—Eres una de las afortunadas: perteneces al veinte por ciento de la población con sangre del grupo B positivo —prosiguió Sally.
Obviamente, Nora sabía cuál era su tipo de sangre. Los B positivos eran los esclavos más iguales que los demás. Y por ello, su recompensa era el internamiento en el campamento, donde eran sangrados con frecuencia y obligados a reproducirse.
—¿Cómo pueden traer un hijo a un mundo como este? ¿En el llamado «campamento»? ¿Y en cautiverio?
Sally pareció abochornada por Nora, o avergonzada de ella.
—Es probable que llegues a pensar que el parto es una de las pocas cosas que hacen que la vida valga la pena aquí, señora Rodríguez. Unas cuantas semanas de permanencia en el campamento tal vez logren que pienses de otra manera. ¿Quién sabe? Es probable incluso que llegues a desearlo. —Sally se remangó la camisa, dejando al descubierto unos cardenales que parecían terribles picaduras de abejas, y que le oscurecían la piel—. Una pinta
[2]
cada cinco días.
—Mira, no es mi deseo ofenderte, es solo que…
—¿Sabes? Estoy tratando de ayudarte —replicó Sally—. Aún eres lo suficientemente joven. Tienes oportunidades. Puedes concebir, tener un niño. Labrarte una vida aquí dentro. Otras… no somos tan afortunadas.
Por un momento, Nora consideró su situación desde esa perspectiva. Entendía que la pérdida de sangre y la desnutrición habían debilitado a Sally y a las demás, robándoles su espíritu de lucha. También entendía la fuerza de la desesperación, el ciclo de la desesperanza, la sensación de dar vueltas en un desagüe, y la forma en que la perspectiva de tener un niño podía ser la única fuente de orgullo y esperanza.
—Y alguien como tú —prosiguió Sally—, que considera esto tan desagradable, podría apreciar el hecho de estar segregada de la otra especie durante unos cuantos meses.
Nora se aseguró de haber oído bien.
—¿Segregada? ¿No hay vampiros en la zona de maternidad? —Miró a su alrededor y comprobó que era cierto—. ¿Por qué no?
—No lo sé. Es una regla estricta. No se les permite estar aquí.
—¿Una regla? —Nora se esforzó para encontrarle sentido—. ¿Las mujeres embarazadas tienen que estar separadas de los vampiros, o son estos los que tienen que estar separados de ellas?
—Ya te dije que no lo sé.
De repente sonó un timbre con un tono similar al de la campana de una puerta, y las mujeres dejaron sus frutas y materiales de lectura y se levantaron de las sillas.
—¿Qué sucede?
Sally también se había enderezado un poco.
—El director del campamento. Te recomiendo encarecidamente que te comportes lo mejor posible.
Sin embargo, Nora buscó un lugar al cual correr, una puerta, una vía de escape. Pero ya era demasiado tarde. Llegó un contingente de oficiales del campamento, burócratas humanos vestidos con trajes de ejecutivos en lugar de monos. Entraron en el pasillo central, y miraron a las internas con un disgusto apenas disimulado. A Nora le pareció que la visita era realmente una inspección. Una inspección sobre el terreno.
Detrás de ellos estaban dos vampiros enormes; sus brazos y sus cuellos aún conservaban los tatuajes de sus días humanos. Antiguos convictos, supuso Nora, y ahora guardias de alto rango en esta fábrica de sangre. Ambos llevaban paraguas negros mojados, lo que a Nora le pareció extraño —vampiros preocupados por la lluvia—, y entonces el último hombre hizo su aparición; indudablemente se trataba del director del campamento. Llevaba un traje impecable, de un blanco cegador. Recién lavado, y tan limpio que Nora no había visto otro igual en varios meses. Los vampiros tatuados eran miembros de la seguridad personal del comandante.
El director era un hombre viejo, con un bigote blanco recortado y una barba apuntada que le daba el aspecto de un Satanás abuelo; Nora por poco se asfixia al verlo. Vio las medallas en su pecho blanco, dignas de un almirante de la Marina.
Nora miró con incredulidad. Se quedó tan perpleja que inmediatamente llamó la atención del hombre, y ya era demasiado tarde para pasar desapercibida.
Nora vio la expresión de reconocimiento en su rostro, y una sensación enfermiza se extendió por todo su cuerpo como una fiebre repentina.
Él se detuvo, con los ojos muy abiertos a causa de la sorpresa, y luego giró sobre sus talones y caminó hacia ella. Los vampiros tatuados lo siguieron, y el anciano se acercó a Nora con las manos entrelazadas en la espalda. Su incredulidad se transformó en una sonrisa socarrona.
Era el doctor Everett Barnes, el antiguo director de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades. El antiguo jefe de Nora, quien ahora, casi dos años después de la caída del gobierno, aún insistía en vestir el uniforme simbólico que recordaba el origen de los centros como una rama de la Fuerza Naval de los Estados Unidos.
—Doctora Martínez —dijo con su suave acento sureño—. Nora… Vaya, esto es una sorpresa muy agradable.
El Amo
ZACK TOSIÓ Y RESPIRÓ CON DIFICULTAD; el aroma del alcanfor le quemó la parte posterior de la garganta y saturó su paladar. Sintió de nuevo el aire, su ritmo cardiaco se hizo más lento; miró al Amo —de pie frente a él, en el cuerpo de Gabriel Bolívar, la estrella de rock— y sonrió.
Por la noche, los animales del zoológico estaban muy activos, y su instinto los llamaba a una cacería imposible detrás de las rejas. En consecuencia, la noche estaba poblada de ruidos. Los monos aullaban y los grandes felinos rugían. Los humanos cuidaban ahora de las jaulas y limpiaban las vías de acceso como recompensa por las habilidades de Zack para la caza.
El chico se había convertido en un tirador experto y el Amo retribuía cada matanza con un nuevo privilegio. Zack sentía curiosidad por las niñas, en realidad por las mujeres. El Amo hizo que le trajeran algunas, pero no para hablar con ellas. Zack quería mirarlas, especialmente desde un lugar donde no pudieran verlo. No es que fuera excesivamente tímido ni asustadizo. En todo caso, era astuto y no quería que lo vieran. No quería tocarlas. Todavía no. Pero las miraba, tanto como al leopardo en la jaula.
En tantos siglos de existencia sobre la Tierra, el Amo rara vez había experimentado algo semejante: la posibilidad de preparar con tanto esmero el cuerpo que iba a ocupar. Durante cientos de años, incluso contando con el favor de los poderosos, el Amo se había escondido, alimentándose y viviendo en las sombras, evitando a sus enemigos y coartado por la tregua con los Ancianos. Pero ahora el mundo era nuevo, y él tenía una mascota humana.
El muchacho era inteligente y su alma era completamente maleable. El Amo era un experto en la manipulación. Sabía cómo apretar los resortes de la codicia, del deseo, de la venganza, y actualmente poseía un cuerpo muy seductor. Bolívar era de hecho una estrella del rock, y el Amo también lo era por extensión.
Si el Amo sugería que Zack era inteligente, el chico se esforzaba de inmediato en parecer aún más inteligente: era estimulado para dar lo mejor de sí al Amo. Por eso, si el Amo insinuaba que el chico era cruel y astuto, adoptaba estas características para agradarle. De esta forma, a lo largo de todos estos meses y noches de interacción continua, el Amo educaba al niño, consolidando la oscuridad que ya albergaba en su corazón. Entretanto, el Amo sentía algo que no había experimentado en muchos siglos: admiración.
¿Era así como se sentía un padre humano, y ser padre podría tener un propósito tan monstruoso? ¿Moldear el alma de tus seres queridos conforme a tu imagen, a tu oscuridad?
El final estaba cerca. Los tiempos decisivos. El Amo lo sentía en el ritmo del universo, en las pequeñas señales y presagios, en la cadencia de la voz de Dios. El Amo iba a habitar un nuevo cuerpo para toda la eternidad, y su reino en la Tierra prevalecería. Después de todo, ¿quién podía detener al Amo de mil ojos y mil bocas? ¿Al Amo que conducía los ejércitos y los esclavos mientras mantenía al mundo presa del miedo?
Podía manifestar su voluntad al instante en el cuerpo de un teniente en Dubai o en Francia simplemente con su pensamiento. Podía ordenar el exterminio de millones de personas y nadie se enteraría, pues los medios de comunicación habían dejado de existir. ¿Quién se atrevería a enfrentarse a él? ¿Quién tendría éxito?
Y entonces, el Amo miraría los ojos y al rostro del muchacho, y en ellos vería las huellas de su enemigo. De un enemigo que, sin importar lo insignificante que fuera, nunca se rendiría.
Goodweather.
El Amo le sonrió al chico. Y él le devolvió la sonrisa.
Oficina del Forense, Manhattan
DESPUÉS DE LA EXPLOSIÓN DEL HOSPITAL BELLEVUE, Eph avanzó hacia el norte, a un lado de la autopista East River, ocultándose detrás de los coches y camiones abandonados en la vía. Avanzó tan rápido como pudo por el carril contrario de la rampa de acceso de la calle 30, a pesar del dolor en la cadera y de su pierna herida. Sabía que lo estaban persiguiendo, y seguramente entre ellos vendrían algunos exploradores juveniles, esos rastreadores monstruosos —ciegos y videntes al mismo tiempo— que andaban a cuatro patas. Sacó su binocular de visión nocturna y se apresuró de nuevo a la Oficina del Forense, pensando que el último lugar que registrarían los vampiros sería un edificio infiltrado y despejado recientemente.
Los oídos seguían zumbándole debido al estruendo de la explosión. Las alarmas de automóviles no pararon de sonar, los cristales rotos estaban desperdigados por la calle y las altas ventanas destrozadas por la fuerza del impacto. Al llegar a la esquina de la calle 30 y la Primera Avenida, vio fragmentos de ladrillos y argamasa; la fachada de un edificio se había venido abajo, y los escombros ocupaban gran parte de la calle. Se acercó, y a través de la luz verde de su binocular vio un par de piernas en medio de dos viejos conos reflectantes de seguridad vial.
Unas piernas desnudas y unos pies descalzos. Era un vampiro tumbado boca abajo, al lado de la acera.
Eph les dio la vuelta a los conos. Observó al vampiro tendido entre los escombros. La sangre blanca infestada de gusanos se encharcaba alrededor de su cráneo. La criatura no había sido liberada: los gusanos subcutáneos seguían circulando debajo de su carne, lo que significaba que la sangre aún no se había estancado. Evidentemente, el
strigoi
estaba inconsciente, o en el estado equivalente a una criatura muerta en vida.
Eph tomó el fragmento más grande de ladrillo y hormigón que encontró. Lo levantó sobre su cabeza para concluir el trabajo…, pero un terrible sentido de la curiosidad se apoderó de él. Utilizó sus botas para girarlo, y el vampiro quedó boca arriba. Debía de haber escuchado el fragor de los ladrillos sueltos y haber mirado hacia el cielo antes de recibir el impacto, porque tenía un fuerte golpe en el rostro.
El bloque de ladrillo comenzó a pesarle y Eph lo arrojó a un lado, estrellándolo contra la acera, a un palmo de distancia de la cabeza de la criatura, que no reaccionó.
El edificio del forense estaba al otro lado de la calle. Era un gran riesgo, pero si la criatura estaba ciega, como todo parecía indicar, sería incapaz de alimentar la visión del Amo. Y si también había sufrido un daño cerebral agudo no podría comunicarse con el Amo, y la localización de Eph no podría ser rastreada.
Eph se movió con rapidez antes de cambiar de opinión. Agarró a la criatura de los sobacos, procurando no tocar la sangre pegajosa, y lo llevó arrastrando hacia la rampa que conducía al sótano de la morgue.
Una vez dentro, se encaramó en un taburete para subir al vampiro a una mesa de disección. Lo hizo con rapidez, sujetando las muñecas de la criatura con unos tubos de goma por debajo de la mesa, y repitiendo la misma operación con los tobillos, que ató a las patas de la mesa.
Eph miró al
strigoi
que yacía inerte sobre la mesa. Sí, Eph realmente iba a hacer aquello. Sacó una bata larga de patólogo del armario y dos pares de guantes de látex. Se metió los puños de la camisa en los guantes y el dobladillo de los pantalones dentro de las botas, creando una especie de sello aislante. Encontró un protector plástico en un armario encima de uno de los fregaderos y se lo puso en la cara. Luego vio una bandeja con el instrumental forense.
Mientras Eph miraba al vampiro, este recobró la conciencia, y se sacudió y movió la cabeza a ambos lados. Notó las ataduras y forcejeó para liberarse, levantando y moviendo su cintura. Eph le pasó un tubo de goma por la cintura y otro por el cuello, sujetándolo firmemente a la mesa.
Deslizó una sonda por detrás del cráneo para provocar al aguijón; esto le permitiría comprobar si aún reaccionaba al estímulo a pesar de los destrozos en la cara. Vio que la garganta le palpitaba y escuchó un clic en la mandíbula, señal de que la criatura intentaba activar el mecanismo de su aguijón. Sin embargo, la mandíbula tenía un trauma severo. Por lo tanto, la única preocupación de Eph eran los gusanos de sangre, que mantenía a raya con su lámpara Luma.
Pasó el bisturí por la garganta del vampiro, haciendo un corte alrededor del tubo cartilaginoso y retirando los pliegues vestibulares. Eph tuvo mucho cuidado con el movimiento reflejo de la mandíbula, que intentaba abrirse. La protuberancia carnosa del aguijón permaneció retraída y floja. Tomó la punta estrecha con una pinza y tiró de ella, y el aguijón se desplegó. La criatura intentó recuperar el control, y la base de su músculo laríngeo se sacudió.
Por su propia seguridad, Eph cogió su navaja de plata y amputó el apéndice.
La criatura se puso tensa con un penoso estertor y defecó una pequeña cantidad de excremento cuyo olor a amoniaco irritó las fosas nasales de Eph. La sangre blanca brotó alrededor de la incisión en la tráquea y el líquido cáustico se derramó sobre el tirante tubo de goma.
Eph llevó el órgano que aún se retorcía al mostrador, y lo depositó al lado de una balanza digital. Lo examinó a la luz de una lente de aumento y observó la pequeña punta doble que se retorcía como la cola amputada de un lagarto. Cortó el órgano a lo largo y luego retiró la carne de color rosa, dejando al descubierto los canales bifurcados y dilatados. Eph ya sabía que uno de los canales secretaba un agente narcótico y una mezcla salival de anticoagulantes cuando el vampiro mordía a su víctima, además del gusano infectado con el virus. El otro canal absorbía la sangre succionada. Los vampiros no chupaban la sangre de sus víctimas humanas. Más bien, recurrían a la física para realizar la extracción, y el segundo canal del aguijón formaba una ventosa que absorbía la sangre arterial con la misma facilidad con que el agua asciende por el tallo de una planta. El vampiro podría acelerar la acción capilar en caso de ser necesario, valiéndose de la base de su aguijón que actuaba como un pistón. Era increíble que un sistema biológico tan complejo pudiera surgir de un crecimiento endógeno radical.