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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (19 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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Antes de partir, miró dentro del agua para ver por dónde llegaba el surtidor del manantial. Pero miró largo rato y finalmente descubrió que no había surtidor alguno: no era una fuente sino un estanque. Vertió el agua del botellín sin probarla. La fuente se llenaba gracias a todos los visitantes que llegaban a Inwit, que dejaban el agua de sus hogares y no se llevaban nada de la ciudad sino los restos algo evaporados de las ofrendas de los otros incautos. Un fraude, desde luego. Una engañifa. Orem casi escupió en el agua, pero se contuvo al recordar que el siguiente visitante no se merecía ningún daño. Podía haber compartido el agua con Zumbón, de haberlo sabido. Eso es lo que más le enfureció: haber sido mezquino con el agua de su botellín.

De regreso en La pala y la sepultura, el hostelero le exigió otro cobre.

—Pero ayer por la noche pagué por dos días.

—Lo sé. La otra moneda es por mañana.

—Pero mañana es una sola noche. Debería ser medio cobre.

—Quédate, y usa la cama dos noches. —Y eso fue todo. El pase era por tres días; las habitaciones por dos y otros dos. Tómalo o déjalo. Al menos le permitieron tomar un cuenco de sopa. Se ve que tenían conciencia.

14
SIRVIENTES

Jamás supe qué era ver, salvo salir de la niebla. Es lo que me decía Orem, el Reyecito. Es lo que me decía cuando creía que no era sabio.

LAS AGUAS DE LA REINA

Tan espesa era la niebla, que cuando Orem salió de la hostería no parecía de día. Sólo cuando estaba a mitad de camino podía distinguir los edificios. Los otros transeúntes que poblaban la mañana se aparecían de pronto, casi topándose con él. Debía caminar lentamente y observar con cuidado. Cada tanto se escuchaba una imprecación; y aquí y allá alguna pelea: ¿es usted ciego o imbécil? Orem temía perderse y desperdiciar el último día que pasaría por entero en la ciudad, pero Zumbón le encontró.

—¿Qué es la niebla? —preguntó Zumbón—. Si en Inwit dejáramos que la niebla nos recluyera no sería mucho lo que se habría hecho hasta ahora. Para mí estos son días de oro. Ya he hecho tres monedas de cobre sin siquiera tener un cuchillo con que abrir bolsillos.

A Orem le inquietaba saber que iba en compañía de un ladrón. Pero no tenía otra guía, y en un día como ese necesitaría del pequeño más que nunca. Ayer habían ido hacia el norte. Hoy iban hacia el este, tratando de hallar trabajo para Orem en una casa de escribientes, en algún sitio donde su instrucción pudiera serle útil.

Pero en el sector oriental de la ciudad no eran escribientes, ni letrados ni duchos en contabilidad lo que querían, sino niños, para los crueles deportes de las casas de juego, para los lechos de los pederastas. Niños que pudieran desaparecer sin que nadie se molestara en reclamarlos. Dos veces Orem se metió en un sitio donde no debía haber entrado. Dos veces Zumbón tuvo que sacarle de allí, y no precisamente conversando.

Dejaron a un jugador con un par de huevos rotos. En la Gran Bolsa se las vieron peores, pues cuando rehusaron la lucrativa oferta del proxeneta de un banquero este dio voces de que estaba ante dos ladrones. La niebla fue su salvación. La niebla, y la aptitud de Zumbón para abrirse camino por sitios insospechados para un adulto. Se detuvieron al caer la tarde, cansados de tanto correr, cerca del final del acueducto.

Los grandes arcos que llevaban el agua terminaban antes de cruzar la calle. Al pie del arco había un pequeño estanque de agua custodiado por guardias y rodeado por hileras de personas que aguardaban para beber y llenar botellines, jarras o cantimploras.

—¿Tienes sed? —preguntó Zumbón.

—¿No ser peligroso esperar tanto tiempo aquí? ¿Estás seguro de que no nos vienen siguiendo?

Zumbón sonrió.

—Veamos qué puedo hacer para que la cola se acorte. —Caminó entre las hileras hasta un lugar bastante cerca del estanque y luego con un amplio gesto, dijo a viva voz-: Por gracia de la Reina…

Algunos de los que estaban cerca le pidieron que se callara, pero el resto fingió no escuchar.

—Agua —dijo Zumbón— de la gran Casa de las Aguas del Castillo. Una vertiente que corre durante todo el año, sin cavar. Sólo fluye y por su gentileza la Reina permite que la mitad de las aguas recorran la ciudad. Y después de que el agua fue vertida en todas las casas ricas a ambos lados del Camino de la Reina y después de que el Templo se abasteció de agua y que las Hermandades se aprovisionaron de agua, y que esta recorrió el Parque, entonces este chorrito que cae aquí llena el estanque para el pueblo de Inwit.

El discurso surtió efecto. Se quedaron solos en el estanque, ya que todos los que aguardaban por delante y por detrás de ellos se apartaron a raíz de la sonora disertación sobre la Reina. Pero, sin embargo, no se había dicho ni una palabra de traición. Los guardias fruncieron el ceño mientras Orem hundía el botellín en las aguas y lo alzaba desbordante. Con todo, no bebió. En lugar de hacerlo extendió el agua a Zumbón, dejando caer deliberadamente un chorro sobre las manos del niño mientras éste las acercaba para asir el frasco. Zumbón le miró sorprendido, y entonces le salpicó a su vez, seriamente. No había más remedio que compartir el agua, aunque Zumbón fuera un pillo y Orem casi un Enviado de Dios.

EL SIRVIENTE DEL SIRVIENTE

Se encaminaron al norte del estanque, por la boca de una amplia calleja que corría entre dos inmensas casas. Dentro y fuera del callejón se veía un intenso tránsito de sirvientes de librea. Orem les observaba, tan ocupados, tan importantes, pero sin que les faltara tiempo para hacerse una sonrisa o un guiño, sin que importara la librea. Oh, había algunos que pasaban bien tiesos, Orem lo veía, pero aun en esos casos era una frialdad tan marcada que sin duda delataba alguna rencilla: entre los sirvientes no había extraños.

—Olvídalo —dijo Zumbón.

—¿Olvidar qué?

—Jamás conseguirás que te contraten en alguna de las grandes casas. Jamás conseguir s trasponer la vigilancia del portero.

—Entonces no pasemos por la puerta principal…

Zumbón se negó a ir.

—Si vamos por allí sin duda pensar n que somos ladrones.

—Una vez escapamos… —propuso Orem.

—Pero casi no lo logramos, maldito sea… —respondió Zumbón.

—¿Juegas con serpientes y tienes miedo a los lacayos?

Fue así como Zumbón marchó con él, pero esta vez a la zaga, dejando que Orem llevara la delantera. La calle pronto se angostó, y si bien la niebla se resistía a desaparecer, sólo teñía de gris los edificios a diestra y siniestra. Al principio todavía se veían cercas, ya que algunas de las casonas, cada vez menos frecuentes, en lugar de dar a la calle principal daban frente al callejón. Luego las cercas desaparecían y de pronto la calle se transformaba en una plaza entre las casas de altos muros. Dentro de la plaza, una maraña de callejuelas y a lo largo de ellas, pequeñas casas de madera, perfectas réplicas en miniatura de las inmensas mansiones de piedra. Allí donde en las casonas había grandes peristilos de piedra aquí había postes de madera con intrincados ornamentos. Allí donde las mansiones tenían muchísimas ventanas enrejadas, aquí los pequeños hogares estaban festoneados de ventanitas y barrotes de madera remedaban el bronce y el hierro de sus amos. Los sirvientes imitaban a sus señores tanto como les era posible, aunque sus casitas eran tan grandes como las cocinas de aquellos.

Ahora que había llegado hasta allí, Orem no tenía ni idea de adonde ir. Había esperado que alguien le detuviera, pero nadie lo hizo De hecho, había otros sin librea, vestidos con la misma sencillez que él. Eso le dio esperanzas. Seguramente habría trabajo en ese sitio.

—Es como una ciudad en miniatura —murmuró Zumbón.

—Vamos —replicó Orem. Avanzó sin vacilar por la cerca trasera de una casona, donde las chimeneas de las cocinas dejaban salir un humo caliente y espeso que teñía la luz de amarillo.

—¡Eh, niños! —Un anciano los observaba desde el pórtico de una casa de madera.

—¡Hola, anciano! —replicó Orem.

—¿Buscáis trabajo? —preguntó.

—Ni más ni menos —dijo Orem.

—Ah, sí, queréis trabajo, todo el mundo busca trabajo salvo los que ya lo tienen. Y salvo yo. Yo tengo una maravillosa pensión y me siento todo el día en el jardín a saludar a los niños como vosotros, que se pasean vestidos con ropas lamentables. ¿Sabéis que dentro de la casa los que limpian, los que bruñen, y los que cocinan, y los que amasan y los que aguardan, todos saben que veníais?

—¿Lo saben? ¿Pero cómo?

—El olor de un niño de las granjas y el de otro de las Ciénagas puede sentirse a millas de distancia. El burdo golpeteo de tus sandalias sobre nuestros senderos de piedra puede escucharse aún desde más lejos, y lo que más os delata es el rudo acento de vuestra conversación. Os han visto mientras bajabais de la fuente pública. Os observaron cuando mirabais por los portales de nuestra humilde callejuela. Y ahora os examina un anciano que no tiene mejor cosa que hacer que ahuyentar a los patéticos extraños que creen poder conseguir trabajo aquí.

Pero a estas alturas Orem ya había sido rechazado muchas veces y había perdido el temor a los ahuyentadores.

—Aquí hay trabajo. ¿Por qué no habría de poder hacerlo?

El hombre rió con voz cascada.

—Oh, podrías, podrías… pero no puedes. Cualquier hombre puede aprender a ser mendigo o noble, pero para ser un verdadero sirviente hay que nacer siéndolo.

—Yo nací para ser soldado o clérigo —dijo Orem—. Pero no soy ni demasiado fuerte para lo primero ni demasiado sumiso para lo segundo. ¿Por qué no podría aprender a hacer la labor de los sirvientes? Alguien tuvo que ser el primer lacayo. ¿Quién le enseñó a servir?

—Bueno, ahí está lo primero que debes perder: esos modales insolentes.

—Vámonos —dijo Zumbón—. Sólo quiere conversar.

El anciano le escuchó y gritó furioso:

—¡Iros, entonces! ¡Si no queréis lo que tengo que ofreceros, retiraros! ¡No obtendréis de mí una segunda oportunidad!

—¿Qué es lo que nos ofreces? —preguntó Orem.

—Un trabajo y un pase. ¿No significa nada para ti?

De modo que se quedaron y le escucharon. Les hizo señas de que pasaran al otro lado de la cerca y pronto estuvieron de pie ante él. El viejo les sonrió, y vieron que sus dientes eran de bronce. Parecía una estatua, al menos su boca. Verle hablar era como un milagro.

—De pie, sí. Esto es lo que hace un sirviente cuando le habla su amo: estar de pie.

Quedaos de pie y miradme con respeto, y no rehuyáis la mirada, no. Escuchad cada palabra, por si os hago alguna pregunta. Jamás podéis ser sorprendidos en una falta de atención hacia las palabras del amo. Y estad en posición erguida, con un pie hacia atrás, así, y la reverencia siempre lista, y la respuesta presta en los labios. Al propio amo se le llama honrado señor, a su hijo nuevo amo, al segundo hijo y a todas las hijas se les llama bienaventurados y el tercer hijo o los que vengan después son señor desesperanzado, siempre dicho con el debido respeto y un toque de ironía para que sepan que uno es su amigo. Y si se está ante el amo de otra casa, se le llama estimado señor, a menos que él y tu amo no estén en buenos términos, en cuyo caso pasa a ser elevada y noble eminencia, lo cual se dice sin la menor ironía no sea que lo tome por su significado fálico; y a su esposa la llamaréis estimada señora si es una amiga, pero si vuestro amo la desprecia la llamaréis fecunda madre de noble linaje, y si vuestra ama la desprecia, entonces enviada de las naciones, y si los dos la desprecian no la llamaréis de ninguna forma, sino que haréis una reverencia hasta tocar el suelo con la frente, lo cual es un reverendo insulto que no se atreverá a responder. ¿Lo habéis comprendido? ¿Podéis hacerlo?

—Para mí es pura mierda, si me lo pregunta… —dijo Zumbón.

—Pero tú, joven, alto y delgado como el último humo de un incensario, tú no piensas lo mismo.

Orem sonrió.

—En la Casa de Dios era igual de difícil. Si uno le habla a Dios con pecados sombríos en el corazón, pero hay otra compañía y uno no quiere preguntas, hay que dirigirse al señor llamándolo Divino Padre que Estás en los Cielos. Si uno está dispuesto a confesar sus pecados y a arrepentirse, entonces se le llama Santo Padre que Amas a los Débiles. Si estás orando por una compañía de tus pares, el nombre de Dios es Maestro de los Hermanos. Pero si uno ora por la gente común o por una compañía mixta, lo llama Creador de Todas las Cosas, Supremo y Poderoso. Y si el Rey está en tu presencia…

—Ya basta, ya basta —exclamó el hombre—. ¿De modo que te han educado para ser sacerdote?

—Lo suficiente para saber que jamás lo seré.

—Y tampoco ser s sirviente de una de las grandes casas. No es que te desee lo peor. En absoluto. Te deseo el bien. Pero la labor de un sirviente es ser invisible, hacerlo todo en silencio; el trabajo del sirviente consiste en hacer todo sin mostrar que está haciéndolo.

Un sirviente camina como un bailarín. Es todo un arte. Un arte, eso es lo que es. Y hemos nacido para ello y nos han criado en esto, y no hay posibilidad de que un advenedizo pueda aprenderlo. ¿Qué hay que hacer si el amo nos pide más vino y ya ha bebido demasiado?

Orem sonrió apenas y se encogió de hombros. ¿Cómo saberlo?

—¿Echas agua en el vino? Jamás. ¿Le das medio vaso o te niegas? Nunca No, uno añade la ginebra más fuerte que pueda encontrar, y al siguiente vaso cae redondo.

Entonces uno se pone graciosamente de pie a su lado y despide a los invitados, uno por uno, en su nombre, y todos le dan la mano al marcharse, de tal forma que a la mañana siguiente tú le digas: Usted le dio la mano a todos antes de que partieran. Nadie pensar mal de él puesto que todo ha sido hecho con la mayor gracia y aunque él sepa la verdad no le importar porque esa es la forma en que debe hacerse. Nosotros somos los responsables de que todo ande bien en Inwit. ¿Quién crees que sirve en el palacio?

Nosotros. Las cincuenta familias. Somos los únicos sirvientes de Inwit, y lo hemos sido desde el principio. Cuando Dios enseñaba su nombre a los extranjeros, nosotros ya asábamos las carnes y servíamos el pan. ¿La Casa de Grell necesita un lacayo para las escaleras? Yo tengo un sobrino. ¿La Casa de Bran necesita una mujer que se ocupe de los niños? Mi esposa cría niños y también les enseña a bailar. Mi familia es la familia Dyer, y tenemos un hombre o una mujer en cada casa de alcurnia, y con responsabilidad.

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