Dexter conducía más deprisa de lo habitual. Tal vez había bebido demasiado en el restaurante, sucumbido a la presión de la actuación frente al micrófono y los agentes del FBI al otro lado de la transmisión. El aparato seguía en marcha.
Dejaron que el silencio del interior del coche los envolviera, un baño cálido de no hablar, de no actuar. Era la primera vez que el silencio entre ellos no estaba lleno de una montaña de mentiras. Pero Kate no se podía quitar de la cabeza la gran falsedad que aún se interponía entre los dos.
Miró la carretera, la hipnótica línea amarilla en medio de la franja de negro. Una vez más, dudaba. Y entonces, de repente, se sintió más furiosa consigo misma de lo que era capaz de soportar.
Se acabó.
—Dexter —dijo obligándose a hablar antes de que le diera tiempo a pensárselo—, ¿te importa parar en la próxima área de descanso?
Dexter levantó el pedal del acelerador y la miró.
—Tengo que contarte una cosa.
El área de descanso estaba a escasos kilómetros al sur de la ciudad, un gigantesco complejo en el que se congregaban camiones de gran tonelaje, adolescentes borrachos que salían de andrajosos Skodas para comprar cerveza, cigarrillos y grandes bolsas de patatas fritas, jóvenes holandeses llenos de
piercings
de vuelta de una excursión a los Alpes y silenciosos trabajadores portugueses comiendo sándwiches retractilados de regreso a sus casas después de fregar el pringue de tomate Ketchup de los suelos de restaurantes de comida rápida.
Dexter mantuvo el motor en marcha, pero apagó los faros. Se volvió hacia Kate.
Esta recordó el micrófono y pensó en pedir a Dexter que saliera del coche, al sombrío recogimiento del aparcamiento. Pero tanto el FBI como la Interpol ya sabían todo lo que estaba a punto de contarle a Dexter, así que ¿para qué molestarse?
—Dexter —dijo—, nunca me he dedicado a escribir informes de situación.
Era difícil ver la expresión de su cara en el tenue brillo azulado que proyectaban las luces del salpicadero. Kate resistió la tentación de volverse hacia otro lado, de esconder la mirada. Luchó contra su ya arraigada costumbre de disimular sus mentiras, ahora que, por fin, estaba contando la verdad.
—Y nunca he trabajado para el Departamento de Estado.
Un camión con remolque pasó a su lado despacio, el gigantesco motor gruñendo y quejándose, la carrocería chirriando y traqueteando. Kate esperó a que disminuyera el ruido.
—Mi trabajo era…
Entonces cambió de opinión. Aunque sabía lo que tenía planeado decir, no sabía cómo reaccionaría Dexter.
Miró hacia el edificio brillantemente iluminado en el centro del área de descanso, a la tienda y la cafetería, las puertas relucientes y las mesas pulcramente dispuestas.
Se quitó el reloj de pulsera y lo deslizó en el bolsillo de cuero fruncido del asiento del coche.
—Vamos a tomar un café.
Dexter insertó la moneda en la máquina, pulsó el botón y esperó a que el café expreso saliera del pitorro descolorido al interior del endeble vaso de plástico entre chisporroteos, silbidos y borboteos.
Kate dio un sorbo a su
cappuccino
. No estaba mal, caliente, fuerte y pasable. En Europa había buen café por todas partes.
Se sentaron en una mesa con cubierta de cristal esmerilado, sillas de aluminio y un gran ventanal que daba a la autopista. En el extremo opuesto del local había otra pareja, la mujer llorosa, ambos inmersos en su propia crisis: una ruptura, un embarazo no deseado, una infidelidad. Aquellas personas tenían sus propias preocupaciones y no les interesaban las de los demás.
No había razón para entrar en preámbulos, así que Kate se inclinó sobre la mesa y tomó las manos de Dexter.
—Antes trabajaba en la CIA —dijo—. Era lo que se dice una espía.
Dexter abrió mucho los ojos.
—Mi trabajo era controlar la información relativa a América Latina. Un poco en El Salvador, Venezuela, Nicaragua, Panamá y Guatemala, pero sobre todo trabajé en México.
Dexter la miraba como si fuera a decir algo, pero no lo hizo.
—Empecé en la Agencia nada más dejar la universidad, nunca he hecho otra cosa, es la única profesión que he tenido y la elegí, en parte, porque pensé que era incapaz de querer a nadie. La experiencia con mis padres, mi hermana…, me había convertido en una persona sin sentimientos. No me creía capaz de tener verdadera intimidad con nadie, pensaba que nunca tendría mi propia familia.
Apretó las manos de Dexter para subrayar esta última parte de su discurso, el elemento clave de la colección de excusas que estaba a punto de dar.
—Pensé que siempre estaría sola, Dexter, nunca imaginé que un día tendría que mentirle a alguien a quien quisiera, porque nunca iba a querer a nadie. Era joven, había sufrido mucho y no podía imaginar no ser joven y no sufrir. ¿Recuerdas lo que es ser joven?
Dexter asintió, mudo.
—Entonces era imposible concebir lo corta que es la juventud, parecía que duraría muchísimo, eternamente. Pero en realidad se pasa en un suspiro.
En la mesa del otro extremo de la cafetería la mujer dejó escapar un sollozo breve y sonoro.
—Así que, cuando tú y yo nos conocimos, no te conté la verdad sobre mi trabajo, porque esperaba dejarte en seis meses. O que tú te cansarías de lo reservada que era y me dejarías. Pensé que nunca llegaríamos a conectar, puesto que yo no había conectado jamás con nadie.
Dexter la miraba con intensidad.
—Pero estaba equivocada. Resulta que me enamoré de ti.
Kate reparó en un hombre que acababa de entrar en la tienda y miraba en su dirección. Confiaba en que llegara el día en que no sospechara de cualquier persona que entra en un sitio.
—Quería contártelo, Dexter. Por favor, créeme. Pensé hacerlo miles de veces, prácticamente cada día desde que nos conocemos. Pero ¿cuándo? ¿Cómo decidir que había llegado el momento?
Era la misma lógica que había usado Dexter con ella la noche anterior, en el balcón, cuando este le había contado toda la verdad y después habían planeado juntos la otra verdad, la inventada, que habían escenificado aquella misma noche para los federales. Ahora, allí, en un área de descanso, habían vuelto a la intimidad de su matrimonio.
—Entonces nos casamos y aún no te lo había contado. Es horrible, de verdad. Reconozco que me he portado de forma horrible.
Dexter esbozó un mínima sonrisa, una pequeña concesión.
—Después, cuando Jake nació… —Kate se interrumpió, tratando de decidir cuántos detalles debía darle, hasta qué punto debía sincerarse para quedarse en paz consigo misma—. Dejé el servicio activo y me convertí en analista en un despacho en Washington. No tienes idea de lo que eso significa. Es algo así como…, como pasar de ser jugador de béisbol a ayudante del entrenador.
Dexter había sido en otro tiempo un fanático del béisbol. Dirigió una nueva y dolorosa mirada a Kate, pero parecía incapaz de decir una palabra.
—Básicamente, lo que hice fue tirar mi carrera por la borda. Pero seguí en la CIA. Necesitábamos el sueldo y el seguro médico, un seguro que pronto tú dejarías de tener.
Dexter hizo una mueca. Kate no debería haber mencionado el tema. En Luxemburgo la asistencia sanitaria era, a Dios gracias, universal y gratuita.
—Bueno —continuó Kate—, el caso es que nunca llegué a reunir el valor para contártelo.
No sabía si Dexter estaba enfadado, triste, escandalizado o en estado de shock. Mucho más tarde se daría cuenta de que su reacción fue más bien estoica; nadie le había preparado nunca para esta clase de situaciones. Dexter no era retorcido de formación, solo por las circunstancias.
—Y cuando nos vinimos a vivir aquí, lo dejé, claro. Pero a esas alturas no sabía si debía contarte ya la verdad. ¿Cómo hacerlo? Llevaba diez años mintiéndote y cada vez estaba más convencida de que contártelo tenía menos sentido. Así que ¿para qué hacerlo? ¿Qué bien te haría a ti? Tal y como tú mismo dijiste al hablar del secretismo de tu cliente, eran muchos inconvenientes y ninguna ventaja.
Dexter miró hacia la pared opuesta de la habitación, sin decir nada.
—Pero lo cierto es que estaba equivocada, Dexter. Ahora lo sé. Debería haber encontrado la manera, el momento de contártelo. Pero no lo hice. —Intentó poner ojos de arrepentimiento—. Y, de verdad, no sabes cuánto lo siento.
Entonces Dexter esbozó una sonrisa de verdad, una sonrisa que parecía expresar indulgencia, superioridad y condescendencia al mismo tiempo. La clase de sonrisa que uno pone cuando le están pidiendo disculpas y estas parecen sinceras. Una sonrisa de benevolencia mezclada con superioridad. Una sonrisa que dice: «Acepto tus disculpas, pero me debes una».
O al menos esa fue la impresión que le dio entonces a Kate.
No lo supo hasta un año y medio después, pero la sonrisa de Dexter en realidad fue de profundo alivio. La sonrisa de alguien que por fin podía dejar de simular que ignoraba algo cuando en realidad lo sabía desde hacía tiempo.
Como de costumbre, empezó a llover. Despacio al principio, empañando el ventanal que daba a la autopista. Después el golpeteo de gruesas gotas en el techo acristalado.
Un coche tomó una curva y la luz de sus faros le dio a Dexter en los ojos.
—¿Qué es lo que hacías?
—Sobre todo reunirme con gente —dijo Kate—. Explicarles lo que nosotros, Estados Unidos, la CIA, queríamos que hicieran. Persuadirles.
—¿Cómo?
—Dándoles dinero e información. Ayudándoles a organizarse. A veces tenía que amenazarlos si no se mostraban dispuestos a cooperar.
—¿Qué clase de amenazas?
—Casi siempre con no darles cosas que querían: dinero, armas o el apoyo del gobierno de Estados Unidos. Si no colaboraban, les daríamos el apoyo a sus rivales. O el dinero y las armas.
—Pero también les amenazarías de otra manera.
—Sí, a veces tuve que decir a gente que podrían morir.
—¿Porque los matarías tú?
—No solía ser tan específica.
—¿Y pasó alguna vez? ¿Acabó alguien muerto?
—Alguna vez.
—¿Y le mataste tú?
—En realidad, no.
—¿Qué es eso de «en realidad, no»?
Kate no quería contestar a esa pregunta, de manera que no lo hizo. Dexter desvió la mirada, preparándose para hacer una pregunta que no quería hacer.
—¿Y tu trabajo incluía también acostarte con gente?
—No.
—Pero ¿lo has hecho?
—¿Que si he hecho qué?
—Acostarte con otras personas.
—No —contestó Kate—. ¿Y tú?
—No.
Kate dio un último sorbo a su
cappuccino
, ya a temperatura ambiente, aletargado, como su estado de ánimo. No había esperado que la conversación se desviara hacia el tema de la infidelidad, la única forma de engaño en que ninguno de los dos había incurrido.
—¿Has matado alguna vez a alguien? —preguntó entonces Dexter a bocajarro.
Sabía que esta pregunta llegaría —la había estado temiendo—, pero no había decidido qué respuesta dar. O cómo de completa sería.
—Sí —dijo.
—¿A cuántas personas?
No quería dar cifras, aquella era una de las principales razones por las que no quería contarle la verdad a Dexter. No era solo que no quisiera violar el código de secretismo de la agencia o que no le gustara admitir que llevaba tantos años mintiendo. La razón principal por la que había evitado siempre esta conversación era que no quería contestar a esa pregunta, hecha por este hombre, que ya nunca volvería a mirarla de la misma manera.
—Unas pocas.
La cara de Dexter parecía pedir un mayor grado de especificidad o de honestidad. Pero Kate movió la cabeza. No le daría el número exacto.
—¿Hace poco? —preguntó Dexter.
—En realidad, no.
—Y eso ¿qué quiere decir? —Había impaciencia en la voz de Dexter, cansancio por las continuas evasivas de Kate.
—La última vez fue unos pocos meses después de nacer Jake. Alguien a quien había conocido en México.
Si de verdad iba a contarle aquello, entonces le contaría la historia entera. O casi.
—Era un político que había perdido las elecciones a la presidencia. Planeaba presentarse otra vez y quería nuestro apoyo. Mi apoyo. Pero yo ya le había descartado y, de hecho, mi viaje a México era para reunirme con otros políticos, otros tipos que estaban considerando presentarse. Este hombre se enteró y, cuando volví a Washington, más o menos intentó obligarme a reunirme con él.
—¿Obligarte? ¿Cómo?
—Prácticamente me secuestró. En la calle. No fue nada violento, pero desde luego la situación tenía bastante de amenazadora. La reunión resultó ser una larga charla para convencerme de que teníamos, que yo tenía, que apoyarlo. Después me enseñó una fotografía tomada a través de una ventana, mía con Jake en nuestro cuarto de estar.
Dexter ladeó la cabeza como para asegurarse de que había entendido bien.
—Me estaba amenazando. Si no le apoyaba, haría daño a mi familia. No sabía hasta qué punto sus amenazas eran fundadas y no le habría creído de no ser por el hecho de que era un tipo del todo irracional. Con delirios de grandeza. Y yo tenía un bebé, mi primer hijo. Nuestro primer hijo.
—Así que…
—Así que no veía otra manera de asegurarme de que nos dejara en paz. Un individuo como él está fuera del alcance de la ley, de la deportación, de la cárcel. Si quería hacernos daño, lo haría.
—A no ser que tú lo mataras.
—Sí.
—¿Y cómo fue? ¿Dónde?
Kate no quería hacerle un relato cinematográfico del asesinato, fotograma a fotograma. No quería describirle su ruta a través de Manhattan, la longitud del cuchillo ni el número de veces que apretó el gatillo. El color del papel de la pared de la habitación de hotel salpicada de sangre, el hombre cayendo al suelo, el bebé llorando en el cuarto contiguo, la mujer que salió y a la que se le cayó el biberón, cuya tetina se desprendió, con lo que la leche se derramó en la alfombra mientras la mujer suplicaba: «Por favor», con las manos en alto, moviendo la cabeza, pidiendo —rogando— que le perdonara la vida con sus grandes ojos negros abiertos de par en par, profundos agujeros de oscuro terror, mientras Kate la apuntaba con el Glock debatiéndose sobre lo que hacer durante unos instantes que le parecieron eternos; el bebé que lloraba parecía de la misma edad que Jake, unos ocho meses, y aquella pobre mujer debía de tener los mismos años que Kate, una versión diferente de sí misma, una mujer sin suerte que no merecía morir.