—¿Conoces esta escritura? —preguntó Timias—. ¿Sabes qué significa?
—No lo que significa. Pero fue escrita para mi. Hace dos años.
Dios esclavo debes servir. Orem miró al anciano.
—Creo que eres quien dices ser.
Los ojos resplandecieron.
—Te serviré si es que puedo.
—En la Resurrección de los Muertos —murmuró Dios. Entonces les dio la espalda y se internó por un estrecho pasaje y desapareció. Le siguieron y escucharon cada vez más cerca el rumor de aguas que corrían.
—¿Qué hace Dios como esclavo en la casa de Belleza? —quiso saber Timias.
Orem no sabia qué responder. Y entonces emergieron en una inmensa cámara, en la Resurrección de los Muertos, donde les serian dadas todas las respuestas.
Allí no había necesidad de faroles, ya que por encima de ellos había orificios que dejaban pasar la luz del día. Tenue, pero suficiente para ver, si no levantaban la vista, pues en tal caso se encandilaban.
—Las cisternas —susurró Zumbón.
Y sin duda, allí estaban las voces de las cisternas, que subían y bajaban, que gemían en un terrible lamento. Había un río que corría por el fondo de la caverna, tan ancho que Orem no podía ver el otro lado. El cauce era vasto pero poco profundo. Y el olor era tan nauseabundo que si se acercaban no podían respirar. El sonido provenía de las orillas del agua.
—Las cloacas de la ciudad —susurró Dios—. Todas fluyen aquí.
No se acercaron. El anciano los apartó por una cornisa que corría paralela al cauce.
—¿Bajamos por la corriente? —preguntó Timias.
—Si —dijo Orem.
—Pero estamos ascendiendo, ¿verdad?
Sin ninguna duda, estaban ascendiendo. Y sin embargo, no subían por sobre el nivel de las aguas. Tenia que ser una ilusión. Pero cuanto más se alejaban, más escarpado se tornaba el camino a lo largo de la cornisa, a la vez que el agua parecía subir junto con ellos. Sin ninguna duda, corría hacia arriba de la pendiente.
El anciano remontó el último tramo del angosto camino; el más escabroso. Pronto se reunieron en una cornisa mucho más amplia. Evidentemente, era plana. Pero, evidentemente, el río no se percataba de ello; seguía yendo hacia arriba y subía en una imposible cascada. El rocío de la corriente les salpicaba y las gotas descendían, como cabía esperar. Orem advirtió que el agua no arrojaba mal olor; no tenía olor alguno y se aproximó a la corriente para hundir la mano. Probó el agua. Era pura. Pura como…
—Los manantiales de la Casa de las Aguas. —Timias le miró mudo de estupor. Se volvió y gritó a Zumbón:
—¡Este es el origen de los manantiales de la Casa de las Aguas!
—Ven a mirar qué hace tan puras las aguas —fue la respuesta del niño. Siguieron su grito por el reborde de la cornisa y miraron hacia abajo—. Ahora que la luz está por detrás, podéis verlo —dijo Zumbón. Al principio Orem no supo qué estaba mirando; luego su visión se enfocó, y comprendió que ambos bancos del río se retorcían, se agitaban, se levantaban.
—Mordedoras —dijo Zumbón—. Todo el sitio está lleno de mordedoras.
Como el rumor de las aguas, las serpientes se agitaban en ellas y salían. Millones de ellas, hasta donde la luz de las bocas de la cisterna permitían ver.
—Se lo están comiendo —dijo Zumbón—. ¿Qué otra cosa podía ser?
—Se eleva —dijo Timias—. ¿Qué lo hará elevarse?
—Se eleva porque quiere elevarse —dijo una voz de mujer a sus espaldas.
Orem se volvió. Conocía esa voz, cuya dueña había ansiado y temido ver en cierta ocasión. Ella le miró con su único ojo, con su rostro retorcido, con su cuerpo perfecto como el tronco de un árbol joven.
—Sígueme —ordenó ella. La siguió.
Su hermana estaba sentada sobre una roca, detrás de la corriente de agua. Era un lugar brillante, pero a este sitio no llegaba la luz del sol. Era una luz sin fuente y sin sombras, sólo era, e iluminaba el sector de la roca de tal forma que podía verse cuanto había allí. La mujer del rostro de niebla gimió.
—Mi hermana te saluda.
—Y yo a ella —replicó Orem.
—Dice que todas las cosas se unen al fin.
—¿Es este el final?
—Casi.
—¿Por qué estoy aquí?
—Para liberar a los dioses, Orem hijo de Palicrovol. —Orem se estremeció.
—El nombre de mi padre es Avonap.
—¿Crees que las Dulces Hermanas cometemos errores en este tipo de asuntos?
Conocemos todas las maternidades y las paternidades, Orem. Avonap es el esposo de tu madre, pero tu simiente es de Palicrovol.
En un instante todo el sueño de su concepción pasó por su mente como un relámpago, desde el cruce del río hasta que Palicrovol se alejó de la caverna de hojas.
—La Reina Belleza tomó el poder prohibido, que jamás un hombre debe tomar, y que jamás volver a tomar mujer alguna. Nos hechizó, Orem, nos sometió a las formas con las cuales nos ves.
Orem las miró y contempló a Dios.
—¿Cómo os tiene hechizados?
El anciano volvió la cabeza. Orem siguió su mirada. Sobre el suelo de la caverna yacía el esqueleto de un gran ciervo. Los huesos estaban tan secos que debían haberse dispersado, pero en cambio seguían unidos, como si el animal todavía viviera. El cráneo pendía en el aire, suspendido por las inmensas astas. Los cien cuernos estaban incrustados en la sólida roca de los muros de la caverna.
—Mira cómo mantiene cautivos a los mundos —dijo la Hermana que podía hablar—. Oh, Orem, ahora somos endebles, y nos movemos con lentitud. Podemos enviar visiones aquí y allá, hacer pequeños trabajos, pero es una labor dura de soportar. Te hicimos a ti, Orem. Santa y yo despertamos a tu madre, la llamamos Capullo, le enseñamos a ir a la ribera del río; el Venado llevó a Palicrovol hasta allí; Dios te dio a Avonap y a Dobbick para que hicieran de ti quien eres. Inclinamos tu vida para que llegaras hasta aquí, te observamos y te dimos forma hasta donde pudimos. Ahora no debes defraudarnos.
—¿Qué queréis que haga?
Pero Orem sabia la respuesta. Dios esclavo debes servir. Hermana prostituta debes ver. Cuerno piedra debes salvar. ¿Pero cómo?
—No tengo poder. ¿Cómo puedo desatar lo que no puedo ver?
—¿Has mirado?
Y entonces miró, tendió sus redes. Y sin embargo no había destello del Venado, ni de las Hermanas, ni de Dios. Buscó, pero toda la magia que podía hallar era el simple hechizo que Timias tenia sobre su espada.
—¿Qué debo ver? —preguntó.
—No podemos decírtelo —dijo la Hermana que hablaba—. Estamos atadas.
Santa gimió.
—Mi hermana dice que debes devolvernos al estado que teníamos antes de que la negra Asineth lo destruyera todo.
Pero yo no sé cómo erais antes. Solo nací hace dieciocho años, y todas estas cosas sucedieron antes de que yo fuera concebido. Antes de que mi madre, o su madre, o su madre vivieran.
—¡No puedo!
—Tranquilo —susurró Dios—. Sólo piensa en lo que sabes de nosotros. Aguardaremos un poco más, después de tanto tiempo.
Orem se sentó sobre el suelo de piedra, tendió la mano y tocó el hueso frío del cadáver del Venado. Escuchó que Zumbón contenía la respiración a sus espaldas; una mordedora se desenrolló y deslizó por entre las costillas del ciervo. Pero se marchó en otra dirección.
Ese día no buscaba la muerte de Orem.
Comenzó por Dios, ya que lo había estudiado durante años en Banningside. ¿Qué se suponía que era Dios? Amable, el padre de todo, el artífice de los Siete Círculos, que alzaba a todos hasta su círculo más intimo, para unirlos en su incorpórea labor, para congregar toda inteligencia desorganizada y enseñarle la forma y…
Incorpórea.
Miró al anciano, quien plácidamente le miraba con sus ojos de ámbar, de párpado a párpado.
—¿Qué haces tú con un cuerpo? —preguntó Orem.
Dios sonrió.
Orem se puso de pie, y tomó la espada de Timias.
—¿Qué piensas hacer con ella? —preguntó Timias—. Déjame hacerlo. Tú no eres precisamente un luchador.
—No pienso pelear —repuso Orem. Timias dejó ir el arma a regañadientes. En las manos de Orem pesaba demasiado y temió lo que iba a hacer con ella, pero la enterró con todas sus fuerzas en el corazón de Dios. La sangre salió a chorros, pero Orem sólo miraba los ojos, miraba como el ámbar se tornaba más brillante, más amarillo, más blanco, hasta resplandecer como la luz del sol. De pronto el fulgor se irradió, llenó la caverna durante un instante y luego desapareció.
Timias se inclinó sobre el cadáver del anciano, posó el dedo sobre la cuenca vacía donde hacía unos instantes había un ojo y dijo:
—Ha muerto.
Orem dejó caer la espada y se cubrió las manos con la sangre caliente del anciano.
Entonces fue hasta las Hermanas, quienes también le sonrieron. Bañó con la sangre el rostro de la que no tenia faz, y el lado ciego de la que tenia un solo ojo. La sangre silbó y exhaló vapor sobre la piel. Entonces cogió a cada una por el cabello de la nuca y oprimió sus rostros uno contra otro tal como habían estado al nacer. Una mirando a su hermana, la otra mirando con un solo ojo hacia afuera. Las cabezas temblaron bajo sus manos, y luego permanecieron inmóviles. Aflojó la presión, y las mujeres se elevaron. Ya no tenían ropas. Sus brazos y piernas estaban tan enredados que su pudor no necesitaba más vestiduras. El cabello era uno y la piel se abría a través de la superficie de sus dos cabezas.
—Ah —canturreó la que tenia media boca.
—Nnn —dijo la otra sobre la mejilla de su hermana y ambos tonos fueron un solo canto que provenía de la misma boca. Juntas se elevaron de la tierra.
—¡No os vayáis! —gritó Orem.
—Libera al Venado —dijo la boca— y luego detén a Belleza. No está haciendo nada que no haya hecho antes. Venga a tu hermana sin nombre y a tu hijo sin nombre.
Y se alzaron hasta lo alto de la caverna, dando vueltas y vueltas sobre si mismas, unidas por el rostro, dando vueltas y vueltas como locas por la caverna como un trompo para finalmente desaparecer.
—He visto a las Hermanas con mis propios ojos y estoy con vida —musitó Timias.
Orem tenia tres hermanas y todas tenían nombre. Y nada les habían hecho que mereciera venganza. Y su hijo sin nombre… ¿qué le había ocurrido que necesitara ser vengado? Orem no comprendió, de modo que se volvió al Venado para tratar de revivirlo.
Sabia cómo debía verse el Venado: vivo, y cubierto de carne y pelaje. ¿Pero cómo lograría eso, siendo que no tenia poder en si mismo ni magia que ejercer?
Zumbón le preguntó:
—¿La sangre del anciano no surtirá efecto sobre el Venado?
—No lo sé —dijo Orem. Ahora la sangre estaba fría, y sabía mientras uncía los cuernos y la cabeza del Venado que no serviría de nada.
Pero al ver la sangre sobre los cuernos recordó la visión que había tenido sobre el cuerno del venado en casa de Horca de Cristal. Recordó al granjero que posó la garganta sobre el filo del arado y vertió su sangre para salvar al Venado. Y tocó la cicatriz con su mano y supo lo que debía hacer.
Timias no había visto la aparición, pero conocía la cicatriz sobre el cuello de Orem.
Intuyó lo que pensaba hacer el Reyecito cuando le vio tocarse la piel.
—¡No! —gritó y se arrojó hacia adelante. Orem fue rápido, pero Timias alcanzó la espada antes y la apartó de su alcance.
—En nombre de Dios, Timias, debo hacerlo —dijo Orem.
—¿Te has vuelto loco?
Zumbón no comprendía nada, pero sabia que Orem necesitaba la espada y que este bastardo hijo de perra no se la daba. Fue suficiente con derribar a Timias de un puntapié en los huevos; Zumbón recuperó la espada y se la acercó a su amigo mientras Timias se retorcía.
Se la habría quitado tan pronto como se la dio, de haber podido, pero antes de que atinara a hacer otra cosa que gritar como lo había hecho Timias, Orem enterró la espada en su garganta. La sangre le llenó la boca y le inundó el pecho y el dolor fue más del que creyó poder soportar. Se ahogó; la sangre le corría por los pulmones, pero no debía ser en vano. Se esforzó por llegar hasta la cabeza del Venado, trató de erguirse para que la sangre cayera sobre los cuernos. No tenía fuerzas ya, pero sus brazos fueron tomados por otras manos. Timias y Zumbón le levantaron y los cuernos quedaron empapados en sangre.
Bajo su cuerpo sintió el calor del venado. Lo sintió incorporarse, sintió el lomo inmenso y los flancos orlados de músculos y el olor a fortaleza lo levantó. Vio que los cuernos se apartaban de la roca en que estaban atrapados, y vio que las puntas brillaban como estrellas, como soles, como pequeños mundos colmados de joyas. Y entonces comenzó a dar vueltas, a perderse entre los cien cuernos, a girar y girar.
Voló, se elevó con las aguas hasta el techo de la cisterna, hasta el sitio donde se hundían en la roca para emerger en la Casa de las Aguas. Estaba atrapado en el agua y no podía respirar. No había tenido tiempo de tomar una buena bocanada y debía subir, debía subir para respirar…
Pero no, sabia que por encima de él estaba el fuego. Debía sumergirse en las aguas y así viviría. Y se hundió, esperando alcanzar el fondo. Pero no lo encontró. En cambio se desesperó y respiró hondas bocanadas de agua. Pero no era agua. Era aire puro. Abrió los ojos. Estaba tendido sobre el lomo del Venado, pero ya no se sentía débil por la sangre perdida. Extendió las manos, asió las astas y liberó la cabeza del nido de espinos.
Entonces se arrojó del lomo del animal.
—Orem —exclamó Zumbón.
—Mi señor, mi Reyecito —musitó Timias.
Orem se tocó la garganta. La herida no estaba. Tampoco la cicatriz. El cuello, intacto como antes, como antes de que tuviera la visión del Venado.
—He lucido la verdadera corona —dijo. Aún podía sentir los cuernos alrededor de su cabeza, aunque ya no estaban allí.
—Estás vivo.
Se pusieron de pie y observaron al Venado mientras resoplaba y pisoteaba el suelo con las patas. La cabeza se inclinó. Sólo entonces comprendieron que quería embestirlos.
—En nombre de Dios —exclamó Timias—. ¿No sabe que hemos salvado su vida?
No había tiempo para las respuestas. Salieron disparados por el camino descendente y se tambalearon sobre la escarpada cornisa que bordeaba el río. Miraron hacia atrás sólo al entrar al pasaje. El Venado se veía claramente, avanzando y retrocediendo por la plataforma de roca, sacudiendo la cabeza.