Excalibur (65 page)

Read Excalibur Online

Authors: Bernard Cornwell

BOOK: Excalibur
9.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Derfel! —me llamó—. ¡Derfel! —Bajé velozmente por el frente de la fortificación y subí hasta lo alto de la duna—. ¿Qué ves? —me preguntó Arturo.

Miré hacia el norte, más allá del lago salado. Vi la
Prydwen
a medio camino hacia el mar y vi las hogueras donde se obtenía la sal y se ahumaba la pesca diaria, y vi algunas recles colgando de palos clavados en la arena, y entonces vi a los jinetes.

La luz del sol arranco un destello a una punta de lanza, luego a otra, y de pronto distinguí a una veintena de hombres, más tal vez, corriendo por el camino que se perdía tierra adentro desde la orilla del lago.

—¡A cubierto! —gritó Arturo, y bajamos resbalando por la duna, recogimos a Seren y a Arturo—bach sobre la marcha y nos agazapamos como ladrones culpables tras los muros de la ruinosa fortificación.

—Nos habrán visto, señor —dije.

—O no.

—¿Cuántos son? —preguntó Culhwch.

—¿Veinte? —calculó Arturo—, treinta, o puede que más. Salían de entre unos árboles, de modo que tal vez sean un centenar.

Oí una especie de chasquido y me volví; Culhwch había desenvainado y me miraba con una sonrisa.

—Por mí, como si son dos centenares, Derfel; a mí la barba no me la cortan.

—¿Para qué querrían tu barba? —preguntó Galahad—. ¡Tamaña madeja enredada, maloliente y piojosa!

Culhwch soltó una carcajada. Le gustaba tomar el pelo a Galahad y que Galahad se lo tomara a él, y todavía estaba pensando en la respuesta cuando Arturo asomó la cabeza cautelosamente por encima de la muralla y miró hacia poniente, al punto por donde tendrían que aparecer los lanceros. Se quedó inmóvil y su inmovilidad nos hizo callar a todos; de pronto se levantó y saludó con la mano.

—¡Es Sagramor! —anunció con un júbilo inconfundible en la voz—. ¡Es Sagramor! —repitió con tanto alborozo que Arturo—bach lo tomó por un grito de juego.

—¡Es Sagramor! —exclamó el pequeño, y los demás nos asomamos por sobre el muro y vimos la amenazadora enseña negra del numidio ondeando en la punta de una lanza rematada por una calavera. Elpropio Sagramor, con el negro yelmo cónico, iba a la cabeza y, al avistar a Arturo, espoleó al caballo por la arena. Arturo corrió a su encuentro, Sagramor saltó del caballo, cayó de rodillas y abrazó a Arturo por la cintura.

—¡Señor! —exclamó el numidio, haciendo gala de sus sentimientos como en raras ocasiones—. ¡Señor! Creí que no volvería a veros.

Arturo lo ayudó a levantarse y lo abrazó.

—Nos habríamos encontrado en Broceliande, amigo mío.

—¿En Broceliande? —dijo Sagramor, y escupió—. Odio el mar. —Su negro rostro estaba húmedo de lágrimas y recordé una ocasión en que me contó por qué había seguido a Arturo. Me dijo que lo había seguido porque, cuando nada tenía, Arturo se lo había dado todo. Sagramor no había acudido ese día porque no descara embarcar sino porque Arturo necesitaba su ayuda.

El numidio llego con ochenta y tres hombres más Einion, el hijo de Culhwch.

—Sólo tenía noventa y dos caballos, señor —dijo Sagramor a Arturo—, llevo meses recogiéndolos. —Tenía la esperanza de adelantarse a Mordred y llegar a Siluria con todos sus hombres, pero en vez de hacerlo así, había acudido con cuantos pudo reunir a la seca lengua de tierra donde nos hallábamos, entre el lago salado y el océano. Algunos caballos habían perecido en el viaje, pero llegó con ochenta y tres sanos y salvos.

—¿Dónde está el resto de tus hombres? —preguntó Arturo.

—Embarcaron rumbo al sur ayer, con nuestras familias —dijo Sagramor; se separó del abrazo de Arturo y nos miró a los demás. Debíamos de ofrecer una estampa lastimosa y derrotada, porque nos prodigó una de sus raras sonrisas antes de inclinarse ante Ginebra y Ceinwyn.

—Sólo disponemos de una embarcación —dijo Arturo preocupado.

—En tal caso, embarcaréis vos —replicó Sagramor con calma—, y nosotros cabalgaremos hacia el oeste y nos internaremos en Kernow. Allí encontraremos naves y os seguiremos al sur. Pero deseaba reunirme con vos de este lado del agua, por si vuestros enemigos os encontraban.

—No hemos visto a ninguno, hasta el momento —dijo Arturo, tocando el pomo de Excalibur—, al menos de este lado del mar Severn. Y ruego porque no veamos a ninguno en todo el día. Nuestra nave vendrá al atardecer, y entonces partiremos.

—En tal caso, os protegeré hasta el anochecer —dijo Sagramor, y sus hombres desmontaron, se descargaron los escudos de la espalda y plantaron las lanzas en la arena. Los caballos, jadeantes y con la boca llena de espuma, descansaron de pie mientras los hombres de Sagramor estiraban los exhaustos brazos y piernas. Éramos nuevamente una banda de guerreros, casi un ejército, y nuestro pendón era la enseña negra de Sagramor.

Pero entonces, una hora más tarde, a lomos de monturas tan exhaustas como las de Sagramor, llegó el enemigo a Camlann.

14

Ceinwyn me ayudó a ponerme la armadura, pues me resultaba engorroso manejar la pesada cota con una sola mano, e imposible abrocharme las grebas de bronce que gané en Mynydd Baddon y que me protegían las piernas de los lanzazos que llegan por debajo del borde del escudo. Tan pronto como tuve las grebas y la cota puestas y Hywelbane ceñida a la cintura, Ceinwyn me ajustó el escudo al brazo izquierdo.

—Más prieto —le dije, presionando instintivamente la cota de malla hasta notar el pequeño bulto del broche, que llevaba prendido a la camisa. Allí estaba, mi talismán, que había librado conmigo incontables batallas.

—Tal vez no ataquen —me dijo, apretando las correas del escudo al máximo.

—Ruega por que así sea —contesté.

—¿A quién? —me preguntó con una sonrisa seria.

—Al dios en quien más confíes, amor mío —dije, y la besé. Me puse el yelmo y ella me lo ató bajo la barbilla. Habían alisado el tajo de la parte superior que recibí en Mynydd Baddon y lo habían tapado con un parche de hierro. Besé a Ceinwyn otra vez y me bajé los protectores de las mejillas. El viento me puso la cola de lobo del penacho en los orificios de los ojos y moví la cabeza para apartar el largo pelo gris. Yo era el último de los colas de lobo. El resto había sido masacrado por Mordred o había quedado bajo custodia de Manawydan. Yo era el último, y también el último guerrero que lucía la estrella de Ceinwyn en el escudo. Sopesé la lanza, que tenía una asta del grosor de la muñeca de Ceinwyn y una hoja afilada del más fino acero de Morridig—. Caddwg no tardará en llegar —le dije—, no tendremos que esperar mucho.

—Sólo el día entero —replicó Ceinwyn, y echó una ojeada hacia el lago salado donde la
Prydwen
flotaba al borde del lodo. Unos hombres enderezaban el mástil, pero la bajamar dejaría la nave embarrancada otra vez y tendríamos que esperar a que las aguas subieran de nuevo. Pero al menos el enemigo no había interferido en la labor de Caddwg, ni tenía razón para hacerlo. Para ellos sería, sin duda, un marinero más que nada les importaba. Sólo nosotros les importábamos.

Había unos sesenta o setenta en total, todos a caballo, y debían de haber cabalgado sin tregua para darnos alcance; en ese momento aguardaban en el extremo por donde la punta se unía a tierra; todos sabíamos que pronto aparecerían los lanceros. Al anochecer nos las veríamos con un ejército, dos quizá, pues sin duda los hombres de Nimue llegarían presurosos detrás del ejército de Mordred.

Arturo vistió sus mejores galas de guerra. La cota con escamas de oro entre los aros de hierro brillaba al sol. Le vi ponerse el yelmo con el penacho de blancas plumas de ganso. Normalmente lo asistía Hygwyyd a la hora de armarse, pero había muerto y fue Ginebra quien le ciñó la vaina recamada de Excalibur a la cintura y le puso el manto blanco sobre los hombros. Le dedicó una sonrisa, se inclinó a escuchar sus palabras, se rió y se bajó los protectores de las mejillas. Entre dos hombres lo ayudaron a montar en uno de los caballos de Sagramor, y luego le dieron la lanza y el escudo de plata del cual se había borrado la cruz tiempo atrás. Tomó las riendas con la mano del escudo y se acercó a nosotros.

—Vamos a provocarlos un poco —dijo a Sagramor, el cual se hallaba a mi lado. Arturo tenía intención de acercarse al enemigo con treinta jinetes y fingir que se retiraban por miedo, con la esperanza de que los persiguieran y cayeran en la trampa.

Dejamos a una veintena de hombres al cuidado de las mujeres y a los niños dentro de la fortificación, y los demás seguimos a Sagramor hasta la profunda hondonada de detrás de una duna situada frente a la playa. El arenal del oeste de la fortificación era un mar de dunas y hondonadas que formaban un laberinto de trampas y callejones sin salida, y sólo en los últimos doscientos pasos del final de la lengua de tierra, al este de la fortaleza, el terreno era llano.

Arturo esperó a que nos ocultásemos y luego se llevó a los treinta jinetes hacia el oeste, cabalgando sobre la arena rizada por el mar que se extendía hasta cerca del rompeolas. Nos agazapamos al amparo de la alta duna. Yo había dejado la lanza en la fortificación, pues prefería luchar sólo con Hywelbane. También Sagramor había pensado en utilizar la espada únicamente, y estaba limpiando un poco de óxido de la hoja curva con un puñado de arena.

—Has perdido la barba —me dijo con un gruñido.

—La cambie por la vida de Amhar.

Un brillo de clientes blancos destelló un momento entre las sombras de los protectores de las mejillas.

—Unbuen cambio —dijo—. ¿Y la mano?

—Cosas de la magia.

—Menos mal que no es la de la espada. —Levantó la hoja para verla a la luz y le satisfizo comprobar que el óxido había desaparecido; entonces inclinó la cabeza a un lado, escuchando, pero no se oía nada más que el murmullo de las olas que rompían—. No tenía que haber venido —dijo al cabo de un rato.

—¿Por qué? —Jamás había visto a Sagramor rehuir una batalla.

—Seguro que me han seguido —dijo señalando hacia el oeste con la cabeza, donde se hallaba el enemigo.

—Es posible que supieran de antemano que veníamos aquí —dije, tratando de justificarlo, aunque, a menos que Merlín hubiera confesado lo de Camlann a Nimue, parecía más probable que Mordred hubiera dejado un puñado de jinetes ligeramente armados vigilando los movimientos de Sagramor y hubieran sido éstos quienes descubrieran nuestro escondite. Fuera como fuese, ya era tarde. Los hombres de Mordred sabían dónde estábamos y todo se reducía a una carrera entre Caddwg y el enemigo.

—¿Oís eso? —nos dijo Gwydre. Se había puesto la armadura y lucía el oso de su padre en el escudo. Estaba nervioso, y no era de extrañar pues se acercaba el momento de su primer combate verdadero.

Agucé el oído. El relleno de cuero del yelmo amortiguaba los sonidos, pero por fin distinguí el ruido de cascos de caballos en la arena.

—¡Agachaos! —ordenó Sagramor a los que se asomaban a mirar por encima de la duna.

Los caballos galopaban por la playa, desde la cual no se nos veía, escondidos como estábamos detrás de la duna. El sonido se acercaba, iba convirtiéndose en un golpeteo de cascos atronador, y empuñamos las lanzas y las espadas. El penacho del yelmo de Sagramor era una cara de zorro que enseñaba los dientes. Me quedé mirando el zorro sin oír más el galope creciente de los caballos. Hacía calor y se me cubrió el rostro de sudor. Me pesaba la cota de malla, pero siempre me Sucedía igual hasta que empezaba la lucha.

Los primeros cascos pasaron de largo al galope, y entonces oímos gritar a Arturo desde la playa.

—¡Ahora! —gritaba—. ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!

—¡Adelante! —gritó Sagramor, y subimos todos duna arriba por la cara anterior. Las botas resbalaban en la arena y me dio la impresión de que nunca llegaría arriba, pero enseguida alcanzamos la cima y corrimos hacia la playa, donde un remolino de jinetes removía la arena húmeda de la orilla. Arturo se había dado media vuelta y provocado un encontronazo brutal entre sus treinta hombres y los perseguidores, que superaban en número a los de Arturo por dos a uno; sin embargo, los más prudentes de entre los perseguidores, al vernos caer en tromba sobre su flanco, volvieron grupas y se lanzaron al galope hacia el oeste en busca de refugio. Pero la mayoría se quedó en el combate.

Solté un grito de guerra, una punta de lanza me dio de lleno en el centro del escudo, respondí con un pase amplio de Hywelbane que cortó los corvejones de las patas traseras al caballo y luego, mientras el animal caía hacia mí, clavé la espada con fuerza al jinete en la espalda. El hombre aulló de dolor y retrocedí de un salto cuando jinete y montura se desplomaron levantando un torbellino de cascos, arena y sangre. Di una patada en la cara al hombre que se retorcía, volví a clavarle a Hywelbane y, al retirarla, amenacé a otro jinete aterrorizado que me apuntaba débilmente con la lanza. Sagrarnor aullaba terroríficos gritos de guerra y Gwydre asestaba lanzazos a un hombre caído a la orilla del mar. El enemigo abandonaba el combate y espoleaba a los caballos hacia lugar seguro, más allá de los bajíos donde la resaca arrastraba un remolino de sangre y arena a las olas rompientes. Culhwch espoleaba al caballo persiguiendo a un enemigo, al cual levantó en vilo de la silla. El hombre trató de ponerse en pie, pero Culhwch echó atrás la espada, hizo virar al caballo y descargó la hoja como un hacha. Los pocos enemigos supervivientes quedaron atrapados entre el mar y nosotros, y los matamos sin piedad. Los caballos piafaban y agitaban las patas al morir. Las pequeñas olas se tiñeron de rosa y la arena quedó negra de la sangre vertida.

Matamos a veinte y prendimos prisioneros a dieciséis, y una vez nos hubieron contado cuanto sabían, también les dimos muerte. Arturo dictó sentencia con una mueca de estremecimiento, pues no era de su agrado matar a hombres desarmados, mas no podíamos malgastar lanceros para que hicieran de carceleros ni sentíamos misericordia por esos enemigos que portaban escudos sin enseña haciendo alarde de brutalidad. Los matamos rápidamente, obligándolos a arrodillarse en la arena donde Hywelbane o la afilada hoja de Sagramor les separaron la
cabeza
del tronco. Eran hombres de Mordred que habían irrumpido en la playa conducidos por el propio Mordred; sin embargo, el rey había dado media vuelta a la primera señal de encerrona y ordenó la retirada a sus hombres.

—Estuve muy cerca de él —dijo Arturo compungido—, pero no lo suficiente. —Mordred se había escapado pero la primera victoria era nuestra, aunque habíamos perdido a tres hombres en la lucha y otros siete sangraban profusamente—. ¿Qué tal ha peleado Gwydre? —me pregunto Arturo.

Other books

Dangerous Master by Tawny Taylor
Gossamyr by Michele Hauf
Her Highland Fling by Jennifer McQuiston
Viper by Jessica Coulter Smith
Ramage & the Saracens by Dudley Pope
Mercury Falls by Kroese, Robert
Eliza Lloyd by One Last Night