—Tengo que trabajar el lunes.
—Pero puedes hacerlo desde Berlín, ¿no?
Dexter ignoró el comentario.
—Y además serán dos días sin ir al colegio. Y sabes que eso no me gusta.
Bajaron por una zanja y volvieron a subir, y Kate casi resbaló con los montones de hojas húmedas.
—Ya lo sé —dijo—. Y estoy de acuerdo, pero están en preescolar.
—Ben. Jake ya está en infantil.
Kate le miró furiosa. ¿Acaso pensaba Dexter que no sabía en qué curso estaba su hijo? Hizo un esfuerzo por ignorar el comentario paternalista, ya que no le interesaba enzarzarse en una pela. Así que contestó lo más serenamente que pudo:
—Ya lo sé. —El aliento le salía a grandes bocanadas blancas en el aire frío y seco—. Pero para esto queríamos vivir en Europa. Por nosotros y por ellos. Para ir a todas partes, para verlo todo. Así que vayamos a Berlín y Jake puede volver el miércoles a estudiar el abecedario.
Kate sabía que la razón no estaba de su parte. Su argumento era indefendible y odiaba defenderlo, simular que algo era bueno para los niños cuando en realidad se trataba de algo que ella necesitaba hacer. O quería hacer. Aquella era precisamente esa clase de sensación horrible de la que había querido librarse dejando la Compañía. La clase de vida por la que había abandonado su carrera profesional sin pensárselo dos veces.
Se detuvieron en la orilla de un estanque helado cuyos bordes contenían una serie de piedras y sobre cuya superficie brillante descansaban largas ramas bajas. Dexter le pasó un brazo por los hombros mientras ambos contemplaban la escena serena y gélida.
—De acuerdo —dijo—. Vamos a Berlín.
Kate obligó a los niños a hacerse una foto en el Checkpoint Charlie, frente al cartel en Friedrichstrasse que decía: «Está usted a punto de abandonar el sector estadounidense». Kennedy había estado allí en 1963, en el transcurso de la visita en que pronunció en Schöneberg su famoso discurso de
Ich bin ein Berliner
. Después, en 1987, junto a la Puerta de Brandenburgo, Reagan desafiaría a Gorbachov a echar abajo el muro.
A los americanos les gustaba pronunciar discursos grandilocuentes en Berlín y Kate siguió la tradición con una versión apasionada de su ya viejo: «Si no os portáis bien ahora mismo…». Probablemente, la culpa de su mal comportamiento era del chocolate, anunció. Así que la solución era prohibirles el chocolate para el resto de sus vidas.
Los niños tenían los ojos abiertos de par en par por el miedo y Ben empezó a llorar. Kate dio marcha atrás, como de costumbre, con una variación de «Yo no quiero hacerlo, así que no me obliguéis».
Se recuperaron enseguida, como siempre. Les dejó que corrieran entre las hileras ondulantes de monolitos del monumento al Holocausto, miles de lápidas de cemento que subían y bajaban.
—Si llegáis a una acera —les gritó—, parad.
Los niños no tenían ni idea de dónde estaban y era imposible explicárselo.
Dexter había vuelto al hotel para enchufarse al wi-fi y a la cafeína. De repente había otro hombre a su lado.
—Creo que tiene algo para mí —le dijo en inglés.
A Kate le sorprendió mucho reconocerlo, era el chófer espídico que los había recogido en el aeropuerto de Fráncfort en su primer día en Europa. Así que Hayden había seguido vigilándola. Quizá no había dejado de hacerlo en ningún momento. Pensándolo bien, no era tan raro.
Kate asintió y el hombre le devolvió el gesto. Buscó en el bolsillo y le dio una bolsa con cierre de cremallera que contenía una barra de bálsamo labial y la tarjeta de visita de un club de tenis sustraída del apartamento de los Maclean.
—Mañana a la misma hora, en el extremo norte de la Kollwitzplatz, en Prenzlauer Berg.
Desde cuarenta y cinco metros delante de ellos, Ben gritó:
—¡Mamá!
Kate bajó hacia la larga hilera de lápidas de color gris pizarra y distinguió la figura de su hijo, minúscula en comparación con la piedra de gran tamaño que había junto a él. Agitó la mano en el aire.
—Muy bien —dijo al hombre, que ya había desaparecido.
Seguía sintiéndose bien, en Berlín, con una misión, incluso aunque existiera la posibilidad de que todo fueran imaginaciones suyas. Tal vez esto era lo que faltaba en su vida, la razón por la que se sentía tan aburrida, tan inútil, tan desgraciada.
Pero ¿qué misión estaba buscando? Tal vez no era una de esas con armas, identidades secretas, llamadas en clave y peligro de muerte. Tal vez su misión era ahora su familia. Podía abordar la educación de sus hijos, sus diversiones, como un trabajo, como un problema a resolver. No había nada que le impidiera mejorar su vida, llevar una existencia normal, ayudándolos con sus deberes, concentrándose en
Dominar el arte de la cocina francesa
y llegar a dominar de hecho la cocina francesa.
Pero primero necesitaba averiguar quiénes eran Julia y Bill.
Se detuvo a la entrada del parque infantil en Kollwitzplatz.
—Voy a por un café —le dijo a Dexter—. ¿Quieres algo?
—No, gracias.
Cruzó la calle, entró en un café y se sentó lejos de la ventana. Una camarera con aspecto agobiado salió deprisa de la cocina llevando una bandeja cargada de comida para un grupo de comensales grande y ruidoso sentado en una esquina. La puerta se abrió de nuevo y entró un hombre que se sentó frente a Kate.
Lo estudió de un solo vistazo: treinta y tantos años, barba de pocos días, camisa de
cowboy
, pantalones vaqueros y deportivas debajo de un chaquetón marinero. Idéntico a cualquiera de los chicos vestidos a la moda que vivían en Austin, Brooklyn o Portland, Oregón o Maine. Así funcionaba la globalización: todos somos intercambiables. Puedes ser cualquiera en cualquier sitio y hacer cualquier cosa. Este conductor de minibús con aspecto de alternativo y pastillero al que le gustaba la música de la Nueva Ola era en realidad un espía.
—No tengo mucho tiempo —dijo Kate.
—Sí, ya veo que has venido acompañada.
La camarera pasó deprisa junto a ellos sin mirarlos siquiera.
—¿Y bien? —preguntó Kate.
—Esas personas se llaman Craig Malloy y Susan Pognowski.
—¿Pognowski?
—Sí. Es un nombre polaco. Creció en Buffalo, Nueva York. Y el tal Malloy es de cerca de Filadelfia, Pensilvania.
La camarera se acercó con cartas en la mano. Kate pidió un café para llevar y el hombre, nada.
—¿Están casados? —preguntó Kate.
—¿Eh? No, no están casados.
—¿Y quiénes son?
—Eso es interesante —dijo el hombre inclinándose sobre la mesa con una media sonrisa.
En aquel momento alguien de la mesa grande terminó de contar un chiste y todos rieron a carcajadas. Alguien apoyó una jarra sobre una mesa. Una camioneta de reparto que había estado aparcada a la puerta metió la primera y se alejó, llevándose con ella el ruido de fondo que impedía distinguir con claridad el resto de sonidos. Un chisporroteo salió de la cocina cuando la camarera apareció con un plato grande de patatas fritas. Una carcajada del patio del colegio de la esquina. Un grito del hijo mayor de Kate, desde el otro lado de la calle, subido a un tobogán.
Cuando los ruidos se extinguieron, el hombre dijo:
—Son del FBI.
Kate se quedó atónita, con los ojos y la boca abierta, incapaz de hablar.
¿FBI? Trató de procesar esta información mientras diferentes pensamientos se disparaban en su cabeza, cada uno de ellos persiguiendo una idea diferente. Miró por la ventana a sus hijos jugar, a Dexter sentado en un banco con la espalda vuelta hacia ella, el rostro hacia el débil sol en el cielo del sur.
—Y también interesante —continuó diciendo el hombre—: están en prestación de servicios.
Kate le miró sin comprender.
—En una misión especial.
Kate levantó la cejas.
—En la Interpol.
Kate caminó hasta el mercado de los miércoles en la Place Guillaume, flores y productos agrícolas, carniceros y panaderos, pescaderos y una furgoneta donde vendían pollos asados. Había un francés muy menudo que publicitaba con vehemencia sus quesos alpinos y un belga que solo vendía cebollas y ajos. Había un puesto de pasta fresca y otro de champiñones silvestres y también otro de aceitunas. Había una mujer charlatana hasta extremos surrealistas que vendía especialidades de Bretaña y una pareja de rostros redondos y colorados que no hablaban una sola palabra de francés y mucho menos de inglés promocionando embutidos del Tirol.
Esperó una larguísima cola para comprar pollos asados sumida de nuevo en sus pensamientos. La buena noticia —si es que quería ver el lado positivo de esta situación— era que no se estaba volviendo loca. Los supuestos Maclean eran agentes encubiertos que trabajaban para los federales. Pero ¿qué tramaban? El hombre de Hayden en Berlín no tenía más información, no podía acceder a ella sin levantar sospechas, algo que, como le dijo sin rodeos, no estaba dispuesto a hacer. Y no se le podía discutir. Bueno, sí se podía y Kate de hecho lo hizo, pero sin resultado.
Kate compartía con muchos de sus hermanos de la CIA un desprecio de toda la vida hacía los agentes federales que trabajaban en el edificio Hoover. La animosidad entre espías y policías era casi irracional, nacida de las consideraciones políticas de los hombres que habían dirigido ambas agencias, desconfiando los unos de los otros, jugando sucio y disputándose la atención de cada papaíto nuevo que venía a ocupar la mansión de Pennsylvania Avenue.
Pero, al margen de que Kate respetara o no al FBI, dos de sus agentes estaban ahora en Luxemburgo. ¿Por qué?
Podía tratarse de algo que no tuviera nada que ver con ella. Quizá fueran detrás de un fugitivo: un asesino, un terrorista. Un criminal con una cuenta bancaria en Luxemburgo de millones —quizá incluso miles de millones— de euros que solo él en persona podía retirar. De manera que, tarde o temprano, tendría que dar la cara. Y por eso estaban Julia y Bill en Europa: para arrestar al malo.
Cabía también la posibilidad de que estuvieran investigando una operación de blanqueo de dinero procedente de la venta de drogas o de armas, dinero sucio lavado en las lavadoras anónimas de los bancos luxemburgueses. Estaban vigilando a los mensajeros que entraban y salían por el permisivo puesto de aduanas del pequeño y pulcro aeropuerto de Luxemburgo, con las maletas repletas de dólares salidos de los guetos estadounidenses con destino al cuartel general de un cartel en Sudamérica y que después viajarían con Air France o Lufthansa desde Río o Buenos Aires rumbo a París o Fráncfort, y de allí a Luxemburgo. Después, estos mensajeros abandonarían Europa con cheques al portador de dinero limpio. Así que los agentes del FBI estaba haciendo un seguimiento para reunir pruebas incriminatorias.
Kate pidió su
poulet fermier
y un
petit pot
de patatas asadas en la grasa de los pollos.
Pero ¿por qué en Luxemburgo? ¿Por qué cedería el FBI agentes a la Interpol y los enviaría al Gran Ducado?
Cabía la posibilidad de que se tratara de algo relacionado con Dexter. ¿Qué podía haber hecho? ¿Por qué estaba en Luxemburgo? Quizá había estafado a uno de sus clientes. En este preciso instante podía estar asaltando una base de datos corporativa, robando información confidencial para luego venderla.
O…
Kate metió la bolsa térmica que contenía el pollo y las patatas en la bolsa de tela que usaba para las compras. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había usado una bolsa de plástico.
O lo que resultaba más obvio: la Interpol andaba por fin detrás de ella. En cuanto estuvo en la planta de la habitación de Torres en el Waldorf —no, en cuanto entró en Union Station en Washington y pagó en efectivo su billete de tren a Nueva York—, había tenido el presentimiento de que un día sus acciones tendrían consecuencias. Y que estas se presentarían en el momento más inesperado.
La bolsa rebosaba mientras Kate intentaba recuperar la normalidad a base de comprar: lirios, una
baguette
, frutas, verduras y el pollo asado con patatas. Pesaba mucho.
Podía tratar de evitar a Julia y construirse así un escudo protector. Pero aquella no era una solución a largo plazo; de hecho, hasta podría resultar contraproducente. Pero era lo que necesitaba ahora mismo, junto con las flores para la mesa del comedor y una inmersión profunda en la cocina.
Salió de la plaza a una calle abierta al tráfico cuya acera de repente estaba invadida por monjas. Debía de haber al menos dos docenas, todas mayores. Kate se preguntó dónde guardaban a las jóvenes, si las mantendrían alejadas del mundo, como frágiles semillas en un invernadero de temperatura constante.
Bajó el bordillo dejando la acera a las ancianas religiosas y caminó sobre la calzada empedrada; por entre las fisuras que había entre las piedras corrían diminutos arroyuelos como en un sistema de canales liliputienses, una Holanda en miniatura.
La monja que iba delante del resto miró a Kate a través de sus gafas de montura metálica.
—
Merci, madame
—dijo con voz queda.
Mientras Kate pasaba junto a las otras, cada una de ellas repitió la frase, un coro interminable de suaves
Merci, madame
, todos ellos acompañados de breves miradas a los ojos de Kate.
Cuando se hubieron marchado, desaparecido de la vista, Kate dio la vuelta, inspeccionó la calle desierta y por un instante se preguntó si las monjas habían estado realmente allí o se las había imaginado. Su halo de fe aún flotaba en el aire, ahogando a Kate en un sentimiento de culpa.
Estaba sentada de nuevo en el sótano del club deportivo, incapaz de prestar atención al parloteo incesante a su alrededor. Sonó un teléfono en alguna parte, desde las profundidades del bolso de alguien, pero nadie hizo ademán de contestar. Al segundo timbrazo, Kate cayó en la cuenta de que debía de ser su móvil desechable; nunca lo había escuchado sonar antes.
Se colocó el bolso en el regazo.
—Perdón —dijo mirando a su alrededor. Se levantó y salió de la cafetería hacia la escalera—. ¿Sí?
—Hola.
—Dame un segundo. Tengo que… —estaba en lo alto de la escalera, junto al vestuario de hombres— encontrar un sitio donde pueda hablar.
Salió al frío, al viento y a la oscuridad, a la tristeza del norte de Europa propios de las cuatro y cuarto de una tarde de finales de otoño.
—Así que son del FBI —dijo.