Expatriados (14 page)

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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

BOOK: Expatriados
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La pantalla volvió a la vida.

La página terminó de cargarse. La Universidad de Illinois tenía tres campus: en el de Urbana-Champaign se licenciaban siete mil alumnos por promoción; en el de Chicago, seis mil; cinco mil en el de Springfield. Tras un cálculo rápido, decidió que en el periodo de tiempo que estaba considerando había unas cincuenta mil licenciadas. ¿Cuántas de ellas se llamarían Julia?

En cuanto a Bill, había menos de mil quinientos alumnos por curso en la Universidad de Chicago, y aquí no tenía el problema del apellido de soltera.

Kate miró el número de teléfono que salía en la pantalla con el aparato en la mano. ¿De verdad iba a hacer esto? ¿Y por qué?

Sí, lo iba a hacer porque desconfiaba y porque abrigaba sospechas profesionales. Y porque no podía evitarlo.

—Sí —contestó una mujer de la secretaría de la universidad con ese acento plano y de vocales largas del medio oeste que ni Bill ni Julia parecían haber heredado de su estado natal—. Tuvimos un William Maclean en la promoción del 92. ¿Puede ser el que está usted buscando?

—Supongo que sí. ¿Podrían enviarme una fotografía por correo electrónico?

—No, lo siento. No conservamos fotografías de los antiguos alumnos.

—¿Y qué hay del anuario? —preguntó Kate—. Tiene que estar en el anuario.

—No todos los estudiantes quieren salir en el anuario, señora.

—Pero ¿podría usted comprobarlo? —preguntó con toda la amabilidad de la que era capaz—. Por favor.

—Sí, señora. Voy a mirar. Por favor, espere.

Kate dedicó el silencio que siguió a preguntarse si Dexter revisaría alguna vez sus facturas del teléfono y, si lo hacía, si le preguntaría por qué llamaba a Chicago. Él sabía que no tenía amigos en Chicago. Y si comprobaba la factura y la interrogaba al respecto, ¿le diría la verdad? Tal vez le contaría que el número era de un servicio de reclamaciones, algo relacionado con…, ¿con qué?, ¿qué excusa podía inventarse?

—Lo siento, señora. Parece ser que William MacLean fue de los estudiantes de la promoción del 92 que no quisieron hacerse la foto para el anuario.

—Es una pena. —Por no decir raro. El hombre que Kate conocía no era de esos que dejan pasar así como así la oportunidad de hacerse un retrato. De ninguna manera.

10

Sola otra vez. Bueno, sola en realidad no, con los niños, pero sin marido.

Kate se sentó delante del ordenador, otra vez.

¿Cuáles eran las razones más lógicas, más obvias, que llevarían a alguien a fabricarse una identidad falsa? Abrió el buscador mientras su mente divagaba…

Su primer pensamiento, su instinto más fuerte, le decía que para ocultar algo terrible. Algo imperdonable e imposible de olvidar que alguno de los dos hubiera hecho. Un delito. Un asesinato del que él, o ella, habían sido absueltos, pero que había arruinado sus vidas para siempre. Así que habían abandonado el país.

Podía tratarse de un delito no violento, de guante blanco. Bill podía ser un estafador, un malversador de fondos. Un jefe de contabilidad encargado de manipular las cuentas que había delatado al director general de la compañía a cambio de impunidad. Su reputación se había ido al garete y había perdido su estatus social, así que habían decidido empezar de cero.

O tal vez era ella. Quizá acababa de pasar diez años en la cárcel por…, ¿por qué?, ¿por corromper a un menor? ¿Por homicidio involuntario mientras conducía bajo los efectos del alcohol? Y él la había esperado, sin ser paciente ni fiel, desde luego, pero al menos la había esperado. Después ella salió de la cárcel y ambos se cambiaron de nombre y dejaron el país.

Kate metió papel en la impresora para imprimir nombre, fechas y actos delictivos. Regresó a Internet y buscó páginas de noticias de Chicago. Empezó a buscar, delito a delito, buscando fotografías de los acusados, de los imputados, los absueltos y los que habían cumplido condena.

—Siento comunicártelo —había dicho Evan—, pero vamos a seguir manteniendo tu identidad en secreto.

Era lo que Kate había esperado, después de todo lo que había hecho. Y visto. De alguna manera la identidad secreta suponía un alivio, pues eliminaba su libertad de decidir de la ecuación. Si tenía prohibido decirle a nadie quién era en realidad, entonces no tenía que decidir si lo hacía o no.

—Entiendo. De acuerdo.

Evan la miró con atención, probablemente tratando de determinar hasta qué punto estaba decepcionada, frustrada o incluso enfadada por esta decisión. Ninguna de las tres cosas era cierta.

—Y con eso ya está, Kate.

—¿Cómo?

—Que ya hemos terminado.

Kate miró su reloj. Eran las once de la mañana.

—¿Por hoy?

—Para siempre.

—Ah. —No empujó la silla hacia atrás; tampoco se puso en pie ni hizo ningún ademán de moverse. No quería que esta parte terminara, porque, cuando lo hiciera, significaría el final de todo. De su carrera—. ¿En serio?

Evan se puso de pie y le tendió la mano.

—En serio.

El amargo final.

La calle de Kate trazaba una suave curva y después terminaba abruptamente, como tantas calles europeas. En Estados Unidos las calles eran amplias y largas, se extendían durante kilómetros, hasta donde alcanzaba la vista, con docenas, con cientos de manzanas. Europa
versus
América, en resumidas cuentas. Los franceses ni siquiera tienen una palabra para manzana.

A la entrada de la Rue du Rost había una barrera de acero con rayas diagonales rojas y blancas apoyada en dos caballetes y las palabras «Rue Barrée» escritas en pulcras letras mayúsculas con pintura negra. Un agente de policía vigilaba sin poner atención, charlando con una mujer que llevaba un delantal corto. Una camarera hacía una pausa para fumar un cigarrillo.

Kate cruzó las puertas del palacio, vio cómo los guardas la miraban y la dejaban pasar. A uno le miró a los ojos, un hombre de semblante juvenil con gafas de montura invisible, y trató de sonreírle, pero el hombre no le respondió. El aparcamiento rebosaba de coches, gente y actividad.

Cruzó la calle, entró en un edificio y llamó a un telefonillo.

—¡Sube! —exclamó Julia por el interfono.

El ascensor era diminuto, como el de su casa. Debió de ser todo un reto para los arquitectos e ingenieros encontrar la manera de excavar un hueco para el ascensor en estos edificios antiguos.

—¡Bienvenida! —Julia sostenía la puerta con una mano mientras con la otra invitaba a Kate a entrar. Este gesto tenía algo de gentil y de anticuado, algo estudiado, pero no hipócrita. Algo raro—. ¡Qué bien que hayas venido por fin!

Kate entró despacio, ya que todavía no se había acostumbrado a visitar las casa de la gente en pleno día. En Washington los únicos lugares que visitaba durante el día aparte de su propia oficina eran algún que otro desplazamiento al Departamento de Estado o a la colina del Capitolio. Cuando hacía vida social por la noche, en general era en restaurantes o en locales de espectáculos. En lugares públicos. Estar en el apartamento de Julia, a solas con ella en mitad del día, le parecía un acto íntimo. Ilícito.

—Gracias por invitarme. —Cruzó el vestíbulo hasta una habitación alargada que hacía las veces de comedor y sala de estar, con una hilera de ventanas en la pared oeste. Todas tenían vistas al
palais
, a los pesados cortinajes, las puertas de hierro forjado, los balcones y las torretas de piedra arenisca. Una bandera que no había visto antes ondeaba en lo alto.

Julia se dio cuenta de que Kate estaba estudiando el palacio y que miraba la bandera.

—La bandera está izada —dijo—. Eso quiere decir que el gran duque está en el palacio.

—¿De verdad? ¿Lo dices en serio?

—Sí, y cuando no está, la bajan.

—Pero esa bandera no es la de Luxemburgo.

—¿A ver? —Julia se acercó a Kate, junto a la ventana—. Tienes razón, es la bandera italiana, me parece. Eso quiere decir que algún italiano importante está de visita. El primer ministro quizá. O el presidente. ¿Cuál de los dos tienen en Italia?

—Los dos. —Kate se recordó a sí misma que no debía parecer una experta y añadió—: Creo.

—Bueno —dijo Julia—. Pues uno de los dos está aquí ahora.

—Seguro que es la primera vez que tienes a un monarca de vecino.

Julia rio.

—¿En qué otros sitios has vivido?

—En distintas partes de Chicago.

—¿Toda tu vida?

—Casi toda. —Julia se dio la vuelta—. Voy a hacer café. ¿Te apetece un
cappuccino
?

Esto era típico de la manera que tenía Julia de eludir preguntas. Nunca se negaba a responder directamente, sino que lo hacía sin dar detalles específicos, devolviendo la pregunta a quien la hacía, desviando la conversación de sí misma sin que se notara. Pero eso era precisamente lo que había despertado la curiosidad de Kate, lo que la hacía sospechar.

En ocasiones, Julia se limitaba a buscar una excusa para abandonar la habitación.

—Me encantaría tomarme un
cappuccino
.

Kate miró hacia el patio del palacio, una extensión de grava color rojizo bajo una cubierta de pinos y castaños. Una docena de coches, casi todos Audis de color azul oscuro. A modo de matrícula tenían paneles con dos rayas, azul y naranja, sin números ni letras de identificación. El único vehículo que no era un Audi, un coche aparcado junto a las cocheras, era un modelo antiguo de Rolls Royce, majestuoso y brillante, de un color azul que casaba bien con los otros, o quizá era al revés. La matrícula del Rolls Royce consistía en una corona.

La realeza. Algo muy distinto de los simplemente ricos.

Un puñado de militares luxemburgueses estaban en el patio trasero, cerca de un grupo de hombres vestidos con un uniforme distinto; debían de ser italianos. Unos cuantos tipos con aspecto de agentes de seguridad y vestidos con traje oscuro estaban en un lateral; parecían estar más alerta que el personal uniformado.

Kate oía crujir la grava bajo las suelas de los zapatos de cuero de un hombre alto que atravesaba el patio vestido con una chaqueta militar corta con charreteras. Los militares luxemburgueses repararon en él y lo saludaron cuando pasó, sin detenerse, aflojar el paso o mirar a ninguno de ellos.

Los militares italianos no saludaron, pero adoptaron todos posición de firmes, dejaron de hablar y lo siguieron con la vista hasta que entró en las cocheras. Sus tacones resonaban en los suelos de madera, un camino de entrada para los caballos mucho más silencioso que el empedrado.

Kate estaba a punto de volverse cuando algo llamó su atención: en la segunda planta, más o menos a la altura en que se encontraba ella, alguien estaba abriendo una gran ventana francesa que daba a un estrecho balcón. Salió un hombre elegante vestido con un traje oscuro que sacó un paquete de cigarrillos y cogió uno. Lo encendió con un mechero brillante y se apoyó en el muro de piedra.

Kate podía ver que su corbata, que a primera vista parecía azul oscuro, era en realidad de un estampado en tonos azules y morados; una corbata preciosa.

En línea recta, aquel hombre no estaba a más de treinta metros de distancia.

Kate no pudo evitar pensar en lo fácil que sería dispararle.

El hombre asomado al balcón del palacio dio una profunda calada a su cigarrillo, exhaló una nube de humo y después hizo tres anillos perfectos. Kate lo veía inspeccionar el patio empedrado.

Era exactamente el mismo escenario que Kate había elegido en Payne’s Bay. Un apartamento de alquiler con una vista panorámica perfecta. Pero en Barbados la distancia había sido de casi trescientos metros. Aquí casi no hacía falta una mira telescópica.

—Es casi adictivo. ¿A que sí? —comentó Julia.

—¿El qué?

—Mirar lo que pasa ahí enfrente.

—Mmm —musitó Kate, distraída.

Al principio había sospechado que los Maclean habían huido de Estados Unidos escapando de algo, pero ahora se estaba convenciendo de lo contrario, de que habían ido a Luxemburgo con un plan concreto. ¿Era una locura pensar que se trataba de un asesinato?

Kate apagó la luz y se volvió hacia Dexter, el sabor de pasta de dientes mezclado con el de vino tinto, pasando de una zona a otra, una caricia aquí, un lametón allá, hacer el amor como quien colorea siguiendo los números, nada especialmente satisfactorio ni desde luego problemático; un encuentro sexual más entre muchos otros.

Luego, después de haber bebido agua y ya con los pijamas puestos, recuperar el aliento no costaba demasiado.

—Una cosa: mañana por la noche he quedado otra vez para jugar al tenis con Bill —dijo Dexter.

Kate no se volvió hacia Dexter; estaban a oscuras.

—Lo pasas bien con él, ¿no?

—Sí. Es un buen tipo.

Kate miró al techo. Quería, necesitaba hablar de aquello con alguien, concretamente con aquel alguien, su mejor amigo. Pero le preocupaba —no, aquello era más que preocupación, era una certeza— que hacerlo fuera como cruzar un límite en su matrimonio, una línea de la que no se es consciente hasta que uno se encuentra al borde del precipicio. Sabes que los límites están ahí, los sientes. Son las cosas de las que no se habla. Las fantasías sexuales. Los coqueteos con terceras personas. Las dudas profundas, los recelos, el resentimiento. Uno vive cada día manteniéndose tan lejos como puede de estos límites, haciendo ver que no existen. Así que cuando por fin te encuentras con que estás a punto de traspasar uno, no solo resulta inesperado, no solo da miedo, también es algo banal. Porque en el fondo siempre has sabido que los límites estaban ahí, por mucho que te esforzaras por ignorarlos, eras consciente de que, tarde o temprano, te los encontrarías.

—¿Por qué lo preguntas? —dijo Dexter—. Hablas como si te preocupara algo.

Si Kate ahora decía: «Dexter, me temo que Bill y Julia no son quienes dicen ser», él se enfadaría. Se pondría a la defensiva. Tendría toda clase de explicaciones, la mayoría plausibles.

—¿Tienes algo en contra de Bill?

Llegaría el momento en que Dexter afrontaría la cuestión con Bill, pero sin acritud. Y este le daría cualquier explicación que Dexter se tragaría. Que estaban en un programa de protección de testigos, sospechaba Kate que dirían. No estaban autorizados a dar detalles, la veracidad de la historia no podía comprobarse. Desde luego es lo que ella se inventaría de estar en la piel de Bill.

No estaba segura de lo que deseaba evitar más, si discutir con Dexter sobre los posibles secretos de Bill o contarle —a Dexter— los suyos propios.

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