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Authors: Dominique Lapierre y Larry Collins

Esta noche, la libertad (61 page)

BOOK: Esta noche, la libertad
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Pese a la enorme magnitud de todos los problemas, los efectos de las decisiones del comité de urgencia empezaron, no obstante, a notarse. La llegada de refuerzos militares permitió imponer un toque de queda de veinticuatro horas y proceder a la búsqueda sistemática de armas poseídas ilegalmente. La violencia se calmó poco a poco.

Las terribles pruebas de estas jornadas trágicas habían acercado a Jawaharlal Nehru y Louis Mountbatten. Nehru iba a entrevistarse con el virrey dos o tres veces al día, «en ocasiones por el solo placer de tener compañía —cuenta Mountbatten—, Gustaba de confiarme las cargas de su alma, pues estaba seguro de encontrar siempre consuelo en mí». Con frecuencia, Nehru enviaba también a su amigo inglés un mensaje que comenzaba así: «No sé por qué le escribo, si no es porque necesito escribir a alguien para descargar mi corazón».

Durante este período el dirigente indio se desgastó enormemente. «En pocos meses —observaría uno de sus compañeros— ha envejecido veinte años, pasando del físico de Tyrone Power al de un hombre consumido por tres años de trabajos forzados en un campo de concentración».

Su secretario le sorprendió un día con la cabeza entre las manos, tratando de dormitar unos minutos.

—Estoy extenuado —confesó Nehru—. Apenas si duermo cinco horas cada noche. ¡Si al menos pudiera descansar una hora más! Y usted, ¿cuántas horas duerme usted?

—Siete u ocho —respondió H.V.R. Iyengar.

Nehru se le quedó mirando.

—En momentos como los que estamos viviendo —dijo—, seis horas son un mínimo; siete, un lujo; ocho, vicio.

Undécima estación del viacrucis de Gandhi:
«¿Tenemos que dejarnos degollar como corderos?»

La amplitud de las matanzas que se producían en la capital constituyó para Gandhi una sorpresa y, a la vez, un shock fortísimo.

Gandhi nunca fue tan fiel a los ideales que habían guiado su existencia como en las trágicas horas del crepúsculo de su vida. Enfrentado con el desastre que presintiera, se aferraba a los principios que ya desde África del Sur siempre le habían inspirado: el amor, la no violencia, la verdad, una fe inquebrantable en un Dios universal. Pero su pueblo se volvía sordo a su mística.

Predicar el amor y la no violencia a las masas indias para luchar contra la dominación británica había sido ya una arriesgada apuesta. Predicar ahora el perdón y la fraternidad a hombres que presenciaron la matanza de sus hijos, la violación de sus mujeres, el asesinato de sus padres, a hombres y mujeres que lo habían perdido todo y que tocaban ya el fondo de la desesperación, parecía una quimera. Hubiesen tenido que ser todos santos para oír el mensaje que, no obstante, Gandhi consideraba la única posibilidad de escapar al engranaje del odio.

Sobreponiéndose a su extrema debilidad, el Mahatma visitó diariamente los campos de refugiados para intentar llegar al corazón de los desventurados que pedían venganza.

—Explícanos tú, apóstol de la no violencia, qué debemos hacer para sobrevivir —le interpelaron burlonamente un día varios hindúes—. Nos pides que entreguemos nuestras armas, pero en el Penjab los musulmanes disparan a bocajarro contra nuestros hermanos. ¿Tenemos que dejarnos degollar como corderos?

—Si todos los penjabíes consintieran morir el último de ellos sin arrebatar una sola vida —replicó Gandhi—, el Penjab se haría inmortal.

Gandhi suplicaba ahora a sus compatriotas que pusieran en práctica lo que antaño había aconsejado a los etíopes, a los judíos, a los checos y a los ingleses:

—Ofreceos voluntariamente en el altar del sacrificio. Aceptad ser los mártires de la no violencia.

Un clamor de burlas acogió este ruego.

—¡Vete al centro del Penjab a ver por ti mismo lo que está pasando allí —le gritaron encolerizadas voces.

A pesar del «milagro» que había obrado en favor suyo en Calcuta, los musulmanes no siempre le reservaron mejor acogida. Una vez, a la entrada de un campamento, un hombre le arrojó a los brazos el cadáver de su bebé. El rostro de Gandhi expresó su dolorosa impotencia, pero se esforzó por consolar a la multitud que le rodeaba.

—Estad dispuestos a morir, si es preciso, con el nombre de Dios en los labios —exhortó—. No perdáis la confianza.

Su convicción era tan fuerte que calmaba a su auditorio.

Un día que penetraba sin escolta en el recinto del Purana Qila, unos musulmanes rodearon su automóvil y le escarnecieron. Alguien abrió brutalmente la portezuela. Imperturbable, Gandhi salió del coche y se enfrentó a sus adversarios. Como su voz era demasiado débil a consecuencia de su reciente ayuno destinado a salvar a otros musulmanes, alguien tuvo que repetir una a una sus palabras.

Explicó que, a sus ojos, no existía «ninguna diferencia entre los hindúes, los musulmanes, los cristianos, los sikhs. Todos son idénticos para mí». Pero su mensaje de amor no suscitó más que un general clamor de indignación.

Sin embargo, el adversario irreductible de la creación de un Estado musulmán separado no tardaría en ocupar el lugar de Jinnah en el corazón de los musulmanes que habían permanecido en la India y en convertirse en su bienhechor. Desde su llegada a Delhi, Gandhi había sido asaltado por un torrente ininterrumpido de delegaciones musulmanas abrumándole con el relato de todos los desmanes infligidos a su comunidad y suplicándole que se quedara en la capital, en la que sólo su presencia podría garantizar su seguridad. El Mahatma prometió «no abandonar la ciudad antes de que hubiera recuperado su calma de antaño».

Nada provocaría entonces tanta cólera entre numerosos hindúes como su solicitud por los musulmanes y su insistencia en afirmar que la desgracia y el sufrimiento no conocían religión. Si el «milagro de Calcuta» le había granjeado el agradecimiento de numerosos musulmanes indios, había alzado también contra él a muchos corazones hindúes. Pero Gandhi no era hombre que renunciase a sus principios por causa de las emociones que podían originar. En sus reuniones de oración pública, siempre había mezclado los cánticos cristianos con los
mantras
hindúes, la lectura de versículos del Corán, del Antiguo y del Nuevo Testamento con los del
Gita
. Se negó a modificar sus costumbres.

Una tarde, una furiosa voz se elevó de la asamblea de los fieles:

—¡Nuestras mujeres y nuestras hermanas han sido violadas y nuestros hermanos asesinados en nombre de ese Alá que tú nos cantas!

—Gandhi Murdabad!

—¡Muera Gandhi! —gritó otra voz.

La multitud se sumó a las protestas, cubriendo la voz del Mahatma. Tuvo que callar. Sus compatriotas consiguieron lo que ni los bóers en África del Sur ni los ingleses en la India habían logrado jamás. Por primera vez en su vida, Gandhi fue obligado a interrumpir su oración.

Para Madanlal Pahwa, el joven marinero hindú obligado a abandonar su tierra natal y cuyo nombre debía conocer un día toda la India, el camino del desquite comenzó en el despacho de un médico de Gwalior, ciudad situada a trescientos kilómetros al sur de Nueva Delhi.

Con su cabeza redonda, su cráneo calvo y su desdentada sonrisa, el homeópata Dattatraya Parchure se parecía extrañamente a Gandhi. Su fama local derivaba de su
sita phaladi
, un tratamiento natural a base de granos de cardamomo, de cebolla, de turión, de azúcar y de miel, con el que curaba la bronquitis y la pulmonía. Pero no eran afecciones pulmonares lo que había llevado a Madanlal Pahwa hasta él.

La verdadera pasión de Parchure era la política. Jefe local de la organización extremista hindú R.S.S.S., violentamente antimusulmana, mantenía una milicia de un millar de guerrilleros con la que se jactaría más tarde de haber expulsado de la India a sesenta mil musulmanes. La mayor parte de sus honorarios servía para dotar a su pequeño ejército de porras, cuchillos, «dientes de tigre», revólveres y fusiles. Siempre estaba en busca de nuevos reclutas, y el exaltado refugiado le pareció un candidato ideal. Parchure prometió a Madanlal que le permitiría saciar su sed de venganza. Con un alistamiento en sus tropas, le ofreció albergue, comida y todos los enemigos que quisiera matar.

Madanlal aceptó. Durante el mes siguiente, recibió adiestramiento de un comando especializado en la exterminación de musulmanes que intentaban huir del Estado de Bhopal en dirección a Nueva Delhi. «La técnica era sencilla —cuenta—. Esperábamos en la estación. Deteníamos el tren. Saltábamos a los vagones. Matábamos a los viajeros».

Madanlal y sus compañeros cumplieron su misión con tanto celo que el eco de su salvajismo llegó hasta la capital. Gandhi fustigó sus crímenes en el transcurso de una oración pública. El maharajá hindú de Gwalior tuvo que pedir al doctor Parchure que calmara el fanatismo sanguinario de sus hombres.

Frustrado, Madanlal salió para Bombay. Se inscribió en un campo de refugiados y reunió una banda de jóvenes guerrilleros decididos a todo, como él.

«Nos íbamos todos los días al barrio musulmán de Bombay —recuerda—. Entrábamos en un hotel, el mejor, pedíamos una buena comida, platos que nunca habíamos probado. Cuando nos traían la cuenta, decíamos que estábamos sin un céntimo, que éramos refugiados. Si no quedaban contentos, les dábamos una paliza y rompíamos todo.

»A veces, atacábamos a musulmanes en la calle y los despojábamos de su dinero. Nos apoderábamos también de las bandejas de los vendedores ambulantes y corríamos a vender sus mercancías. Todas las noches, mis muchachos venían a rendir cuentas y traerme lo que habían robado. Yo hacía el reparto. Buena vida aquélla».

Pero muy pronto Madanlal fue llamado a justificar su aptitud para el mando con acciones de más envergadura que simples raterías. Con ocasión de la fiesta musulmana de Bawiam, se fue a Ahmednagar con dos cómplices y tres granadas. Arrojaron éstas sobre una procesión de peregrinos. Aprovechando el pánico, Madanlal escapó por las callejuelas del bazar. Ondeando en el balcón de un destartalado hotel llamado «Deccan Guest House», vio un emblema familiar, el estandarte color naranja con la cruz gamada del R.S.S.S. Se precipitó en su interior.

—Escondedme —exclamó—, acabo de tirar una granada contra una comitiva de musulmanes.

Tripudo, de treinta y siete años, el propietario del establecimiento, Vishnu Karkaré, se puso en pie de un salto, juntó las manos en un gesto de gratitud y abrió fraternalmente sus brazos al fugitivo. Para Madanlal Pahwa, los caminos de la venganza habían dejado de ser solitarios.

El 2 de octubre de 1947, las naciones del mundo se asociaron a la India independiente para celebrar el septuagésimo octavo aniversario del más grande indio viviente. Millares de telegramas, cartas y mensajes llevaron al Mahatma Gandhi al afectuoso homenaje de su pueblo y de sus admiradores extranjeros. Dirigentes o refugiados, hindúes, sikhs y musulmanes, se sucedieron en Birla House con la ofrenda de frutas, de golosinas, de flores. Con su presencia, Nehru, Patel, los ministros, periodistas, embajadores, Lady Mountbatten, dieron al acontecimiento dimensiones de fiesta nacional. Sin embargo, nada en la habitación de Gandhi sugería una atmósfera de fiesta. Todos los visitantes quedaron sorprendidos por su extrema debilidad y, sobre todo, por el aire de profunda melancolía que se traslucía en su rostro, de ordinario tan alegre. El que decidiera un día hacer voto de vivir 125 años porque ése era «el tiempo que necesitaba un profeta de la no violencia para realizar su misión», había decidido señalar el paso de un nuevo año de su vida rezando, ayunando y consagrando la mayor parte del día a trabajar en su querida rueca. Quería que el aniversario de su nacimiento fuera ocasión para glorificar un renacimiento, el del ancestral instrumento y de las virtudes que representaba, virtudes que la India, en su locura homicida, parecía haber olvidado.

¿Por qué este diluvio de felicitaciones?, se asombró. Hubiera sido más apropiado presentarle «condolencias».

—Rogad a Dios —exhortó a sus seguidores— que tengan fin los enfrentamientos actuales o que El me llame a su seno. No quiero que un nuevo aniversario me sorprenda en una India en llamas.

«Habíamos acudido a él llenos de exaltación —anotó esa noche en su Diario la hija de Vallabhbhai Patel—. Nos separamos de él con el corazón oprimido».

La radiodifusión de la India independiente había preparado un programa especial en honor de Gandhi. Pero él rehusó escucharlo. Prefirió meditar mientras hilaba, a fin de oír, a través del regular chirrido de la rueca, «el triste y suave lamento de la Humanidad».

La tragedia de la partición no habría sido completa sin la inevitable explosión de salvajismo sexual. Casi todas las atrocidades que afligieron a la desventurada provincia del Penjab se agravaron con una orgía de raptos y violaciones. De las columnas de refugiados, de los sobrecargados trenes, decenas de millares de muchachas y de mujeres fueron arrebatadas.

Una ceremonia religiosa santificaba, por regla general, el rapto de mujeres sikhs e hindúes, conversión forzada que las hacía dignas de entrar en la casa o el harén de sus raptores musulmanes. Santosh Nandlal, una joven hindú de dieciséis años, fue conducida tras su captura a la casa del alcalde de un pueblo próximo. «Me abofetearon —cuenta—, luego alguien llegó con un trozo de carne que me obligaron a tragar. Era atroz: yo no había comido carne en toda mi vida. Todo el mundo reía. Rompí en sollozos. Entró un
mullah
y recitó varios versículos del Corán. Tuve que repetirlos palabra por palabra». Después de lo cual, Santosh recibió un nuevo nombre:
«Allah Rakki
, Salvada por Dios».

La muchacha fue entonces ofrecida en subasta. Su adquiriente fue un leñador. «No era un mal hombre —reconocerá treinta años después—. Nunca me obligó a comer carne».

A finales del siglo XVII, el décimo
guru
Gobind Singh prohibió formalmente a los sikhs sostener relaciones sexuales con musulmanas lo cual había adornado a éstas con todos los atractivos de la fruta prohibida.

Las conmociones originadas por la partición del Penjab no tardaron en llevarse por delante esta ley religiosa, y muy pronto se vio florecer un verdadero comercio de jóvenes raptadas.

El campesino sikh Boota Singh, antiguo soldado de Mountbatten durante la campaña de Birmania, trabajaba su campo una tarde de setiembre cuando oyó gritos de terror. Vio a una adolescente correr desesperadamente arrancada a una columna de refugiados en marcha hacia el Pakistán. Agotada, la desventurada se echó a sus pies: «¡Sálveme, sálveme!», imploró.

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