La vista se le nubló.
Pero solo durante una milésima de segundo. Después empezó a ver puntitos, estrellas y remolinos de luces multicolores. Para cuando metió una mano en el bolsillo, ya podía ver a Julia recuperando el equilibrio y lanzándose contra ella. Kate levantó el brazo para protegerse, pero entonces, de nuevo, confusión y el roce de tela contra tela.
Julia estaba de pie delante de ella apuntándole a la cabeza con una pistola. La Beretta de Kate, en cambio, apuntaba directamente al pecho de Julia.
Un autobús pasó por la calle situada abajo, fuera de su vista, cambiando de marcha para enfilar la última subida al alto de la empinada colina de Clausen.
Las mujeres se miraban fijamente mientras se apuntaban con sus pistolas. Ambas estaban empapadas y el agua les chorreaba por el pelo, les bajaba por la cara y se les metía en los ojos. Kate parpadeó y Julia se pasó la mano izquierda, que tenía libre, por la frente.
Continuaron mirándose.
Entonces, sin previo aviso, Julia bajó su arma. Miró a Kate durante un segundo y a continuación asintió. Fue un gesto mínimo, una ligera inclinación del cuello, sin alterar apenas el ángulo de la cabeza. O quizá ni el cuello ni la cabeza se movieron; tal vez fue un gesto hecho solo con los ojos, un guiño. Sus mejillas se tensaron en lo que podía ser una sonrisa, o una mueca.
Kate recordaría aquella mirada enigmática muchas veces durante el año y medio siguiente. Julia estaba intentando decirle algo, allí bajo la lluvia incesante en aquel mirador. Pero no había sabido descifrar lo que era.
Entonces Julia se dio la vuelta, cruzó el mirador, bajó las escaleras y desapareció. Kate supuso que para siempre.
—¿Te has enterado de lo de los Maclean?
Kate estaba en el colegio esperando a que dieran las tres. Era un día frío, pero despejado y luminoso, la clase de día tan común en el noreste de Estados Unidos en pleno invierno, pero que se antojaba un placer raro aquí, un descanso de la grisura cotidiana, de la
grisaille
.
La pregunta le llegó desde unos tres metros de distancia, a su espalda. No quería enfrentarse a aquella conversación, pero tampoco quería tener que escucharla a escondidas.
—¿Qué pasa con ellos?
—Se marchan. De hecho quizá ya se hayan ido.
—¿Se vuelven a Estados Unidos? —La voz de la mujer le resultaba familiar—. ¿Por qué?
Se abrieron las enormes puertas y empezaron a salir niños del edificio, cegados por la brillante luz del sol.
—No lo sé. Solo he oído que se marchaban. Me lo ha dicho Samantha. Ya sabes que trabaja en una agencia de alojamiento temporal para empleados de empresas, y le acababa de llegar una lista en la que estaba el apartamento de los Maclean. Lo comprobó con el agente y por lo visto tienen que volverse a Estados Unidos por algo de trabajo y, además, enseguida.
Jake salió a la luz del sol buscando a su madre y, cuando la encontró, se le alegró la cara, como siempre, como cada día.
—Hola, mamá.
Kate se volvió y miró a las mujeres que chismorreaban. Una tenía una cara vagamente familiar y parecía saber cosas. Kate se dio cuenta de que tenía la vista fija en ella. Era una cómplice de Julia Maclean y posiblemente estaba al tanto de lo que fuera que les había obligado a huir de Luxemburgo.
La otra mujer, cuya voz le había resultado conocida, era Jane. Jane miró a Kate y luego bajó la vista, dejando ver que se sentía avergonzada. Era probable que pensara que todo aquello tenía que ver con ella, que su aventura con Bill había arruinado el matrimonio de los Maclean. Siempre nos creemos el ombligo del mundo.
El invierno fue retirándose. Pasaron una semana en Barcelona, donde el tiempo era más cálido que en el norte del continente y podían llevar una chaqueta en lugar de abrigo. Después, una escapada de fin de semana en coche a Hamburgo. Otro fin de semana en Viena, esta vez en avión. Otros países, otras lenguas.
Kate pasó un fin de semana sola en el ventoso París. Tomó el TGV el viernes por la mañana, un cómodo trayecto de solo dos horas, después un paseo tonificante desde la Gare de l’Est para comer en un mercado cubierto, mesas con manteles de plástico y vapor saliendo del puesto de comida vietnamita, mantequilla humeante en las grandes sartenes para hacer crepes, bandejas con manitas de cerdo dispuestas arquitectónicamente. Entró y salió de las tiendas de los Grands Boulevards. Visitó el Louvre.
El sábado, a última hora de la tarde, fue hasta el Pont Neuf. El río fluía uniforme y plateado en la luz invernal. Le dio otra vuelta a la bufanda nueva para abrigarse más. Después regresó al ruidoso ajetreo de la orilla izquierda, a los cafés y las
brasseries
abarrotados de gente tomando una copa y fumando; el sol desaparecía y lo reemplazaba la electricidad. Mientras esperaba a que cambiara un semáforo en la esquina con la Place Saint Michel, llena de gente, Kate reparó en que de la rama de árbol que colgaba sobre la intersección había brotado ya un capullo.
Cuando dejaron Luxemburgo para pasar las vacaciones de verano en el sur de Francia, pensaron que regresarían en cinco semanas. Dieron por supuesto que los niños seguirían yendo al mismo colegio, a un curso superior. Pero durante aquel mes en el Mediterráneo se replantearon sus planes. ¿De verdad querían vivir en Luxemburgo? ¿Era necesario?
Lo que necesitaban —lo que habían necesitado hasta entonces— era que Dexter pudiera acceder a las cuentas ultraprotegidas que requería su plan. Había creado una
société anonyme
cuya actividad no despertaría la más mínima atención por parte de las autoridades en Luxemburgo, inversión en mercados financieros. Así pues, necesitaban pagar impuestos sobre la renta en algún lugar que estuviera fuera de la jurisdicción del FBI.
Pero ¿tenía que ser Luxemburgo? No, podía ser Suiza, las Islas Caimán, Gibraltar o cualquier otra pequeña ciudad-Estado amiga de la privacidad. Dexter había visitado todos aquellos lugares antes de que se mudaran y había elegido Luxemburgo porque le había parecido el paraíso fiscal más agradable para vivir. Era un lugar real, no una isla remota en el mar de Irlanda o un club de campo en el Caribe o un promontorio rocoso en los Pirineos. Tenía una nutrida población de expatriados, buenos colegios y acceso a las riquezas culturales de Europa occidental.
Y nadie en Estados Unidos sabía dónde estaba Luxemburgo. Cuando a un americano le decías que te ibas a Zúrich o a Gran Caimán daban por hecho que estabas blanqueando dinero o huyendo de la justicia. Pero si te ibas a Luxemburgo, nadie sabía a qué.
Y, con todo, Kate tenía que reconocer que Luxemburgo había sido una buena elección para toda la familia. Pero terminó no siéndolo por la manera en que habían empezado su vida allí. Y también por los Maclean.
Ahora que Luxemburgo, S. A., estaba creada, ahora que Dexter estaba ganándose la vida —sorprendentemente bien— en el negocio de las inversiones, ahora que tenían permisos de residencia y carnés de conducir de la Unión Europea, ahora que habían declarado impuestos en Luxemburgo…, ahora que todo eso estaba hecho, ¿necesitaban quedarse en Luxemburgo?
No.
Fueron los niños quienes hicieron amigos en la playa de Saint Tropez. Y al día siguiente Kate y Dexter se presentaron. Y al otro estaban todos juntos en la misma playa y más adelante en la misma semana comieron juntos, vino rosado frío y la alegre charla propia de americanos expatriados de vacaciones. Kate escuchó anécdotas de la vida en París, del colegio internacional que había en Saint Germain y de cómo habían bajado los precios en el mercado inmobiliario…
Y entonces se encontraron en un vuelo de primera hora de la mañana desde Marsella, los niños con el pelo limpio y repeinado, las camisas dentro del pantalón, el taxi del aeropuerto al colegio, las rápidas entrevistas con los niños y otras más largas con los padres. Después, apretón de manos con el secretario de admisiones, la confirmación de que había plaza para los niños.
Tomaron algo en el café Flore y se pusieron de nuevo en marcha, era un bochornoso día laborable de verano. Encontraron una
agence immobilière
con el escaparate decorado por relucientes fotografías de apartamentos. Se presentaron y empezaron a visitar casas.
En una misma mañana firmaron el contrato del colegio y el de alquiler del apartamento.
Luxemburgo parecía desierto a mediados de agosto. O al menos parecía vacío de expatriados. Todas las amigas de Kate estaban de vacaciones con sus familias: los americanos, en Estados Unidos; los europeos, en chalés alquilados junto a la playa en Suecia o en villas pintadas de blanco en alguna sierra española, o de colores pastel y con piscina en Umbría.
Caminó por la ciudad vieja, reconociendo los rostros familiares de los comerciantes, los vendedores del mercado de Place Guillaume, las camareras en su pausa para fumar un pitillo, los guardias de palacio. Todas esas personas cuyos nombres desconocía pero que formaban parte de la textura de su vida. Sentía que debía despedirse de cada una de ellas.
Deseaba que sus amigas estuvieran allí. Sentía la necesidad de sentarse en una terraza con Claire, Cristina y Sofía para la última ronda de cafés, la última ronda de abrazos. Pero quizá fuera mejor así. Odiaba las despedidas.
Regresó al apartamento llevando un sándwich de jamón en una bolsa de papel y retomó la tarea de ordenar los juguetes de los niños, separando los que iba a tirar, a donar o a conservar. Estos habían ido con Dexter al parque del barco pirata, por última vez.
La segunda vez sería más fácil y Kate lo sabía. Las partes duras lo serían menos y las divertidas, más. Como había ocurrido con el segundo hijo, con Ben. Sería menos amenazador, menos difícil, menos desconcertante, y tendrían la ventaja de la experiencia anterior.
Pero necesitaban conservar la residencia en Luxemburgo de alguna manera, un lugar donde declarar impuestos y donde simular que vivían. La pequeña casa alquilada en las Ardenas, por mil euros al mes, les serviría a la perfección. En un rincón de la sala de estar había una pila de cajas destinadas a llevarlas allí, llenas de lámparas baratas, platos desportillados y cubiertos que ya no usaban. También una caja de seguridad donde meterían un millón de euros en metálico.
El resto del dinero del coronel no lo habían tocado, seguía en la cuenta bancaria anónima y allí seguiría posiblemente para siempre. Ahora eran veinticuatro millones.
Kate miró por la ventana, las amplias vistas, el extenso panorama de un trozo de Europa que, durante un tiempo, había sido su hogar. Los ojos se le llenaron de lágrimas y le sobrevino una profunda oleada de tristeza por lo que dejaba atrás. Por el paso inexorable del tiempo, el avance de su vida hacia su inevitable final.
Hoy, 19.32 H
Los recuerdos empiezan a disiparse, a desdibujarse sus contornos, una imprecisión que va abriéndose paso hacia el centro, erosionando la convicción de Kate de que se trata de hechos verdaderos. Tendría más sentido si todo fueran imaginaciones suyas. Entonces, ahora sería ahora y estaría vinculado a otro pasado, más claro.
Había transcurrido un año y medio desde que Kate y Julia se habían enfrentado bajo la gélida lluvia en el mirador sobre la Montée du Clausen, ambas armadas y furiosas, sin saber si tendrían que matar a la otra.
Ahora, en este café de París se miran con timidez, como dos enamorados después de su primera pelea.
El cuerpo de Julia está inclinado hacia el de Bill, como si este fuera un imán. Hay algo distinto en la manera que los dos tienen de estar juntos. Tal vez más natural que antes, en Luxemburgo. Más algo. O quizá menos algo.
—¿Y qué es de vuestra vida? —dice Julia. La pregunta va dirigida a Kate. Ahora que los hombres han terminado su conversación sobre compraventa de armas y mutilaciones.
Kate mira a Dexter, pero este la rehúye, no le da pistas. Parece del todo a gusto, como si este encuentro no tuviera nada de extraño, como si nada pudiera ir mal, estropearse. Y por ello Kate está cada vez más convencida de que sus sospechas sobre lo ocurrido entre ellos tres son fundadas. Más que convencida. Convencida más allá de toda duda.
Lo que no entiende es cómo esperan estas tres personas que ella hable con ellas como si fueran normales, como si se tratara de un encuentro entre verdaderos amigos, incluso una tensa confrontación entre enemigos. ¿Qué grado de sinceridad puede esperar Julia? ¿Qué clase de conversación espera tener?
—¿Por qué París? —dice esta, quizá pensando que haciendo una pregunta más específica obtendrá respuesta.
—¿Por qué no? —Es la tensa contestación de Kate.
Bill levanta las manos haciendo un gesto a lo que los rodea.
—¿Quizá porque esto —dice— es un puto horror?
Hay una súplica en los ojos de Julia.
—Venga, Kate, por favor. No te estoy pidiendo demasiado. No hace falta que seamos…, esto…, amigas.
Kate baja la vista.
—Pero tampoco tenemos que ser enemigas. No somos vuestros enemigos, Kate. No estamos aquí… Esto no es…
Deja la frase sin terminar y aparta la mirada.
Kate la mira. Julia tiene las manos cruzadas y los codos sobre la mesa. Está inclinada hacia delante con las cejas levantadas y la cabeza ladeada, deseosa de escuchar cualquier detalle, por nimio que este sea, que complete la historia principal. Cualquier cosa. Y en esta actitud ávida a Kate le parece entrever algo extraño. Amistad.
—Pues… —Kate se siente profundamente triste—. ¿Qué quieres que te cuente, Julia?
—No lo sé, Kate. ¿Echas de menos Luxemburgo?
Kate no contesta.
—Yo sí —admite Julia—. Echo de menos a mis amigos. Te echo de menos a ti, Kate.
Kate tiene que apartar la mirada y esforzarse por no llorar.
—Señoras —dice Bill—, no nos pongamos sentimentales. ¡Por Luxemburgo!
Kate mira a Julia levantar la copa y mancharse los labios con un poco de vino antes de volver a apoyarla en el mantel.
—Por Luxemburgo.
—Perdonadme que sea tan brusca —dice Kate dando el paso que nadie parece dispuesto a dar—, pero ¿qué hacéis aquí?
Julia y Bill cruzan una mirada rápida.
—Hemos venido —dice Julia— a contaros…, a contarle a Dexter lo del coronel.
—Ah —asiente Kate—, ya veo.
Silencio de nuevo.
—Lo que no entiendo —continúa hablando Kate— es por qué teníais que hacerlo en persona. De hecho, no entiendo ni siquiera por qué habéis querido hacerlo. Después de todo, es Dexter a quien investigasteis y acusasteis, de un delito grave, del que evidentemente seguís pensando que es culpable.
—Pero también éramos amigos —dice Julia.
Kate se inclina hacia delante.
—¿De verdad?
Las dos mujeres se miran.
—Yo pensaba que sí. Y lo sigo pensando.
—Pero… —Kate trata de disimular su desconcierto, el sentimiento de traición que sin duda debe reflejar su cara.
—Yo…, bueno, los dos, mejor dicho, no hacíamos más que cumplir con nuestro deber.
Kate se siente aliviada porque Julia no haya dicho que se limitaba a hacer su trabajo. Al menos en eso ha sido sincera, porque desde luego lo último que estaba haciendo era su trabajo.
—Hay algo más —dice Bill—. Queríamos contaros que, ahora que el coronel está muerto, se ha cerrado la investigación.
—¿Del todo? —pregunta Dexter.
Por un momento los cuatro permanecen callados en el bullicio del crepúsculo parisiense. Bill apura su copa y vuelve a llenarla.
—Del todo. Y para siempre.
Un agente de policía con uniforme azul está apoyado en un coche coqueteando con una mujer joven que está montada en un ciclomotor fumando. A Kate se le van los ojos a la pistola que el policía lleva con descuido. Sería fácil pasar a su lado y cogérsela mientras está distraído por otras prioridades, más francesas.
Se vuelve hacia sus compañeros de mesa. ¿Es que nunca van a contarle toda la verdad? ¿Se sincerará ella con alguno de ellos?
Durante el año pasado Kate ha sido totalmente sincera con Dexter. O casi. Y pensaba que él lo había sido con ella. Pero aquella velada la había sacado de su error. Ahora no entiende cómo ha podido tardar un año entero en comprobar el anuario de antiguos alumnos; ahora se da cuenta de que no lo hizo porque no quería saber la verdad.
Solo encontró una pequeña fotografía, mal reproducida en colores desvaídos. Tercera fila desde el principio de la página, segunda por la izquierda, una mujer pasablemente atractiva con una gran sonrisa, brillo de labios rosa pálido y melena rubia a capas.
—¿Qué vais a hacer con vuestra mitad? —pregunta.
La misma mujer pasablemente atractiva que está sentada ahora al otro lado de la mesa, con las cejas levantadas y sin rastro de la sonrisa, simulando sorpresa.
—¿Con nuestra mitad de qué?
—Del dinero.
Ni Julia ni Bill dan signos de reaccionar, ni expresión facial, ni movimiento, ni sonido alguno. Nada. La respuesta tantas veces ensayada del mentiroso profesional. Pero a estos dos se les nota demasiado. No son tan buenos actores como Kate había pensado; ni la mitad de buenos que ella. Quizá sea cierto lo que todo el mundo en la CIA lleva diciendo durante el medio siglo de rivalidad entre las dos instituciones: que los agentes del FBI no son tan buenos como los de la CIA. O tal vez es que estos dos, como Kate, están faltos de práctica.
—¿Qué dinero? —pregunta Julia.
Kate sonríe con condescendencia.
—¿No lo habéis decidido todavía?
Mira a cada uno de sus tres compañeros de mesa, a sus caretas protectoras con las que tratan de enmascarar las diferentes mentiras que han estado contándose los unos a los otros. Las mentiras que siguen intentando negar en la esperanza de que les permitan seguir adelante con sus vidas, a pesar de las verdades que han decidido no contar a las personas que más les importan.
Mantiene la vista fija en la principal culpable, Julia. Cuando Kate se dio cuenta esta tarde de que Dexter y Julia —su nombre real era Susan Pognowski— se habían conocido en la universidad, su primer pensamiento fue que entonces, o poco después, habían ideado todo aquel plan juntos. Pero esta posibilidad no casaba con el Dexter que ella conocía. Él no era de esa clase de personas, no era manipulador. Más bien era de los que se dejan manipular.
Entonces lo entendió. Julia lo había planeado todo, había engañado a todo el mundo. Nunca había existido nada sexual entre Dexter y ella, nada romántico. Tan solo un retorcimiento en grado sumo y una increíble capacidad de planear y predecir.
Mirando la foto del libro de antiguos alumnos, por primera vez Kate se sintió dolida, enfadada, traicionada y confusa. Pero mientras caminaba por las calles de París logró reconstruir el rompecabezas, pieza por pieza. Y conforme lo hacía, iba evaporándose su enfado con Dexter y más crecía el asombro que le infundía Julia. De pie en la Rue Saint Benoit, en el elegante rincón que formaba la esquina de Le Petit Zinc, Kate perdonó a Dexter. Cuando llegó a la manzana siguiente, había revisado todo su plan de vida. Y para cuando entró en el apartamento, unos minutos más tarde, estaba preparada para emprender las acciones necesarias para ponerlo en práctica.
Kate comprende que Dexter no le contara su secreto. Porque admitirlo habría implicado admitir algo más —que sabía que Kate era de la CIA, aunque nunca se lo dijo—, algo de lo que no se sentía capaz. No soportaba la idea de reconocer ante su mujer hasta qué punto le había estado mintiendo.
Dexter no sabe que ha sido perdonado. Todo lo que sabe es que se acaba de descubrir su último engaño. Así que rezuma angustia y apenas puede permanecer sentado. A Kate le recuerda a cuando les ponía un cinturón en la silla a sus hijos para que no se escaparan durante las comidas. Se imagina extendiendo la mano y obligando a sentarse a Dexter en su silla de mimbre poniéndole el cinturón. Lo surrealista de la imagen la hace sonreír.
Su sonrisa parece darle a Julia valor para romper el silencio.
—¿Se puede saber de qué estás hablando?
Lo que lleva a Kate a decir:
—Estoy hablando de la mitad de los cincuenta millones de euros. —Y a continuación, para que quede claro, añade—: Susan.
Bill casi se atraganta con el vino.
—Por favor —dice Kate—, interrumpidme si me equivoco en algo, ¿de acuerdo?
Bill, Julia y Dexter se intercambian miradas, los Tres Chiflados. Después asienten a la vez.
—Ninguno de los que estamos aquí creció en Illinois —dice Kate—. Bill, tú no fuiste a la universidad en Chicago. Julia, tú no estudiaste en ningún campus de la Universidad de Illinois. Te inventaste lo de Chicago porque sabías que yo nunca he estado allí, que no tengo ningún amigo. Así lo de los seis grados de separación no sería un problema. Tú, Bill, en realidad no pintas demasiado en esta historia. Vosotros dos —señala a Dexter y a Julia— os conocisteis o bien en un colegio mayor o en una clase con pocos alumnos, supongo que en el primer trimestre del primer año de universidad.
Por unos instantes ni Dexter ni Julia contestan, sin poderse creer que su secreto haya salido a la luz.
—En el colegio mayor —dice Julia por fin; es la primera de los dos en llegar a la conclusión de que la verdad, o al menos esta verdad, es inevitable—. En el primer año.
—Pero hubo algo que os hizo ser más que compañeros de colegio, ¿qué?
—Estábamos juntos en una clase. Fue durante el segundo semestre —dice Julia—. Francés.
—Así que os hicisteis muy amigos durante el primer año, cuando es más fácil hacer amistades. Como les ocurre a los expatriados.
Kate se acuerda del día en que conoció a Julia. Aquella noche, cuando ella y Dexter se cepillaban los dientes en el cuarto de baño, le contó que aquella nueva vida le recordaba al primer año de universidad. Y que había conocido a una mujer de Chicago. Dexter había bromeado diciendo que Kate nunca podría hacerse amiga de aquella mujer, dada su antipatía hacia Chicago. Lo había dicho tan tranquilo, Kate nunca habría sospechado que Dexter fuera capaz de mentir así. A pesar de todo, no puede evitar sentir cierta admiración.
—Pero luego os fuisteis separando —continúa Kate—. Para cuando os graduasteis, ya no erais demasiado amigos. Nadie en la universidad habría dicho que lo erais. Si se entrevistara a vuestros compañeros de curso, ninguno recordaría que en un tiempo habíais estado unidos. Porque, básicamente, solo vosotros dos conocíais vuestra relación, ¿no es cierto? No teníais un historial público, solo privado.
Ni respuestas ni objeciones.
—Y así pasaron quince años. Tú —dice inclinando la cabeza hacia Julia— empezaste a trabajar para el FBI, tu especialidad era investigar delitos informáticos. La banca
online
estaba en plena expansión, había pasado de cero a miles de millones de dólares en un par de años y, al cabo de otros cinco, prácticamente todo el dinero del mundo se transfería por Internet. Te habías convertido en una investigadora experta en este campo, a la cabeza del escalafón del FBI. ¿Me equivoco?
—No.
Kate se vuelve hacia Dexter.
—Tú trabajabas en un banco y también te habías convertido en un gran experto, y en el mismo campo. Entonces un día, de repente, te encuentras con tu vieja amiga, con tu examiga, en público. ¿Dónde fue?
—En una librería —contesta Dexter con voz queda.
—Qué fino. Bien, pues os encontráis en una librería y tu vieja amiga te invita a tomar una copa. Tú aceptas, te apetece charlar con ella y poneros al día. Así que quedáis en algún bar, empezáis a charlar y, ¡zas!, Julia te explica su plan. Se le ha ocurrido cómo vuestros conocimientos de expertos pueden combinarse para obtener beneficios de lo más jugosos. ¿Es correcto?
—Más o menos. Sí.
—Su plan era interceptar transacciones bancarias. Si tú robabas el dinero, ella te garantizaba que no te cogerían, porque ella sería la que te investigaría. Después os repartiríais el botín. Pero tú tenías que tener cierta información, Julia, tú debías de haber estado espiándole. Sabías que mi carrera profesional se había estancado, que no teníamos dinero. Que Dexter, a diferencia de otros expertos en informática de su promoción, no había ganado una fortuna con su trabajo. Estaba algo amargado por ello y el dinero suponía una motivación importante.
Kate mira a la malvada mujer sentada al otro lado de la mesa y a sus cómplices, culpables solo en parte, sentados a cada uno de sus lados.
—Y, por supuesto, sabías que albergaba, desde hacía mucho tiempo, profundos deseos de venganza contra el asesino de su hermano.
Se detuvo, dudando todavía si destapar del todo la caja de los truenos. Sí, no, sí… Kate abre la boca para proferir su acusación, una sola palabra que lo cambiará todo para Dexter, una vez más.
—O quizá debería decir presunto asesino.