Read Excusas para no pensar Online
Authors: Eduardo Punset
No son, desde luego, las razones citadas las causantes reales de la crisis. Afortunadamente, contamos con un consenso universal sobre la naturaleza de las dos causas principales de esa hecatombe, así como sobre la reflexión indiscutible que debe preceder a toda reforma de cualquier sistema. ¿Cuáles son las dos causas consensuadas universalmente?
La sociedad no se ha propuesto todavía, a nivel familiar, educativo y mucho menos institucional, aprender a gestionar la diversidad característica del mundo globalizado. Es menos urgente destilar contenidos académicos en la población que preparar buenos ciudadanos. Para ello es preciso admitir que las causas reales de la crisis no son las que se creen: el comportamiento de los mayores, los educandos, los alumnos, los sindicatos o los sistemas de evaluación de los procesos desarrollados.
El segundo consenso a nivel universal, no menos decisivo que el anterior, consiste en lograr que en el ánimo de los individuos de este mundo dispar y culturalmente descentrado se pueda gestionar lo que todos tienen en común: las emociones básicas y universales, negativas unas como la envidia, el rencor, el desprecio o el miedo, y positivas otras como la felicidad, la sorpresa o la alegría.
Una vez asimilados los dos consensos que debieran presidir cualquier reforma del sistema educativo, queda por iniciar el diagnóstico de lo que se pretende reformar planteando la siguiente pregunta: ¿El sistema educativo, el tipo de gobierno, el mecanismo de ayudas sociales es o no es innovador? ¿O es que, lejos de serlo, está anclado en el pasado obtuso y violento? Ésa es la verdadera pregunta, que tiene, por supuesto, una respuesta a la luz de los dos consensos mencionados.
Cuando daba clases, cada vez que cerraba la puerta del aula al terminar la lección, me preguntaba si acababa de explicar lo que yo sabía, o lo que de verdad les interesaba a los alumnos para desarrollar sus cualidades innatas y los contenidos necesarios para que un día pudieran aplicarlos en su futuro trabajo. En general: ¿estamos seguros de que prevalecen los intereses de la persona que se educa, por encima de los intereses del maestro o del sistema educativo?
Una cosa es enseñar a la gente a gestionar la información y otra muy distinta instaurar los pilares fundamentales, a nivel emocional, que les permitan aprovecharla positivamente. El neurocientífico Antonio Damasio, profesor en la Universidad del Sur de California, premio Príncipe de Asturias y autor entre otros de
Y el cerebro creó al hombre
(Destino, 2010), ha resumido mejor que nadie este dilema: «El objetivo de una buena educación es organizar nuestras emociones de tal modo que podamos cultivar las mejores y eliminar las peores; porque como seres humanos tenemos ambos tipos. Muchas de las reacciones que consideramos patológicas en nuestra sociedad tienen que ver con las emociones, principalmente con las emociones sociales». Es una cita extraída de una conferencia que hace unos años pronunció en Madrid.
Ambos constatamos que navegamos ahora por un terreno algo menos desértico que hace diez años: «El problema con que nos enfrentamos ahora, Eduardo —me repetía Antonio Damasio—, es trasladar nuestro conocimiento científico al público en general y también a la formulación de políticas. Es imprescindible que los líderes políticos y educativos lleguen a entender lo importantes que son los conocimientos sobre las emociones y el sentimiento».
En contra de lo que cree la mayoría de la gente, la mejor manera de contrarrestar una emoción negativa en concreto no es un predicamento lógico y razonable, sino otra emoción muy fuerte, pero de carácter positivo. Las emociones están al comienzo y al final de todos los proyectos y de todos los mecanismos de decisión. Eso lo hemos ignorado durante miles de años, hasta que la neurociencia lo ha demostrado.
Por si fuera poco, ahora hemos descubierto también que el papel de las emociones no rige solamente para los grandes colectivos, sino para grupos menos grandes e incluso para asociaciones minoritarias.
Cuando se alteran los sistemas de incentivos referidos a grupos muy pequeños, incluso minúsculos, basados en alguna característica marcadamente trivial —como llevar una camiseta roja o no—, surgen sentimientos poderosos de cohesión y xenofobia. Eso ocurre, sorprendentemente, cuando los grupos se definen por algo tan irrelevante como la ropa que llevan.
Es cierto que hace diez años no se sabía casi nada de las emociones y de su gestión. Eso explica los errores monumentales que se cometieron en las políticas del comportamiento individual y colectivo. Los primeros científicos que empezaron a alertar sobre esos déficits no podían medir ni demostrar lo que estaban apuntando. Sería imperdonable que hoy, pudiendo hacerlo, no se actuara de modo distinto, sobre todo, en el campo educativo. ¿Alguien cree, de verdad, que los niños sabrán convivir de mayores sin que nadie les haya mencionado nunca en qué consiste saber ponerse en el lugar del otro, o advertido de que su salud se degradará a raíz de situaciones repetidas de un estrés generado por miedos imaginados?
Cuando un bebé, un niño o un adolescente hace una barrabasada, se plantean varios problemas: primero, contener el enfado que produce —o debiera producir— un ser malcriado en los demás. Me refiero a los gritos o a haber derramado la papilla sobre la falda de la vecina o a haber tirado del mantel de la mesa, con los efectos nefastos que pueden imaginarse. Contenerse no es lo más trascendental, pero es lo primero que importa si se quiere abordar el siguiente paso: ignorar la mala conducta del bebé, del niño o del joven o, por el contrario, castigarla.
En diversos experimentos efectuados hemos descubierto que la solución es distinta en el caso de los niños que en el de los jóvenes o adolescentes. Aunque cueste creerlo, resulta que los primeros reaccionan mejor ante las recompensas que ante las medidas disciplinarias. ¡Atención, mamás y papás y, sobre todo, abuelos! Es mejor ignorar las maldades de los niños y bebés para centrarse en recompensarlos cuando hacen las cosas bien.
La situación es totalmente distinta cuando se trata de adolescentes. Tanto ante sus canalladas como ante las faltas leves, es más eficaz aplicar una medida disciplinaria cuando se equivocan. ¿Cómo es posible esta diferencia en los mecanismos cerebrales marcada, simplemente, por la edad? La verdad es que no lo sabemos todavía. No conocemos en detalle los cambios que se han producido en los circuitos cerebrales del niño que llega a la pubertad. Pero tenemos otro tipo de explicación que puede dejarnos menos desconcertados. No hace mucho tiempo que hemos descubierto que suministrar disciplina supone una cierta dosis de inteligencia. Reaccionar irasciblemente sin otro propósito que dar rienda suelta al enfado no exige gran cosa. Tomar nota, en cambio, de la agresión y maquinar una respuesta posterior que suponga una lección para que el delincuente expíe su pecado o mejore su talante es algo muy distinto que exige grandes dosis de inteligencia.
Estamos hablando de niveles de inteligencia que, tal vez, se den únicamente en los adolescentes y todavía no en los niños. Parecería lógico que si nos adentramos en los dominios de la inteligencia cognitiva, los mayores sean algo más sofisticados que los adolescentes y éstos, que los niños.
Existen otras maneras más simples de explicar las diferencias en la eficacia de la recompensa y el castigo según las edades. Es mucho más complicado cambiar de proceder a raíz de haberse equivocado que repetir, simplemente, las decisiones acertadas cuando se te dice que lo has hecho muy bien y te recompensan por ello. Aprender de los propios errores es mucho más engorroso y difícil que repetir una decisión por la que te recompensan. Siempre estamos dispuestos a admitir que deberíamos aprender de nuestros propios errores, pero difícilmente estamos dispuestos a admitir que nos hemos equivocado.
El psicólogo Jay Belsky, de la Universidad de Londres, nos da también otras claves sobre algunos aspectos importantes de la educación. Belsky dice que en esta época que vivimos, en la que parece que muchos padres están ocupados trabajando, a menudo cuando regresan a casa tienen un sentimiento de culpabilidad por no haber estado allí con sus hijos. Sea cierto o no, la forma para acabar con esta culpa es intentar ser amigos de sus hijos. El problema es que esta tendencia puede acabar anulando al padre responsable, el que tiene que decir que no, el que tiene que negar privilegios, el que tiene que castigar, el que tiene que poner normas, el que tiene que hacer que el niño se sienta responsable de sus actos.
Por una parte, estos padres intentan ser el adulto responsable pero, por otra, pretenden ser el amigo, el compañero. Son dos posturas difíciles de conciliar y al niño puede resultarle difícil de entender. Belsky cree que no debemos querer ser amigos de nuestros hijos porque, en realidad, tenemos toda la vida para hacerlo y serlo, cuando sean jóvenes adultos y después.
Lo que parece claro, más allá de castigos y atenciones, es que cuando los niños han experimentado una paternidad sensible, cálida, cognitiva, estimulante y no entrometida, muestran un funcionamiento cognitivo, unos resultados académicos y una adaptación social mayores.
Otro aspecto importante en la educación de los más pequeños, según Belsky, es el tiempo que pasan en manos de cuidadores o guarderías. Según las investigaciones que ha realizado este psicólogo, cuando un niño empieza a pasar muchas horas en este tipo de ambiente, sobre todo cuando se trata de guarderías y especialmente en sus primeros años de vida, se vuelve más agresivo y desobediente cuando se hace mayor. Pero Belsky no pretende demonizar las guarderías ni mucho menos; de hecho, sus investigaciones también demuestran aspectos positivos como que unos cuidados infantiles de calidad fomentan el desarrollo cognitivo y lingüístico del niño si son dispensados por un personal sensible y atento que logre conocer muy bien a nuestros hijos y que desarrolle una relación con ellos. En su opinión, lo mejor es utilizar estos servicios después de los primeros cuatro o cinco años de vida.
A mí lo que me sigue maravillando de todo esto es que hasta hace muy poco no sabíamos nada de lo que nos estaba pasando a nosotros por dentro, y mucho menos a nuestros hijos y nietos. Ya era hora de que las mujeres y los hombres de la calle recibieran pautas sobre temas que para ellos y para la sociedad son trascendentales. La única excusa que tenían los que debían habernos dado esas pautas es que ellos tampoco lo sabían, aunque creían saberlo.
Gran parte de las decisiones que tomamos todos los días son el resultado de haber querido justificarnos a nosotros mismos como sea; lo que no quiere decir que mintamos o que tratemos de excusarnos. Se nos repite desde pequeños que tendríamos que aprender de nuestros errores, pero ¿cómo vamos a aprender de nuestras equivocaciones si no admitimos nunca, o rara vez, que nos hemos equivocado?
Las víctimas del triste accidente del vuelo JK 5022 que se estrelló en Barajas el 20 de agosto de 2008 y que conmocionó al país como pocos lo habían hecho antes (los políticos no deberían olvidarlo), nos agradecerían que aprovecháramos los errores cometidos en ese caso, si los hubo, para aprender de cara al futuro y disminuir así el peso del sufrimiento potencial o ya infligido.
Entre las mentiras conscientes para engañar a otros y los intentos inconscientes de justificarse a uno mismo ante los demás, hay un terreno movedizo en el que se fabrica nuestra propia memoria en la que no puede confiarse ciegamente. Los psicólogos Carol Tavris y Elliott Aronson se han adentrado mejor que nadie en ese mar de dudas y vaivenes con su idea de las disonancias que define todo aquello que no coincide exactamente con la idea que tenemos de las cosas, en función, obviamente, de nuestros propios intereses.
En un experimento famoso realizado hace años se demostró que gente común, nada extraordinaria, podía acabar cometiendo crímenes abyectos, mediante una cadena de conductas basadas en la justificación de sus propios actos, las dudas y el temor a represalias físicas o morales de los jefes o de la opinión pública. En realidad, del experimento se deducía que hasta un 60 por ciento de los puestos a prueba acababan cometiendo delitos inconfesables, como torturar a una víctima o hasta asesinarla.
Cuando sucedió el terrible accidente de Barajas, a los que conocíamos estos y otros experimentos se nos reflejó en el rostro, no sólo la huella del dolor de los familiares de las víctimas, como al resto de los españoles, sino también la expresión añadida de asombro ante la prepotencia de las afirmaciones de unos y otros. Ninguna de las declaraciones de aquellos supuestamente implicados, indirecta o directamente, en el accidente, tomó en consideración el resultado de los experimentos de Carol Tavris y Elliott Aronson.
Cuando los supuestos expertos se equivocan —esto también puede ocurrir en estamentos muy profesionalizados—, se sienten amenazados en su propia identidad y en el reconocimiento por los demás de la valía de esta identidad.
El psicólogo social Leon Festinger explicó hace más de cincuenta años que la disonancia es lo que sentimos cuando dos actitudes, o una creencia y una conducta, entran en conflicto. Por ejemplo, cuando uno fuma aunque sabe que puede matarle; o cuando uno hace una predicción fatalista y luego se da cuenta de que no ha pasado nada.
Esta teoría de la disonancia anticipa muy bien que cuanto más confiados y famosos son los expertos —en el caso del accidente de Barajas los había que pertenecían a empresas sobradamente conocidas y al propio Estado—, menos probabilidades existen de que admitan errores en su conducta. Festinger hizo una investigación al respecto que le llevó a infiltrarse en un pequeño grupo de creyentes, justo en el día que según ellos tenía que llegar el Juicio Final, para intentar descubrir qué hacían cuando se percataban de que sus predicciones fatalistas estaban equivocadas. Pues descubrió que los que más convencidos estaban sobre la hora del Juicio Final, aquellos que vendieron sus casas e hicieron una declaración pública afirmando que el fin estaba cerca, no perdieron la fe en Dios cuando vieron que no pasaba nada, más bien al contrario: su fe se vio reforzada. Resulta que dijeron: «Gracias a nuestra devoción y a nuestra fe en Dios, ¡Dios ha perdonado al planeta!».