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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (21 page)

BOOK: Expatriados
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Para satisfacer su curiosidad, Kate había llamado de nuevo a la oficina de antiguos alumnos y después al decano, quien, de mala gana, había terminado por darle la dirección de los padres de William Maclean, a los cuales, después de unas cuantas llamadas telefónicas, había localizado en Vermont y había conseguido hablar con Louisa Maclean, que le había contado que veinte años atrás —el verano después de graduarse— su hijo Bill, tras perder el control de una Vespa alquilada que conducía en la peligrosa carretera de la costa de Cinque Terre, había chocado contra un muro de contención. El muro había impedido que la moto siguiera avanzando y había quedado reducida a un montón de chatarra en la cuneta de la carretera. Pero Bill había salido despedido por encima del murete y caído desde una altura de sesenta metros a una playa de rocas.

Bill Maclean había muerto en julio de 1991.

—Sí —contestó Hayden—. Ya me he enterado.

—Necesito averiguar qué están haciendo.

—¿Por qué? Ahora que sabes que no son criminales, no tienes que preocuparte por tus… «objetos de valor». Y si no van a asesinar a nadie en el
palais
creando un gigantesco atasco de tráfico, ¿qué más te da lo que hagan?

Fue entonces cuando se le ocurrió que estaba investigando a los Maclean para no tener que investigar a su marido. Fabricarse un enemigo exterior al que demonizar es, como muy bien saben los políticos, mucho más fácil que enfrentarse al enemigo en casa.

—Porque están en mi vida —contestó.

Al otro lado de la línea de teléfono se hizo un silencio elocuente y Kate se sumó a él, ambos acordando tácitamente saltarse la conversación que ninguno de los dos quería mantener. Una que empezaría con Hayden preguntando: «¿Tienes algo que ocultar y que no quieras que sepan de ti?».

—De acuerdo —dijo Hayden—. Hay alguien con quien puedes hablar, en Ginebra. Se llama Kyle.

Ginebra. Hayden le empezó a explicar cómo ponerse en contacto, pero los pensamientos de Kate seguían atascados en la fase anterior, repasando mentalmente qué excusas podría poner para escaparse a Suiza a un reunión rápida.

Se trataba de algo que antes hacía todo el tiempo: viajar a Ciudad de México o a Santiago y decir después que había estado en un simposio en Atlanta. Pero entonces era cuando tenía a su disposición todo un abanico de excusas; cuando el trabajo de Dexter no se había vuelto tan misterioso y exigente, cuando tenía la libertad de ir a donde necesitara ir y en el momento en que lo necesitaba.

—Esto… —Se detuvo, reacia a decir en voz alta la conclusión a la que había llegado: que probablemente tardaría semanas en poder ir a Ginebra. De repente sintió nostalgia de la flexibilidad de su antigua vida. Desde luego, entonces no había sabido apreciarla.

—¿Sí? —preguntó Hayden.

—¿Y qué hay de París? ¿O Bruselas? ¿Bonn?

Todos ellos eran lugares a los que podía ir y volver en un solo día y con los niños; podía decirle a Dexter que era una jornada dedicada a la salud mental.

—El hombre con quien necesitas hablar está en Ginebra.

—Pero no puedo ir a Ginebra. —Era la misma clase de humillación que había sentido de adolescente, siempre reacia a admitir ante sus amigas que tampoco podía salir esa noche, que tenía que quedarse en casa para ayudar a su padre con su bolsa de colostomía y cuidar las escaras de su madre. La vergüenza que te produce tu falta de independencia, saber que no eres libre de tomar tus propias decisiones—. Por lo menos, no inmediatamente.

—Tu horario te lo puedes organizar como quieras.

—¿No hay forma de hacer esto electrónicamente?

—Desde luego. Si conocieras al tipo y este confiara en ti y pudieras garantizar una conexión segura. Pero no es el caso, así que no.

—De acuerdo. Y ahora tengo que hacerte una pregunta rara: ¿hay alguna posibilidad de que vayan detrás de mí?

—No.

Kate esperó, pero Hayden no añadió nada.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque de haber alguien detrás de ti —respondió Hayden—, ese sería yo.

Por la mañana llevó a Dexter al aeropuerto, donde este alquiló un coche para ir a Bruselas y volver en el día. Regresó a casa justo a tiempo para la cena, tenso, distraído, más distante que nunca. Apenas era capaz de prestar atención a la conversación durante la cena; tal vez había perdido hasta tal extremo la costumbre de comer en compañía de su familia que había olvidado cómo se hacía.

Cuando uno de los niños le dijo por cuarta vez «¿Papá?» sin que Dexter contestara, Kate dejó el tenedor y se levantó de la mesa. Comprendía que tenía que trabajar, y también que viajar. Pero lo que no podía hacer era estar ausente incluso cuando estaba presente.

Se quedó un rato en la cocina, tratando de tranquilizarse. Miró el felpudo, la mesita donde guardaban las llaves, el correo, los teléfonos móviles y los cuencos llenos de monedas, el felpudo donde todos, grandes y pequeños, dejaban los zapatos al entrar.

Los de Dexter estaban cubiertos de barro. Mucho. Tenían barro en las suelas y salpicaduras en el empeine. Había estado lloviendo todo el día sin parar, pero Kate no se creía que en el centro de Bruselas hubiera grandes extensiones de tierra húmeda que Dexter tuviera que atravesar de camino al banco.

Miró los zapatos embarrados, esforzándose por no sospechar de su marido. Se había prometido a sí misma dejar de lado las sospechas una vez que se casara con él.

Pero todos tenemos secretos, los secretos forman parte del ser humano, como la curiosidad. Intimidades sucias, hábitos inconfesables, derrotas vergonzosas y éxitos obtenidos por medios dudosos, egoísmo inhumano y repulsiva falta de humanidad. Cosas horribles que la gente ha pensado y hecho, los trapos sucios de su existencia.

Como entrar en un hotel de Nueva York y cometer un asesinato a sangre fría.

No podía apartar la vista de los zapatos de Dexter. Que hubiera descubierto que los Maclean no estaban limpios no quería decir que su marido sí lo estuviera.

Recordó algo ocurrido tres años atrás, a mediados de un invierno, frío y borrascoso, en Washington. Corría por la calle Primera a una reunión con el IMF, arrebujada contra el viento y maldiciéndose por no haber pedido un coche. Un taxi estaba dejando a un pasajero en la entrada circular al edificio del Army and Navy Club Library y Kate se apresuró a cogerlo, pero alguien salió de la puerta del club y se subió. Kate se frenó en seco y volvió la cabeza en busca de otro taxi. Esto no se lo había esperado.

Su mirada se detuvo en un banco al otro lado de la calle situado en ángulo frente a Farragut Square. No el más cercano a la acera ni el segundo; aquel banco estaba a unos cincuenta metros, dentro del parque. Y sentado en él, con el inconfundible gorro de caza de cuadros rojos que le había comprado por correo en una tienda de Arkansas para Navidad, estaba Dexter. Con un hombre desconocido.

Después de que Dexter se durmiera, Kate se sentó delante de la chimenea e hizo una lista. Una lista de posibles razones por las que agentes del FBI pudieran estar trabajando en una misión de la Interpol allí, en Luxemburgo, y trabaran amistad con una exagente de la CIA. Asignó probabilidades numéricas a cada razón en función de su plausibilidad. No pudo evitar asignar los valores más bajos —de uno a cinco— a explicaciones que no tenían nada que ver con ella ni con Dexter. Después hubo una serie de razones relacionadas con este a las que dio un siete, aunque la mayoría eran cosas inofensivas.

Pero eran las posibilidades que tenían que ver con ella las que recibieron ochos y nueves, con independencia de la afirmación de Hayden de que aquellos agentes no estaban allí detrás de ella. Era perfectamente posible que hubiera un malentendido. Siempre había habido mentiras e interferencias entre la Oficina y la Agencia. Aunque también podían estar allí para protegerla de alguien que fuera tras ella. Quizá su salida de la CIA había parecido demasiado brusca, o tal vez hubiera otras pruebas que hubieran llamado la atención y sospecharan de ella por algo que no había hecho.

Echó la lista a los rescoldos del fuego.

Aquella noche fría y ventosa en Washington, mientras las viejas ventanas paneladas se agitaban furiosas en sus desgastados marcos, Kate se había debatido entre preguntar o no —y si lo hacía, cómo— a Dexter sobre su visita a Farragut Square. Al final se había limitado a: «¿Has hecho algo especial hoy?», y había recibido un simple «No» por respuesta.

Había apartado el pensamiento guardándolo en un sobre cerrado en el fondo de su memoria; lo abriría de nuevo si le hacía falta. No quería saber, a no ser que no le quedara otro remedio, nada de los secretos de su marido.

16

—Hola —dijo Dexter—. ¿Qué tal todo?

Había interferencias en la línea telefónica, algo habitual cuando la llamaba desde alguno de aquellos paraísos fiscales, aquellas guaridas de delincuentes, esos lugares a los que iba, probablemente a ayudar a ladrones a ocultar su dinero, o lo que fuera que estaba haciendo que le obligaba a mentir a su mujer.

Kate suspiró, exasperada con los niños, enfadada con su marido.

—Todo bien —dijo mientras se alejaba de los niños—. Todo maravilloso.

—¿De verdad? Lo dices como…

—¿Como qué?

—No lo sé.

Miró por la ventana, hacia el cielo del este que transitaba de la tenue luz diurna a la lúgubre oscuridad sin una puesta de sol.

—¿Está todo bien?

Nada estaba bien, desde luego que no. Pero ¿qué iba a decirle por teléfono? La estaba llamando desde Zúrich.

—Sí —contestó secamente y casi escupiendo la sílaba, indicando así que daba el tema por zanjado—. Entonces, ¿cuándo vuelves?

Silencio.

—Sobre eso quería hablarte.

—No me fastidies.

—Lo sé, lo sé. Lo siento mucho, de verdad.

—Mañana es Acción de Gracias, Dexter. Acción de Gracias.

—Sí, pero la gente para la que trabajo no celebra Acción de Gracias. Para ellos mañana es jueves.

—Sea lo que sea, ¿no puede esperar? —preguntó Kate—. ¿No puede hacerlo otra persona?

—Escucha. A mí esto me gusta tan poco como a ti.

—Eso es lo que dices.

—¿A qué te refieres?

¿Por qué se empeñaba en discutir?

—A nada.

Silencio.

Sabía por qué se empeñaba en discutir, porque estaba furiosa, porque el FBI y la Interpol estaban allí por alguna razón que tenía que ver con ella, porque en el pasado había tomado una decisión horrible que la atormentaría para siempre y porque la única persona en la que había confiado sin reservas ahora le estaba mintiendo.

Tal vez estuviera mintiendo por una buena causa. Y tal vez sus mentiras no tuvieran nada que ver con el hecho de que ella estuviera enfadada. Después de todo, Dexter no la había obligado a escoger una profesión de dudosa moralidad. No la había obligado a mantenerla en secreto. No la había obligado a tener hijos, a sacrificar sus ambiciones profesionales, a dejar para siempre su trabajo. Tampoco la había obligado a vivir en el extranjero, a cuidar a los niños, a limpiar, hacer la compra, la colada y la comida ella sola. No la obligaba a estar sola.

—¿Puedo hablar con ellos? —preguntó Dexter.

Le vinieron a la cabeza toda suerte de comentarios sarcásticos, pero no pronunció ninguno. Porque en realidad no era con Dexter con quien estaba enfadada, sino consigo misma. Y tal vez Dexter no le estuviera mintiendo y nunca lo hubiera hecho.

Apoyó el teléfono en la encimera y se alejó de él como si fuera un melocotón con moho.

—¡Ben! —gritó—. ¡Jake! Vuestro padre está al teléfono.

Ben llegó corriendo.

—¡Pero tengo que hacer caca! —Parecía aterrado—. ¿Puedo ir a hacer caca?

Kate estaba empeñada en discutir porque iba a ser Acción de Gracias y no se sentía en absoluto agradecida.

Estaba tumbada en el sofá cambiando de un canal de televisión a otro. Concursos italianos, partidos de fútbol de equipos españoles, series de la BBC y una infinita variedad de programas en francés y alemán. Los niños por fin se habían dormido después de una conversación de lo más frustrante sobre la ausencia de Dexter. Los niños se quejaban y Kate intentaba —heroicamente en su opinión— suprimir el impulso irracional que la incitaba a culparlo en lugar de tratar de justificarlo. Intentar apoyar siempre a su marido y sus hijos; intentar recordar que ello redundaba en su propio beneficio.

Escuchó risas de adolescentes que salían de un bar a una manzana de distancia, sus agudos gritos reverberando en el empedrado. Captó algunas frases en inglés. Eran jóvenes expatriados, de dieciséis o diecisiete años, que fumaban Marlboro Light y bebían cubatas de Red Bull y vodka hasta vomitar en los portales de los pequeños edificios de apartamentos que había junto a los bares, donde mujeres de la limpieza portuguesas entraban a trabajar antes de la salida del sol, y cuya primera tarea era inspeccionar los portales arrastrando un gran cubo de agua en un carro metálico con una fregona erguida en el escurridor y limpiar las vomitonas de los adolescentes.

No era culpa de Dexter la furia que sentía, sino suya. Todas las decisiones que habían conducido a esta situación las había tomado ella. Incluida la de no sospechar de su marido.

Miró la parpadeante pantalla, un canal holandés emitía un telefilme americano sin doblar de mediados de los años ochenta. Los peinados y la ropa, los coches y los muebles, incluso la iluminación así lo dejaban ver. Increíble cuántas pistas pueden encontrarse en un solo fotograma.

Kate no podía ignorar por más tiempo sus sospechas sobre Dexter. Ahora comprendía que ignorarlas era precisamente lo que había estado haciendo.

Pero tampoco quería enfrentarse a él y exigirle una explicación. Dexter no era tan tonto como para inventarse una mentira improvisada y poco plausible. Interrogándole no iba a conseguir otra cosa que ponerle sobre aviso de que sospechaba de él. Si estuviera dispuesto a contarle la verdad, lo habría hecho desde el primer momento. Y no había sido así.

Kate sabía lo que tenía que hacer, pero primero necesitaba que Dexter volviera a casa. Y después necesitaba que se volviera a marchar.

—¡Hola, familia! —gritó Dexter desde la puerta. Traía una botella de champán.

—¡Papá!

Los dos niños fueron corriendo a la entrada agitando brazos y piernas como si fueran dibujos animados y saltando a los brazos de su padre con ademanes entusiastas y acrobáticos. Kate había colocado sobre la mesa del comedor, cubierta con papel de periódico, dos juegos completos de acuarelas, pinceles y una colección de vasos de papel. El tema elegido era
Cosas que quiero hacer en mis próximas vacaciones
y Kate había roto el hielo pintando una escena alpina, iniciando así una campaña de relaciones públicas para cambiar los planes de las vacaciones de Navidad y al mismo tiempo manteniendo a los niños entretenidos. Dos pájaros de un tiro. Los niños habían pintado paisajes nevados y Kate los había pegado en la puerta de la nevera. Tenía que admitir que
zorra manipuladora
era el calificativo que más se ajustaba a su persona en aquel momento.

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