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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (60 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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El pobre hombre sacó de su bolsillo la carta de recomendación que había ido a buscar a Nueva Delhi y se la tendió a su hijo. «Vete a Delhi —imploró—. Empieza una nueva vida e ingresa en una buena dependencia del Gobierno».

Madanlal tomó la carta, pero no tenía deseo de ingresar en una «buena dependencia del Gobierno». Los astrólogos tenían razón. Su destino no sería el de convertirse en un oscuro policía en la comisaria de una lejana ciudad de provincias. Al salir del hospital, con los ojos todavía llenos de la dolorosa visión de su padre herido, se apoderó de él un sentimiento nuevo, un sentimiento que compartían entonces cientos de miles de indios y de paquistaníes. Él no tenía nada que ver con un alistamiento en la Policía. «Voy a vengarme», juró.

La vida de la inglesa Vickie Noon, la bella esposa de Sir Feroz Khan Noon, alta personalidad musulmana del Pakistán, iba a depender de una cajita de betún color caoba. El escondrijo que había encontrado en el palacio de su amigo el rajá hindú de Mandi había sido descubierto. Toda la población estaba ahora tras ella. Los sikhs habían amenazado al rajá con secuestrar a sus hijos si no entregaba a la fugitiva.

Ayudado por el joven comerciante hindú Gautam Sahgal, llegado en su auxilio desde Lahore, el príncipe acababa de sumergir a su protegida en un baño de permanganato potásico para oscurecer el color de su piel. Y, ahora, le maquillaba el rostro con el betún que debía hacerla pasar por una india auténtica. Al anochecer, el «Rolls-Royce» del rajá, con las cortinillas echadas para perfeccionar la superchería, salió como una bala del palacio, sirviendo de cebo a los perseguidores. Pocos minutos después, vestida con un sari hindú, un tilak rojo en la frente y un anillo de oro en la aleta de la nariz, la inglesa salió discretamente de su refugio en el «Dodge» color crema del comerciante Gautam Sahgal.

A los pocos kilómetros, Vickie rogó a su amigo que le permitiera satisfacer una necesidad natural. Llovía a mares, y la mujer tropezó en la oscuridad. Al oír el ruido de un objeto que rebotaba en el suelo, se estremeció de pánico. Acababa de caérsele la cajita de betún, perdiendo así la única garantía de su anonimato y, por consiguiente, de salvación. Bajo las cataratas del monzón, en efecto, había recuperado la clara tez de una europea. Puesta a cuatro patas y palpando a tientas en medio de las piedras y los hoyos, se lanzó en busca de la cajita salvadora. Soltó un grito de alegría cuando por fin la encontró. Apretándola en sus manos como un tesoro, regresó al coche, donde su compañero se apresuró a embadurnarle el rostro con una nueva capa de betún.

Poco antes de la pequeña ciudad de Gurdaspur, encontraron una barrera custodiada por sikhs que rodearon inmediatamente su vehículo. Sahgal reconoció entre ellos a un comerciante en cemento con el que había mantenido relaciones comerciales.

—¿Qué ocurre?

—La esposa de Feroz Khan ha huido del palacio del rajá de Mandi —explicó el hombre—, y todos los sikhs de la región la están buscando.

Sahgal dijo que precisamente acababa de adelantar al «Rolls-Royce» del príncipe unos treinta kilómetros antes, y que él mismo tenía prisa, pues llevaba a su mujer, embarazada, al hospital.

El sikh echó un vistazo al interior del coche. Aterrada, Vickie Noon rogó a todos los dioses del panteón hindú que su maquillaje no delatara su disfraz y que el sikh no se pusiera a hablarle en hindi. Tras haberla contemplado fijamente con admirativa curiosidad, el hombre se incorporó por fin y mandó que abrieran paso.

Cuando el coche hubo alcanzado la frontera del Pakistán, la joven inglesa, aliviada, acarició con gratitud la cajita de betún.

—¿Sabe, Gautam? —confió a su compañero—. Mi marido nunca podrá regalarme nada más precioso.

Esta aventura fue probablemente única, pues fueron escasas las británicas que temieron por su vida durante este atormentado otoño. En efecto, a todo lo largo de las semanas más agitadas de setiembre, el hotel «Faletti» de Lahore constituyó un oasis de paz en medio del Penjab enfurecido. Caballeros vestidos de esmoquin, acompañados de señoras con vestidos largos, tomaban todas las noches un cóctel en la terraza, antes de degustar a la luz de los candelabros la especialidad de su cocina, langosta Thermidor, y bailar a los ritmos de su orquesta sudamericana a pocos centenares de metros de las humeantes ruinas de un barrio hindú.

Sin embargo, de todas las columnas de refugiados que se alargaban de un Estado a otro, la más incongruente, la más insólita, no era hindú, ni sikh, sino británica. Dos autobuses, escoltados por una compañía de soldados gurkhas, evacuaron a lo largo de las primeras pendientes del Himalaya a respetables ancianos ingleses que huían del paraíso perdido de Simla, adonde se habían retirado. Abandonaban sus encantadoras villas, que ostentaban románticos nombres —«Mi Reposo», «Mi Retiro», «Al final del camino»—, rodeadas de céspedes esmaltados por macizos de flores, donde desearon terminar su existencia. Algunos habían nacido en la India y nunca conocieron otra patria. Eran los centuriones retirados del Imperio, ex coroneles de los últimos regimientos de Caballería del Ejército de la India, antiguos jueces y altos funcionarios del
Indian Civil Service
, que en otro tiempo administraron a millones de indios.

Para preparar su salida no habían tenido mucho más tiempo que los aterrorizados penjabíes de las llanuras. Cuando la situación se agravó bruscamente, les fueron enviados autobuses para llevarles a Nueva Delhi. Se les dio una hora para meter unos cuantos efectos personales en una maleta y cerrar las contraventanas de sus casas.

Fay Campbell-Johnson, esposa del agregado de Prensa de Mountbatten, hizo el viaje con ellos. Varios de estos ingleses eran de edad bastante avanzada y padecían incontinencia urinaria. Por ello, los autobuses debían detenerse cada dos horas. Viendo a estos antiguos dueños del prestigioso Imperio de la India orinar en la cuneta de la carretera bajo la impasible mirada de sus guardias gurkhas, la joven pensó en todas las bellas frases de Kipling.

—Dios mío —se dijo—, esta vez el hombre blanco ha bajado verdaderamente de su pedestal.

Como numerosos militares jóvenes sedientos de aventura, el capitán Edward Behr se había presentado voluntario para quedarse en el Pakistán después de la Independencia. Ahora era oficial de información de la Brigada de Peshawar. Para él, este domingo se presentaba igual a tantos otros que habían saboreado los oficiales británicos que prestaban servicios en la India. Cuando hubiese terminado su desayuno de papaya y huevos revueltos, tomado en el césped de su villa, iría a su club para jugar al
squash
, dar unas cuantas brazadas en la piscina, beber uno o dos
gin and tonic
y almorzar tranquilamente.

Nada había cambiado, al parecer, en esta ciudad que fue la puerta del Imperio de la India. Pese a la cercana y turbulenta presencia de los pathans, Peshawar no había conocido ningún disturbio.

Este día, sin embargo, sería muy diferente de lo que imaginara Edward Behr. Apenas comenzaba su papaya cuando sonó el teléfono.

—Ocurre algo terrible —le anunció un oficial del puesto de mando de la Brigada—, nuestros batallones están a punto de matarse entre sí.

El más estúpido de los incidentes era responsable de esta conflagración. Al centinela sikh de una unidad que aún no había sido repatriada a la India se le disparó accidentalmente el fusil mientras lo limpiaba. Por una increíble mala suerte, la bala había atravesado la trasera de un camión lleno de soldados musulmanes que llegaban del Penjab, en plena guerra civil. No necesitaron más estos exaltados combatientes para provocar un drama. Convencidos de que los sikhs les habían atacado, los musulmanes saltaron del camión y abrieron fuego sobre sus camaradas.

El capitán Behr se puso el uniforme y se precipitó en casa del comandante de la Brigada. El general G. R. Morris tomó un último sorbo de té, se enjugó reposadamente los labios, se levantó, se puso su gorra rodeada por la franja roja distintivo de su grado y subió al jeep vestido con el traje civil que llevaba todos los domingos para ir a la iglesia.

Al llegar al acantonamiento, los dos ingleses vieron a musulmanes y sikhs que se ametrallaban de un extremo a otro del campo de maniobras. Haciéndose cargo de la situación al primer golpe de vista, al general se enderezó, agarró con una mano el marco del parabrisas y apuntó la otra en dirección el campo de batalla.

—¡Adelante! —mandó al desconcertado capitán Behr.

En pie, erguida la cabeza, con su gorra por único uniforme, encarnación soberbia y eterna de la omnipotencia del
sahib
, el general inglés penetró en el campo de tiro gritando a sus soldados que cesaran el fuego. La legendaria disciplina del antiguo Ejército de la India fue más fuerte que el odio. El fuego cesó.

Pero Peshawar no saldría tan bien librada. El rumor de que los sikhs asesinaban a sus camaradas musulmanes se había extendido entre las tribus de la nación. Al igual que en ocasión de la visita de Mountbatten cuatro meses antes, los guerreros pathans se volcaron sobre la ciudad en camiones, en autobuses, en
tongas
, a caballo. Esta vez, sin embargo, no venían solamente a manifestarse. Venían a matar. Y mataron.

Pese a los esfuerzos del general inglés y del capitán Edward Behr, el infortunado disparo del centinela sikh causaría diez mil muertos en menos de una semana. Llamaradas de violencia semejante se extendieron por toda la provincia fronteriza del Noroeste, arrojando nuevas oleadas de refugiados a las carreteras. El hecho de que una torpeza tan nimia pudiera originar consecuencias tan trágicas revelaba la explosiva atmósfera que impregnaba entonces el subcontinente indio. Bastaba una chispa para que Bombay, Karachi, Lucknow, Hyderabad, Cachemira, Bengala entera se inflamaran a su vez.

Procedente de Calcuta, Mohandas Gandhi llegó a Nueva Delhi el 9 de setiembre de 1947. No volvería a salir de ella. Estaba ya descartada la posibilidad de que se instalase entre los barrenderos basureros intocables de la Bhangi Colony. Habiendo sido invadido el barrio por millares de desventurados refugiados del Penjab, era imposible garantizar la seguridad del Mahatma; el ministro del Interior Vallabhbhai Patel hizo, pues, conducir a Ghandi, nada más bajar del tren, al número 5 de Alburquerque Road, en pleno corazón del barrio residencial más elegante de la capital.

Con su tapia circundante, su rosaleda y sus espléndidos céspedes, sus suelos de mármol, sus puertas de madera de teca y su legión de solícitos criados, la casa del multimillonario Birla estaba en los antípodas del miserable chamizo de intocables que Gandhi acostumbraba elegir para sus estancias en Nueva Delhi. Sin embargo, ilustrando con una nueva paradoja su desconcertante carrera, el profeta de la pobreza, que viajaba en tercera clase, que había renunciado a toda posesión y a quien el robo de un reloj de ocho chelines podía hacerle llorar, aceptó, a instancias de Nehru y de Patel, instalarse en esta lujosa mansión.

Su propietario, Ghanshyamdas Birla, era el jefe patriarcal de una de las tres grandes familias industriales indias, un rey de las finanzas cuyos intereses abarcaban, entre otros, fábricas textiles, compañías de seguros, minas de carbón y toda una gama de industrias diversas. Aunque, en otro tiempo, Gandhi organizó en una de sus fábricas la primera huelga del movimiento obrero indio, Birla era uno de sus más antiguos discípulos y uno de los más generosos contribuyentes al partido del Congreso.

La capital de la India continuaba siendo sacudida por la violencia. En algunos lugares, se ofrecían a la vista verdaderos montones de cadáveres. Los servicios municipales encargados de recoger los muertos estaban desbordados. Las prohibiciones de las castas y de la religión hacían particularmente difícil su tarea. Al salir una mañana de palacio, Edwina Mountbatten encontró un cuerpo en la calle. Mandó detener inmediatamente al camión que pasaba. Pero el chófer era un hindú: su casta le prohibía tocar el cadáver. La última virreina de la India lo recogió por sí misma y lo subió al interior del vehículo.

—Ahora —ordenó al estupefacto conductor—, lleve a este hombre al depósito.

Los musulmanes de Nueva Delhi fueron reunidos en campos de refugiados para esperar en ellos, en una relativa seguridad, su evacuación hacia la tierra prometida de Mohammed Ali Jinnah. Por una cruel ironía, gran número de ellos fueron concentrados al pie de dos espléndidos monumentos elevados por sus antepasados, los emperadores mogoles. Se trataba de la tumba del gran rey Humayun, y del Viejo Fuerte —el Purana Qila—, joya de la Delhi del siglo XV. Ciento cincuenta mil personas vivirían en estos santuarios de la antigua grandeza del Islam en medio de condiciones espantosas, sin el menor cobijo para protegerse de las cataratas del monzón o del aplastante sol del otoño indio, y «sin otro alimento —cuenta el periodista Max Olivier-Lacamp— que el que ellas mismas habían podido llevar. Aturdidos por el terror, los desventurados no se atrevían a salir de los recintos en cuyo interior estaban hacinados, ni siquiera para enterrar a sus muertos. Los arrojaban a los chacales por encima de las murallas».

Por decenas de millares, murieron de hambre, de insolación, de tifus, de cólera. En Purana Qila, no había más que dos fuentes de agua para veinticinco mil refugiados. Las gentes hacían sus necesidades en letrinas descubiertas, abiertas en medio de la multitud. En semejante infierno, y pese a los estragos de las epidemias, los tabúes de la sociedad india no perdían su vigencia. Los musulmanes se negaron a vaciar sus letrinas. En los momentos culminantes de las matanzas que ensangrentaban la ciudad, el comité de urgencia tuvo que enviar al Viejo Fuerte cien intocables hindúes, bajo escolta armada, para realizar esta tarea
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.

Los defectos y carencias de la gigantesca burocracia india agravaban la situación. Cuando los refugiados establecidos en el recinto de la tumba de Humayun empezaron a abrir letrinas suplementarias, un representante del Ayuntamiento se apresuró a declarar que corrían el riesgo «de estropear la belleza y la armonía de los céspedes». A fin de disimular su incompetencia para suministrar suero a tiempo, el servicio de Sanidad atribuyó los estragos del cólera a una epidemia de «gastroenteritis». Cuando un funcionario de Sanidad se presentó en la puerta de Purana Qila con 327 dosis de suero, se comprobó que no había jeringuillas para administrarlas.

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