Esperanza del Venado (18 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Esperanza del Venado
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—¿O ladrón? —aventuró Zumbón. Había un deje de ira en su voz.

—¿Por qué no, si es tu forma de vivir?

—Yo robo, Carni, pero no es lo que soy.

—¿Y entonces qué eres?

—Un hombre es lo más grandioso y lo más osado que se atreve a hacer. Yo juego con serpientes.

Orem se encogió de hombros.

—No sé qué significa eso.

Zumbón sonrió con una mueca.

—Ah, en ese caso tendrás que verlo, Carni. Tendrás que verlo.

EN EL FOSO DE SERPIENTES

Orem adivinó que se acercaban a la ciénaga cuando el olor del pueblo se convirtió en un vapor fétido y cuando notó que las chozas estaban erigidas sobre pilotes.

—Tendrás que pegarte a mí —anunció Zumbón—. En este sitio hay arenas movedizas y la arcilla te arrastra hasta el fondo si pisas donde no debes. No te separes de mí.

Orem se mantuvo a su lado, imitando lo mejor que podía el intrincado camino que seguía el niño por entre los árboles de inmensas raíces y las espadañas. Después de andar casi dos kilómetros sin sentido, Zumbón se detuvo sin más y Orem chocó contra él.

—Quédate a unos pasos —dijo Zumbón—. Nunca se sabe qué hará la serpiente.

Zumbón tomó una vara con un trinquete corto en un extremo. Parecía como si la hubieran cortado de ese modo. Hurgó con ella en la tierra, apartando malezas de una tabla oculta en el suelo. Luego levantó un extremo de la tabla y del hoyo provino un agudo silbido. Orem se encogió involuntariamente. Hasta el último niño de Burland sabía que el silbido de una mordedora significaba la muerte si uno no se alejaba. Sólo vivían en sitios como este, donde no se sabía bien si se trataba de tierra o de un lago. Era tan buena razón para mantenerse lejos de las ciénagas como cualquier otra.

Zumbón se echó a reír, pero no de Orem.

—Tres días, y no se asfixió. ¡Eso sí que es tener suerte!

Orem observó fascinado mientras Zumbón apartaba el tablón unos centímetros, siempre con la vara. Cuando las mordedoras se movían, lo hacían como los pájaros, rápidas e invisibles hasta que se detenían nuevamente. Y allí estaba: un destello verde deslizándose sobre la tierra, en línea recta hacia las aguas más cercanas. No avanzó más que unos pocos metros, y allí quedó atrapada, con el cuello debajo de la horquilla de Zumbón.

—¿Puedo confiarte mi vida? —preguntó Zumbón.

—Digamos que sí…

—Entonces sostén esta varita y no aflojes la presión en lo más mínimo.

—Bueno.

—Basta que la mordedora se hunda en el agua y beba para que seamos dos cadáveres.

—Es un cuento para atemorizar a los niños.

—Cuéntaselo a los niños muertos de la Ciénaga.

Orem dio un paso y aferró la rama. Con el cambio de presión la serpiente dejó escapar un agudo silbido, pero Orem se mantuvo firme. Zumbón reía nerviosamente.

—Así es, así es, sostenla fuerte; dicen que es como una mujer: mucha música pero cuando te hinca los dientes, te mata.

Orem sabía que Zumbón hablaba sólo para escuchar el sonido de su propia voz. La serpiente comenzó a sacudir la parte del cuerpo que la rama dejaba libre, dando latigazos con la cola. Zumbón no dio señales de prestar atención a eso: extendió la mano y cogió a la mordedora precisamente por debajo del sitio donde la horquilla le sostenía el cuello, y luego tiró hasta que la cabeza quedó firmemente apretada contra la rama. La serpiente hizo un ruido como si se asfixiara, pero Zumbón no reparó en él. Ahora se atrevió a asirla justo por detrás de la mandíbula, con mucha, mucha firmeza.

—Aún no —murmuró. La serpiente silbó. Zumbón deslizó su mano izquierda hasta que atrapó la cola del reptil—. Ahora déjala.

Orem aguardó otro segundo, temeroso.

—Suéltala, ¿o acaso quieres asfixiarla?

La soltó. De inmediato la serpiente se sacudió ferozmente en terribles temblores y espasmos. Zumbón la retuvo. La serpiente gemía, silbaba, se lamentaba como si se hubiera muerto su hijo. Zumbón rió aliviado.

—Tramposa, tramposa. Eso es lo que eres. Si uno no sostiene bien la cola, te da un latigazo en el ojo, y cuando la sueltas te atrapa. Ahora vamos. Para llegar al foso falta un trecho.

En opinión de Orem atrapar la serpiente había sido proeza suficiente para un solo día.

Con gusto habría dejado allí a Zumbón si hubiese sabido cómo salir de la Ciénaga.

El foso de serpientes no era profundo: no podía haber fosos hondos en la Ciénaga, ya que el agua se filtraba por la menor cavidad. Al poco rato comenzaron a aparecer otros niños, y cada uno traía un ofidio del cuello.

—¡Zumbón! —gritaron unos.

—¡Moscardón! —dijeron otros.

El niño dirigió la cabeza de la serpiente hacia ellos a modo de broma. Algunos miraron a Orem.

—El es Carni —dijo Zumbón, a modo de presentación—. Va con pase de pobre, pero servir.

Uno tras otro los niños se acercaron al borde del hoyo y arrojaron las serpientes. Cada una salió disparada hacia las aguas y sació la sed. Y entonces trataron de salir, en dirección a los pequeños. Cada serpiente que se acercaba al borde era devuelta a las aguas con una varita en horquilla. El claro se convirtió de pronto en un funeral, con los gemidos y lamentos de las víboras.

—Tú, Carni —dijo un niño—. Tú no tienes palo, conque tendrás que ocuparte de las ratas.

¿Ratas? Zumbón se apresuró a informarle de lo que ignoraba.

—A tu derecha, allí, en el castillo.

El castillo era una cerca de piedra, techada con tablas de madera. Dentro había ratas, escurridizas y lloronas. A Orem no le agradó la perspectiva de tener que meter la mano para atrapar uno de los roedores. Nuevamente llegó el consejo de Zumbón:

—Toma la bolsa y tenla lista. Luego abre una de las piedras de la pared.

Al principio Orem lo hizo con torpeza y la primera rata se escapó; luego entraron dos en la bolsa y pudo encajar la piedra en su sitio para que el resto no huyera. Las ratas luchaban dentro del saco y se movían de un lado para el otro. A Orem le costaba aferrar el bulto.

—¿Trajiste dos?

Orem asintió al niño que le había hablado, el único que parecía tener su misma edad.

—Supongo que no querrás atrapar sólo una.

Orem se encogió de hombros. No era bueno que a uno lo tuvieran por cobarde.

—Como quieras.

—Una entonces. Y arrójala justo en el centro. —El niño no se molestó en mirarlo. Debía seguir manteniendo a raya las serpientes para que no salieran del foso.

Orem sostuvo con una mano la boca de la bolsa y con la otra estrujó la tela entre las dos ratas. A la que estaba lejos de la boca la aisló aferrando la bolsa entre las rodillas. Y

luego estrechó la bolsa cada vez más hasta que la otra rata quedó atrapada justo al borde, sin poder moverse. Con cuidado, Orem manipuló la rata hasta que la cola del animal quedó del lado de la abertura. Es mejor una meada en los dedos que un mordisco.

Con cautela abrió la boca contra la resistencia de los dedos de la otra mano y tanteó el cuerpo de la rata hasta localizar una pata trasera. Entonces soltó la abertura y tiró de la pata simultáneamente, y con un solo movimiento la arrojó a las serpientes. Si había esperado un murmullo de admiración, tuvo un desengaño. La rata dio en mitad del foso, pero de inmediato los niños se pusieron a observar la actuación de sus serpientes. Se habían quedado mudas, y la rata pendía entre las bocas de una docena de mordedoras, y todas habían conseguido dar un mordisco. La rata no tuvo tiempo de moverse: demasiado veneno; de su boca salía sangre, expulsada desde lo más profundo de sus entrañas. Y no quedó más que piel, carne y sarna. Las serpientes luchaban y tironeaban y la rata se deshacía. Algunas se quedaron sin su parte, otras se iban con un trozo de piel, y finalmente quedaron dos prendidas del animal, ambas tragando furiosamente hasta que quedaron colmillo contra colmillo, con las mandíbulas distendidas por el grosor de la rata.

Los dos niños cuyas serpientes quedaron unidas se felicitaron por haber ganado la primera parte de la confrontación. Aquí terminaba la actuación de sus víboras en el asunto, porque ahora el resto de las serpientes comenzaba a aullar y a atacarse entre sí.

No era fácil que las mordedoras se envenenasen entre sí, pero tras una docena de mordiscos comenzaban a debilitarse, y al cabo de cien mordeduras morían. Ahora las otras serpientes empezaban a morder y a tratar de devorar lo primero que se les cruzara.

Algunas morían con medio cuerpo de otra serpiente dentro del vientre. Otras morían sin nada. Y finalmente, cuando todo quedó en calma, los niños se acercaron para dar el veredicto. ¿Cuál de las serpientes había tragado más de las otras?

Orem trató de descifrar el sentido del juego. Aquellos cuyas serpientes estaban solas, sin haber comido ni ser comidas, aparentemente estaban fuera del asunto; rezongaban y se marchaban. El resto de los niños estimaba hasta qué punto había sido devorada cada serpiente antes de morir y se agrupaban de a dos según las parejas de víboras, y siempre uno de los dos salía triunfal y el otro con rostro compungido. Por primera vez se le ocurrió pensar a Orem que ninguno de los niños tenía dinero. ¿Cuál sería el precio de la derrota, entonces? ¿Qué debían pagar los que perdían?

—La tuya está más comida —dijo un niño mayor a otro más pequeño.

—Vete a cagar —replicó el perdedor—. Era una serpiente más corta.

—Te digo que perdiste.

—Te digo que te vayas a cagar. La tuya está más comida.

Orem miró las serpientes y pensó que tal vez el más pequeño tuviera razón. También pensó que a menos que el precio fuera muy desagradable, no valía la pena discutir por ello, ya que el niño más grande tenía un aire de jovialidad que infundía temor.

—Y yo digo que no.

El menor parecía asustado, pero seguía con aire desafiante.

—No he venido aquí para que me estafara un tramposo como tú —dijo en voz alta. Los demás niños comenzaron a retroceder.

—Ni yo —dijo el mayor—. Yo no. Digo que no he venido para eso. Tú también lo dijiste. Yo no.

—¡Yo no!

Hubo un empellón en el pecho, luego un paso atrás, un golpe, otro paso atrás. Orem ya había visto antes la expresión que tenía el mayor en el rostro: era la misma que la de Cressam, Morram y Hob cuando lo arrojaron a la pila de heno para quemarlo vivo.

—¡Oye, Hop, no es nada! —dijo Zumbón.

¿Quién sería Hop? ¿Acaso Zumbón trataba de aplacar al mayor o de serenar al menor diciéndole que no era tan grave darse por vencido? Orem no podía decirlo, ya que ninguno de los dos dio señales de haber escuchado. La pelea ya no era por las serpientes. Era para ver quién podía imponer su voluntad sobre el otro.

Y luego se acabó. El menor dio un empujón y el mayor lo agarró por las manos y lo arrojó al foso de un solo movimiento. Al principio Orem se sintió asqueado a pesar que el niño caería sobre los cadáveres de las serpientes. Pero luego descubrió que no estaban muertas. Solo yacían adormecidas, inmóviles. Cuando el niño cayó al agua sobre las serpientes, algunas se reanimaron con suficiente rapidez para que el pequeño se pusiera de pie con cinco o seis colgando de él. Orem no pudo contenerse, y dejó escapar un grito junto con el terror del niño. Ya era terrible que los colmillos le horadaran la piel como agujas de coser, pero una de ellas colgaba de un ojo, como si hubiera nacido de allí. El niño se dobló en dos y pareció vomitar toda la sangre de su cuerpo. Luego cayó inmóvil como la rata, mientras las serpientes trataban en vano de abrir la boca para poder tragárselo entero.

Por alguna razón, lo único en lo que pudo pensar Orem fue en el Sabueso atrapando el hombro de Glasin entre sus mandíbulas y desgarrando la carne. Pero este sacrificio no valía la pena. El niño yacía tendido, envuelto por los cuerpos cimbreantes de las serpientes que lo punzaban con sus lenguas, pero Orem no podía apartar la vista.

—¿Has visto suficiente? —preguntó Zumbón en voz baja.

Orem era incapaz de hablar.

—Marchémonos ya —dijo Zumbón— o no saldremos de la Ciénaga con vida. Así de sencillo. ¿Vienes?

—En High Waterswatch —dijo Orem— luchábamos cuerpo a cuerpo y hacíamos girar trompos. Así jugábamos.

—En eso no hay nombre para un hombre —dijo Zumbón—. Pero te recuerdo que fuiste suficientemente rápido para retorcerme los cojones con tal de salvar tus cobres.

Orem siguió a Zumbón por la Ciénaga, sin poder dejar de escuchar a sus espaldas los silbidos de las serpientes. Sólo cuando llegaron a las casuchas Orem se dio cuenta de que aún sostenía entre sus manos la bolsa con la rata. Impulsivamente la golpeó contra la pared de una casa.

—¡En nombre de Dios! —gritó Zumbón—. ¿Qué haces?

—¿Tanto te importa la rata? —preguntó Orem.

—No la rata Carni: la casa. Si abres un hoyo en la pared, cuando llegue el invierno los matarás de frío si no han podido encontrar con que arreglarla.

Una casa era sagrada, pero en la Ciénaga un niño podía morir sin razón. Orem tendió la bolsa a Zumbón. Este la abrió boca abajo y dejó escapar al animal. No estaba muerta, pero el golpe contra la pared la había dejado aturdida. Caminaba hacia adelante, mareada. Zumbón le dio un puntapié y la hizo volar y dar vueltas por los aires antes de que cayera otra vez.

—¿Cuál era la prenda que debían pagar los que perdían? —preguntó Orem.

Zumbón se encogió de hombros.

—Un jueguecito de ven-que-te-la-meto. Hop no tendría que haber peleado. Tiene una hermana que pagará por él.

—¿Y tú? ¿Tienes alguna hermana?

—No —replicó Zumbón—. Pero yo nunca pierdo. —Sonrió—. Soy buen Juez de serpientes.

—¿Por qué lo haces? —preguntó Orem—. ¿Por qué juegas tan cerca de la muerte?

Zumbón hizo un gesto indiferente.

—Yo soy así.

EL SECRETO DE LA FUENTE

Orem insistió en hallar solo el camino de regreso desde el Camino del Bosque, y allí se separaron, tras convenir en que se encontrarían por la mañana para proseguir con la búsqueda de trabajo de Orem. Antes de regresar a la hostería, Orem tenía algo que hacer. A través de las callejas sombrías y despobladas llegó hasta el Pequeño Templo, y un sacerdote le mostró la fuente adonde siempre acudían los extranjeros.

No era gran cosa. Nadie le pidió ofrendas ni paga; fue hacia la fuente y allí derramó el agua de manantial de su botellín. No estaba seguro de cuál era la oración que cabía decir allí, de modo que oró por su padre, y luego hundió el botellín de nuevo para llevar las aguas sagradas que según Glasin eran tan valiosas.

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