Ya de adulta, en ocasiones había tenido que pilotar helicópteros y avionetas. Había aprendido a hacer ambas cosas, aunque sin convertirse en experta, además de someterse al entrenamiento paramilitar básico durante sus meses en la Granja.
Había probado y esnifado pequeñas cantidades de cocaína de distintas procedencias geográficas y con métodos de producción diferentes, así como fumado marihuana cultivada en todo el hemisferio sur. Sabía darse cuenta de si alguien intentaba colarle un Rohypnol o una dosis de LSD.
Era capaz de memorizar cualquier número de hasta diez dígitos con solo oírlo una vez.
Era capaz de matar a una persona.
Pero de lo que no era capaz era de forzar aquella cerradura y no quería perder tiempo en una causa perdida.
Se acercó a la segunda puerta, la que no tenía placa. El mismo pomo dorado que la de Bill, el mismo timbre, pero ni placa ni felpudo. Tocó la moldura que rodeaba el marco de la puerta y deslizó el dedo despacio por la superficie horizontal de poco más de un centímetro de ancho con la esperanza de encontrar una llave a este espacio deshabitado. No hubo suerte.
Permaneció unos instantes quieta, atenta a posibles ruidos.
Nada.
Se puso a trabajar con rapidez y serenidad y, en menos de treinta segundos, el cerrojo, mucho menos resistente que los otros, se abrió sin hacer ruido. Entró en una habitación grande, vacía y polvorienta con una sola ventana. Abrió la ventana y se asomó afuera. Tal como esperaba, allí estaban: las ventanas que daban a la habitación de Bill. Entremedias había una estrecha cornisa que recorría el tramo de pared bajo las ventanas. Podía hacerse; había hecho cosas parecidas antes. Tomó aire y salió.
Estaba de pie en la cornisa de veinte centímetros de ancho, bajo la lluvia y a tres plantas del suelo.
Eran innumerables las cosas que podían salir mal. Entre ellas, que alguien la viera a través de las frondosas copas de los árboles que separaban el edificio del contiguo, de modo que necesitaba actuar deprisa.
Otra era que podía caer y matarse, así que necesitaba actuar con cuidado.
Empezó a desplazarse lateralmente, avanzando unos pocos centímetros cada vez y con la cara pegada al estuco mojado.
Oyó un sonido procedente de su espalda y de abajo. Giró deprisa la cabeza y se arañó la mejilla con la pared. El ruido lo había hecho la rama de un árbol rozando el techo de un coche.
Le pareció que le sangraba la mejilla, pero no tenía manera de comprobarlo, ya que no podía soltarse de ninguna de las dos manos sin perder el equilibrio.
Siguió avanzando, unos centímetros más, otro, guardando el equilibrio, sin prisa pero sin pausa, unos centímetros más… y allí estaba, en el alféizar de la ventana de Bill.
Se detuvo unos instantes para recuperar el aliento antes de pasar a la siguiente fase.
Estaba asustada, pero se sentía cómoda con el miedo y sentía algo parecido al extraño placer que produce frotarse un músculo dolorido, un gesto que solo consigue hacerle a uno más consciente del dolor.
Estaba en su elemento, allí, subida a una cornisa. Esto era lo que echaba de menos en su vida.
Sacó el destornillador pequeño de su bolsillo trasero y lo deslizó por el quicio de la ventana despacio y con suavidad hasta que notó el pestillo.
Se detuvo y después tiró despacio del destornillador.
La ventana no se abría.
Lo intentó de nuevo, tirando con mayor suavidad todavía.
De nuevo, nada.
Se obligó a no dejarse vencer por el pánico en aquella situación tan propia de un ataque de pánico. Con mayor lentitud aún, deslizó la cabeza plana y afilada del destornillador entre la jamba y el marco de la ventana.
Había practicado en la ventana de su casa. En plena noche, cuando nadie podía verla, le había llevado veinte minutos encaramada al alféizar a seis metros del suelo empedrado, pero al final había logrado averiguar cómo debía manejar el destornillador para hacer ceder el pestillo y rotar ligeramente la cabeza para que la ventana se abriera no solo en vertical, sino también en horizontal.
El mecanismo de esta ventana era el mismo que el de su casa, todos eran iguales.
Había practicado, así que tenía que conseguirlo.
Tenía que conseguirlo
.
Lo intentó una vez más, despacio, muy despacio, con suavidad…, clic.
Presionó con la rodilla contra el panel de la ventana y esta cedió lentamente. De cuclillas en el alféizar, con las manos pegadas al estuco exterior para no caerse, esperó un momento y a continuación saltó dentro de la habitación frenando la caída con las manos, rodando con suavidad sobre un suelo también de baldosas grandes de mármol, como todos los suelos de Luxemburgo.
Se quedó quieta conteniendo la respiración y esperando a que se le normalizara el ritmo cardiaco. Había supuesto que el pulso se le aceleraría, pero aquello era algo que no sentía desde hacía mucho, mucho tiempo.
Estaba histérica y tenía que tranquilizarse; no quería arriesgarse a cometer alguna equivocación tonta. Cerró los ojos y se quedo quieta, ordenándole a su cuerpo que se sosegara.
Después se levantó y miró a su alrededor.
En el fondo de la habitación había una bicicleta estática aparcada frente a un pequeño televisor; también un banco para hacer pesas y una colección de pesas, mancuernas y discos, todos apoyados en una alfombrilla de goma.
Había un escritorio con un ordenador portátil, una impresora con escáner, un teléfono, un bloc de notas y unos cuantos bolígrafos. Del bloc faltaban algunas hojas. Kate cogió la de encima del todo, la dobló y se la metió en la mochila. La examinaría más tarde.
El ordenador estaba abierto, pero en reposo. Pulsó una tecla para espabilarlo.
Este ordenador está bloqueado. Por favor, introduzca nombre de usuario y contraseña
.
No merecía la pena ni intentarlo.
Dentro del escritorio, diccionarios bilingües, más cuadernos y bolígrafos. En un cajón archivador, carpetas colgantes con extractos bancarios. Varias cuentas con dinero traspasado de unas a otras, en total unos cuantos cientos de miles, aunque las sumas subían y bajaban, bajaban y subían, una y otra vez, según un ciclo de inversiones y dividendos, retiradas de fondos y transferencias.
El nombre era el de Bill y la dirección que figuraba, aquel apartamento.
Había revistas, periódicos, boletines. Montones de ellos. Sobre negocios en general y especializados, también sobre tecnología y noticias. Kate sacó un número de
The Economist
. El papel estaba terso, nuevo, sin manchas de café ni restos de haber apoyado un vaso. Probablemente sin leer. O tal vez leído con cuidado, cuidando de no derramar ninguna bebida. Bill tenía aspecto de hombre pulcro.
Se reclinó en la silla giratoria mirando a su alrededor sin fijar la vista en nada mientras su mente divagaba, tratando de decidir lo que debería buscar.
Había un dormitorio pequeño. Cama de uno veinte, perfectamente hecha. Sábanas suaves. Cuatro almohadas de tamaño normal y un cojín decorativo. Otra cama, inesperadamente deshecha. ¿Quién dormiría allí?
En el cajón de la mesilla de noche, una caja de condones. Una caja que en otro tiempo contuvo dos docenas de preservativos y de los que ahora solo quedaba un puñado. ¿Quién follaría allí?
Kate se tendió junto al cajón que contenía los condones, pero mantuvo los pies fuera de la cama para no manchar las sábanas. Apretó la cara contra la almohada de arriba. Olía a espuma de afeitar, a
aftershave
o a colonia. Olía a Bill.
Alargó la mano hacia la mesilla y la pasó por la parte de atrás palpando…, palpando…, nada. Después la deslizó debajo, tocando el contrachapado de otro mueble de Ikea…, nada.
Dobló el brazo, metió la mano por debajo de la cama, debajo de los tablones de madera del somier…, y tocó algo de cuero…, avanzó unos centímetros más con la mano…
Tiró sin saber exactamente lo que estaba sacando de debajo de la cama y situando enfrente de ella. Desde donde estaba podía ver, por la puerta del dormitorio, la de entrada, hacia donde, sin quererlo, estaba ahora mismo apuntando con la Glock del calibre 22 que Bill guardaba en una pistolera pegada con cinta adhesiva a la parte de abajo de su cama.
Kate está de pie frente a los ventanales del cuarto de estar. Hay alfombras apiladas, molduras en las paredes que recuerdan a una tarta nupcial, estanterías llenas de libros y copas, jarrones con flores frescas, pequeños cuadros al óleo con marcos ornados, espejos estropeados con marco dorado.
Esta cosa lleva preocupándola, echando raíces en su subconsciente, chocando con los hechos y suposiciones que constituyen los cimientos de sus convicciones actuales sobre su vida, sobre su marido, sobre su historia en común. Esta cosa se pelea con sus recuerdos y la obliga a reexaminarlos desde una perspectiva nueva que podría explicarlo todo. Es algo que tiene que ver con la universidad…
Atraviesa la sala de estar hasta la estantería especial donde guardan los libros de gran formato y saca el anuario de la promoción de Dexter. Se acomoda en el tresillo con el pesado libro en el regazo.
Busca la letra deslizando las hojas con el dedo pulgar, pero abre el libro antes de tiempo, por lo que tiene que pasar una página y después otra, hasta que encuentra una versión joven de Dexter Moore. Pelo ahuecado, corbata delgada y frente tersa.
Está convencida de que por fin va a encontrar lo que está buscando.
Cabrón mentiroso.
Ha escuchado el nombre solo una vez, hace dos años, en Berlín. Está prácticamente segura de que termina en
-owski
, lo que le servirá de confirmación una vez que localice su cara.
Ha llegado a la parte de los retratos individuales, está en los apellidos que empiezan por A. Examina cada uno con atención, fotografías de dos décadas de antigüedad, chicos y chicas que ahora serán hombres y mujeres de su edad. Página tras página, armada de paciencia. De repente todo se ha vuelto obvio, inevitable.
No tarda mucho en encontrarlo, en absoluto. Sin contar, claro, los dos años en que no sabía lo que estaba buscando.
Y ahora, un cambio de paradigma completo. Las piezas del puzzle se mueven, giran y ya no encajan. Ha vivido convencida de que había resuelto este rompecabezas hace tiempo.
Observa el rostro que tan familiar le resulta y que la mira desde la página, con el aire optimista de alumno de último año posando para la posteridad.
La asaltan multitud de explicaciones posibles como un fuego de ametralladora, demasiado pesado para esquivarlo y que no le deja otro remedio que esconderse hasta que cese y pueda salir a coger aire.
Percibe un movimiento en la sala de estar y se da cuenta de que es ella, un pequeño mechón de su pelo reflejado en el espejo de la pared contraria, una diminuta esquina de su persona desgajada del resto del cuerpo, invisible. Se pone de pie, devuelve el pesado libro a su espacio anónimo en la estantería en medio del salón familiar, de la vida familiar. Los mejores escondites no están escondidos; son los sitios donde nunca se busca nada.
Ahora que Kate tiene esta información, ahora que el anuario le ha revelado su secreto, ahora que conoce la realidad, se siente traicionada como nunca en su vida. Pero también reconoce que hay nuevas opciones. Se abren puertas. No sabe lo que hay detrás de ellas, pero sí percibe la luz que dejan pasar.
Esto lo cambia todo.
Kate estaba irritada con Dexter. Había tardado mucho en fijar el límite de velocidad a 160 kilómetros por hora, por encima de la línea roja del indicador del salpicadero, situada en 130. Y, sin embargo, ahora que circulaban a 160 por la A-8, la mitad de los coches iban más rápido que ellos.
Estaba irritada con los niños, en el asiento trasero, quejándose de lo mala que era la película que estaban viendo en el DVD portátil, que se movía cada vez que Dexter cogía una curva demasiado rápido, lo que les hacía gritar.
Pero, sobre todo, estaba irritada consigo misma, repasando de manera obsesiva todos los errores que había cometido. La huella de su zapato en el barro; las huellas embarradas de sus suelas en el polvo del apartamento contiguo vacío; las huellas húmedas en los suelos limpios del de Bill. Las fibras de pelo y piel en la cama de este, quizá hasta había dejado pelos enteros en la almohada, listos para ser recogidos, examinados hasta revelar su ADN. ¿Cuántos estúpidos fallos más habría cometido?
Incluso se había arañado la cara y ahora tenía una mancha color frambuesa en la mejilla. Había sido fácil darle una explicación a Dexter —un accidente en el garaje mientras sacaba las bolsas de la compra—, pero seguía siendo sospechoso. Por no decir descuidado y estúpido.
Se había comportado como una perfecta aficionada.
Y luego estaban los dos testigos de las escaleras. Y su encuentro previo con la vieja Madame Dupuis. Tres testigos, todos ellos fáciles de localizar; prácticamente inevitable.
Miró el anodino paisaje alemán que discurría veloz detrás de la ventanilla. El valle de Saar, con polígonos industriales de gran tamaño y parques de oficinas con edificios de acero y cristal intercalados con espesos bosques, con edificios cuadrados de viviendas y concesionarios de coches flanqueando la
Autobahn
, chimeneas de fábricas, almacenes y vías de servicio que convergían en intersecciones congestionadas de tráfico.
Aquella había sido la misión más chapucera de toda su carrera profesional. Aunque, al fin y al cabo, ya no era su profesión. Había dimitido tres meses atrás.
Rothenburg ob der Tauber en el frío cortante; en todas partes, celosías de madera, fachadas pintadas, cortinas de encaje, cervecerías, puestos de salchichas, un inmenso mercado navideño, fortificaciones medievales y paredes de piedra rematadas por arcos y torretas. Un nuevo escenario de cuento de hadas, otro paisaje de postal. Otra torre del ayuntamiento a la que subir, la diversión de los niños pequeños, trepar o ir a gran velocidad. Las escaleras —¿cuántas serían?, ¿doscientas?, ¿trescientas?— pegadas a las cada vez más estrechas paredes de la torre, gastadas, irregulares y destartaladas. Una vez arriba tuvieron que pagar a un tipo, más o menos de uniforme, al que le faltaba un ojo. Los niños no podían dejar de mirarlo.
Salieron a una estrecha pasarela, azotada por un frío gélido y racheado, que discurría por encima de la plaza del pueblo y las calles que partían en disposición radial de las murallas de la ciudad hacia la campiña, el río, las colinas y los árboles de Bavaria. Dexter se sacó las orejeras de su gorro, un gorro de cazador de cuadros rojos y forrado de piel de conejo que Kate le había regalado por Navidades cinco años atrás.