Read Excusas para no pensar Online
Authors: Eduardo Punset
El número de segundos que esperarán predice la estabilidad marital, las notas en la universidad, la delincuencia juvenil, el alcoholismo y toda una gama de comportamientos que son independientes de la situación económica y familiar y que el psicólogo de la Universidad de Columbia, en Nueva York, Walter Mischel empezó a estudiar hace más de cuarenta años.
Elegir entre el café con leche o cortado es trivial. ¿Manzanas o naranjas? Eso no es un gran problema. El problema, lo difícil, es elegir el momento adecuado. ¿Cómo sacrificarse ahora para conseguir algo mejor cuando llegue el futuro? Éste es un problema de compromiso y requiere prudencia, la capacidad de hacer un sacrificio ahora en aras de un beneficio más adelante. El concepto capital aquí es prudencia, invertir en prudencia; algo que, al parecer, hacemos cada vez menos y peor.
En parte, la sociedad constituida nos da las herramientas necesarias para solucionar este problema; ha creado para nosotros todo un entramado de tecnologías del compromiso que nos dicen qué tenemos que hacer. Vamos a la universidad, nos casamos, tenemos un hijo… Nos dicen cuándo es más sensato hacer un sacrificio ahora para ganar algo en el futuro.
Bastarán dos ejemplos de esa tecnología del compromiso. «Renunciaré a los ingresos de unos cuantos años, pero esto me conducirá a un título. Este título me dará más posibilidades de tener una vida más interesante, de ser rico y, también, de seducir a la pareja que quiero.» Otro ejemplo más trivial: «Esta noche, en lugar de ir a la disco, me quedo en casa repasando tareas para asegurarme de que la semana que viene apruebo el examen».
Aun así, la tecnología del compromiso está siendo comprometida. La abundancia de opciones característica de los tiempos modernos hace un flaco favor a la gente. La prosperidad económica provoca un flujo de novedades y de nuevas recompensas a cuál más atractiva. Cuantas más opciones, más difícil es elegir la opción con la que comprometerse. Poco a poco nos vamos programando para valorar las cosas que están inmediatamente al alcance de la mano, mucho más que las cosas remotas. No estamos seguros sobre cuál será el efecto a largo plazo de esta abundancia, pero para algunos científicos está claro: se degrada el concepto de prudencia al que me refería antes, y es la clave de nuestro malestar. Si las novedades llegan muy rápidamente, nos distraen de los objetivos a largo plazo y nos centran en las recompensas más inmediatas. La abundancia produce ansiedad y ésta reduce nuestro bienestar.
La abundancia y los nuevos valores afectan a los bienes y valores preexistentes. Es decir, la abundancia cambia el modo en el que escogemos, y lo hace hasta un punto del que no éramos conscientes porque son procesos extremadamente graduales. Fumar es un ejemplo. El precio que hay que pagar por fumar sólo se descubrió tras un largo período de tiempo. Hicieron falta cincuenta años para sacar las conclusiones de que fumar mata. Primero lo descubrieron los científicos; al cabo de otros diez años, los gobiernos decidieron poner una etiqueta en los paquetes de cigarrillos; diez años después eliminaron la publicidad de la televisión; diez años más tarde, la clase media deja de fumar; otros diez años y ya no se permite fumar en las oficinas.
En España, como en otros países europeos, las diferencias generacionales parecen ahondarse en lugar de disminuir. No siempre fue así. El cuestionamiento de los mayores por los hijos, cuando lo había, transcurría en el mismo seno de la vida y espacio familiares. Hoy, en cambio, la pugna entre las viejas pautas de comportamiento y los nuevos planteamientos aflora abiertamente en la calle, lejos del hogar. La tribu se ha desmembrado. Los jóvenes forman un grupo social distinto de sus progenitores. Ellos, por sí solos, tienen tanto en común con sus contemporáneos y tantas diferencias con los mayores que han constituido su propia tribu, con sus enseñas particulares de vestimenta y símbolos. El perfil de sus progenitores no ha dejado huella —ni siquiera en el recuerdo—. ¿Qué ha ocurrido para que se diera este cambio dramático?
Biológicamente, la distancia entre la madurez sexual y la mayoría de edad se ha agrandado. Los flujos hormonales y la sexualidad estallan hoy cada vez en una etapa más tierna, mientras que la mayoría de edad —al margen de lo que establezca la normativa al uso— tiene vencimientos más lejanos. La posesión de un medio de transporte propio, el acceso a un trabajo remunerado y no digamos a una vivienda asequible se retrasan en el tiempo. El resultado de los dos factores entraña la aparición de un grupo social lo suficientemente numeroso y cohesionado como para acampar en tierra de nadie con sus banderas. Era inevitable que los modos peculiares característicos de la pubertad, antes fugaz, se consolidaran ahora —durante un período desacostumbradamente largo— en una cultura propia y totalmente diferenciada.
Como todas las culturas, la de los jóvenes ha creado sus propios valores. Faltaban modelos a los que imitar, tanto en la clase política como en la empresarial o académica. La primera había renunciado a transformar el mundo para garantizar la supervivencia de los mecanismos internos que sustentan el poder. Los segundos fundamentaron su crecimiento en la especulación a corto plazo, renunciando a los valores transcendentes de los antiguos barones industriales promotores del crecimiento económico. Por último, el sector académico se encerró en un gremialismo perverso que lo aislaba del sector industrial y lo alejaba de los enfoques multidisciplinares que son hoy indispensables para que se produzca la innovación.
Los jóvenes asimilaron rápidamente, no obstante, el cuestionamiento iniciado por sus progenitores de valores tradicionales que perdían todo sentido en la nueva situación demográfica y social: la cohesión que estimula el sentimiento de nación, la religión y, por supuesto, la familia.
En lo individual, se consumó la separación de sexo y reproducción, se disoció el amor del deseo y se creó un abismo entre trabajo —irremediable para sobrevivir, cuando se encontraba— y felicidad. Se trata de las únicas pautas heredadas del pasado reciente que no se repudiaron. Junto a ellas, se apostó por los nuevos valores.
Uno de ellos es el miedo. De cada cuatro alumnos que estudian hoy en día, uno de ellos acude con temor a clase. Alejados de los puntos de referencia del pasado, abandonados a su propia suerte, el colectivo asentado en tierra de nadie ha creado sus propios resortes de poder, en los que se incluye el de intimidar, sentenciar, vigilar y castigar.
El otro valor importante es la pertenencia, no a un grupo o clase social como antaño, sino a un colectivo virtual que para diferenciarse del resto recurre a cualquier tipo de símbolo, por trivial que parezca, como un determinado peinado, unas botas o un gorro especial. Por encima de todo, se trata de infundir a los afiliados el sentimiento de que pertenecen a un colectivo que es el suyo. No hace falta que se devanen los sesos buscando el reconocimiento del resto del mundo, como preveía el fundador de la psicología moderna, William James. Pueden contar con el reconocimiento del colectivo virtual. Fuera del colectivo, sólo encontrarán desprecio e intimidación.
El tercer valor tiene que ver con el cambio tecnológico. La revolución de las tecnologías de la información ha concedido a esos colectivos una autonomía de comunicación y convocatoria que permite ritualizar y desarrollar su propia cultura. Al igual que en la historia de la evolución la especialización geográfica acababa incidiendo en la expresión idiomática, el acceso generalizado a las tecnologías de la información imprime un sello especial a la forma de comunicarse en el seno del grupo.
¿Tan grave y desesperada es la situación? No tanto. Se trata, sencillamente, de evitar que el cerebro nos siga engañando haciéndonos ver sólo lo que queremos ver. Pero… ¿qué tipos de medidas debemos tomar?
Los jóvenes de hoy forman un grupo social muy distinto de sus progenitores.
© Tomás Rodríguez / Corbis
Pues las adecuadas para modular un cambio cultural. Lo que equivale a decir que se trata de procesos lentos y que no están en la mano de nadie en particular, sino de toda la sociedad en su conjunto. El Estado sólo por su cuenta ya no puede hacer frente a la situación. Al igual que ocurre en el campo educativo o en el de la sanidad, se requiere la implicación de toda la sociedad. Hay que hacer una reflexión colectiva para analizar cuál es el estado de la cuestión. A partir de ahí, identificar los ladrillos con los que construir un nuevo modelo de cohesión social. Y, finalmente, empezar a aplicarlo paso a paso. La alternativa consiste en adoptar la opción que defienden algunos para el cambio climático: esperar a que el deterioro de la situación alcance tales extremos que induzca, estrepitosa y precipitadamente, a la participación de toda la sociedad.
Todos somos —sin saberlo— algo racistas y machistas. Evolutivamente, hemos heredado reflejos que muestran prejuicios hacia otras razas y tardamos, más de lo normal, en olvidar las diferencias de género, cuando no debieran desempeñar ningún papel. En la Universidad de Chicago efectuaron, en el año 2008, experimentos concretos para comprobar la existencia en el subconsciente de este sentimiento racista y machista en quienes nunca hubieran creído tenerlo.
Se pedía a los encuestados que dispararan con un arma digital contra un desfile de imágenes de personas en idénticas actitudes pacíficas, cuya única diferencia era su raza: unos eran blancos; otros, negros. Los disparos contra estos últimos eran algo más rápidos (0,68 segundos) que contra los primeros (0,69 segundos). Se tardaba algo más en disparar a los blancos, como si fuera un acto más difícil de justificar. Quienes se sometían al experimento habían sido elegidos por sus convicciones igualitarias y democráticas. Tomemos nota.
El segundo experimento tenía que ver con las diferencias de género. Imágenes de personas de razas distintas que jugaban partidos de fútbol. Al poco tiempo, los espectadores se fijaban más en la camiseta deportiva que llevaba el jugador que en su etnia. Cuando se trataba de jugadoras, en cambio, no acababa prevaleciendo la camiseta que llevaban: los espectadores no olvidaban la condición femenina del deportista. Provisto con los resultados de estos experimentos, es más fácil comprender el resultado del duelo que en ese momento había en curso entre los dos candidatos del partido demócrata en las elecciones norteamericanas: Barack Obama y Hillary Clinton. La etnia de los candidatos acaba difuminándose cuando va encorsetada en la camiseta de un equipo.
Lo que acaba prevaleciendo es la condición de jugador del partido demócrata. La mejor preparación y la experiencia pública de Clinton pueden seducir así a más votantes, pero los votos que Obama pierda no los perderá por su etnia. Lo que quede del machismo heredado en el subconsciente de los norteamericanos, en cambio, subsistirá, por muy larga que sea la campaña electoral. La camiseta demócrata de Hillary no acabará borrando su diferencia de género, al contrario de lo que ocurre con su contrincante electoral, cuya camiseta terminará por difuminar el recuerdo de su etnia.
El experimento de la Universidad de Chicago podría haber servido para anticipar, pues, una victoria de Barack Obama. Con una excepción, claro. Podría haber ocurrido todo lo contrario si la intensidad del sentimiento racista y machista en el subconsciente de los electores hubiese sido superada por una intensidad mayor de otros sentimientos que se desprendían de otros factores.
El machismo heredado que todavía se encuentra en el subconsciente de muchos norteamericanos perjudicó a Hillary Clinton.
© Larry Downing REUTERS / Cordon press.
Estamos descubriendo hasta qué punto nos habíamos engañado a nosotros mismos creyendo que la conducta de los humanos era el fruto de la razón consciente y, sólo en contadas y aborrecidas ocasiones, el resultado de la intuición y de las emociones que fluyen desde el inconsciente. Era una manera tremendamente equivocada de analizar el comportamiento de los humanos. Un neurólogo de Nueva York, Joseph Ledoux, ya me lo sugirió hace unos años: cuando pensamos en términos de evolución y progreso, siempre tendemos a pensar que sólo la neocorteza cerebral —responsable de las decisiones racionales— avanza. No es cierto. El sistema rector de las emociones y el subconsciente también avanza. Y ya estaba allí mucho antes que la neocorteza.