¿Dónde estaría la otra mitad…? En otra cuenta corriente, aquella cuyo nombre Dexter había escrito sin más información, sin nombre de usuario ni contraseña. ¿Por qué guardaría información escrita de solo una de las cuentas? ¿De solo la mitad del dinero?
El coche zumbaba al contacto con el gastado asfalto, entrando y saliendo de bosques, en aquellas tierras altas prevalecían los árboles de hoja perenne.
Porque tenía un socio. ¿Marlena? ¿Niko? ¿Los dos?
No había encendido el GPS de Sebastian. El motivo de usar aquel coche era que no pudieran rastrear luego sus pasos, de manera que se guiaba por un mapa, que ahora tenía que consultar todo el tiempo, dada la cantidad de carreteras serpenteantes que cambiaban de nombre cada pocos kilómetros, juntándose, terminando en caminos sin salida y volviendo atrás.
Por fin llegó a Bigonville, a la Rue des Pins, una calle facilísima de no encontrar, sin rayas en el asfalto y jalonada por gruesos árboles. La calle de los pinos, el nombre le venía al pelo.
Kate estaba ahora segura —en un noventa y nueve por ciento, si no en un cien por cien— de que Dexter se había apropiado ilegalmente de varios millones de euros y que este dinero era con lo que ella pagaba los gastos de la casa, las compras y los juguetes, el gasóleo diésel que había puesto la mañana anterior, sesenta y tres euros costaba llenar el depósito del Audi de segunda mano.
Un coche usado. Ahí era donde las dos realidades se contradecían. ¿Qué hombre compraría un coche de segunda mano cuando tenía veinticinco millones de euros en el banco?
Kate lo había pasado fatal durante la cena con aquel capullo de Brad en Ámsterdam, un tipo con un montón de millones en el banco que dedicaba todo su tiempo libre, todas sus energías, a gastarse el dinero. Sus coches, sus casas, sus vacaciones. Igual que los banqueros ricos de Luxemburgo, cuyo negocio consistía en ganar dinero y cuya pasión era gastarlo.
Su marido no era uno de ellos.
La calle pequeña y estrecha serpenteaba y dibujaba curvas, subía y bajaba con tramos de nieve y hielo, espesos bosques y un arroyo que culebreaba paralelo a la carretera. No había, ni lo habría nunca, presupuesto para construir un puente.
Nada de aquello tenía sentido.
La carretera se separó del arroyo y empezó a ascender por una ladera pronunciada hasta situarse a la altura de otra montaña, donde los bosques desaparecían dando paso a un paisaje despejado de cumbres idénticas y pliegues de tierra cubiertos de nieve grisácea como la arrugada piel de un viejo
shar pei
. Un muro de piedra rústica discurría junto a la carretera, formado por rocas extraídas del prado para hacerlo cultivable. El muro, por tanto, era solo un subproducto, un lugar donde apoyar las piedras. El prado era inmenso y estaba cubierto por una hierba somera, de color verde pardusca y sin cultivar.
Kate vio la casa de campo con tejado de pizarra negra, idéntico a todos los tejados de aquel diminuto país sin salida al mar. A ambos lados de la casa, como un par de centinelas, dos bosquecillos de robles de ramas desnudas, un lugar umbrío en verano. Muros de piedra atravesaban en zigzag los terrenos que rodeaban la casa con aspecto de ruina romana, delimitando habitaciones de gran tamaño, salones, vomitorios y opulentos vestíbulos.
Condujo muy despacio, pendiente del espejo retrovisor para asegurarse una vez más de que nadie la seguía. No se veía ningún coche, camión o tractor; las contraventanas de madera estaban cerradas. Ningún indicio de que aquella casa protegida, aislada en un espacio abierto por su séquito de guardaespaldas caducifolios, estuviera habitada.
No había espacio donde aparcar junto a la carretera, cuyos bordes daban directamente a una cuneta. La entrada a la casa se hacía por una amplia abertura en el muro de piedra cerrada con una cadena que, como Kate pudo comprobar, tenía un candado. Sobre una de las columnas de piedra había una pequeña placa esmaltada en blanco con el número 141 en negro. No había duda, aquel era el número 141 de la Rue des Pins, Bigonville, Luxemburgo. La oficinas centrales de LuxTrade, S. A.
Había detenido el coche por completo en mitad de la carretera. Era imposible parar allí, no había un sitio donde esperar a que llegara un habitante o visitante a la casa. Miró a su alrededor, a la derecha y a la izquierda, atrás y adelante; no había un lugar donde esconderse en un radio de un kilómetro. Imposible vigilar aquella casa.
Una extraña sede para una compañía de veinticinco millones de euros. Más bien parecía un piso franco.
Había una docena de madres en la cena de madres, sentadas en taburetes alrededor de una mesa alta. En menos de media hora, la mayoría ya estaban borrachas.
Se suponía que aquella salida ayudaría a Kate a distraerse un poco de la situación imposible en que se encontraba. Además tenía que disimular, llevar una vida en apariencia normal. Era algo que había aprendido durante sus años de formación y trabajo en el servicio activo: pase lo que pase, lleva una vida de persona normal. Haz cosas normales, ve a gente normal. No des razones a nadie para que sospeche de ti, para que te investigue. No les des motivo para hacerse preguntas sobre ti a tus espaldas. No des pistas de que no eres quien dices ser.
Aquella noche los cotilleos eran el tema de conversación, infundados y maliciosos. Que si tal marido se estaba tirando a su secretaria. Que si la canguro de fulanita era un putón. ¿Y esa familia checa que parecía tener tanto dinero? Ni un duro. ¿La tejana ordinaria con tres niños? Se estaba haciendo tratamientos de fertilidad para tener un cuarto.
Que tal y tal eran esto y aquello.
Kate no podía dejar de intentar encajar lo que su marido tramaba y cómo podía haber conseguido tantos millones de euros de otra forma que no fuera la que sospechaba el FBI, es decir, robándolos.
Dejó discretamente diez euros en la mesa cuando nadie miraba y se escabulló como si fuera al cuarto de baño. Pero lo que hizo fue ir a la puerta, coger su paraguas del paragüero y salir a la calle y a la humedad, a las farolas envueltas en bruma, al murmullo de fondo del río, crecido por la nieve derretida.
Había unos cuantos bares en las inmediaciones del puente en Grund, cada uno con su propio microclima de humo y ruido; en uno se escuchaba la retransmisión de un partido de rugbi, en otro, una gramola de canciones pop europeas, adolescentes efusivamente borrachos en un tercero, a cuya puerta había un cartel que prohibía claramente la entrada a menores de dieciséis años y, por tanto, era un reclamo para todos los habitantes de la ciudad de dicha edad.
Cruzó el puente y entró en el túnel bien iluminado excavado en la roca sobre la que estaba construida la parte alta de la ciudad y cuyas paredes irregulares estaban cubiertas de remedos de obras de arte. Tampoco faltaba el olor a orines que tienen todos los pasos subterráneos urbanos, incluso en las ciudades más cuidadas. Había unos treinta metros de subida hasta su barrio por esta colina de roca, un buen ejercicio si cogía la empinada Rue Large, pero hoy Kate no tenía ganas. Quería respuestas, no entrenamiento cardiovascular; quería estar en casa, sola con sus pensamientos. Pagaría y despediría a la canguro. Dexter se había ido a jugar al tenis con el agente del FBI que le estaba investigando. Menudo caos.
Una pequeña multitud salió del ascensor, una pareja de adolescentes, una pareja de tipos con aspecto de banqueros y una mujer sola que miró a Kate en una suerte de gesto de solidaridad.
Estaba sola en el ascensor esperando a que se pusiera en marcha. Escuchó pisadas en el túnel, de alguien que corría. Parecían de hombre, pisadas fuertes y zancadas largas. Pulsó el botón una y otra vez, un acto inútil e irracional, pero que era mejor que no hacer nada.
Las puertas se cerraron justo cuando llegaba el hombre, quien trató de meter el brazo en el hueco entre los paneles de acero con hoyuelos, una milésima de segundo demasiado tarde. Kate se bajó en la explanada de Saint Esprit, el complejo administrativo, los tribunales y edificios administrativos, la plaza en medio de todos aquellos edificios inmaculados. Toda la zona estaba bien iluminada pero vacía, silenciosa.
Caminó deprisa por el suelo empedrado. Pasó junto a una discoteca de la que salía una música atronadora pero en cuya puerta no había nadie. Dobló una esquina y subió por una calle en cuesta hasta llegar a otra plaza. Un bar, una fuente, un restaurante caro, un taxi sin pasajeros. Una pareja de mediana edad salió del restaurante y se subió al taxi.
Miró por encima de su hombro: nadie. Atravesó deprisa la plaza y enfiló otra calle, con el suelo levantado y maquinaria de construcción arrinconada en zanjas sucias y profundas. Escuchó pisadas a su espalda.
Apretó el paso, caminando lo más rápido que podía. Corrió un poco, después volvió a caminar rápido, alternando ambas maneras de darse prisa. Dejó atrás una intersección, un restaurante italiano muy concurrido justo a la derecha, el palacio del gran duque a la izquierda, y entonces se dio cuenta de que estaba casi debajo de la ventana de los Maclean.
La persona a su espalda era sin duda un hombre, sus pasos rápidos sonaban como cascos de caballo sobre las piedras, pisándole los talones. Se volvió y miró. Un abrigo largo y oscuro, un sombrero. ¿Sería el mismo hombre del túnel? Edad y tamaño indeterminados, indistinguibles en la oscuridad. Todo él era indeterminado.
Miró hacia el restaurante italiano y consideró la posibilidad de refugiarse allí. Pero siguió caminando, más rápido, hasta dejar atrás un restaurante chino, un bar, después torció por un callejón en pendiente, el camino más corto a su casa, pero por desgracia el más siniestro, y echó a correr, incómoda y vacilante por los tacones altos y el empedrado húmedo, agarrándose a una pared de estuco para no perder el equilibrio, arañando con los dedos la superficie irregular, doblando la esquina a toda velocidad y apoyando el paraguas en el suelo para ayudarse a girar, concentrada por completo en avanzar, en llegar a casa, prácticamente a la carrera, descartando la posibilidad de acortar por un paso subterráneo, pero cambiando de opinión.
Entró en el túnel, que conducía hasta la fachada de un edificio similar al suyo, otra construcción medieval reformada por completo, muros de piedra recubiertos de estuco, la madera reemplazada, ventanas de doble cristal, listones modernos instalados alrededor de las chimeneas.
Acalorada, se pegó a la pared, esperando, escondida, en silencio.
Las pisadas se oían cada vez más cerca, resonando en el empedrado, un resbalón en la cuesta y después casi encima de ella, a tres segundos de distancia, dos, uno…
Se separó girándose de la pared y echó a andar por la estrecha calle con el brazo en alto. El giro le había dado impulso para levantar el brazo a la máxima altura posible, con la mano en posición horizontal, un proyectil potente que cuando entró en contacto con el cuello del hombre se mantuvo firme, neutralizando la resistencia de carne y huesos.
El hombre cayó de rodillas mientras se llevaba las manos a la garganta, luchando por respirar. Kate sostuvo el paraguas con ambas manos y lo giró de manera que el mango de madera fuera lo primero que golpeara la parte posterior del cráneo. El hombre, tras inclinarse hacia delante, cayó de cara sobre el empedrado, probablemente rompiéndose la nariz.
Kate se arrodilló junto a él y comprobó que estaba inconsciente, pero con vida. Reparó en que no llevaba sombrero. No era el hombre que la había estado siguiendo treinta segundos antes.
Metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó la cartera. Acababa de darle una paliza a un abogado suizo que vivía en su mismo edificio.
Hace mucho tiempo desde la última vez que Kate pasó llevando un arma delante de la policía y las cámaras de seguridad e intentando no parecer nerviosa. Es una sensación que le resulta familiar, como cuando a uno vuelve a dolerle una vieja herida.
Mira la pantalla que hay sobre el andén del metro. El próximo tren de la línea 12 con dirección a La Chapelle llegará en un minuto y el siguiente, dentro de cuatro. Esperará al segundo. Se supone que debe coger el primer tren de la línea 12 que llegue a las cinco o a partir de las cinco.
Recorre el andén con la vista y juega con la idea de adivinar quién es la persona que la sigue, pero no tiene sentido. Comprende la razón de las precauciones. Necesitan asegurarse de que no la sigue nadie y también de que no está colaborando con alguien indeseable, o con alguien en general. Y además no está intentando esquivar nada ni a nadie, así que no importa quién la esté siguiendo.
Hojea la revista
Match
, fotografías de gente que uno esperaría encontrar en las páginas de
Match
. Antes sospechaba que la prensa de cotilleo francesa era distinta de la estadounidense, mejor. Después de un año viviendo en Francia sabe que no es así.
El segundo tren viene más lleno que el primero, a las horas punta hay más gente entrando y saliendo de la ciudad. Kate no encuentra asiento y se apoya contra la pared, cambiando el peso de una pierna a otra, inquieta.
No lo puede evitar, necesita saber quién la sigue. Pasa revista a los pasajeros, la típica variedad que uno espera encontrarse en el metro a las cinco de la tarde; ninguno le sostiene la mirada, pero tampoco la evita. Podría ser cualquiera de estas personas. O ninguna.
El tren se detiene en Solférino y apenas hay cambios. La siguiente parada es Assemblée Nationale; lo mismo. Después Concorde, una estación grande y concurrida en la que el Métro entra despacio; el andén atestado, pasajeros que se suben al tren sin esperar a que se detenga del todo. Escucha una voz de hombre, baja y grave, justo cuando las puertas se abren.
—Baje aquí y vaya a Beaubourg. Al café de la azotea.
Las puertas están abiertas y Kate sale.
No ha llegado a ver al hombre que le ha dado las instrucciones; ni siquiera lo ha intentado. Se estaba girando mientras sus palabras aún resonaban en el aire, decididas a ser apenas un susurro en medio del bullicio de la multitud.
Inicia el camino hacia la
correspondance
, la otra línea que tiene que coger, subiendo y bajando escaleras, doblando esquinas y recorriendo túneles que desembocan en túneles más estrechos hasta que llega al andén de la línea 1 justo cuando el tren de la línea 1 hace su entrada en la estación. Va lleno hasta los topes, como es habitual en esta línea. Gente que ha terminado de trabajar y que baja en tropel en cada parada mientras otros empujan y se dan prisa, cinco incómodas paradas hasta que se deja expulsar por la masa de gente, el efluvio humano, en Hôtel de Ville.