—¿Para qué es eso? —Kate apuntó con el cuchillo de cocina en dirección a la botella que había traído Dexter, adornada y rematada con papel dorado, el cristal perlado por la condensación.
—¡Papá, ven a ver lo que he pintado!
—Un momento, Jakie —dijo Dexter antes de volverse hacia Kate—. Estamos de celebración. Hoy he ganado, hemos ganado, veinte mil euros.
—¿Cómo? ¡Qué maravilla! ¿Cómo ha sido? —Kate se las había arreglado para convencerse a sí misma de que mostrarse sarcástica y desconfiada no tenía ninguna ventaja. Lo que debía hacer era dar la impresión de que sospechaba algo, pero de una manera optimista.
—¿Te acuerdas de esos derivados de los que te hablé?
—No. ¿Qué son derivados?
Dexter abrió la boca, después la cerró y de nuevo la abrió para seguir hablando.
—No importa. Bueno, el caso es que hoy he liquidado un puñado de instrumentos derivados y el beneficio ha sido de veinte mil.
Dexter continuaba abriendo armarios buscando algo. No sabía dónde guardaban las copas.
—Ahí —dijo Kate señalando con el cuchillo. Ahora que Dexter estaba tan cerca, no parecía apropiado seguir con el cuchillo en la mano. Así que lo dejó.
Dexter descorchó la botella y sirvió el champán; la espuma subió hasta los bordes de la copa y después se fue asentando poco a poco.
—Salud.
—Salud —repitió Kate—. Felicidades.
—Papá, ¡por favor!
Kate llevó la botella hasta el comedor y Dexter se sentó a la mesa para intentar descifrar lo que representaban las acuarelas de sus hijos. Eran obras bastante abstractas.
Parecía feliz. Aquel era un momento tan bueno como otro cualquiera, se dijo Kate.
—He estado pensando —dijo— que en lugar de al Midi, deberíamos ir a esquiar. Por Navidades, quiero decir.
—¡Vaya! —dijo Dexter—. Ya tienes claro cómo vamos a gastar el dinero, ¿eh?
—No es eso. Ya lo había pensado antes… Todas las reservas que hemos hecho se pueden cancelar, ¿sabes? Y todavía quedan plazas en algunas estaciones de esquí.
—Pero el sur de Francia —dijo Dexter— está en nuestra lista de los cinco mejores.
Los cinco mejores. Ahora mismo la lista la componían París, Londres, Toscana, la Costa Brava y el sur de Francia en general; la Costa Azul o Provenza, tal vez Mónaco, que, aunque técnicamente no era Francia, debía de ser muy parecido, salvo por algunos detalles de logística.
Dexter le había hablado de su lista a Kate en Londres, unas pocas semanas atrás. El colegio inglés de los niños había cerrado por alguna fiesta británica, así que habían cogido un vuelo de primera hora al City Airport, habían dejado las maletas en el hotel a las diez de la mañana y se habían echado a la calle, al pésimo clima londinense de finales de otoño, las plazas privadas y puertas de hierro forjado, fachadas austeras y casas con cocheras de aspecto confortable y pequeñas calles empedradas. Y, por todas partes, el hermoso acento británico.
Se detuvieron ante la majestuosidad de las mansiones de piedra arenisca de Wilton Crescent, el remate semicircular de Belgrave Square, donde había cámaras de seguridad por todas partes. Dexter había insistido en que visitaran este vecindario, esta calle. En su momento Kate no comprendió por qué.
Miró a los niños correr por la acera, emocionados por la mera imagen de una calle con forma de arco. Con qué poco se conformaban, pensó Kate.
Un modelo antiguo de Rolls y un Bentley nuevo, ambos de color ébano brillante con reflejos metálicos, doblaron la esquina y desaparecieron. Dexter miró el número de una de las casas y después dio unos pasos hasta colocarse frente a la siguiente. Eran exactamente iguales.
—Tal vez algún día vivamos aquí.
Kate soltó una carcajada.
—Jamás vamos a tener tanto dinero.
—Pero ¿si el dinero no fuera un problema? ¿Dónde te gustaría vivir? ¿Aquí?
Kate contestó encogiéndose de hombros. Soñar despierto, qué tontería.
Entonces Dexter le explicó su lista de los cinco mejores lugares y consiguió contagiarle su entusiasmo. Sugirió cambiar la Costa Brava por Nueva York.
—Tal vez algún día —dijo Dexter—. Pero no quiero fantasear con vivir en Estados Unidos. Ahora no. Solo con dónde viviremos en Europa —sonrió— cuando me haya hecho rico.
—¿En serio? ¿Y cuándo tienes planeado hacerte rico?
—Bueno… No lo sé. —Trataba de hacerse el interesante—. Tengo un plan.
No dio más explicaciones y a Kate no se le ocurrió que aquello pudiera ser cierto. ¿Cómo iba a serlo?
—¿A esquiar? —preguntó entonces Dexter. Ambos estaban rodeados por los niños y por los frutos de la imaginación de estos—. ¿Cómo iríamos? No vamos a tirarnos doce horas en el coche.
—Bueno, esa es una opción.
Dexter levantó la vista como cuando uno mira por encima de las gafas de leer, unas gafas que nunca había usado ni tenido. Era un gesto aprendido de las películas.
—Estoy de acuerdo en que no es la mejor —añadió Kate—. Podríamos ir en avión.
—¿En avión a dónde?
—A Ginebra —dijo Kate como quien no quiere la cosa, como si ir a Ginebra no fuera la única razón del viaje.
Al champán de antes de la cena le siguió una botella de borgoña blanco para acompañar al estofado de ternera, y después Kate sacó el armaña para que Dexter tomara un vasito —o dos— mientras ella acostaba a los niños. Después hablaron de esquiar y de vacaciones mientras seguían bebiendo, la música puesta y la chimenea encendida. Luego vinieron juegos preliminares en el sofá y sexo enérgico en el suelo. Se quedaron despiertos hasta tarde y bebieron mucho.
Así que a la mañana siguiente Dexter se quedó dormido, como hacía siempre que bebía armaña. Cuando Kate volvió de dejar a los niños en el colegio seguía en casa, algo poco habitual. Estaba cogiendo sus cosas, preparándose para salir. Se dieron un beso tierno en la puerta y después Kate la cerró y esperó a oír encajarse el grueso pestillo.
Se quedó de pie en la entrada, junto a la mesa pequeña, unos terrones de barro seco en la esquina contra la moldura de la pared, lo que quedaba de a donde fuera que había ido Dexter la semana anterior, cuando dijo que estaba en Bruselas.
Con las llaves todavía en la mano y el abrigo puesto, esperó hasta que escuchó detenerse el motor del ascensor y después se puso en marcha.
Se sentía humillada —depravada— por tener que hacer algo así para averiguar dónde estaba la oficina de su marido. Lo siguió por la ciudad sin poner especial cuidado. Ni en una sola ocasión, en su paseo de diez minutos por el Boulevard Royale, Dexter se volvió para comprobar si alguien lo seguía. No hizo intento alguno por evitar a nadie, por descubrir a nadie, por ocultar nada.
Dexter atravesó a pie los espacios públicos de la planta baja de un edificio de aspecto anónimo, de ocho pisos de altura, arquitectura en cemento de finales de los sesenta, pasada de moda, fea, funcional. Las galerías, parcialmente descubiertas, de la planta baja estaban repletas de locales comerciales, tintorería, bocadillería,
tabac
y
presse
, farmacia y un restaurante italiano. En Luxemburgo, en toda Europa en realidad, uno encontraba pizzas al horno de leña en todas partes; también mozzarella fresca. Las pizzas eran, por lo general, bastante buenas.
Dexter entró en un vestíbulo acristalado, pulsó el botón del ascensor y esperó; después entró en compañía de otro hombre de aspecto similar al suyo. Subió hasta el piso tercero o quinto.
Kate caminó por el perímetro de aquel edificio tipo búnker, en el que todas las entradas eran visibles desde el mostrador de recepción. Inspeccionó las ventanas: sin alféizares, todas las fachadas daban a calles concurridas, aceras atestadas de comercios, a solo una manzana del centro cívico y de las cocheras municipales, agentes por todas partes, uniformes, armas y vigilancia; en el bulevar había numerosas sucursales bancarias y por todas partes llegaban los coches de los banqueros, que entraban en sus aparcamientos privados; los padres de familia, en Audis y BMW de tonos grises discretos, los solteros, en extravagantes Lamborghinis y Ferraris.
Un apretado enjambre de hombres de negocios y funcionarios de gobierno. Un entorno seguro, mucho más seguro que el de Bill. Le iba a ser imposible entrar por una ventana.
Tendría que hacerlo por la puerta principal y a plena luz del día.
—Mamá! ¡Ven rápido!
De repente Jake estaba delante de su mesa en el parque, aterrorizado y jadeando.
Había pasado varios días en una espesa y fría niebla fregando la cocina, haciendo la compra y restregando cacerolas. Comprando regalos para los profesores de los niños, ayudando a estos mientras dibujaban postales para sus mejores amigos y yendo a conciertos de Navidad. Cafés y almuerzos de fin de año con otras madres. Visitas a mercadillos navideños.
Kate tenía siempre un montón de excusas que ponerle a Julia. Día a día iba poniendo distancia entre las dos, un cojín, una amortiguación, una protección para una posible explosión en el horizonte. Pasar más tiempo con Claire, la británica, o con Cristina, la danesa, con quien fuera.
—¿Qué pasa, cariño? —preguntó a Jake—. ¿Está Ben bien?
—Ben está perfectamente.
Kate dejó escapar un suspiro de alivio.
—Pero Colin no.
Claire se levantó como por resorte y todos corrieron por la ladera de césped hasta el barco pirata, donde un grupo apretado de niños pequeños rodeaban a otro tendido en el suelo de piedra, con un corte en la cabeza del que manaba sangre.
—Cariño —dijo Claire mientras examinaba la cabeza de Colin. El niño estaba conmocionado. Claire se volvió hacia Kate—. Preferiría que Jules no viniera con nosotros al hospital. Y me temo que Sebastian está en Roma, cómo no. —Se quitó la bufanda de cachemir y la presionó unas cuantas veces contra la cabeza de Colin. El niño tenía la cara cubierta de sangre—. ¿Te importaría mucho —continuó, notablemente serena— ocuparte de Jules un rato? Me imagino que estaremos unas cuantas horas en la
clinique pedriatrique
.
—Por supuesto.
Claire miró su reloj.
—Falta poco para la hora de la cena, pero Jules come de todo, ¿a que sí, cariño?
—Sí, mamá.
—Así me gusta, mi niña.
Claire dirigió a Kate una sonrisa débil pero sincera. Cogió en brazos a su hijo pequeño y echó a andar hacia su coche, al hospital y a una de las cosas que Kate más temía: que la salud de un niño corriera peligro, de manera urgente y aquí, en un país extranjero y estando sola.
Siempre había sabido que era una mujer fuerte, pero nunca se había detenido a pensar que en todas partes había mujeres fuertes, llevando vidas corrientes que no implicaban usar armas rodeadas de hombres desesperados y en los márgenes de guerras tercermundistas, lejos de casa. En lugares donde no podían depender de nadie, excepto de sí mismas.
Al día siguiente Kate salió a la angosta calle empedrada con una bolsa de regalo más, adornada con un lazo más para otra fiesta de cumpleaños más, en un parque infantil en un pequeño rincón de un barrio residencial de Bélgica.
—¡Madre mía! —Era Julia, de pie enfrente de ella con un hombre mayor—. Pero ¿cómo estás?
Se inclinó para besar a Kate en ambas mejillas.
—Hola, Julia. Siento no haberte devuelto las llamadas. Es que estaba…
Julia hizo un gesto con la mano quitándole importancia.
—Escucha, Kate. Este es mi padre, Lester.
—Por favor, llámame Les.
—Papá, esta es Kate. Una de mis mejores amigas.
—Encantado —dijo el padre.
Kate examinó a aquel hombre poco corriente, reflexionando acerca de lo inusual del encuentro.
—Es un placer conocerle.
El tal Les vestía el uniforme típico del americano jubilado, pantalones caqui, camisa de golf y zapatos cómodos. El jersey de felpa con las palabras «The Highlands» estampadas en el pecho y la figura bordada de un golfista a medio
swing
, regalo de jubilación de empresa, probablemente de finales de los años noventa. La clase de prenda que un agente del orden llevaría si quisiera hacerse pasar por otra clase de persona.
—¿Estás de visita? —preguntó Kate—. ¿Desde dónde?
—¡Desde casa! Sí, decidí que ya era hora de venir a conocer este poblacho en el que se ha instalado mi Julieta. Es una ciudad preciosa, ¿no?
A Kate le sorprendió el descaro con que el hombre evitaba contestar a su pregunta.
—Y justo la semana después de Acción de Gracias —dijo—. No es cuando la gente suele viajar para ver a la familia, ¿no?
Lester sonrió.
—¿Qué quieres que te diga? Yo nunca hago lo que todo el mundo.
—Oye, Kate, —Julia apoyó una mano en su brazo—. ¿Qué hacéis esta noche? ¿Crees que Dexter podrá venir a cenar?
Kate abrió mucho los ojos y se esforzó sin gran éxito en encontrar una excusa para decir que no antes de darse cuenta de que eso sería una tontería inmensa.
—Claro que sí —dijo.
—¡Papá!
—Hola, Jake. ¿Cómo estás?
—¡Papá, mira lo que he hecho!
Jake sostenía en la mano unos cuantos trozos de cartón —cajas de cereales reconstruidas— que había encolado, pegado con celo y grapado a botellas de agua partidas por la mitad. Kate había estado guardando envases para tal fin. También había estado recopilando restos de ropa —calcetines desparejados, sudaderas viejas— para otro trabajo manual. Había añadido nuevas tareas al repertorio de cocina para niños que incluían pelar y trocear manzanas para hacer puré o aplastar filetes para preparar
Schnitzel
. Había empezado a tomarse las actividades de los niños como tareas propias, en lugar de como una interrupción en las otras cosas que debería estar haciendo.
—Está genial —dijo Dexter con voz de duda mientras examinaba la figura de extraña forma—. ¿Qué es?
—¡Un robot!
Como si saltara a la vista.
—Pues claro que sí; es precioso —dijo Dexter—. Un robot estupendo. —Se volvió hacia Kate—. Entonces, ¿el padre de Julia ha venido de visita? ¿Y tienes a alguien que se quede con los niños?
—La canguro llegará en unos minutos. Hemos quedado con ellos en el restaurante, a las siete. Pero solo con Julia y su padre. Bill no puede ir, o no quiere.
—Muy bien. —Dexter miró su reloj, moviendo la correa en un gesto brusco para ver la esfera—. Chicos, ¿qué estáis haciendo? ¿Qué os apetece que hagamos? Papá tiene tiempo antes de la cena, así que podemos jugar a lo que queráis.