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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (24 page)

BOOK: Expatriados
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Kate miró las llaves en el cuenco de cerámica de la mesa de la entrada, exactamente donde Dexter las habría dejado, de habérselas olvidado, a propósito o por accidente.

—¿Cómo hacemos? —preguntó tratando de mantener un tono de voz neutral, sin emociones, sin darse por enterada de lo que, suponía, era una tragedia personal de Dexter.

—¿Estás en casa? —preguntó este.

—Sí.

—¿Las puedes buscar?

—¿Dónde?

—Donde las dejo siempre.

—Vale. —Caminó hacia el recibidor y se detuvo frente a la mesa, mirando las llaves dentro del cuenco—. No, no están en el cuenco.

—¿Puedes mirar en el coche? Igual se me cayeron cuando buscaba el cargador.

—Claro. —Bajó al sótano, abrió el maletero del coche—. Están aquí.

—Gracias a Dios. —La voz de Dexter sonaba entrecortada; había mala cobertura en el garaje.

Kate no respondió y volvió al ascensor.

—Escucha —empezó a decir Dexter, pero se interrumpió.

—Dime.

Estaba pensando, suponía Kate. Le dejó hacerlo.

—Hazme un favor.

—Claro.

—Lleva el llavero hasta el ordenador.

—Un minuto. —Kate caminó hasta la habitación de invitados y se sentó ante el ordenador portátil—. Ya está.

—¿Está encendido el ordenador? Mete el lápiz de memoria.

Insertó el mecanismo en la ranura.

—Hecho.

—Vale. Ahora haz doble clic.

Se abrió una ventana de diálogo.

—El nombre de usuario: AEMSPS217. La contraseña: MEMCWP718 —dijo Dexter.

Pero ¿qué…? Kate apuntó estas secuencias antes de teclearlas, para así tener una copia; eran demasiado complejas para memorizarlas sobre la marcha. Sus pensamientos iban a gran velocidad tratando de descifrar qué podían significar aquellos números, pero no se le ocurría nada. Las secuencias no le decían nada.

—¿Qué son esos números?

—Los creó un generador de números al azar y yo los he memorizado.

—¿Por qué?

—Porque es la única manera de obtener un código indescifrable. Ahora, por favor, haz doble clic en el icono de arriba. En la «I» azul.

Se abrió una aplicación y la pantalla empezó a parpadear con un logo que no conocía, después apareció una nueva serie de letras y números, un galimatías.

—Léemelo.

—¿Estos también están generados al azar?

Dexter no contestó.

—¿Para qué lo necesitas?

—Venga, Kat.

—Joder, Dexter. No me cuentas nada.

Dexter suspiró.

—Es un programa que crea contraseñas cambiantes. Así es como bloqueo el ordenador, con un código nuevo cada día.

—¿No es un poco ridículo?

—Es mi trabajo, Kat. ¿Te parece ridículo mi trabajo?

—No. No quería decir eso… Lo siento.

—No pasa nada. ¿Me puedes leer el código, por favor?

—CMB011999. —Lo apuntó mientras lo leía y Dexter lo repitió.

—¿Por qué no tienes este programa en tu ordenador?

Dexter suspiró de nuevo antes de contestar.

—Es fundamental aislar los componentes de un aparato de seguridad multietapas. Por buena que sea la seguridad de un ordenador, incluido el mío, se puede asaltar. O puede ser intervenido por orden judicial. Un ordenador puede hacerse explotar o implosionar. Se le puede pegar fuego con un litro de queroseno, dispararle con un rifle, borrarlo con una descarga electromagnética de bajo voltaje.

—Ya.

—Por eso memorizo todos esos códigos generados aleatoriamente, y por eso utilizo contraseñas dinámicas creadas por un mecanismo externo. ¿Satisface eso tu curiosidad?

—Sí.

—Maravilloso. Y ahora ¿me dejas que siga trabajando?

Colgaron. Kate se quedó un momento mirando las pantallas de diálogo y a continuación se levantó de un brinco.

Fuera otra vez, empedrado húmedo y una niebla densa y fría, por las calles tranquilas de los alrededores de casa y cruzando la sombría Place du Théâtre, un tramo de cemento por el aparcamiento público junto al pequeño teatro y después las estrechas aceras arboladas de la Rue Beaumont, ropa infantil cara, chocolates caros, antigüedades caras, mujeres caras saliendo y entrando de los restaurantes caros a la hora del almuerzo, japoneses e italianos, después la concurrida intersección con la Avenue de la Porte Neue y de vuelta al inofensivo Boulevard Royale, nerviosa.

Kate se puso los guantes.

De vuelta al edificio de cemento tipo búnker. De vuelta al ascensor vacío, el largo pasillo gris; de vuelta al vestíbulo pequeño y oscuro. Los dedos de su mano derecha sobre el panel de control que brillaba en la entrada. Notaba la electricidad de las teclas que le llegaba a las yemas de los dedos y le recorría el cuerpo. El cosquilleo de la expectación.

El código no podía ser el de hoy; no tendría sentido que Dexter dependiera del lápiz de memoria para acceder a su despacho. Tenía que ser —debería ser— algo que hubiera memorizado y sería el mismo para todos los días. Sería la contraseña que le había dado antes, de mala gana. La había repetido interiormente diez veces, veinte, en el corto trayecto hasta allí. Tenía que ser esa.

Si introducía el código incorrecto, ¿era posible que se quedara encerrada en aquella minúscula habitación hasta que llegara la policía? ¿O que acabara electrocutada?

No necesitaba consultar el trozo de papel en su mano izquierda. Tecleó la M, después la E y después, todo seguido, MCWP, luego el 718.

Presionó el botón con la flecha verde y esperó…


Code bon
.

El cerrojo se abrió y Kate empujó la puerta.

El despacho privado de otro hombre, un espacio privado, secreto para las esposas verdaderas y también para las falsas. Papeles. Fotografías enmarcadas, de Kate y los niños solos o en grupo. Incluso una foto de la boda, en blanco y negro, que a Kate no le resultaba familiar, no sabía que Dexter la tenía y mucho menos que la hubiera enmarcado, trasportado al otro lado del océano y colgado en su pared secreta. La fotografía la tranquilizó, era la prueba de algo bueno.

Una mesa, un ordenador de mesa, un teléfono, una calculadora de aspecto complicado, una impresora. Las cosas normales, bolígrafos y una grapadora, carpetas archivadoras y post-it, clips y pinzas para sujetar papeles.

Estantes llenos de cajas archivadoras con etiquetas grandes escritas a mano en la parte frontal, «TECH», «BIOMED», «MFTG» y «DERIV INMÓVIL». Pilas de periódicos,
The Financial Times
e
Institutional Investor
.

No entendía qué era todo aquello. Bueno, sí entendía lo que era, pero no sabía qué hacía allí.

Se sentó en la silla giratoria, alta y ergonómica, tejido transpirable y altura ajustable. Miró la pantalla, el teclado, el ratón, los altavoces, micrófonos, el disco duro externo y un bloc de notas de aspecto extraño.

Pulsó el botón de encendido, escuchó el zumbido y vio la pantalla parpadear. Escribió el nombre de usuario y la contraseña cuando el ordenador se lo pidió, conteniendo el aliento y temiendo de nuevo que la contraseña no fuera la misma para el ordenador portátil que para el de mesa, pero diciéndose a sí misma que tenía que serlo.

Y así era.

La pantalla pasó de negro a blanco, el disco duro ronroneó y se abrió una ventana de diálogo, un signo de exclamación rojo con una instrucción: «Esperando huella dactilar».

Kate miró el bloc de aspecto extraño sobre la mesa y entonces comprendió, derrotada una vez más.

Apagó el ordenador.

Se fue hasta la estantería y miró los contenidos de las cajas archivadoras, hojeando gruesos fajos de informes de beneficios, memorias, folletos dirigidos a inversores, actas de reuniones de accionistas, listados de cotizaciones, gráficos de tarta en papel cuché, ejes «x» e «y», cifras aparatosas en esquinas inferiores derechas, expresadas en cientos de millones, en miles de millones.

Había hojas y gráficos tamaño cuartilla, anotados y plegados, con las esquinas dobladas y con correcciones. Números rodeados con un círculo, fechas dibujadas. Anotaciones garabateadas en los márgenes.

¿Y el despacho? Aquel no era el despacho de un especialista en seguridad. Allí trabajaba un banquero de inversiones. O un gestor de fondos de inversión, o un asesor financiero. Aquellos objetos pertenecían a alguien que hacía algo distinto de lo que hacía su marido; esta habitación la habitaba alguien que no era su marido.

Miró de nuevo a su alrededor, fijándose en los marcos perfectamente alineados de las fotografías, las ventanas que daban al tráfico lento de la calle, el edificio de oficinas de enfrente, igual de feo pero de un estilo arquitectónico distinto. Y entonces vio su reflejo en el cristal y el reflejo la distrajo de la vista real y dejó que su mirada paseara por la habitación reflejada, la oficina al revés, un mundo invertido, cada esquina en la esquina opuesta, y en una de ellas, en una de las esquinas había una cosa, justo donde las dos paredes se encuentran con el techo, y Kate se giró, presa del pánico, del
pánico
, y al principio giró hacia donde no era pero después encontró la esquina correcta y también la cosa, dio un solo paso hacia ella, después otro y se dio cuenta —confirmó sus sospechas, en realidad— de que aquella cosa en la esquina, aquel aparato, también la estaba mirando, un pedazo de cristal del tamaño de una moneda y con un revestimiento de plástico.

Una cámara de vídeo.

Cuarenta minutos más tarde estaba sentada en el coche esperando, otra vez, a que fueran las tres. La llovizna se había convertido ahora en un auténtico aguacero, imposible de ignorar y helador.

Miró a las otras madres correr a refugiarse en el colegio aferradas a sus paraguas y con las gabardinas cerradas contra el pecho, agua deslizándose por el nailon y la lona. Algunas empujaban carritos de bebés y de niños bajo el gélido diluvio.

Qué horror.

Debido a la lluvia, el enjambre se concentraba más a la hora en punto. Cuando hacía mejor tiempo, las mujeres iban llegando como por turnos, ya desde las dos y media. Cuando hacía buen tiempo, saltaba menos a la vista que eran igual que un rebaño.

Kate no podía dejar de pensar un minuto en la cámara. ¿Cuándo revisaría Dexter las grabaciones? ¿Estaría la cámara conectada a un servidor supervisado por alguien? ¿Y quién? ¿Cada cuánto tiempo? ¿O se grababa? ¿Podría Dexter acceder al sistema desde Londres? ¿O tendría que esperar a estar de vuelta en Luxemburgo, en su despacho físico, cosa que no haría hasta dos semanas más tarde, después de Año Nuevo?

Y todos aquellos papeles ¿serían suyos? ¿O eran propiedad de su cliente, quienquiera que este fuera? Tal vez la cámara de seguridad fuera también del cliente. Tal vez todas esas cosas sin sentido que había en la oficina no fueran de Dexter.

Salió del coche llena de preguntas sin respuestas y echó a andar bajo la lluvia, cogiendo el ritmo, sumándose al rebaño, entrando en el colegio justo cuando los primeros niños salían por las puertas de acero y cristal semejantes a las de un garaje, pisando los charcos, ajena a lo horroroso de tiempo. Ajena en general.

¿Cuándo exactamente la descubrirían? ¿Y quién?

Kate seguía dándole vueltas a la frase «beneficio de la duda». Debería concedérselo a Dexter y él debería concedérselo a ella. Una cosa así debería incluirse en los votos matrimoniales. Por encima de «en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad». El beneficio de la duda hasta que la muerte nos separe.

¿Cómo podría explicarlo? ¿Qué excusa podría darle para haberle seguido a su despacho, robarle las llaves, entrar y fisgar?

Tal vez podría seguir con la farsa de que las llaves se habían caído en el maletero. Tal vez pudiera decir que, una vez que Dexter le dio los códigos por teléfono, no pudo resistir la tentación.

O quizá podía ponerse a la defensiva, echar la culpa de su curiosidad desmedida a su exceso de secretismo. «Si me hubieras contado algo —podía decirle—, cualquier cosa, entonces quizá no habría sentido la necesidad. Es tu culpa —le acusaría—. Me obligaste a hacerlo».

Pero ¿cómo —
cómo
— podría explicar por qué sabía dónde estaba su oficina?

Y, mirándolo desde otro punto de vista, ¿qué explicación podría darle Dexter?

Lo cierto es que podía ser perfectamente lo que afirmaba ser: un consultor de seguridad para un banco con el que trataba única y exclusivamente por vía electrónica. Todo su trabajo, toda la información, estaba en un ordenador al que ella no tenía acceso y no había nada en papel. Pero ¿y todo ese papel que había en el despacho? Eso era para pasar el rato. Una afición.

O… ¿O qué?

Dexter estaba ingresando de manera regular importantes sumas de dinero en su cuenta corriente y sin retirar cantidades fuera de lo normal. Alguien le estaba pagando por hacer algo. ¿Quién?

Y luego estaba, claro, el hecho, nada casual, de que Julia y Bill fueran agentes del FBI asignados a la Interpol, probablemente investigándola a ella o a Dexter. ¿Por qué?

Sentía que había vivido muchísimo tiempo sin que nadie supiera la verdad sobre ella, sobre quién era. Y ahora las tornas habían cambiado y los desconocidos eran los otros. Lo que sí sabía, por desgracia, era que no le quedaba otro remedio que dudar de todo aquello que se había obligado a creer sobre su marido.

Se inclinó hacia los niños palpándoles el regazo para asegurarse de que llevaban el cinturón mientras notaba cómo el frío metal de las hebillas le helaba la piel y los bordes afilados se le clavaban en la carne.

Claro que cabía la posibilidad de que Dexter fuera del todo inocente. Había explicaciones en las que ya había pensado, y otras que era incapaz de imaginar, para aquel despacho. Y entonces la culpable sería ella. Ella sería el objetivo. Y Torres, el delito.

Se sentó al volante.

Lo que no conseguía entender era cómo algo ocurrido hacía tanto tiempo podía estar relacionado con una investigación actual. O había pruebas de cinco años de antigüedad en su contra o no las había. Pero nada de su vida en Luxemburgo estaba siquiera tangencialmente relacionado con lo ocurrido en Nueva York, con aquella acción suya que tanto se había esforzado por enterrar. Aquella que le hizo comprender que no podría seguir siendo una agente de operaciones. Que le hizo ver que no era ni lo suficientemente fuerte ni lo suficientemente racional para mantener la objetividad. Para separar sus miedos infantiles de sus responsabilidades profesionales. Ya no podía estar segura de que su comportamiento fuera correcto. Tenía que dimitir. Así que dimitió.

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