¿Habría allí algo de magia verdadera? ¿Lo habría tocado algún hechizo por primera vez en su vida?

—Lo siento —se disculpó el niño viendo el rostro de Orem—. Era una broma.

Orem no replicó; sólo se alejó de la cisterna y salió al camino. Le bastaron unos pasos para saber dónde se encontraba: en el Camino de las Meadas, al final del cual se encontraba la Puerta del mismo nombre.

—No te marches —rogó el niño.

Orem le miró con enfado.

—¿No sabes darte cuenta de cuándo no eres bienvenido?

—Mi nombre es Zumbón, Zumbón Moscardón.

—No me interesa tu nombre.

—Te lo diré de todas formas. Es el nombre que me dio mi madre. Venía de Brack, que queda muy lejos, al este. La robaron unos piratas y terminó aquí, entrando por la Puerta de las Meadas. Tiene un pase. Allí a los hijos les ponen nombres como el mío, porque lo

primero que vio y escuchó cuando yo nací fue el zumbido de una mosca. Su marido yace muerto en el fondo del mar. En lugar de ojos tiene perlas.

—¿Qué te hace pensar que todo eso me interesa?

—Bueno, estás escuchando, ¿no? De todas formas, son puras mentiras. Mi padre está vivo. Él me llama Pinchazo de Alfiler, y cosas peores cuando se enoja. Él no tiene pase, de modo que tiene que esconderse en la Ciénaga cuando vienen los guardias. Yo no puedo tener pase hasta que mi madre no se case con otro hombre con pase. De modo que robo. Lo hago bien. Si quieres, lo haré para ti.

—No quiero que robes para mí.

—Lo cierto es que mi padre está muerto. Mi madre le mató cuando él se le acercó con una cachiporra. Le enterramos en el jardín. Si los perros no lo desentierran, pronto tendrá flores por encima. Fue ayer por la noche.

—Mientes.

—Sólo en parte. Déjame ir contigo.

—¿Por qué? ¿Qué tengo yo que tú puedas querer? Si crees que te daré una moneda de cobre con tal de que te marches, te pondrás a llorar al escuchar lo que tengo que contarte.

—Mi madre se ha marchado. Con pase y todo.

—¿Y con eso qué?

—Su amante se la llevó una vez que dieron muerte a mi padre.

Amante. Qué extraña palabra. ¿Qué papel jugaba el amor en Inwit? Pero el niño parecía estar atemorizado; sus ojos eran débiles y estaba listo para saltar, para correr con solo oír una palabra. ¿Sería verdad, entonces? ¿No tendría padres?

—No tengo nada —dijo Orem—. Apenas me alcanza para mí, y no sobra nada para ti.

—Conozco la ciudad. Seré útil.

—Encontraré mi propio camino.

—Si el guardia te atrapa, puedo decir que eres mi hermano, y no me cortaran una oreja por no tener pase.

No se le había ocurrido a Orem. Le cortarían una oreja a un niño…

—No lo harían…

—Por Dios que sí.

¿Qué ganaría con un niño a cuestas? Lo hacía sentir como si tuviera que mantener una familia, como si no fuera libre. Lo más probable era que no pudiese conseguir trabajo así.

—Ven conmigo.

Zumbón sonrió, y de pronto todo el patetismo desapareció. ¿Era un farsante? Orem se maldijo por ser tan tonto. Pero así y todo no lo echó.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el niño.

—Me llaman el Carniseco.

—Por Dios, ese nombre sí que es peor que el mío.

—Yo te llamaré Zumbón. No me parece mal nombre.

—Y yo te llamaré Carni.

—Tú me llamarás señor.

—Como quieras. Vamos. Todos los que han conseguido trabajo lo hicieron en la Calle de las Tiendas. —Y se internaron junto con la multitud en el Camino de las Meadas.

Zumbón fue un compañero como Orem nunca antes había tenido. Era tan vivaz que incluso la frialdad de los tenderos era causa de risa. Zumbón hacía una reverencia y con lujo de adornos alababa a los comerciantes que se encontraban —a los que no les sacaban a empellones—. Zumbón parodiaba y gesticulaba.

—Oh, os amo como a un hijo, pero si tuviera un hijo tendría que pedirle que se marchara sin trabajo, amigos, debéis comprender, los tiempos son tan difíciles que si esto sigue así veinte años más no podré sobrevivir, y terminaré muerto. ¡Me moriré!

Zumbón hacía reír a menudo a Orem, y con él recorrió largo trecho, ya que el niño conocía bien la ciudad, pero al caer la tarde no cabía duda de que en la Calle de las Tiendas no encontrarían trabajo. Necesitaba descansar, y Zumbón le condujo al inmenso cementerio. Los árboles fueron un refugio para Orem; le hicieron recordar su hogar, aunque allí no hubiera hierba y las ramas estuvieran podadas. Había algo de hogar, aun cuando no hubiera pájaros. Orem lo advirtió y se lo comentó a Zumbón.

—Los muertos los atrapan y montan en ellos —replicó—. Van a todas partes montados sobre las aves. Por eso nunca se debe matar un pájaro. Puede haber un espíritu sobre él que ya no podrá regresar a su reposo y te perseguir de por vida.

—Los muertos se reúnen en las redes de Dios —dijo Orem.

Zumbón le miró inexpresivamente.

—Pensé que no eras sacerdote.

—No seré nada si no consigo trabajo —dijo Orem—. Un hombre es lo que hace para ganarse la vida. Carpintero, granjero, sacerdote o mendigo.

BOOK: Esperanza del Venado
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