Y mientras los Moore buscaba un sitio donde aparcar en París, los Maclean seguían en la autopista, atravesando la Champaña, los viñedos salpicados de camiones que hacían noche allí, tiempo de recolección. Localizaron el coche familiar de Kate aparcado en un sucio garaje. Miraron en los hoteles de los alrededores, uno por uno, hasta que encontraron que había una suite júnior reservada a nombre de Monsieur y Madame Moore. Los Maclean cogieron una habitación por la zona e iniciaron la vigilancia.
Seguir a los Moore era una tarea sencilla, pues formaban un grupo grande y lento, que cogía el metro, nunca taxis, y paseaba por calles concurridas. Estaban siempre en espacios públicos.
Los Maclean probablemente se turnaran —diez minutos tú, diez yo, siguiéndose el uno al otro mientras seguían a la familia— esperando la oportunidad y el lugar adecuados para hacerse los encontradizos, un lugar de interés turístico a última hora de la tarde, un encuentro casual, una interrupción natural. Ya habían llamado al hotel de los Moore para comprobar que tenía servicio de canguro y sabían que sería una tarea fácil, que Dexter y Kate aceptarían una invitación a salir por la noche, vino en cantidad, después una visita a un club nocturno, creciente sentimiento de amistad, intimidad instantánea.
Aquella noche de sábado tan espontánea había sido cuidadosamente planeada. El intento de atraco también había sido simulado, una farsa.
Todo aquello había empezado tres meses atrás.
Dexter ocultaba algo —¿cincuenta millones de euros?— y aquellos agentes del FBI se habían convertido en su sombra. Seguían todos sus movimientos, en Luxemburgo, Bélgica y Holanda, ahora lo vigilaban en Ámsterdam. Le pisaban los talones, no querían perderlo de vista durante el fin de semana. ¿Por qué?
Los niños salieron de la tienda de chocolate victoriosos, sosteniendo el botín en alto —«¡Mamá, mira!»—, deseosos de enseñarle lo que su padre les había dejado elegir, inocentes e ingenuos.
Kate les sonrió, pero estaba temblando de frío y de miedo.
—Genial, cariño.
Fuera lo que fuera lo que estaba pasando, parecía que el final estaba cerca. Kate confiaba en que no fuera un final violento. Pero tenía que estar preparada.
Estaba sola, detenida en mitad del puente, mirando el cielo espectacular: el denso azul damasco del atardecer, las nubes algodonosas avanzando a gran velocidad, capas superpuestas de blanco, plata y gris. Las luces de las ventanas y los faros de las bicicletas se reflejaban en el agua.
Dexter se había llevado a los niños de vuelta al hotel para que vieran una película en un canal de pago de la televisión antes de cenar. Hasta las ocho no habían quedado con el pesado de su amigo, Brad.
En el otro extremo del puente, la última de las tiendas desaparecía de la vista, como cuando se termina el tramo comercial en una calle de las afueras. Los últimos Sizzler y Meineke alumbrados por las farolas antes de la oscura campiña. Un par de adolescentes con rastas emanaban olor a marihuana.
Kate encontró un banco y entró en el pequeño vestíbulo donde estaban los cajeros automáticos. Ignoró las tarjetas de crédito de las ranuras de su monedero, las de todos los días, y en lugar de ello buscó con el pulgar dentro del bolsillo interior, que contenía una docena de trozos de plástico, cosas que no necesitaba en Europa pero que llevaba encima de todas maneras: la tarjeta de la Seguridad Social, la identificación de su antiguo trabajo, el carné del gimnasio. Y la tarjeta del banco, donde tenía la cuenta corriente con su antiguo nombre. La cuenta cuya existencia Dexter no conocía.
Sacó el máximo permitido, mil euros.
También sacó la cantidad máxima de la cuenta conjunta que tenían en Luxemburgo, otros mil. Después sacó dinero con dos tarjetas de crédito, mil cada una.
De vuelta a la calle, las luces rojas habían empezado a hacer su aparición, mujeres grandes y poco atractivas, del sureste asiático, con ligas, tacones altos y pechos flácidos que se desbordaban de sujetadores de encaje.
Encontró unos almacenes y compró un paquete de bolsas de plástico, un rollo de cinta adhesiva y una botella de agua. Estaba sedienta, nerviosa.
Las calles se iban estrechando y los escaparates estaban cada vez más poblados, seis chicas juntas, atractivas europeas de pelo oscuro, después, a la vuelta de la esquina, unas cuantas africanas, de gruesos labios y culos grandes. Parecían estar distribuidas por departamentos, como los grandes almacenes.
Entró en un café bien iluminado que parecía seguro desde fuera, pero una vez dentro no tanto. Pidió una coca-cola y dejó las monedas sobre la barra; se la bebió deprisa. Caminó hasta la parte trasera, encontró el letrero de los lavabos que apuntaba a una escalera de caracol de aspecto siniestro. Abajo había un par de hombres ocupados en alguna oscura transacción que apestaba a secretismo.
—Perdón —dijo al pasar junto a ellos. Entró y echó el pestillo. Sacó las bolsas de plástico del bolsillo de su abrigo, arrancó una por la zona perforada y tiró el resto a la papelera. Sacó el fajo de billetes. Apartó algunos de cien, que se metió en el bolsillo derecho, y algunos de veinte, que fueron al izquierdo. El resto de los cuatro mil euros los metió en la bolsa. Aplastó esta para sacarle el aire y la envolvió con cinta adhesiva. Se sentó en el váter y se sacó la bota izquierda. Cuando cruzaba las piernas, siempre ponía la derecha sobre la izquierda. No sabía si iba a cruzar las piernas, no tenía ni idea de cómo iba a terminar todo aquello. Pero, por si acaso, mejor asegurarse.
La bota era de tacón bajo, pero serviría. En la parte posterior de la suela, detrás del arco, donde la piel se encuentra con el talón de suela de goma, había espacio de sobra. Kate pegó allí la bolsa con el dinero.
Fuera, en la calle, los hombres arrastraban los pies y echaban miradas de reojo a través de la atmósfera pesada a los brillantes escaparates forrados de terciopelo. Había ruidosos adolescentes en grupos de tres o cuatro, jugando a ver quién era más fanfarrón en un intento por disimular su inexperiencia. Hombres trajeados de mediana edad, algunos de aspecto furtivo, otros descarado, habituales de la zona o a los que, simplemente, les importaba un comino lo que otros pensaran de ellos, seguros como estaban de que todos allí buscaban lo mismo. En realidad como en muchas otras partes.
Los cafés estaban llenos, ruidosos y apestaban a hachís; el olor se escapaba por las puertas y se quedaba flotando en las aceras.
Un hombre joven miró a Kate, haciéndole una invitación silenciosa que esta consideró y rechazó, para continuar andando.
Otro canal, muy diferente a los que había visto en la parte elegante de Ámsterdam, lleno de
sex shops
, clubes nocturnos y escaparates con luces rojas. El ruido de risas ebrias que salía de un bar, inglés con acento australiano, la risa ahogada de una mujer azorada.
Otro hombre la miró, era un tipo mayor y más duro. La saludó con la cabeza y Kate hizo lo mismo. El hombre dijo algo en holandés y Kate aflojó el paso, pero no contestó.
—¿Buscas algo? —acento indio, a muchos kilómetros de casa. Como ella.
—Sí.
El destello de un diente de oro.
—¿Qué cosa?
—Algo especial —dijo Kate—. Algo de acero, con plomo.
La sonrisa se esfumó.
—No tengo de eso.
Kate sacó un billete de veinte del bolsillo.
—¿Y quién tiene?
—Ve a ver a Dieter. Allí —dijo el hombre inclinando la cabeza y agitando las rastas.
Siguió andando por la acera junto al estrecho canal, notando los sonidos y olores muy cerca. Frente a un local de sexo en vivo, cuyos carteles promocionales no dejaban lugar a dudas, había un hombre con un traje negro brillante, zapatos de punta y estrecha corbata de cuero, mirando atentamente a todo el que salía o entraba.
—
Guten tag
.
—Hola, ¿eres Dieter?
El hombre asintió.
—Estoy buscando una cosa y un amigo me ha dicho que me podías ayudar. Acero.
Dieter parecía confuso.
—¿Un babero?
—No —dijo Kate—. Acero, el metal.
Levantó la mano y le apuntó con el dedo índice y el pulgar levantado. Después dobló el pulgar. Pum.
Dieter comprendió, pero negó con la cabeza.
—No posible.
Kate sacó dos billetes de veinte del bolsillo y se los ofreció. Dieter hizo una mueca, pero no cogió el dinero mientras negaba de nuevo con la cabeza.
Kate sacó otro billete, esta vez de cien.
Dieter miró el papel color verde, cuyo valor era fácil de determinar.
—Sígueme —dijo cogiendo el billete. Caminaba deprisa y mirando todo el tiempo hacia ambos lados, incómodo en una misión que no estaba relacionada con el comercio sexual. Cruzaron un puente, bajaron por una calle estrecha y concurrida con atractivas putas en todos los escaparates, sin duda un tramo popular, los cuarenta principales del barrio rojo, nada de gustos particulares aquí. Torcieron por una calle más pequeña y oscura, un callejón en realidad con solo un par de luces rojas y largos tramos de pared de ladrillo.
Dieter se detuvo ante un escaparate rojo y Kate hizo lo mismo. La atractiva rubia que estaba dentro miró a Dieter, después a Kate y a continuación abrió la puerta sin decir nada. Olor a incienso, a cigarrillo y a desinfectante con amoniaco. Dieter dejó atrás a la chica y la habitación pequeña y de aspecto sórdido. La chica evitó la mirada de Kate.
Caminaron por un pasillo estrecho, papel pintado barato y sin dibujos. Al final, una escalera desvencijada, techo bajo y escasa iluminación.
Kate empezaba a ponerse nerviosa y se detuvo.
—Ven. —Un gesto rápido con la mano, no demasiado tranquilizador—. Ven.
Subieron las escaleras hasta un rellano siniestro y llegaron hasta otro vestíbulo con aspecto de haber sido construido recientemente. Las planchas de madera barata del suelo vibraban y Kate pudo distinguir un bajo tocando hip hop y luego una voz, grave y rugiente, seguida de sintetizadores. La música estaba cada vez más alta y la letra era en inglés, vulgar y grosera.
Kate entró en otra habitación, esta con el suelo de baldosas y los techos más altos, de la chabola a una mansión de algún modo acoplada allí, dos puertas de gran tamaño, forradas de madera y pintadas. Dieter se volvió para mirarla y a continuación empujó las puertas.
Con solo una mirada Kate percibió lo anárquico de la habitación. Sofás, butacas y sillas, mesas bajas, alfombras persas, lámparas con pantallas de borlas y pie de alabastro, chimeneas de mármol y grandes ventanales al canal, media docena de chicas en distintos estados de desnudez, una de ellas con la cabeza entre las piernas de un hombre de aspecto colérico, que le hundía y le levantaba la cabeza tirándole de las orejas y, en medio de todo, una cabellera naranja brillante inclinándose sobre una mesa baja y después echándose hacia atrás, chupando el polvo blanco y después moviéndose hacia los lados, dejando que largos mechones grasientos le golpearan la cara.
—Aaaah —gritó—. Esto es la hostia. —Se limpió la nariz, miró a Kate y después a Dieter—. ¿Quién es esta tía?
Dieter se encogió de hombros.
—Busca algo.
—Entonces, ¿la conoces?
—Para nada.
—Vale.
Dieter se encogió de nuevo de hombros y se marchó, cerrando las puertas detrás de él, contento de haberse librado de Kate y de su incómoda petición.
—Angelique, regístrala.
La chica se levantó despacio, mediría un metro ochenta e iba en
topless
, solo llevaba bragas y zapatos de tacón. El hombre pelirrojo la miraba con lujuria. Angelique era una hembra espectacular de no más de diecisiete años. Cacheó a Kate y después se retiró, de vuelta a su butaca y a su revista.
Vogue
. Una chica desnuda leyendo una revista de moda.
—¿Qué es lo que quieres?
—Una herramienta.
El hombre tatuado parecía estar a punto de terminar, moviendo la cabeza de la chica arriba y abajo con furia, mientras esta se atragantaba e intentaba no quejarse.
—Yo tengo una cojonuda —sonrió—. ¿La quieres para tu coño?
Kate le dedicó una gran sonrisa.
—Lo que quiero es una puta pistola, capullo escocés.
—Aaaaah —gimió el otro hombre.
—¿Qué? ¿Estás oyendo, Colin?
—Aaaaah. —Colin estaba tirándole del pelo a la chica con las dos manos—. No me interrumpas, Pelirrojo.
—¿Una puta pistola es lo que quieres?
Kate no respondió.
—Pero ¿tú qué eres, una puta soplona? ¿Dónde llevas el micrófono?
—No llevo.
—Pues demuéstramelo.
Kate le miró sin pestañear.
—O ya te estás largando.
Esperó un segundo, otro, mientras ambos se miraban fijamente, y a continuación empezó a quitarse la chaqueta despacio y la dejó caer al suelo, sin desviar los ojos.
Se sacó el jersey por la cabeza en un solo gesto rápido y el pelo se le llenó de electricidad. Después se llevó la mano a la espalda y se desabrochó la cremallera de la falda, que cayó al suelo. Salió de ella con las manos sobre las caderas.
—¿Eres americana? —preguntó el hombre.
Kate no llevaba nada puesto excepto las botas y la ropa interior. No contestó.
—El resto. —El hombre hizo un gesto con la mano—. Quítatelo todo.
—Que te den por culo.
—¿Para qué necesitas una pistola?
Kate estaba desesperada por vestirse de nuevo, pero también se sentía ligeramente exultante cada segundo que pasaba sin la ropa puesta, sacando fuerzas de su humillación.
—Colin, ¿qué tenemos para ella?
Colin se estaba abrochando sus vaqueros negros mientras caminaba hacia ellos, sin camisa y con el torso cubierto de una maraña indescifrable de tinta descolorida. Se inclinó sobre la mesa de espejo y esnifó una raya. Después se enderezó y atravesó la habitación. Abrió el cajón de un escritorio y miró en su interior.
—Beretta —dijo.
—Vaya —dijo el pelirrojo—, esa es una pistola preciosa, me la encontré en la calle la semana pasada.
Kate no tenía ningún interés por escuchar la historia inventada que iba a largarle sobre cómo consiguió la pistola.
—Déjame verla.
En un movimiento fluido Colin sacó la recámara y lanzó la brillante pistola desde cinco metros de distancia, un tiro perfecto. Kate la atrapó con facilidad. Se tomó un momento para examinar el arma, en parte para convencer al pelirrojo de que no era alguien a quien se podía tomar el pelo. La 92FS era la Toyota Corolla de las pistolas. Esta parecía estar en buenas condiciones.