Esperanza del Venado (36 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Esperanza del Venado
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Cada tres o cuatro horas Orem devolvía el niño a Belleza para que lo amamantara.

Belleza observaba a Juventud todo el tiempo; Orem contenía su poder para sus adentros cuando estaba con el niño, para que Belleza nunca se viera impedida de mirarlo para asegurarse de que su niño no comía otra cosa que lo que tomaba de ella. Orem le entregaba la criatura en silencio, y con el mismo silencio Belleza se lo devolvía cuando estaba satisfecho.

Cada vez que Orem llevaba el niño a Belleza, creía que era la última vez que lo veía; cada vez que tomaba al niño en sus brazos, lo hacia con toda gratitud, como si por algún acto de misericordia se le permitiera vivir otro rato m s. Y como sentía la muerte en forma tan inminente, no desperdiciaba el tiempo que pasaba junto a Juventud. En esos días, si uno quería estar con Orem no tenia más remedio que aceptar la compañía del niño.

Por la noche, cuando Juventud dormía sus doce horas, Orem se retiraba a sus aposentos y empleaba la velada batallando contra la Reina. Ahora que el pequeño había nacido, ella se sentía con mas fuerzas para luchar y mantenerla alejada de Palicrovol era una contienda permanente. A veces incluso pensaba: Estoy acelerando mi propia muerte al atemorizar a la Reina. Me matará y se renovará más pronto aún. Debería dejar de pelear contra ella, para que me deje vivir.

Pero sabia que Belleza no lo dejaría con vida, y mientras observaba cómo Palicrovol preparaba sus huestes, comenzó a albergar esperanzas de que el Rey llegase a tiempo para salvarlo. Eso es lo que una vez dijo a Juventud: el Rey me ha de salvar.

El mismo Juventud era otro milagro. Como su padre y su abuelo, era de cabello moreno y de tez blanca; como su madre, era de rostro espléndido. Como había tenido una preñez de doce meses, su crecimiento era rápido, y su vida veloz. A la semana ya sabía sentarse, y al mes ya se ponía de pie. Antes de que más allá del Parque de Palacio fuera verano el niño ya sabia caminar. Correteaba con sus piernas regordetas por los senderos, escondiéndose y asomándose, llamando a Papá o a Comadreja. Si llamaba a Belleza de algún modo, jamás lo dijo delante de ellos; por momentos Orem se preguntaba si ella le

hablaría, o si sólo lo amamantaría en silencio. Asomaron sus dientes, pero ella seguía dándole el pecho. Orem le enseñó a conocer las letras que garabateaba sobre la tierra y a leerlas en dos sentidos, y así y todo Belleza seguía dándole el pecho.

Orem también pasaba horas de quietud con Juventud, pero no en silencio. Se tendían juntos sobre el césped del jardín y se contaban historias. Nadie podía acercarse, ya que si alguien lo hacia, como por una misma voluntad, los dos enmudecían de inmediato.

Belleza podía escuchar, si lo deseaba, con sus secretas facultades, pero por lo general durante el día dormía, cuando no alimentaba al niño. La única persona que podía estar presente en carne y hueso era Comadreja Bocatiznada. Orem le había contado el juego, esperando que ella pretendiera ser su madre verdadera; ella jamás dijo estar jugando, pero su presencia le permitía tener la familia imaginaria que deseaba. Juventud también la aceptaba, como si conociera su corazón.

Se contaban historias. Orem le explicaba todos los cuentos de su infancia. Cómo vivía con su padre; que su madre nunca le quiso, los relatos de la Casa de Dios y cómo fue rescatado del fuego. Le hablaba de Glasin el Mercader, de Rainer el Carpintero, de Zumbón Moscardón y de las serpientes; le contaba todas las historias salvo aquellas que pudieran indicarle a Belleza, que escudriñaba, que Orem era el Sumidero, su enemigo.

Y Juventud también le contaba cuentos. En su voz infantil, inconcebiblemente aguda, que ceceaba en las eses y patinaba en las erres, presentaba sus relatos con rostro serio y a veces se afligía tanto que lloraba, y a veces le causaban tal regocijo que también lloraba. En sus relatos había sabiduría y no todos han sido olvidados.

LA HISTORIA DE JUVENTUD SOBRE EL BECERRO HAMBRIENTO

Había una vez un becerro que tenia hambre. Quería mamar, pero la madre le decía: Vete, que me cansas. Entonces iba hasta su padre, pero el toro le decía: Vete, no tengo ubres. Entonces el becerro bebió del estanque del bosque y le crecieron cuernos en la cabeza, tan pesados que no pudo mantener el cuello erguido y murió.

LA HISTORIA DE JUVENTUD SOBRE LA FLOR MUERTA

Había una vez una flor que se puso marrón. Dios tomó la flor marrón y la puso en su ventana pero no revivió. El viejo venado la llevó sobre sus astas pero no revivió. Las dos hermanas la trenzaron en sus cabellos pero no revivió. Pero Papá besó la flor y vivió, y se convirtió en mi.

LA HISTORIA DE JUVENTUD SOBRE LA TORMENTA DE NIEVE

Había una vez una tormenta de nieve, pero siempre caía sobre la ciudad. Lejos, bajo la tormenta de nieve, había cientos y cientos de personas que no eran sirvientes, ni soldados, ni Papá, ni Comadreja, ni nadie. La nieve siempre caía sobre ellos, y los cubría hasta que se marchaban. El niñito le dijo a la tormenta de nieve: ven y cae sobre mi. Y la tormenta de nieve vino y cayó sobre él, y el niñito se fue corriendo, igual que las personas que no eran nadie.

LA HISTORIA DE JUVENTUD SOBRE EL REY

El Rey es pequeño, pero el Rey es bueno. El Rey nunca te da nada de comer, y la gente se ríe de él cuando no está presente, pero el Rey conoce todos los caminos en el bosque y algún día hallar al viejo venado que vive en el bosque y me dejará montar sobre él.

LA HISTORIA DE JUVENTUD SOBRE EL RÍO

Este era un río muy grande, que va desde una punta del mundo hasta la otra y regresa.

Los mercaderes navegan sobre él y los granjeros navegan sobre él y millones de millones de millones de flores navegan sobre él pero Dios nunca navega sobre el río. El río pasa por una casita donde viven un hombrecito y una fea mujer pero no tienen un niño.

Entonces el papá plantó una semilla en la tierra y plantó cientos de semillas y todas las semillas brotaron de oro salvo una que era marrón. Esta semilla es marrón como la tierra dijo el papá, pero le gustó igual y la comió y creció dentro de él y lo dejó tan satisfecho que nunca más tuvo que volver a comer.

OREM LLORA POR EL RELATO DE SU HIJO

No sé cuál de los relatos de Juventud fue, pero mientras estaba tendido de espaldas, escuchando, Orem rompió a llorar. Lloró en silencio, pero Comadreja y Juventud vieron asomarse las lágrimas en sus ojos. Una de ellas fue hasta la punta, tímida de caer pero sin poder evitarlo.

Orem notó que Juventud había interrumpido su relato.

—Continúa —dijo.

Pero Juventud no prosiguió. En cambio, tendió la mano hacia el ojo de su padre y tocó la lágrima. La observó un momento sobre su dedo y luego llevó la mano a la boca y sintió su sabor, y entonces miró a Orem con sus ojos maravillosamente sagaces.

Orem sintió un instante de preocupación y luego se serenó.

—Belleza duerme —dijo—. No quiero que me acuse de haberlo alimentado. —Comadreja rió.

Pero por cosas tan pequeñas surgen y decaen reinos enteros.

En Palacio era un verano dorado, el primer buen verano que había en tres siglos. Pero entonces la nieve comenzó a caer fuera del Parque de Palacio. En el oeste, el rey Palicrovol de pronto hizo girar a su ejército hacia Inwit, al este. En Palacio, Orem comenzó a pensar seriamente que podía salvar su vida. Pero Urubugala rodó por el suelo de la Cámara de la Luna y dijo:

Doce meses florecen en el árbol.

Doce meses más y estarás maduro.

LA RUTA BAJA PARA SALIR DEL PALACIO

Orem se retiraba de los aposentos de la Reina, tras llevarle a Juventud, quien debía tomar su mamada de la noche. Sobre el Palacio las nubes se movían con rapidez, sacudiéndose con la tormenta que, de poder, sepultaría a Inwit. Fuera de la sala de la Reina, Belfeva fue al encuentro de Orem, con la voz apremiada por la prisa.

—Timias ha sorprendido a alguien en tu habitación hoy —dijo—. Un niño. Dice que te conoce, pero igual estaba robando. Timias lo tiene allí.

Y así salieron corriendo hacia la habitación de Orem. Timias estaba inclinado contra una pared, sosteniendo por los cabellos a un niño adolescente, quien estaba furioso sobre un banco. En dos años la pubertad puede transformar a un pequeñuelo. Durante un instante no le reconoció. Además, la mutilación de sus orejas fue todo lo que pudo ver al comienzo. Con el cabello tirante, las salvajes cicatrices se veían horrendas. Sólo le reconoció cuando abrió la boca.

—¡Orem, en nombre de Dios, haz que este truhán me quite las manos de encima!

—¡Zumbón! —exclamó Orem.

—¿Le conoces? —preguntó Timias.

—Sí. Le conozco y le debo la vida en más de una ocasión.

—¡Y no te olvides de los tres cobres que me debes! —dijo Zumbón con acritud.

—¡Zumbón! ¿Cómo estás?

—Si sigo así, quedaré calvo. Si tuviera unos centímetros más le enseñaría a este hijo de perra a meter las manos en su propio nido.

—¿Cómo llegaste hasta aquí? —preguntó Orem—. No te debe haber sido sencillo…

—Vine por la ruta baja.

Timias no escucharía semejante patraña.

—La puerta trasera tiene tantos guardias como piojos una prostituta de dos cobres.

—Nada sé de prostitutas de dos cobres —dijo Zumbón—. Dije la ruta baja, no la ruta trasera. Por debajo del Palacio.

Timias frunció el ceño.

—No existe tal ruta.

—Entonces atravesé la roca.

—¿Por qué crees que los acueductos pasan por encima de los muros? Este sitio fue construido para que no hubiera pasajes subterráneos.

Zumbón dio la espalda ostentosamente a Timias.

—Hay gente que tiene tanta razón que nunca aprende nada. Vine a llevarte.

—¿Llevarme adónde?

—Adonde te necesitan. Dicen que hay poco tiempo. Debes venir.

—¿Adónde?

—No sé el nombre del sitio —dijo Zumbón—. Y no estoy seguro de poder encontrar el camino por mis propios medios. He venido con un guía.

Zumbón miró hacia el porche. De pie al lado de la balaustrada había una sombra que Orem reconoció.

—Dios —dijo.

—Loco como un cerdo borracho, ¿eh? —comentó Zumbón—. Debe decirle a todo el mundo que esa es su identidad. Pero loco o no, conoce el camino a través de las catacumbas.

Orem fue hasta la puerta exterior y tocó al sirviente casi desnudo sobre el hombro.

—¿Para qué me necesitas?

El anciano dio la vuelta y sus ojos eran oscuros. A la luz que provenía de la habitación, Orem vio que en ellos no había una línea de blanco. Sólo iris. Le atravesaban el rostro para ver lo que había detrás.

—Tiempo —dijo el anciano—. Demoras demasiado.

—¿Demoro qué? ¿Para qué has venido?

—La cegaste, pero todavía no estás actuando.

Orem quiso pedir más explicaciones, pero Zumbón le tironeó del brazo.

—Él solo es el guía —dijo—. Los demás son los que te esperan. Me encontraron, me llevaron hasta abajo y me enviaron aquí porque supusieron que vendrías si yo te lo pedía.

Puedes confiar en mí, Orem. No es una trampa ni un truco. Dicen que es muy importante y que no debes demorarte.

—Entonces iré.

—¡Aguarda! —Timias le detuvo—. No seguirás a este ladronzuelo hasta Dios sabe qué hoyo. No le creerás, ¿verdad?

—Antes de que tú fueras mi amigo, él lo fue —repuso Orem— y con menos motivos.

Al ver que Orem estaba resuelto a ir, Timias insistió en que se detuvieran en su habitación para llevar una espada. El anciano pareció sonreír con sorna, pero ¿qué había de malo? A Orem no le importaba que Timias fuera con él, ni que fuera armado.

El anciano les condujo por una ruta intrincada, a través del mismo palacio. A veces por arriba, a veces por abajo, por sitios que Orem jamás había visto y finalmente por lugares que parecían haber sido abandonados años atrás, donde el polvo formaba una espesa capa sobre el suelo y los muebles estaban habitados por roedores. Dejaron atrás las habitaciones iluminadas con velas, y llevaron faroles para iluminar el camino. Todos

excepto el anciano que les mostraba el camino por entre las sombras. Al principio Zumbón no dejaba de hablar, pero luego enmudeció.

Traspusieron una puerta, y ahora las escaleras eran de madera, y tan antiguas que debían andar bien cerca de las paredes por temor a que los escalones cedieran bajo el peso si pisaban en la mitad. Y cuando concluyeron las escaleras, el suelo fue de piedra, las paredes de roca y el techo húmedo. Aquí y allá caían gotas desde arriba, y la cúpula estaba sostenida por pilares. Orem recordó su travesía por entre las catacumbas junto a Brasa. Pero las catacumbas estaban fuera de la ciudad, del lado oeste, y ahora estaban en el este y dentro del Pueblo de la Reina. Y seguían bajando.

El túnel abierto a pico se ensanchó y pasó a ser una caverna. Y luego se angostó para ser una hendidura natural en la roca, a través de la cual se abrieron paso con dificultad, obligados a torcer el cuerpo en ángulos extraños. Y el hombre siempre les estaba aguardando, con bastante impaciencia, al otro lado.

—Me gustaría saber cómo hace el anciano para abrirse paso por estos lugares —se preguntó Timias.

—Dice que es Dios —murmuró Orem.

—Mírale los ojos. ¿Los has visto?

Atravesaron una pendiente sin cornisas por sobre un hoyo tan profundo que las piedras que resbalaban a su paso jamás tocaban fondo. Se internaron por una chimenea en la roca, rasgándose las rodillas y arrojando sobre el de atrás el polvo del pasaje.

—¿Cómo lo hiciste para estar tan limpio en mi habitación? —preguntó Orem.

—Tomé un baño —respondió Zumbón—. ¿Qué otra cosa podía hacer mientras esperaba?

Sólo estaba tomando prestadas unas ropas cuando llegó tu amigo. ¿Qué miras?

Orem observaba tres barriles que había contra una pared, débilmente iluminada por el farol de Zumbón. Orem se acercó, sabiendo lo que vería. Pero faltaban las tapas y los barriles estaban vacíos. Respiró aliviado.

—¿Qué hay escrito sobre ellos? —preguntó Timias.

Orem acercó la luz. Había visto antes esas palabras, desde luego, y las recordaba muy bien.

Hermana
Dios
Cuerno
Prostituta
Esclavo
Piedra
Debes
Debes
Debes
Ver
Servir
Salvar

Recordó otro mensaje que una vez había sido escrito sobre los barriles: Deja que muera. Había obedecido esa orden; el resto del mensaje aguardaba. Ahora supo que debía comprender si pensaba hacer lo que debía hacerse.

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