Hace años que escucha sonidos, melodías, acordes. Al principio no sabía escribirlos. Después de mucho esfuerzo, aprendió a hacerlo.
La escritura musical es uno de los grandes misterios del universo. La totalidad de las cosas y las emociones resumida en siete notas.
Durante mucho tiempo, Abel ha tenido la sensación de que lo único verdaderamente suyo era la posibilidad de escuchar el mundo, de dejar que la música crezca dentro de su cabeza y tome la forma de sus anhelos, de sus esperanzas, de sus miedos o sus frustraciones.
Desde hace poco, hay algo más.
Ahora Abel piensa: «Menos mal que tengo a Oscura».
Pero de inmediato se pregunta: «¿De verdad la tengo?».
Abel mata las horas nocturnas de la ausencia de Oscura —segunda noche ya, y esto comienza a ser insoportable— tomando decisiones.
Intenta elegir un teléfono entre los más de veinte modelos en oferta de la página de una operadora. Cuando por fin lo ha conseguido y se dispone a comprarlo, repara en que es imposible. Ninguna compañía vende teléfonos a menores de edad. Necesitaría la autorización y los datos de su madre, pero desde que ayer la fiesta de cumpleaños terminó en desastre, su madre está de un humor de perros. Hoy ni siquiera le dirige la palabra.
Esta noche también será larga.
Abel suspira, aburrido, resignado, harto. Coge la guitarra y se sienta con ella frente a la pantalla. En su cabeza hay una melodía, pero aún no ha descubierto el modo de hacerla surgir de las cuerdas de su instrumento. Lo conseguirá, está seguro, pero necesita algo de tiempo. Y mejor ánimo, también. Siguiendo los dictados de la música que suena en su cabeza, escribe:
Quiero decirte que antes de ti toda mi vida
solo era un inmenso laberinto sin salida.
Abel suelta un bufido. Esta sensación de descontento también le acompaña a todas horas. Se pregunta si es normal. ¿Será cosa de creadores, de escritores, de músicos? Cuando Bon Jovi termina una canción, ¿se siente así de mal? Le gustaría saberlo. Si después de escribir una de sus genialidades, por ejemplo,
There's a hell of a lot of lonely
Baby I'm scared
Waiting out there
[3]
… si también Bon Jovi siente que acaba de escribir la estupidez más grande la historia de la humanidad, si también se enfada consigo mismo y se maldice por su falta de talento.
Le gustaría saber cómo se distingue el genio verdadero del falso y si hay alguien capaz de reconocerlo a simple vista.
Se reclina en su silla, se frota la cara con las manos y piensa: «¿Cómo podría hacer que las horas no fueran eternas?».
De pronto ocurre algo. Un campanilleo. Un acorde sencillo. Usuario conectado.
Se lanza sobre el canal de mensajería instantánea y revisa la lista.
USUARIO:
Oscura.
ESTADO:
Conectado. Disponible.
LEMA:
Esta noche no hay luna llena.
¡Por fin! «Pensaba que iba a volverme loco de esperarte».
La conversación se convierte en un atolondrado intento de comunicación en que ambos preguntan y contestan al mismo tiempo.
OSCURA:
Hola!
WEIRDO:
Hola!
Abel sonríe. Su corazón se acelera. Otra vez escriben a la vez.
WEIRDO:
Has leído mis mensajes?
OSCURA:
Perdona por no contestarte.
Hablar por un canal de conversación, como todas las cosas de la vida, requiere cierta práctica. Y cierto orden, también. Hoy los dos parecen tan contentos de volver a verse que su charla corre el riesgo de convertirse en un caos, o puede que lo sea ya.
OSCURA:
Sí, lo he leído.
WEIRDO:
Estabas fuera?
OSCURA:
He tenido una recaída.
WEIRDO:
Vaya… lo siento. Estás bien?
OSCURA:
Cuando veas el blog te vas a asustar.
WEIRDO:
Te he echado de menos.
OSCURA:
Y yo a ti. Por cierto… ¡¡¡FELICIDADES!!!
WEIRDO:
Te has acordado. Gracias.
OSCURA:
Claro. Me habría gustado felicitarte el mismo día.
WEIRDO:
No importa. Tu felicitación es la mejor que he recibido.
OSCURA:
Cómo lo celebraste?
WEIRDO:
Me peleé con mi madre.
OSCURA:
Hablas en serio?
WEIRDO:
¡Demasiado en serio! Sigue sin hablarme.
OSCURA:
Oh. Lo siento. Me habría gustado celebrarlo contigo. Ojalá pudiéramos. No estamos tan lejos.
WEIRDO:
Lo sé. A veces saber que estás ahí es peor…
OSCURA:
Qué quieres decir?
WEIRDO:
Casi puedo olerte.
OSCURA:
Yo suelo pensar que echo a correr y llego hasta tu casa.
WEIRDO:
Me voy a volver loco de pensar que podrías hacer eso. Te buscaré por todas partes… más que ahora.
OSCURA:
Algún día lo haré, te lo prometo.
WEIRDO:
Eres lo único que merece la pena de toda mi vida.
OSCURA:
Tú también eres muy especial para mí.
WEIRDO:
Prométeme que lo harás.
OSCURA:
Lo haré. Te salvaré. Prométeme tú también una cosa…
WEIRDO:
Dime.
OSCURA:
Que si tardo dos o tres días me estarás esperando.
WEIRDO:
Oscura… te estaría esperando aunque tardaras una eternidad.
Rosa camina por el pasillo durante toda la madrugada, pero no entra en su cuarto. Por si acaso, él está preparado para hacer desaparecer esta conversación en cualquier momento.
Por suerte no tiene que hacerlo, y la charla se alarga hasta que, cerca de las tres, Oscura le dice que tiene que irse. Se despiden hasta el día siguiente y, cuando sale del canal, Abel se siente otra persona. Exultante, feliz. Esta noche se siente poderoso, invulnerable.
Rasguea un rato la guitarra y a las 4:53 apaga la luz y se mete en la cama. No duerme. Piensa. Mucho rato.
A las 7:53 oye a su madre abrir las cerraduras y volver a cerrarlas. Es la primera vez en toda su vida que no se despide de él al irse a trabajar.
A las 8:02, coincidiendo con el primer albor, las funciones vitales del cuerpo de Abel se ralentizan, la temperatura de su cuerpo baja varios grados y sus párpados caen como el telón tras la escena final de una función de teatro.
Cuántas veces se ha preguntado cómo debe de ser sobrevivir ahí fuera.
Rodeado de tentaciones. Temeroso de la luz. Sobre el verdadero rostro, una máscara invulnerable. Bajo la piel, mil añicos de cristal.
No le gusta pensar en él, pero a veces lo hace. Arístides. Él sobrevivía en el exterior. Le iba bien. Trabajaba en su beneficio. Obtenía su provecho. Era fuerte.
A veces se pregunta si Arístides también piensa en él, si le recuerda.
Si volverá a verle algún día.
¿Cuánto pesa la eternidad?
¿Cómo hiere el silencio?
¿Cuánto cuesta la soledad?
¿Qué nos roba el recuerdo?
¿A qué mundo llegaste tú
a cambiar mis esquemas?
¿Quién te trajo, por qué razón?
¿Qué se va si te alejas?
No me importa el vacío
del despertar
porque sé que estás cerca.
¿Cuándo llega la muerte?,
preguntarás.
Cada vez que te alejas.
Abel abre los ojos en la oscuridad. Mira el reloj de la mesilla. Las 18:46.Tiene la impresión de que le ha despertado algún ruido, pero no oye nada más que el rugido de sus tripas hambrientas. Se muere de hambre.
Se levanta, se calza las zapatillas, se despereza, pulsa el botón de encendido del ordenador.
Entonces oye un mugido. Alto, claro, prolongado. No proviene del patio, sino del interior de la casa. Parece que su madre ha querido dejarle el ternero a mano. Y que su amigo de cuatro patas está celebrando a todo volumen haber vivido un día más. Decide salir en su busca.
Si alguien le viera ahora, recorriendo con sigilo el pasillo, opinaría que su imagen es todo lo contrario de lo que puede esperarse de un gran depredador: se frota los ojos, se revuelve el pelo, bosteza y arrastra las zapatillas. Es un ser sediento de sangre, con legañas.
Encuentra al ternero en el vestíbulo, amarrado con una soga al radiador, rodeado de los orines y las heces de las últimas horas. Huele tan mal que a punto está de marearse. Su olfato hipersensible apenas puede soportarlo.
Comienza por recoger las boñigas con la ayuda de una bolsa. Luego echa serrín en el suelo y barre. Remata la tarea pasando la fregona.
El ternero le observa con interés, como preguntándose de qué va todo esto.
Al ganado vacuno, por lo general, no le agradan las escaleras. Llevar al ternero hasta el cuarto de baño es una tarea digna de un titán. Cuando por fin llegan arriba, el bicho se niega a meterse en el óvalo esmaltado. Aunque su opinión no es importante, claro. A ningún carnívoro le interesa la opinión del filete que está a punto de devorar.
Abel intenta no manchar nada, pero la sangre salpica las cortinas, rezuma hasta el suelo y lo deja todo perdido.
—Mi madre se pondrá de los nervios —murmura cuando ya no hay ningún ser vivo que pueda oírle.
Lo recoge todo con mucha práctica. Mete los restos del animal en las bolsas negras de siempre y se entrega de nuevo a la limpieza. Mañana, su madre cargará los restos en el maletero, donde permanecerán hasta que termine la jornada laboral. De camino a casa, si es que no sigue enfadada, hará una parada en la incineradora, donde Hipólito se hará cargo de todo y, de paso, la invitará a café. Abel no sabe si esta es la mejor manera de librarse de los desperdicios, pero es la que decidió su madre y no hay nada que hablar. Está harto de todo esto. Ya casi ha terminado cuando escucha el campanilleo musical que proviene de su ordenador. Acaba de entrar un mensaje.
Como está esperando noticias de Oscura, y las desea más que nada en el mundo, Abel deja la limpieza para más tarde y sale a la carrera hacia su cuarto. Sus calcetines mojados dibujan un rastro de desdibujadas huellas rojas en el pasillo. Se sienta ante la pantalla, ansioso.
En el remitente: ella.
El asunto: «Ayúdame».
Sus ojos vuelan sobre el texto:
Weirdo, necesito pedirte un inmenso favor. Eres la única persona en quien puedo confiar, el único a quien me atrevería a pedirle esto. Necesito que hagas algo por mí, algo muy importante. Y debe ser mañana por la noche. Por favor, no me digas que no. Estaré esperando tu respuesta.
Pulsa la opción «Responder» y escribe a toda prisa:
WEIRDO:
Haría lo que fuera por ti.
Justo en ese momento, Abel repara en algo. Un vacío junto al ordenador, allí donde ayer al acostarse dejó la guitarra. La puso ahí para tenerla bien a mano al despertar. Había previsto darle un estreno digno. Para algo le costó todos sus ahorros.
Pero la guitarra ha desaparecido.
Inquieto, mira en el salón, en la cocina, en el armario del pasillo. Está seguro de que su madre tiene algo que ver con esto. Anoche estaba más fuera de sí que nunca.
Revisa las habitaciones de los trastos. Las llaman así por no llamarlas «basureros» o «vertederos», lo cual sería más exacto. Son dos cuartos que nunca se han utilizado sino para guardar en ellos todo lo que no sirve y que Rosa se resiste a tirar. No es fácil encontrar nada allí, pero Abel lo intenta de todos modos. Un rato más tarde, se convence de que su guitarra no está en la casa. La ha buscado por todas partes. Ha desaparecido.
O algo mucho peor.
Se sienta frente a la tele apagada y espera a su madre en pie de guerra. No hace nada sino darle vueltas a las ideas obsesivas de su cabeza. Por primera vez de forma consciente, tiene un importante motivo para estar enfadado.
Rosa llega a las 19:47, cargada con las bolsas del supermercado. Como de costumbre, el sonido de los seis cerrojos al descorrerse anuncia su llegada sin ningún disimulo. Luego, los seis cerrojos al cerrarse de nuevo y unos pasos cansados que suben la escalera.
Antes de dejarla llegar arriba, Abel espeta con un tono poco amistoso:
—¿Dónde está mi guitarra?
La madre imposta la voz para aparentar naturalidad:
—Y yo qué sé.
Abel siente que la rabia se apodera de él. Es la rabia del impotente, del que se sabe vencido antes de comenzarla batalla.
—Devuélvemela —dice.
La madre tarda en responder. Mira hacia el cuarto de baño. La luz encendida, el suelo empapado, el camino de huellas rojas en el pasillo…