Esperanza del Venado (38 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Esperanza del Venado
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—¿Cómo saldremos de aquí? —preguntó Timias.

—El conoce el camino —respondió Orem, sin estar muy seguro de ello.

Orem dejó que Zumbón les condujera, ya que había recorrido el camino dos veces. No obstante, al igual que Orem, los otros pensaban más en el futuro que en la forma de salir de ese sendero que corría por debajo de Palacio.

—¿Qué se espera que hagamos ahora? —preguntó Timias.

—Nada se espera de vosotros —repuso Orem—, aunque me alegra que estéis dispuestos a compartir la carga.

—¿Realmente han querido decir que eres hijo de Palicrovol? —preguntó Zumbón.

—Me han mostrado la forma en que sucedió —asintió Orem.

—Ella no está haciendo nada que no haya hecho antes… —reflexionó Timias—. ¿Quién es ella?

—Belleza —dijo Orem—. Piensa renovar sus poderes asesinándome y valiéndose de mi sangre.

—Bueno, al menos ya has practicado ahora —comentó Zumbón.

—Pero nunca antes había matado a ningún esposo —caviló Timias.

Sólo entonces Orem ató todos los cabos sueltos. No ha hecho nada que no hubiese hecho antes. más poderosa que la sangre de un desconocido es la sangre de un esposo.

Pero ¿qué hay más poderoso que la sangre de un esposo? Para una mujer, la sangre de su hijo. Y de un hijo que no haya recibido más alimento que el seno de su madre. Venga a tu hermana sin nombre. Venga a tu hijo sin nombre. Orem había tenido una hermana sin nombre, años atrás. La hija de Palicrovol. Y Belleza la había asesinado para adquirir el poder que tenia. Orem lo supo todo de inmediato, y lo creyó, y se maldijo por haber sido tan tonto para creer que era él quien estaba condenado a morir.

—¡Juventud!, gritó en silencio. Juventud, mi hijo, mi hijo.

—¡Dejadme! —gritó a sus amigos—. ¡Alejaos de mí!

Vacilaron un solo instante, pero la agonía de su rostro les indicó que le obedecieran.

Una vez que se hubieron marchado, Orem se proyectó fuera de sí mismo, y con sus salvajes dientes interiores desgarró toda la magia que pudo hallar, sin dejar nada, abriéndose camino como un loco por el Palacio donde la Reina Belleza era la más poderosa, y deshizo sus hechizos por todas partes donde los veía. La cegó, aflojó sus lazos. Ya no pensaba si era a Pusilánime o a Comadreja a quienes liberaba. Hallaba el poder y lo destruía y no podía, no podía detenerse.

Por fin el poder sólo quedó dentro de Belleza; toda la magia restante que había en Palacio fue devorada y aniquilada. Pero a esto había querido llegar todo el tiempo: a este rostro sonriente que sostenía a su hijo y pensaba matarlo. La desenvolvió capa tras capa; trató de huir pero él la siguió. Ella atacó, se movió, se resistió, trató de desaparecer pero él estaba allí, deshaciéndola a cada paso. Jamás se había sentido tan inmenso, y ella era pequeña mientras la perseguía aquí y allá en ese laberinto de destellos y aromas y en ese mar de sabores y sonidos. Salvaré a mi hijo.

Y luego, nada.

Nada. No podía dar con ella. Estaba otra vez dentro de su cuerpo y no podía salir de él.

Todo lo que podía saborear o tocar estaba dentro de si mismo. Abrió los ojos. Belleza estaba de pie a su lado, mirándole. Sostenía a Juventud entre sus brazos.

—Papá —dijo el niño, tendiéndole los brazos.

—Juventud —murmuró Orem.

Belleza sonrió. Orem comprendió. ¿No se lo había advertido Horca de Cristal? Había ido demasiado lejos; le había revelado quién era; estaba hechizado. Ella no podía destruir su don, pero sabia hacer que volviera sobre él mismo, donde ya no podía hacer más daño.

—Siempre tú —le dijo—. Tendría que haber sabido que las Hermanas me traicionarían.

¿Las volviste a unir? No interesa. Dentro de una semana volveré a separarlas. Y tú, Reyecito, tú estarás aquí para contemplar mi obra. Al fin sabrás cómo se hace, creo. Sólo tú podías ser tan estúpido para tardar tanto en averiguar el precio.

—¿Quieres escuchar un cuento, Papá? —preguntó el niño.

La habría matado con sus propias manos, de no ser porque los guardias lo tenían aferrado. Le alejaron del hijo que era su vida, de la sonrisa helada de su esposa.

24
EL TORREÓN MENOR

De cómo el Reyecito decidió contribuir a la muerte de su hijo.

LA TORTURA

Tú estabas fuera de la ciudad cuando se lo llevaron a prisión, Palicrovol. Tus ejércitos estaban reunidos en la Puerta Trasera, donde las torres eran escasas, como si las torres significaran algo. Y mientras llevaban a Orem por el Camino Largo hacia el Castillo de la Esquina, vio tus banderas. Te había protegido durante tanto tiempo que habías comenzado a tener esperanzas, ¿verdad? Y aun ahora había debilitado tanto a la Reina que ella no pudo ya atacar a tus hechiceros ni a tus sacerdotes. Sólo atinó a someter a Urubugala, a Pusilánime y a Comadreja, y a hechizar la lealtad y el valor de sus guardias con la esperanza de que te retrasaras sólo siete días.

Y tú te retrasaste. Porque no creíste que pudiese no ser una trampa. Aguardaste, superando en número a las tropas de la Reina. Cien de los tuyos por cada uno de los de ella. Podías haber apilado los cuerpos de tus hombres caídos hasta la altura de los muros y aún así habrías tenido suficientes para asolar la ciudad y tomar el Castillo. Ella no podía haberte detenido entonces, porque no tenia fuerzas. Podías haberla invadido, y con todo su poder apenas habría podido volver una espada. ¿Cómo la habrías eliminado entonces, Palicrovol? ¿Con fuego? ¿Con la horca? ¿Ahogada? Cualquiera habría servido. ¿O acaso tenias algún plan para matarla usando todas las formas? Si hubieras actuado entonces, rey Palicrovol, tu nieto seguiría con vida, pues como dijo la misma Belleza, hasta que no cumpliera un año no estaría maduro. Pero tú te demoraste, y reuniste tus ejércitos, y aguardaste, aguardaste, mientras los demás seguían el otro camino, el camino imposible, el camino sin esperanzas para derribarla antes de que fuera invencible de nuevo. Pudiste haberla detenido, Palicrovol, pero una vez más fue tu hijo quien te salvó. Piénsalo, también, antes de matarle por haber osado ocupar tu trono.

Le encerraron en el Torreón Menor y los guardias le torturaron sin piedad, porque para eso iban allí los prisioneros. Se preguntó, mientras tironeaban de sus brazos hasta casi romperle las articulaciones, si había sido esa la causa de los gritos de aquel hombre. Pero a Orem no le hizo gritar. ¿Fue la sofocación? ¿Las agujas en las plantas de los pies?

¿Las cuerdas alrededor de los testículos? ¿El cristal roto que le enterraron en la boca y que le cortó la lengua y le llenó la boca de sangre que no osó tragar? ¿Fue eso lo que había destruido al otro hombre? No destruyó a Orem.

Ya que entonces él no moraba dentro de su propio cuerpo. Habitaba el de un niño de un año, cuya mente era cinco veces superior a la que correspondía a su edad. Cuyo corazón era sagaz, cuya vida desbordaba regocijo. Orem vivía en Juventud, y sólo observaba su propia agonía desde la distancia, casi sin que le afectara. Una vez había hecho caer una espada sobre su propia garganta. Lo recordaba. Pero ese dolor había sido borrado. Todo el dolor se había ido, estaba encerrado en algún sitio y no podía recordar dónde. Sólo tenía en mente el beso de los labios del pequeño, el contacto de sus bracitos alrededor de su cuello. Jamás supe hasta ahora cuánto puede amar un padre a su hijo. ¿Cómo halló mi padre las fuerzas para alejarse de la Casa de Dios y dejarme allí?

Y cuando el dolor empeoraba, Orem regresaba con su padre, y volvía a tener cuatro años, y veía el mundo desde los hombros del padre, y aferraba los cabellos rubios de su cabeza mientras el mundo subía y bajaba.

Ese fue su consuelo: que Avonap hubiese sido su padre. ¿Qué si Orem hubiera aprendido la paternidad de ti, Palicrovol? Habría pensado que los padres no aman a sus hijos. Pensaría que un padre es un Rey y que decreta la muerte de un hombre porque usurpa su lugar. Y entonces, cuando se le dice al padre que el usurpador es su hijo, el

Rey duplica la recompensa por su captura, ya que ahora sabe que además de ser culpable de traición, su hijo es culpable de incesto. ¿Cuánto tiempo habría vivido Orem en el Castillo de la Esquina, Palicrovol, si hubiera aprendido la paternidad de ti? No lo suficiente para salvar su vida, de eso no hay duda.

URUBUGALA

Al sexto día Urubugala se presentó en el Torreón Menor. Todo había sido un error, le dijo. Orem no debía haber sido torturado; la Reina enviaba sus disculpas.

Orem yacía sobre el mullido lecho, ya que salvo por las torturas era un sitio muy confortable. Escuchó a Urubugala comprendiendo poco e interesándose menos. ¿Para qué seguía hablando este enano negro?

—Vete —murmuró Orem.

—Escúchame —dijo Urubugala—. Desde luego, ella ordenó todo esto. Pero ahora manda detenerlo porque mañana es el día en que piensa matar a tu hijo.

Orem volvió el rostro.

—No puede escucharnos. Tú te encargaste de eso, ¿verdad? Ya no tiene el Ojo Inquisidor. Hay una forma, una única forma de que podamos detenerla, pero no puede surtir efecto sin tu ayuda.

—No hay forma —dijo Orem—. Me ha hechizado. No puedo proyectar mi poder fuera de mi cuerpo.

—Ya sé que te ha hechizado. Yo se lo enseñé —dijo Urubugala.

—¡Tú se lo enseñaste!

—Vino a mi aterrorizada cuando la atacaste como un salvaje y destruiste todo su poder y me obligó a que le dijera cómo podía sujetarte.

—No te obligó en absoluto —aseguró Orem—. Yo te había liberado antes de lanzarme contra ella.

Urubugala se encogió de hombros.

—Entonces no me obligó. Si no le hubiera dicho cómo someterte, te habría tenido que matar para salvarse. De modo que me debes la vida.

—No quiero mi vida —se lamentó Orem—. Mi hijo ha de morir.

—Si. Mañana —dijo Urubugala, con brutal crudeza—. Tu hijo no tiene ninguna esperanza de salvarse. Jamás la tuvo. Y Belleza te advirtió que no lo amaras. Todos te advertimos de ello, pero tú lo hiciste y el Venado sabrá por qué razón. ¿Cómo podemos reparar eso?

Tú lo elegiste, Reyecito. Pero hay una forma de que Belleza, aun matando a tu hijo, también se destruya a sí misma. Escucha, Reyecito. Tú sabes quién soy en realidad,

¿puedes dudar de que sepa lo que es posible y lo que no? La Reina hará los ritos y traspasará su poder por entero al niño. Todo lo que es lo quitará de sí y lo depositará en él. Y en el momento en que el pasaje sea total, ella lo abrirá y beberá la sangre caliente y en la sangre recibirá todas sus fuerzas, aumentadas cien mil veces.

En vano Orem lloró y se hundió en la cama para alejar la visión de sus ojos.

—Reyecito, si tú haces los ritos junto con ella, pero en secreto, de modo que no te vea, entonces, en el momento de la culminación, cuando todos sus poderes estén en el niño, también irán a él los tuyos, Reyecito, pequeño Sumidero, y todo el poder de ella será arrastrado a la tierra, y cuando beba no habrá nada, ya que su poder, su vida misma, morirá con el niño.

Orem le escuchó, aunque no quería escucharlo; pensó, si bien no quiso pensar.

—No —murmuró.

—¡Maldito seas, niño! ¿Por qué no?

—Si Juventud muere, ¿qué me queda?

—¿No te importa que seas la única persona en el mundo con poder de detenerla? ¿Que los mismos dioses dependan de tu misericordia? ¿Por qué crees que te han traído aquí?

¿Por qué crees que estás vivo?

Orem se dio la vuelta, miró al enano a los ojos, al borde de la cama.

—No sé por qué estoy vivo —dijo suavemente—. Una vez creí ser yo mismo, libre de hacer lo que quisiera con mi vida. Pero ahora sé que desde el preciso momento de mi concepción, jamás he sido yo mismo sino un instrumento. Así como Belleza engendró una hija y un hijo para utilizarlos como instrumentos, así Dios y las Hermanas y el Venado me procrearon. ¿En qué se diferencian? Si mi hijo no ha de ser salvado de la Reina, al menos yo podré salvarme de los dioses.

Miró a Urubugala a los ojos, aguardando la réplica a su argumento. Pero esta no llegó.

Los ojos del enano se colmaron de lágrimas.

—¿Soñabas con la libertad, verdad? —murmuró—. Es lo que he hecho yo, durante trescientos años. Pero tú no eres el único que pagará su precio por el fin de Belleza. El poder de Belleza nos ha sostenido a los cuatro durante tres siglos. A Comadreja, a Pusilánime, al mismo Palicrovol y a mi. Cuando su poder se desvanezca, ¿qué nos sostendrá?

Orem había pensado que Comadreja sencillamente volvería a ser Enziquelvinisensee Evelvinin de nuevo. Tal como había sido la noche de su boda. No se le había ocurrido pensar que los años transcurridos entre tanto también serian restituidos.

—Y sin embargo —dijo Urubugala—, con gusto pagaríamos ese precio.

—Si hago lo que tú dices, todo seguirá dependiendo de que Belleza mate a mi hijo.

—Sí.

—Entonces, ¿no seria consentir con su muerte?

—¿Cuál es el precio de liberar al mundo entero? Un hijo pequeño. ¿Cuál es el precio de esclavizar al mundo entero? Ese mismo hijo. De todas formas morirá.

Orem se cubrió el rostro con las manos y lloró.

COMADREJA

Esa noche Comadreja Bocatiznada fue a verle. Él no habló, pues no había necesidad de hablar. Ella le retiró las ropas, le untó con bálsamos, frotó suavemente sus hombros hinchados, y le cambió los vendajes de los pies. Durante una hora trabajó con él. Y luego le cubrió nuevamente, y se sentó a su lado. El extendió su mano hacia Comadreja y ella se la estrechó.

—Comadreja —dijo Orem— ¿cómo puedo dar menos que tú?

Pero Comadreja no respondió. ¿Qué podía decir? Sólo se inclinó, y le besó la mano, lo cual le hizo llorar una vez m s, ya que estaba débil y enfermo y no podía resistir semejante ternura. Entonces habló, habló hasta que ya no pudo seguir haciéndolo, le dijo todo lo que había sucedido bajo tierra y todo lo que había acontecido sobre ésta, y le habló de los dioses, y de las torturas, y sobre todo de su hijo, de cómo amaba a su hijo.

Y cuando todo estuvo dicho, y Orem se dispuso a dormir, siguió tomándola de la mano.

Ella quiso retirarla, pero él la retuvo débilmente y confesó:

—Te amo.

Y ella le dijo, porque era tan inocente, tan joven y porque sufría tanto:

—Yo también. Te amo. —Lo dijo porque era verdad.

Se alejó del Torreón Menor y fue hasta Urubugala, que aguardaba en Palacio junto a Pusilánime.

—Lo hará —les dijo.

—Si todo sale bien, me odiará para siempre —dijo Urubugala.

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