Read Excusas para no pensar Online
Authors: Eduardo Punset
Tampoco las nuevas prácticas en la biotecnología y la genética aplicadas a la gente de la calle van a introducirse con el ritmo esperado. Aquí, las dificultades en la comunicación entre los sectores científico e industrial son responsables de que el abismo entre la innovación científica y su aplicación concreta se prolongue durante decenas de años. Habrá que seguir esperando.
También llevará más tiempo de lo esperado la creación de un mundo paralelo construido átomo a átomo, de abajo arriba, como sugiere la disciplina de la nanotecnología. Los especialistas han logrado avanzar en algunos campos, como la imitación de modelos de la naturaleza, particularmente del mundo bacteriano, pero el gran salto adelante está condicionado por nuestra capacidad, todavía no probada, de activar procesos de autoensamblaje similares a los procesos moleculares responsables del origen de la vida.
Todo apunta, pues, a que los cambios insospechados y realmente revolucionarios se van a dar en la activación de los mecanismos cerebrales. Durante un largo período de la evolución, las especies parecían progresar conforme a un mecanismo de perfeccionamiento electromecánico. Los reptiles y luego los mamíferos, y entre estos últimos los primates y los homínidos, parecían funcionar cada vez mejor, tal cual un aparato o robot en perfeccionamiento constante. Pero a partir de un momento determinado dejamos de prefigurar un sistema de perfeccionamiento parecido a una máquina. Literalmente, entregamos las llaves del futuro al cerebro.
De pronto cambian los caminos, las estrategias, los ritmos de crecimiento. La profundización paulatina en los trillones de sinapsis entre las neuronas pone de manifiesto unos equilibrios y descompensaciones que afectan a la percepción que tenemos del mundo, las redes sensoriales y los mecanismos emocionales. Resulta que la tecnología necesaria para medir estos procesos ya está, prácticamente, disponible y que cada paso adelante nos deja asombrados y sin palabras.
Por primera vez en la historia de la evolución empezamos a saber lo que, de verdad, nos pasa por dentro. Esto nos permite derivar hacia los grandes postulados —como el de que nuestra percepción del mundo es el resultado de una configuración cerebral— y entender por primera vez fenómenos específicos y concretos como el síndrome de Guillain-Barre, un desorden autoinmune —el sistema inmunológico se ataca a sí mismo— que destruye cualquier referencia del tacto en los afectados.
Ahora empezamos a conocer los mecanismos de las percepciones sensoriales; resulta fascinante constatar que a niveles superiores del cerebro las señales visuales, acústicas, táctiles u olfativas y gustativas llegan al cerebro en una impronta digital idéntica. No hay diferencias aparentes entre ellas. Varias investigaciones en marcha por todo el mundo están intentando, a partir de la observación de la activación de determinados circuitos cerebrales, deducir los contenidos del vídeo que está viendo el paciente. Y están muy cerca de conseguirlo. ¿Para cuándo poder leer la mente de los demás? Richard Haier, un prestigioso neurocientífico de la Universidad de Nuevo México, explicó que hay varias investigaciones en curso que intentan analizar imágenes del cerebro para ver cómo cambian mientras alguien ve un vídeo, por ejemplo, para luego analizar si solamente con las imágenes del cerebro se puede descubrir qué es lo que está viendo la persona. Sería como leer la mente. La posibilidad de hacerlo está ahí; lo que no sabemos es cuánto tiempo se tardará en lograrlo.
Lo que nos pasa por dentro
¿Quién tiene la culpa de lo que nos pasa por dentro? ¿La suerte o la mala suerte? ¿El sistema nervioso, que nos permite imaginarnos felices o desgraciados?
La respuesta no es sencilla porque los seres humanos, sus sociedades y las relaciones con el entorno son algunos de los sistemas más complejos que conocemos. La genética no nos basta para explicar el comportamiento humano. Los genes están ahí, pero no propician actuaciones: definen las potencialidades. El comportamiento real depende de las condiciones externas, ambientales y sociales. Pero, sobre todo, también nuestra mente puede influir en nuestro cuerpo.
¿Por qué no podemos dormir si estamos nerviosos? ¿Por qué nos duele la cabeza si mantenemos una fuerte discusión? ¿Por qué una película nos hace llorar? Cuando el cerebro actúa, nuestro cuerpo se beneficia o se destruye. Nuestros cerebros operan conforme al pensamiento, la memoria, las emociones, la imaginación, y cuando pensamos en algo funesto funcionamos mal: estamos proporcionándole al cuerpo sustancias para un desgaste innecesario.
Algunas personas se destruyen activando los mecanismos del estrés: sus preocupaciones imaginadas acaban convirtiéndose en un problema serio. Hay estudios que confirman que algunas partes del cerebro quedan devastadas por pensamientos y preocupaciones que no tienen nada de reales. El estrés puede matar neuronas de una parte del cerebro llamada hipocampo, que es decisiva para el aprendizaje y la memoria. Esa región es la zona que aparece dañada en los enfermos de Alzheimer. Y esa zona es la que se ve más afectada por las hormonas del estrés.
Parece que las personas con una depresión clínica grave, que se ha prolongado durante años, tienen niveles elevados de hormonas del estrés —hidrocortisona— y presentan, como ya hemos visto, una disminución del hipocampo, con los problemas de memoria que ello conlleva. Cuanto más dura la depresión, tanto mayor es la disminución. Y esto empieza a sugerir que el estrés no sólo tiene relación con el funcionamiento del cuerpo, sino que podría ser el motivo por el que unos cerebros envejecen más rápido que otros.
Hay más. No sólo nuestro cuerpo y cerebro influyen en la conducta, sino que también son relevantes el lugar donde vivimos o en qué ambiente crecemos. Una combinación genética que predispusiera a desarrollar un comportamiento agresivo se manifestaría infaliblemente en un entorno mafioso y violento. Podría no expresarse jamás en un ambiente transparente y solidario. Lo hemos comprobado con experimentos concretos efectuados con humanos y otros animales.
Los seres humanos, en fin, somos un puzle complejo en el que el significado del sistema global no se puede deducir de cada uno de sus componentes, por muy bien que los conozcamos. Es relativamente fácil saber cuáles son las piezas. Es más difícil encajarlas. Es muy difícil saber cómo se comportará la máquina porque el ser humano no es una máquina… todavía.
Científicamente se ha demostrado que son necesarios cinco cumplidos seguidos para borrar las huellas perversas de un insulto. De esta manera, los que tienen la manía de contradecir siempre al que está delante muchas veces no gozan de tiempo suficiente para paliar el efecto perverso de su ánimo contradictor.
¿Cómo podemos aplicar en la vida cotidiana los resultados de este hallazgo experimental? Es evidente que los experimentos efectuados sobre los méritos relativos del cumplido pueden ayudar a mejorar la vida en común de la pareja. O, simplemente, a sacar las conclusiones pertinentes que pongan fin a la ansiedad generada en el contexto de esa convivencia.
La primera conclusión que se desprende de los experimentos sobre los efectos de la contrariedad provocada por el discurso agresivo se aplica a la pareja y a todas las demás situaciones que puedan contemplarse, como la vida en sociedad o la política. Antes de decirle a alguien: «Te equivocas de cabo a rabo, como siempre», habría que pensárselo dos veces.
El efecto de la palabra desabrida es más perverso que la propia sucesión de hechos. El impacto del lenguaje es sorprendentemente duradero. Es muy fácil constatar con los niños de tres o cuatro años los efectos indelebles de aprehender una palabra por escrito, de captar su significado plasmado mediante letras. Una actitud perversa la pueden imaginar con un dibujo sencillo —de un chimpancé empujando a otro al río o de una persona soltando una piel de plátano en la baldosa que está a punto de pisar un anciano—, pero en cuanto un niño ha aprendido a escribir «perverso» le quedará grabada para siempre esa palabra. El poder de la palabra escrita en los humanos supera todo lo imaginable. No me pregunten por qué.
Tal vez la palabra escrita comporta una dosis de compromiso que nunca tuvo la palabra hablada, aunque lo pretendía: «Te doy mi palabra», se dice. Los acuerdos contractuales son de fiar cuando se explicitan mediante un texto escrito, y es recurriendo a su constancia cuando se pueden exigir comportamientos anticipados.
Lo que estamos descubriendo —ahora que científicos como el psicólogo Richard Wiseman se adentran en ello— es lo que le pasa a la gente por dentro cuando se comporta de una manera determinada. Más de un lector se preguntará: «¿Es posible que durante miles de años hayamos prodigado menos cumplidos que acusaciones, sin saber que estábamos destruyendo la convivencia de una pareja o de una sociedad?». Ahora resulta que, después de años investigando las causas de la ruptura de una pareja, el porcentaje de las que desaparecen es mucho mayor cuando uno de los miembros es extremadamente tacaño en los cumplidos, costándole horrores admitir: «¡Qué razón tienes, amor mío!». Además, según Wiseman, hay una gran brecha entre lo que los hombres creen que les gusta a las mujeres y lo que les gusta a ellas de verdad y viceversa, porque no lo expresan. Los hombres piensan que las mujeres quieren a un tipo generoso, amable, atento, pero, de hecho, las mujeres dicen lo contrario: quieren a alguien que sea valiente. Y sucede exactamente lo mismo con los gestos románticos: algunos de los experimentos de Wiseman demuestran que los hombres creen que cuanto más se gasten en un regalo para una mujer, más lo valorará ella, y esto no es así en absoluto. Es la intención lo que cuenta para las mujeres, no el precio del regalo.
Que conste que los mismos experimentos están haciendo aflorar una sospecha centenaria. No sirve de nada mentir y buscar maneras alambicadas de hacer creer al otro que compartimos su criterio, estando a años luz de hacerlo. Cuando los consultores de parejas problemáticas aconsejan mayor recato, fórmulas envolventes que disfracen la situación real o sobreentendimientos subliminales, no consiguen engañar a nadie.
Siendo eso así, resulta inevitable preguntarse por los efectos sociales de que la mitad de la población esté siempre imputando al resto razones infundadas, taimadas, perversas, interesadas, para explicar su comportamiento. Será muy difícil no sacar la conclusión de que esas palabras calan hondo en la mente colectiva y acaban dividiendo en dos partes irreconciliables a la sociedad.
«¡Qué!, ¿te vienes o te quedas?» La frase pertenece a un paciente de cáncer. Desde hacía tres años, este hombre prefería seguir residiendo en su casa, en Andalucía, y desplazarse cada tres semanas, cuando le tocaba la sesión de quimioterapia, algo más arriba en la geografía española para someterse al martirio que sólo conocen los que lo han vivido. Lo de menos es que uno se quede sin pelo, sin ganas de nada y, a veces, sin parte de la memoria.
«¡Qué!, ¿te vienes o te quedas?», le preguntaba con sorna a su
okupa
inseparable, el cáncer de pulmón. Y éste, por supuesto, terminaba acompañándolo siempre. Se habían convertido en inseparables. En lo que, realmente, ya eran antes de ser conscientes de ello: la hermandad fratricida y llena de esplendor a la vez entre la vida y la muerte. Cara y cruz de una misma moneda. Cuando una sube la otra baja, pero siempre una al lado de la otra. No es correcto separar vida y muerte de la manera tajante en que tendemos a hacerlo cuando nos creemos más despiertos que dormidos.
He descubierto, a partir de la experiencia anterior, que los pacientes más sabios procuran olvidarse del galimatías, pertrechado de miedos, fabricado por la propia comunidad científica, escaldada por la experiencia de ver cómo el cáncer y su compañera, la muerte, ahuyentaban los buenos espíritus y hasta la buena suerte. «En la medida de lo posible, procura no desvelar la existencia del cáncer», te dicen para amparar tu propia seguridad. El padre de una enfermera de oncología afectado por la enfermedad me ofreció otro testimonio, en cambio, de paciente sabio: «He sido muy feliz con vosotros durante toda mi vida. Y me voy muy feliz». Los dejó atónitos y boquiabiertos. De nuevo, lo que esta profesional me estaba sugiriendo es que tendemos a separar lo inseparable. Y que en la base de cualquier proceso está la eliminación paulatina del miedo como única manera de ser feliz y, por ende, creativo y solidario con los demás.
El cerebro tiene sexo. Eso parecen apuntar los últimos datos científicos. Y si el cerebro es distinto, resultará cada vez más difícil negar las diferencias entre mujeres y hombres. Yo le sugiero al lector que, antes de profundizar conjuntamente sobre este tema, recordemos algo fundamental: no es posible analizar el cerebro de los casi siete mil millones de habitantes del planeta; o sea, que tenemos que trabajar con datos experimentales promediados. No podemos decir nada sobre los casos individuales, porque una persona concreta puede ser típica o atípica para su sexo. Tal como le gustaba apostillar al propio Karl Marx: «Lo que es verdad de una clase, puede no serlo de un individuo».
La teoría clásica sobre la diferenciación entre cerebro masculino y femenino radicaba en la diferencia en el lenguaje —mejor en el promedio de mujeres— y en la habilidad espacial —mejor en los hombres—. Pero hay investigaciones que dan un paso más allá y encuentran un componente biológico, incluso genético, que hace que el cerebro tenga un sexo específico.
Una palabra clave aquí es la empatía, esa capacidad de reconocer las emociones y los pensamientos de otra persona, pero también de responder emocionalmente a los pensamientos y sentimientos de esa persona. La empatía es algo de lo que ambos sexos son capaces. Pero cuando se realizan pruebas, hay indicios de que las mujeres tienen un interés y un impulso mayor hacia la empatía. La neuropsiquiatra Louann Brizendine, de la Universidad de Stanford, asegura que «la zona de la unión temporoparietal, una región asociada con la empatía cognitiva y el procesamiento de la parte cognitiva de las emociones, está más activa en las mujeres» así como «el otro sistema de procesamiento de emociones del cerebro: el sistema de las neuronas espejo. Esta zona está presente tanto en el cerebro masculino como en el femenino, pero el cerebro de las mujeres tiene más neuronas espejo e incluye un sistema más activo de lo que se denomina empatía emocional. Es el sistema que se activa si miro a una persona y esa persona está sintiendo una emoción». Los hombres, en cambio, según esta neuropsiquiatra, «tienden a recurrir al sistema de neuronas espejo brevemente, y luego pasan al sistema de las uniones temporoparietales (TPJ, por sus siglas en inglés), que es el sistema de la empatía cognitiva, la que busca una solución».