Read Excusas para no pensar Online
Authors: Eduardo Punset
Según Rothenberg, el canto de los pájaros encierra más significado que un simple mensaje. Los complejos cantos de los pájaros comparten muchas de las estructuras de la música de los seres humanos.
Darwin, en
El origen del hombre
, menciona que «los pájaros tienen un sentido de la estética natural y aprecian la belleza, y por eso tienen un plumaje precioso y cantan canciones muy bonitas». Darwin no sólo dijo que los pájaros cantan melodías para defender los territorios o para atraer a la hembra; tal vez dejó entrever la respuesta a la pregunta que me hacía antes. A algunos pájaros no les haría falta cantar de un modo tan sofisticado y bello para marcar el territorio y seducir a una hembra. Les bastaría con menos. Quizá están buscando la belleza para sentirla. Tal vez canten, simplemente, para disfrutar.
Decir esto no es necesariamente antropocéntrico. Los biólogos y los científicos analizan el comportamiento en la naturaleza y dicen que todo lo que sucede tiene una motivación, que cumple una función en la marcha de la evolución. Esto es compatible con buscar la belleza y disfrutarla porque está inscrito en los circuitos cerebrales de motivación y recompensa. Como la música. Como el amor. El entretenimiento forma parte de la selección sexual. El amor, de la selección natural.
Gracias a los estudios del comportamiento de los primates no humanos estamos aprendiendo cómo funciona el proceso cognitivo en ellos y, de paso, cómo funciona el nuestro. Es más, nunca sabremos lo que es el conocimiento humano sin haber ahondado en lo que compartimos con el resto de los primates. En estos momentos, los mejores científicos están dejando de referirse a la inteligencia como el atributo eminentemente humano que nos diferenciaría del resto de los animales. Preferimos ahora aceptar que hay conocimiento o incluso pensamiento en varias especies cuando afloran tres características: la flexibilidad en el comportamiento no encadenada necesariamente a la genética, la representación mental de un escenario que permite variar su composición y algo que es inherente a las dos, la complejidad.
Existen organismos, incluidos los humanos, que han aprendido una serie de cosas que les permiten diseñar estrategias a la hora de cumplir un determinado objetivo. Lo que te han enseñado puedes olvidarlo, descartarlo o modificarlo y, por ello, este tipo de aprendizaje no genético suele ser flexible.
Mi perra solía tirar de mí hacia la panadería del barrio —y yo aceptaba ir por otras razones, como la de comprar el pan— porque la amable dependienta siempre le daba un bollo. La verdad es que, sin cierta flexibilidad, no se activa un proceso cognitivo complejo. Si un día no estuviera la dependienta amable y nadie le diera nada a mi perra, al día siguiente volvería a tirarme hacia la tienda. Ahora bien, si no hubieran premiado con el bollo a la perra durante un mes seguido, habría dejado de tirarme en aquella dirección al regresar del paseo. El hecho es que, sin cierta flexibilidad, no se puede hablar de conocimiento o pensamiento.
Todos hemos tenido amigos, animales unos y humanos otros, que no dan muestras de la suficiente flexibilidad en sus costumbres. En lugar de discutir en el futuro si mi jefe o director de departamento es más o menos inteligente que un cuervo o un perro, vamos a sopesar primero si reúne la flexibilidad suficiente de comportamiento; la capacidad para crear una representación mental, que le permite intuir o recurrir a la memoria, después; y, por último, la complejidad inherente a las dos. Las tres cosas se pueden dar en diferentes especies: en una especie de los primates, por ejemplo, y no darse las tres, en cambio, en mi director de departamento.
No hay que tener miedo de aceptar que una persona o un animal no humano está pensando, cuando resuelve el problema que se le plantea, recurriendo a la flexibilidad y a la representación mental.
Por representación mental quiero decir la capacidad de imaginar, intuir o anticipar lo que puede ocurrir si algo o alguien cambia de situación o conducta. Si mi jefe tiene manías y no es capaz de cambiar la hora en la que suele tomar café, a pesar del trabajo acumulado en un día determinado, y, además, es el último en enterarse de que el ciclo económico es ahora adverso, estará haciendo gala de una inflexibilidad e incapacidad de representación mental que lo catapultan como incompetente a los ojos de los demás.
La gran ventaja de arrinconar la antigua división entre los humanos, supuestamente inteligentes por una parte, y el resto de los animales es que nunca podremos definir la naturaleza de los procesos cognitivos de los primeros sin haber identificado aquellos aspectos del conocimiento que compartimos con nuestros parientes más cercanos, los grandes simios.
Según Michael Tomasello, psicólogo y primatólogo del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, el aprendizaje de los simios y el nuestro es muy similar en muchos ámbitos, como el aprendizaje espacial o el uso de instrumentos. La diferencia principal es la social: a los niños se les enseña cómo deben utilizar los instrumentos y aprenden por imitación, observando a otros, y obtienen mejores resultados que los chimpancés. Los humanos adultos tienden a enseñarles a sus hijos a utilizar herramientas y otras cosas. En cambio, los chimpancés generalmente no suelen instruir a sus crías.
Parece que el aprendizaje en los chimpancés, y en otras especies, es más el fruto de un esfuerzo individual, mientras que para los humanos es el resultado de algo social. La cultura de los humanos está basada en la acumulación de conocimiento, mientras que la cultura de los chimpancés no está basada en esta acumulación.
Una de las grandes diferencias que nos separan de los chimpancés es que ellos sólo saben, no creen. Tomasello explica que lo que no pueden entender los chimpancés, a diferencia de nosotros, son las creencias falsas, es decir, el que alguien crea algo que no es verdad. Esto hace que para ellos la realidad y el saber sean lo mismo, no son capaces de disociar el saber y las creencias, de la realidad concreta.
El primatólogo Josep Call, que dirige el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, reconoce que después de años de investigaciones lo que le encantaría ahora es saber si un chimpancé tiene consciencia, si recuerda su infancia o aquella vez que se encontraron con el leopardo. Hoy en día todavía no tenemos instrumentos que nos permitan saber esto porque no conocemos su lenguaje ni les podemos preguntar cosas. Pero Call asegura que lo que sí sabemos es que algunos animales son capaces de pensar, en el sentido de que pueden invocar, por ejemplo, objetos que no están presentes porque tienen una representación mental del objeto, tienen una vida interior. Pueden utilizar esta información para realizar inferencias, son capaces de solucionar problemas utilizando esta información
Cuando se habla del tiempo suele pensarse en la física, en la relatividad, en el hecho de que el tiempo ya no es un valor absoluto ni igual para todos, ni que siempre avance en un sentido irreversible.
A veces, también se piensa en la psicología, es decir, en la diferencia que hay entre nuestra percepción y la realidad del tiempo, o en la sensación difusa, pero generalizada, de que pasa más rápido cuando envejecemos.
Lo lógico, sin embargo, sería abordar el tiempo desde nuestra propia biología. La vida tal y como la conocemos ha evolucionado en un planeta que gira sobre su eje, creando un patrón temporal diario de luz y oscuridad, de noche y día. El tiempo está profundamente incrustado en nuestros genes. Las células del cuerpo, las bacterias, las plantas y el resto de los animales son capaces de medir el tiempo: en este sentido, los relojes biológicos son adaptaciones perfectas a nuestro entorno que logran sincronizar el tiempo astronómico con el tiempo interno del organismo.
Hay muchas anécdotas que reflejan esta adaptación sigilosa. Nuestra capacidad para realizar tareas mentales y rendir cognitivamente tiene su punto álgido sobre las doce del mediodía; luego disminuye y aumenta de nuevo al atardecer. Se trata de un fenómeno muy dinámico comprobado en numerosas ocasiones. En un estudio de la Universidad de Toronto se analizó cuál era la mejor hora para estudiar de adultos y adolescentes. Se descubrió que los adolescentes alcanzan un buen rendimiento a media tarde y que, además, tienen la capacidad de ignorar casi todas las distracciones ambientales. Los adultos, en contraste, son marcadamente sensibles a cualquier distracción. Así que cuando decimos a nuestros hijos adolescentes, con absoluta convicción, aquello de: «Es imposible que puedas hacer los deberes con este ruido», ¡tal vez sí pueden!
También sabemos que al final del día, entre las seis y las ocho de la tarde, la tensión arterial sube, la temperatura corporal es más alta y, respecto al rendimiento atlético, un nadador olímpico puede nadar cien metros 2,9 segundos más rápido a las seis de la tarde que a las seis de la mañana. ¡2,9 segundos suponen ni más ni menos que la diferencia entre llegar el primero o el último! Sobre las nueve de la noche, la glándula pineal empieza a segregar melatonina y nos preparamos para el descanso y para el sueño y a partir de las once se inhibe nuestra necesidad de evacuar para evitar que tengamos que levantarnos durante la noche.
Según Russell G. Foster, catedrático de Neurociencia Molecular en la Facultad de Medicina del Imperial College de Londres, el reloj biológico establece un mecanismo cerebral para ajustar nuestra fisiología y comportamiento a los requisitos de actividad y descanso del ciclo día/noche.
Ocurre que el reloj se adapta muy mal a los cambios imprevistos. De ahí el
jet lag
. De ahí también que muchos de los grandes desastres, como Three Miles Island o Chernóbil, ocurrieran de noche, ya que el cuerpo humano no se adapta bien a trabajar de noche. Nadie se extraña de que al tomar alcohol disminuya el rendimiento de la persona que bebe, pero todo el mundo se quedó atónito cuando se comprobó, en un estudio reciente, que conducir un coche a las cuatro de la madrugada supone un riesgo parecido.
Rusell G. Foster cree que estamos llenos de «relojes internos». Hay unas estructuras cerebrales llamadas núcleos supraquiasmáticos, que tienen incluso los organismos más simples, que generan una señal principal que coordina la actividad de los relojes internos en casi cualquier célula del cuerpo.
La frase «Cada cosa, a su tiempo» es un pensamiento reflejo del imperio del reloj biológico. Los protagonistas del botellón de madrugada lo olvidan. El poder metafórico de los homínidos llevó a Maurice Thorez, secretario general del Partido Comunista francés, a dar a sus militantes el mejor consejo que se haya podido dar en toda la historia de la humanidad: «Poneos delante de las masas, pero no demasiado adelante para no encontraros solos y gesticulando». Detrás de aquel consejo latía el reloj biológico que todos llevamos dentro.
Los animales y las plantas también tienen su calendario y su reloj interno. La emigración y otros procesos fisiológicos, como la hibernación, la floración o la reproducción, son procesos complejos que no se pueden improvisar. Semanas antes de emigrar, las aves empiezan a acumular grasa para poder recorrer miles de kilómetros sin alimentarse.
Cada año, a finales de octubre, millones de mariposas monarca llegan a los bosques michoacanos, en México. Recorren más de cuatro mil kilómetros desde el norte de Estados Unidos para reproducirse y luego retornar. ¿Cómo se sincroniza el viaje de tantos animales? Necesitan saber qué día es para adaptar sus ciclos vitales y aprovechar al máximo las condiciones ambientales. La mayoría de las especies se reproducen para que sus crías nazcan en primavera o en verano, cuando la probabilidad de supervivencia es más elevada.
Cada estación está asociada a unas determinadas características ambientales de temperatura, humedad y a un factor clave: el fotoperiodo. Los animales y las plantas han aprendido a medir el fotoperiodo para saber en qué estación del año están. Para ser más exactos, miden la longitud de la noche. La glándula pineal de los animales segrega melatonina durante las horas de oscuridad: es una sustancia clave en la sincronización de los ritmos diarios y anuales. La melatonina circula por la sangre y permite que los distintos órganos sepan que es de noche. Del mismo modo, si la noche es larga, el pulso de melatonina también lo es, indicándole al organismo que es invierno. Así pues, la presencia o ausencia prolongada de melatonina sería el detonante de determinados procesos anuales como la reproducción, la emigración o la hibernación.
El poder de los cambios
¿Se imaginan un mundo donde la gente supiera gestionar sus emociones? Un mundo donde, por fin, se hubiera aceptado que, siendo iguales ante la ley, es distinta la mentalidad de los hombres y las mujeres. Un mundo donde —igual que los monos más sofisticados— fuéramos capaces de cambiar de opinión. Es el mundo que viene.
En un campus universitario de la costa oeste de Estados Unidos, se estaban congratulando mis amigos norteamericanos de lo bien que se comportaba un ratón con el que estaban experimentando su conducta a raíz de una serie de incentivos muy meditados. La reacción era tan buena que un biólogo perverso sugirió que, de vez en cuando, no se recompensara la buena conducta del animal. ¿Cómo reaccionaría si, a pesar de haberlo hecho muy bien, no se le daba el premio? Lo probaron: las tres primeras veces el ratón, defraudado, puso todavía más ahínco y precisión en la ejecución de las instrucciones. «Se podría aplicar en las políticas de personal de las corporaciones», sugirió el biólogo pérfido. A la cuarta de hacerlo todo bien sin recompensa, el ratón se desmoronó y no quiso seguir el juego.
El médico y neurólogo portugués Antonio Damasio postuló hace unos años que no valía la pena iniciar ningún proyecto sin emoción. Sobre todo los actores, los músicos y los deportistas tenían que saber colocarse en el lugar del otro y empatizar con el proyecto. Sin emoción no se consigue el éxito. Si se le pone demasiada emoción a los proyectos —era el reproche que se solía hacer a mi cantante de ópera preferida, la Callas—, se corre un riesgo enorme de errar en la ejecución operativa del mismo. Emocionarse sí, pero no demasiado.
El neurólogo Ranulfo Romo pudo constatar una certeza extraordinaria. Descubrió cómo los monos rhesus, con los que trabajaba, eran capaces de cambiar de opinión: en caso de posponer una decisión, su memoria almacena los datos necesarios —quedan codificados tanto las diferentes alternativas como la información sensorial del pasado— para poder cambiar la decisión final. Los humanos, en cambio, siguen empeñados en pensar que cambiar de partido, de opinión o de camisa es una especie de traición imperdonable. En tiempos de crisis, no obstante, la única salida puede ser cambiar de opinión, de lugar o de trabajo. Si hasta la materia cambia de estructura, ¿cómo no va a ser normal cambiar de opinión?