Tras recuperarse de su pérdida, Quinto sintió una soledad que nunca lo abandonó. Juró vengarse de la criatura que lo creó, aunque ello significara también su propia muerte.
Muchos años después, tras la llegada del cristianismo, Quinto volvió a reunirse con los Ancianos, y reconoció todo aquello que lo constituía, al igual que su verdadera naturaleza. Les ofreció su riqueza, su influencia y su fuerza, y ellos lo acogieron como a uno de los suyos. Quinto les advirtió sobre la perfidia del Amo, y ellos reconocieron la amenaza, sin perder nunca la confianza en su superioridad numérica y la sabiduría de sus años.
En los siglos posteriores, Quinto continuó con su búsqueda en pos de la venganza.
Pero en los setecientos años siguientes, Quinto —que más tarde se llamaría Quinlan— nunca estuvo más cerca del Amo que una noche en Tortosa, hoy Siria, cuando el Amo lo llamó «hijo».
Hijo mío, las guerras demasiado largas solo pueden ganarse claudicando. Llévame hasta el lugar donde están los Ancianos. Ayúdame a destruirlos y tal vez puedas ocupar el lugar que te corresponde a mi lado. Sé el príncipe que realmente eres…
El Amo y Quinto se encontraban en el borde de un acantilado rocoso con vistas a una gran necrópolis romana. Quinlan sabía que el Amo no podía escapar. Los incipientes rayos del sol ya lo estaban quemando. Las palabras del Amo fueron inesperadas, y una intrusión en la mente de Quinlan, que sintió una intimidad que lo sobrecogió. Y por un momento —que habría de lamentar durante el resto de su vida— sintió una verdadera pertenencia. Aquel ser —alojado en el cuerpo alto y pálido de un herrero— era su padre; su verdadero padre. Quinlan bajó su arma un instante, y el Amo se arrastró rápidamente por la pared del acantilado, desapareciendo entre las criptas y los túneles abiertos en la roca.
M
uchos siglos después, un barco zarpó de Plymouth, Inglaterra, hacia Cape Cod, en el territorio recién descubierto de América. Oficialmente, el barco transportaba ciento treinta pasajeros, pero se encontraron varias cajas con tierra en la bodega. Los artículos declarados consistían en varios sacos de tierra con bulbos de tulipán; aparentemente, su propietario quería aprovechar el clima favorable de la costa y sembrarlos. Pero la realidad era mucho más oscura. Tres de los Ancianos se establecieron relativamente pronto en el Nuevo Mundo, en compañía de Quinlan, su fiel aliado, y bajo los auspicios de un mercader acaudalado: Kiliaen van Zanden. Los asentamientos del Nuevo Mundo eran poco más que una república bananera, cuyos procedimientos mercantiles desembocarían en menos de dos siglos en el poder económico y militar preeminente en el planeta. Todo ello era básicamente una fachada para el verdadero asunto que se llevaba a cabo bajo tierra y a puerta cerrada. Todos los esfuerzos se concentraron en la adquisición del
Occido lumen
, con la esperanza de responder a la que, en aquella época, era la única cuestión acuciante para Quinlan y los Ancianos: ¿cómo podían destruir al Amo?
L
a doctora Nora Martínez se despertó al oír el silbato estridente. Estaba acostada en una camilla de lona que colgaba del techo y la envolvía como si fuera una honda. La única manera de salir de allí era deslizarse bajo la sábana, llegar a uno de los bordes y poner los pies en el suelo.
Se levantó, e inmediatamente sintió que algo no iba bien. Giró la cabeza de un lado al otro; la sentía muy liviana. Y entonces se tocó el cuero cabelludo con su mano derecha.
Estaba completamente calva. Eso le causó un tremendo impacto. No es que fuera demasiado vanidosa, pero había sido bendecida con un pelo hermoso, y lo tenía largo, aunque —para una epidemióloga— era una elección poco práctica a nivel profesional. Se agarró el cuero cabelludo como si quisiera atenuar una migraña aguda, y sintió la piel desnuda allí donde antes nacía su cabello. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas y de repente se sintió más pequeña —y no de forma aparente, sino realmente—, debilitada. Al cortarle el pelo, también la habían despojado de gran parte de su fuerza.
Pero su desazón no estaba únicamente relacionada con palpar su cabeza rapada. Se sentía mareada, y se movió para recuperar el equilibrio. Después del confuso proceso de admisión y de la ansiedad resultante, a Nora le sorprendía haber podido dormir. De hecho, recordó haber decidido permanecer despierta para recabar así toda la información que pudiera sobre la zona de cuarentena, antes de ser trasladada a las barracas del incongruentemente denominado Campamento Libertad.
El sabor que tenía en los labios —como si hubiera sido amordazada con un calcetín de algodón húmedo— le confirmó a Nora que había sido drogada con la botella de agua potable que le habían suministrado.
La ira nació en su interior; parcialmente dirigida contra Eph, aunque no le sirvió de nada. Entonces se centró en Fet, en desearlo. Estaba casi segura de que no volvería a ver a ninguno de los dos. A menos que pudiera encontrar una manera de salir de allí.
Los vampiros encargados del campamento —o tal vez sus cómplices humanos, miembros contratados del Grupo Stoneheart— habían decretado con acierto una cuarentena para asegurar los nuevos ingresos. Este tipo de campamento era el caldo de cultivo para un brote de enfermedad infecciosa que podía acabar con toda la población interna, que eran los proveedores de la preciosa sangre.
Una mujer entró a través de la tira de tela que colgaba sobre la puerta. Llevaba un mono de color gris igual que el de Nora. La doctora Martínez reconoció su rostro de inmediato; la había visto el día anterior. Estaba terriblemente delgada, su piel pálida como un pergamino arrugado en los bordes de los ojos y la boca. Su pelo oscuro era muy corto, y su cuero cabelludo seguramente no tardaría en ser afeitado. Sin embargo, la mujer parecía alegre por alguna razón que Nora no lograba entender. Su función allí parecía ser la de una especie de madre. Se llamaba Sally.
—¿Dónde está mi madre? —le preguntó Nora, al igual que el día anterior.
La sonrisa de Sally parecía sacada de un centro de atención al cliente: era respetuosa y encantadora.
—¿Ha dormido bien, señora Rodríguez?
Nora había dado un apellido falso en el proceso de admisión, pues su relación con Eph seguramente ya la habría incluido en todas las listas de rastreo.
—He dormido bien —dijo—. Gracias al sedante mezclado con el agua. Te he preguntado dónde está mi madre.
—Supongo que ha sido transferida a Sunset, una especie de comunidad de retiro activo adscrita al campamento. Es el procedimiento habitual.
—¿Dónde está? Quiero verla.
—Se encuentra en una zona separada. Supongo que es posible visitarla en algún momento, pero no ahora.
—Enséñame dónde está.
—Podría enseñarte la puerta, pero… yo nunca me he aventurado hasta allí.
—Estás mintiendo. O realmente te lo crees, lo que significa que te estás mintiendo a ti misma.
Sally solo era una funcionaria auxiliar. Nora comprendió que no estaba tratando de engañarla intencionadamente, sino repitiendo órdenes. Tal vez no sabía ni podía sospechar que ese Sunset no era exactamente como decían.
—Por favor, escúchame —dijo Nora, impaciente—. Mi madre no se encuentra bien. Está enferma y confundida. Tiene Alzheimer.
—Estoy segura de que recibe la atención adecuada…
—Sé que la sacrificarán sin pensarlo dos veces. Ya no es útil para estas criaturas. Es una persona enferma, sufre de pánico, y necesita ver una cara familiar. ¿Entiendes? Solo quiero verla. Por última vez.
Evidentemente, se trataba de una mentira. Nora quería escapar de allí con su madre, pero antes debía encontrarla.
—Eres un ser humano… ¿Cómo es posible que puedas hacer esto…?, ¿cómo?
—Ella se encuentra en un lugar mejor en este momento, señora Rodríguez. Se lo aseguro. —Sally le apretó el brazo izquierdo a Nora con un gesto tranquilizador, pero mecánico—. Las personas ancianas reciben una ración suficiente para vivir sanas, y no necesitan ser productivas. Francamente, las envidio.
—¿Realmente te crees eso? —preguntó Nora, asombrada.
—Mi padre está allí —explicó Sally.
—¿No quieres verle? —insistió Nora, agarrándola del brazo—. Enséñame dónde está.
Sally era tan artificialmente simpática que Nora sintió ganas de darle una bofetada.
—Sé que la separación es difícil. Pero ahora debes concentrarte en cuidar bien de ti.
—¿Has sido tú la que me ha suministrado la droga?
Sally no ofreció una respuesta satisfactoria a la inquietud de Nora.
—La cuarentena ha terminado —señaló—. Ahora formarás parte de la comunidad general del campamento. Te lo mostraré para que comiences a adaptarte.
Sally la condujo hacia una pequeña zona común situada al aire libre, después de atravesar un largo pasillo cubierto por una lona para resguardarse de la lluvia. Nora miró hacia el cielo: otra noche sin estrellas. Sally llevaba unos documentos, que le mostró al guardia apostado en el puesto de control, un hombre de unos cincuenta y cinco años que vestía una bata médica blanca encima del mono. El guardia miró los formularios, observó a Nora con los ojos de un agente de aduanas, y las dejó seguir.
A pesar del techo de lona, la lluvia les mojó las piernas y los pies. Nora calzaba unas sandalias con suela de espuma estilo hospital y Sally un par de cómodas zapatillas Saucony, aunque estaban húmedas.
El camino de grava llegaba a una rotonda en cuyo centro se encontraba una torreta, similar al puesto de un socorrista. La rotonda era una especie de punto central, pues otros cuatro caminos partían de allí hacia unas edificaciones semejantes a bodegas, y más allá, hacia lo que parecían ser unas fábricas. El camino no tenía letreros, solo flechas de piedras blancas incrustadas en el suelo fangoso. Unas luces de escaso voltaje circundaban los caminos, pues eran necesarias para el tránsito humano.
Un puñado de vampiros centinelas permanecía alrededor de la rotonda, y Nora se esforzó en contener el escalofrío que sintió al verlos. Estaban completamente expuestos a los elementos —su pálida piel desnuda, sin abrigos ni ropa—, y sin embargo, no mostraban ningún malestar bajo la lluvia negra que golpeaba sus cabezas y sus hombros desnudos y resbalaba por su carne translúcida. Los
strigoi
observaban el movimiento de los humanos con solemne indiferencia, con los brazos colgando inertes a los costados. Eran policías, perros guardianes y cámaras de seguridad, todo en uno.
—La seguridad ha de ser constante para que todo marche de manera ordenada —dijo Sally, percibiendo el miedo y la angustia de Nora—. De hecho, hay muy pocos incidentes en el campamento.
—¿De personas que opongan resistencia?
—De cualquier complicación —dijo Sally, sorprendida ante la suposición de Nora.
Estar tan cerca de ellos sin ningún objeto afilado de plata para defenderse le puso a Nora la carne de gallina. Y ellos lo olieron. Sus aguijones golpeaban suavemente contra su paladar mientras olfateaban el aire, excitados por el aroma de su adrenalina.
Sally le dio un codazo para que se moviera.
—No podemos quedarnos aquí. Está prohibido.
Nora sintió que los ojos negros y rojos de los centinelas las seguían mientras Sally la guiaba por un camino secundario que continuaba más allá de las bodegas. Observó las vallas que cercaban el campamento: una alambrada metálica recubierta con una malla sintética de color naranja que ocultaba el mundo exterior. La parte superior de las vallas estaba inclinada cuarenta y cinco grados, hasta donde alcanzaba su vista, aunque en algunos puntos vio alambres de púas que sobresalían como mechones. Tendría que encontrar otra manera de escapar.
A lo lejos, pudo vislumbrar las copas desnudas de los árboles. Nora sabía que no estaban en la ciudad. Corrían rumores sobre la existencia de un gran campamento al norte de Manhattan, y de dos más pequeños en Long Island y en el norte de Nueva Jersey. A Nora la habían llevado allí con una capucha en la cabeza, y se encontraba tan angustiada y preocupada por su madre que no había pensado en la duración del viaje.
Sally condujo a Nora por una puerta de alambre laminado de cuatro metros de alto y casi lo mismo de ancho. Estaba cerrada y la vigilaban dos guardias de sexo femenino que estaban dentro de una garita; saludaron a Sally con familiaridad, quitaron el cerrojo y entreabrieron la puerta para que pudieran pasar.
El interior era una especie de gran barracón semejante a un edificio médico de aspecto acogedor. Más allá, varias docenas de pequeñas casas móviles se alineaban en filas, como un parque inmaculado de caravanas.
Entraron en el barracón y se encontraron en una amplia zona común. El espacio era una mezcla entre una sala de espera lujosa y el salón de un dormitorio universitario. En la televisión estaban echando un viejo episodio de
Frasier
, y las risas grabadas sonaban tan falsas como las burlas despreocupadas de los seres humanos del pasado.
Una docena de mujeres leían cómodamente sentadas en sillas mullidas de color pastel; vestían monos blancos y limpios, a diferencia de los grises mate de Nora y de Sally. Tenían el vientre notablemente abultado, y todas iban por el segundo o tercer trimestre del embarazo. Y algo más: se les permitía llevar el pelo largo, denso y lustroso a causa de las hormonas del embarazo.
Nora vio la fruta. Una mujer mordía un melocotón suave y jugoso, con la pulpa salpicada de vetas rojizas. Sintió la saliva acumulándose en su boca. La única fruta fresca —en vez de enlatada— que había probado en el último año habían sido unas manzanas blandas de un árbol marchito en un jardín de Greenwich Village. Les había cortado las partes podridas con una navaja, pero las manzanas parecían consumidas por dentro.
La expresión en su rostro debió de reflejar su deseo, pues la mujer embarazada apartó incómoda la vista cuando sus miradas se encontraran.
—¿Qué es esto? —preguntó Nora.
—Los barracones de maternidad —explicó Sally—. Aquí es donde se alojan las mujeres embarazadas, y donde dan a luz a sus hijos. Las caravanas que están fuera son de los lugares más primorosos de todo el conjunto.
—¿Dónde consiguen la fruta? —preguntó Nora casi en un susurro.
—Las mujeres embarazadas también reciben las mejores raciones alimenticias. Y no son sangradas durante el embarazo y la lactancia.
Bebés sanos. Los vampiros necesitaban reponer la raza, y su provisión de sangre.