Otra voz masculina ha llegado desde alguna parte:
—¡Mata a esa fiera! ¡Si no la matas, volverá!
Tu padre empuñaba la escopeta y te apuntaba. Pero tú no estabas quieta y le ponías difíciles las cosas.
Te confieso que he temido lo peor. Me he asustado de verdad. Por primera vez en mi vida, he rezado porque algo ocurriera. O, mejor, porque algo no ocurriera. He rezado por ti. Y alguien debe de haber escuchado mis plegarias, porque en el mismo instante en que tu padre empuñaba por segunda vez la escopeta y te apuntaba, tú has hecho algo prodigioso.
Un salto. Uno de gimnasta, de acróbata, de bailarina, de ser venido de otro mundo. Has escapado por la ventana.
Solo después de tu fuga ha entrado en escena otra persona. Un chaval gordo. ¿Tu hermano? Llevaba un hacha en la mano, y tenía aspecto de primate. Bueno, no te enfades, igual es que estaba enfadado y sin afeitar. Sea como sea, él y tu padre se han quedado detenidos en el centro de la alfombra. Han mirado tu ropa en el suelo, pero no han sabido darle ningún significado. Estaban rabiosos y creo que se sentían un poco ridículos porque la presa hubiera escapado delante de sus propias narices. Tu padre resollaba, blanco como el papel, cuando ha dicho:
—Es la misma loba de la otra vez.
—¿Cómo lo sabes? —ha preguntado la voz de mujer desde el pasillo.
—La he reconocido. Y ella a mí. ¿No habéis visto cómo me miraba? Estos animales son muy inteligentes.
Tu hermano, que fruncía el ceño, ha preguntado:
—¿Y por qué ha vuelto?
—Ha aprendido el camino. Sabe que aquí hay comida. En esta época, los lobos se mueren de hambre. Además, la imbécil de tu hija se deja las ventanas abiertas ¡en pleno bosque! —ha vociferado, cerrando la ventana de un golpe.
El porrazo ha retumbado como un trueno en mi cabeza. Pero lo han hecho mucho más las últimas palabras de tu padre:
—En cuanto empiece a clarear, iré por ella. Te aseguro que esa bestia no vuelve por esta casa.
Ha salido a grandes zancadas, seguido de tu hermano, que ha añadido:
—Iré contigo. Será fácil, está herida. No llegará muy lejos.
Un temblor frío me ha recorrido el cuerpo.
Es verdad que estás herida, Olivia. Sobre la alfombra ha quedado un pequeño reguero de sangre. No sé hasta dónde podrás llegar así. Adónde vas a ir. Qué ocurrirá si recuperas la forma humana. Cómo te las apañarás para volver a entrar si han cerrado la ventana.
Ni siquiera sé cómo lo haces para recuperar tu forma humana. Puede que ni tú lo sepas. Para eso necesitabas mi ayuda, ¿verdad? Para comprender algo.
He permanecido atento a la imagen de la cámara durante toda la noche. No ha ocurrido nada más. Bueno, sí, el gordinflón de tu hermano ha entrado un momento a buscar algo (su pijama, creo) y se ha ido enseguida. Debía de estar cagado de miedo ante la posibilidad de despertar en compañía de un lobo, porque ni siquiera se ha dado cuenta de que el ordenador continuaba conectado. Mejor: hubiera sido horrible pasarme la noche velando su sueño. Por lo demás, apenas nada. Serían poco más de las cinco cuando he oído un aullido. Primero he creído que eras tú, que regresabas. Luego he llegado a la conclusión de que esto no es posible. He pensado un poco.
Te transformaste a las 21:16:03. Sabías muy bien la hora a la que iba a ocurrir la transformación, porque esa es la hora exacta del plenilunio en este ciclo lunar. La fase actual de la Luna durará unas doce horas. La transformación del licántropo no tiene que ver con la noche, sino con la Luna. Da igual que sea de noche o de día, tú seguirás siendo loba hasta que se den las circunstancias que te permitan dejar de serlo. Aunque no sé de qué circunstancias se trata ni si todas tienen que ver con la fase lunar.
La cacería comenzará al amanecer.
No podré defenderte, y me maldigo por ello.
Si te ocurre algo, no lo soportaré. Por si acaso, seguiré vigilando durante toda la madrugada. Tu ausencia es insoportable.
Ahora ya sé tu secreto, Olivia. Tal vez alguna noche en que no haya luna llena te contaré el mío.
Abel.
Si Abel tuviera un sueño normal, tal vez esta noche no dormiría, o sufriría pesadillas, o tendría un descanso revuelto. Nada de eso. Su descanso es parecido a la muerte, como siempre. Nada lo interrumpe. Ni siquiera el inconsciente, ni la desesperación. En los sueños de Abel, solo hay tinieblas.
Del mismo modo, para él el anochecer es como un mecanismo automático. Ayer, antes de acostarse, consultó la hora de la puesta del sol. 18:16. El momento de su vuelta a la vida se adelanta, en esta época, unos dos minutos cada día. Esa es la hora en que su angustia por Olivia renacerá.
En el mismo instante en que la segundera roza el punto previsto, clic, un interruptor invisible le abre los ojos.
Su primer pensamiento: «La cacería. Olivia». Sin ponerse las zapatillas, corre al ordenador. Por primera vez, lo ha dejado conectado todo el día. Sin embargo, no ha ocurrido lo mismo al otro lado. Un aviso le informa de las novedades:
«
Esta noche no hay luna llena
ha finalizado la conversación a las 15:26. ¿Desea enviar una nueva petición de conversación?».
Aplaza la decisión hasta más tarde.
Una alerta parpadea en la barra inferior.
«Tiene un mensaje de
Esta noche no hay luna llena
. ¿Desea leerlo ahora? ¿Desea conectarse al chat?».
Pulsa «Conectarme al chat», impaciente.
Teclea las seis letras del nombre de ella como quien escribe el código que le salvará de la catástrofe.
«Olivia».
Abel revisa el estado de su interlocutor: «Conectado. Listo para hablar». La impaciencia le carcome.
Escribe:
WEIRDO:
Estás bien? Cuándo has vuelto?
La respuesta llega, helada como la hoja de un cuchillo en la oscuridad:
OSCURA:
Quién coño eres tú?
Weirdo no necesita leer nada más para saber que otra persona usurpa la personalidad de su chica. Siente que el pulso le late en las sienes.
WEIRDO:
Y tú?
Escribiendo. Otra respuesta.
OSCURA:
Deja en paz a mi hermana.
Weirdo sonríe. Se apresura a teclear.
WEIRDO:
Ah. Hola, Benjamín. Otra vez metiendo las narices donde no te llaman?
Conoce al hermano de Olivia no solo de verle en acción la noche anterior, sino de las muchas cosas que de él ha leído en el blog.
Un nuevo mensaje:
OSCURA:
Tienes suerte de que no sepa dónde vives, gilipollas.
WEIRDO:
Igual la suerte es tuya, bocazas.
OSCURA:
Me amenazas?
WEIRDO:
No más que tú a mí.
OSCURA:
Escúchame, imbécil: deja en paz a mi hermana. Necesitas que te lo deletree? No tengo inconveniente: D-E-J-A-E-N-P-A-Z-A-M-I-H-E-R…
WEIRDO:
Vete a la mierda.
Pausa. Si esto fuera un combate de boxeo, estos serían los segundos en que los dos contendientes se miran a los ojos, calculan sus fuerzas, planifican la estrategia que mejor sirva para abatir al enemigo que tienen delante.
Benjamín dispara:
OSCURA:
Olivia no te ha dicho que tiene novio?
WEIRDO:
Sí, claro.
OSCURA:
Pues no creo que a él le guste saber que vas detrás de su chica.
WEIRDO:
Olivia le dejó. Y ya le ha olvidado.
OSCURA:
Está claro que no hablamos de la misma persona, gilipollas. No es al bobo de Salva a quien me refiero. No te habló de Arístides? El dueño del bar Noche Cerrada. Está cachas y tiene pasta. No tienes nada que hacer.
Abel siente una punzada en el corazón, ¿Celos? ¿Una duda imposible? ¿Terror?
Repite para sí: «Arístides».
Y acto seguido se dice: «No, no puede ser el mismo».
OSCURA:
Las tías son así, chaval. Te dejan tirado cuando menos te lo esperas para irse con otro.
WEIRDO:
No te creo.
OSCURA:
Es tu problema, tío. Si quieres comprobarlo tú mismo, ven al bar esta noche.
WEIRDO:
Qué bar?
OSCURA:
El Noche Cerrada. No has estado nunca allí? En qué universo vives?
«En ninguno», piensa Abel, «pero solo hasta hoy».
WEIRDO:
Dame la dirección y no te enrolles.
Abel anota las indicaciones que van apareciendo en la pantalla: un punto kilométrico de una carretera H no le suena de nada, justo entre el término municipal de Valdelobos y el pueblo vecino. Lo busca en un programa de localización por satélite y no puede creer que esté tan cerca. Oscura al alcance de su mano. Escribe un nuevo mensaje:
WEIRDO:
Allí nos veremos, imbécil.
Y a continuación piensa: «Aunque me cueste la vida».
El Noche Cerrada está en el punto kilométrico 680 de la carretera de Valdelobos, a pocos kilómetros de la entrada del pueblo. En algunas páginas web se dice que ofrecen la mejor selección musical, bocadillos calientes y fríos y una mesa de billar. Abren a las ocho de la tarde y cierran a las dos de la madrugada, todos los días excepto los lunes. Abel hace desaparecer la información en cuanto el sonido de la puerta anuncia la llegada de su madre.
La oye subir, entrar en su cuarto taconeando y luego en el baño arrastrando las viejas zapatillas. Abel suspira, impaciente. Otra noche de malas caras.
Está deseando saber cómo le ha ido a Hipólito.
Ahora los pasos regresan, se detienen ante su habitación y, por primera vez en su vida, escucha tres toques de nudillos en la puerta.
—Pasa —dice Abel, sorprendido por el cambio y después de comprobar que en la pantalla del ordenador todo está en orden.
—¿Tienes hambre? —pregunta su madre asomando la nariz tímidamente por un resquicio de la puerta—. Hoy no he podido buscar nada.
—No pasa nada —dice él, que a decir verdad lleva un buen rato soportando los quejidos de su estómago—. Estoy bien.
Hoy tiene otras prioridades.
—Está bien, hijo —musita ella.
Su voz aún es metálica, cortante, pero ya comienza a perder el helor de los últimos días. El enfado se va suavizando poco a poco. Las cosas siempre vuelven a su lugar.
Abel trama un plan para esta noche. Esperará a que su madre duerma y le arrebatará las llaves. Valdelobos no está lejos, apenas a treinta kilómetros. Ha consultado en internet y sabe bien qué carreteras llevan allí. Solo espera tener un poco de suerte y encontrar alguien que le lleve. Necesita saber si lo que dice Benjamín es cierto. Aunque, por encima de todo, necesita ver a Olivia. Aunque sea por última vez.
—¿Puedo hablar contigo un momento, hijo? —pregunta Rosa.
Accede, resignado. Todo tiene un aire de solemnidad que el silencio y la voz titubeante de su madre acentúan.
—Tengo que decirte una cosa.
Abel escucha, deseando saber si su amigo ha tenido suerte. Se ha puesto cómodo, su pierna derecha apoyada sobre la rodilla izquierda y la espalda recostada en el respaldo. Rosa, en cambio, se ha sentado en el borde de la cama, con las rodillas juntas y las manos entrelazadas.
—Ayer Hipólito me pidió que me case con él —dice.
Abel examina la expresión de su madre. No parece contenta. Lo ha dicho como quien da cuenta de algo vergonzoso. Luego ha bajado la mirada y ha contraído los labios en una mueca de resignación.
—Felicidades, madre. Me alegro de que por fin se haya decidido. Creo que lleva mucho tiempo loco por ti —dice él, sonriendo—. Te mereces tener a alguien que esté atento a…
—Le he dicho que no —suelta ella.
Abel permanece en silencio. Podría preguntarle por qué lo ha hecho, si está loca, si lo ha pensado bien. Podría recordarle cuánto tiempo lleva quejándose de su soledad pesada como una losa. Podría pedirle que deje de buscar excusas para estar sola, que él ya es mayor y puede vivir sin ella, que su cometido ha terminado y si lo asume de una vez será mejor para todos. Para ella, para él, para el bueno de Hipólito, que lleva todos estos años queriéndola en secreto y sabe Dios cómo ha hecho para armarse de valor y decírselo. Como Abel conoce de memoria cualquier respuesta que pueda darle su madre, solo contesta: