Le devolvió la ropa.
En estos tiempos los micrófonos podían ser cualquier cosa, estar en cualquier sitio y tener cualquier tamaño. El que llevaba ahora, por ejemplo, era un disco pequeño adherido a la parte interior de la correa del reloj. El que le había regalado Dexter hacía un par de semanas, en la mañana de Navidad en los Alpes, primorosamente envuelto en tela con un sobrio lazo de seda marrón por el joyero de la Rue de la Boucherie. El reloj hecho en Suiza y llevado en camión hasta un distribuidor en Holanda y desde allí en una furgoneta de la joyería hasta Luxemburgo, donde, en el servicio de caballeros de una
brasserie
del centro, había sido manipulado por un agente secreto del FBI y ahora pasaba desapercibido para un medio criminal americano en otro cuarto de baño, este con paredes forradas de papel color plata.
Kate empezó a abrocharse los botones y a subirse la cremallera.
Dexter abrió su bolso y revolvió el interior: barra de labios y polvos compactos, bolígrafos, llaves y un paquete de chicles y quién sabe qué cosas más, todas ellas micrófonos ocultos en potencia. Con un examen tan poco meticuloso era imposible que aquel bolso pasara una inspección.
Había dejado la Beretta en casa.
—Voy a llevar tu bolso al coche —dijo Dexter—. Espérame en la mesa.
Salió con paso vacilante del servicio al pasillo. Se apoyó un momento contra la pared para tranquilizarse antes de dar otro paso por la mullida moqueta.
Aquello estaba resultando mucho más duro de lo que había esperado. Había vivido situaciones parecidas antes, pero nunca con su marido. Por muchas razones, había pensado que esta vez sería más fácil.
Trató de mantener la calma. Dio un sorbo de vino y después uno de agua. Se limpió la boca con la servilleta y jugueteó con el tenedor; se acarició el puente de la nariz.
Dexter volvió.
—Lo siento —dijo—. No quería tener que hacer eso.
Los camareros dejaron unos cuencos blancos gigantescos sobre el mantel. La sopa. Unas cuantas cucharadas de líquido espolvoreadas con algo que parecía carne de langosta.
—¿Entiendes que lo tuviera que hacer?
Kate miró fijamente su plato de sopa.
—En primer lugar —dijo Dexter—, no sé nada sobre esos veinticinco millones de euros de los que me hablas.
Era lo que habían acordado aquella noche en el frío balcón, preparando este diálogo. Habría tres grandes mentiras en la conversación y esta era la primera.
—Y yo no he robado dinero a nadie.
Esta era la segunda.
—Pero ¿no eres un consultor de seguridad?
—No, ya no. Soy inversor, negocio con valores. Lo llevo haciendo unos cuantos años, como pasatiempo. Y entonces, hace un año y medio, tuve suerte en varias operaciones seguidas y estaba harto de mi trabajo, así que…, Kate, lo siento…, lo dejé.
Vino un camarero que retiró los platos, alisó el mantel y se fue.
—Y entonces ¿qué haces que es ilegal?
—Me meto en ordenadores de empresas para acceder a su información confidencial y la uso para asegurarme de que mis transacciones den beneficios.
Esta era la tercera mentira, explicada con calma y despacio. Bien hecho.
Llegó otro camarero para preguntar si estaba todo bien. Una pregunta ridícula.
—¿Cuánto dinero has ganado?
—Con esta…, ejem…, actividad he ganado unos seiscientos mil euros.
Kate sonrió a Dexter y le dio ánimos con una inclinación de cabeza. Los últimos dos minutos habían sido la parte más difícil de la conversación. El resto sería mucho más fácil. Y estaría mucho más cerca de la verdad.
Los camareros retiraron nuevos cubreplatos con más ceremonia; debajo había pequeñas pechugas de un ave indeterminada, piel laqueada, una salsa marrón viscosa flotando en un líquido aceitoso y brillante y minihortalizas suficientes para alimentar a una guardería.
—¿Y quién es Marlena? Me enseñaron fotografías tuyas con una mujer jodidamente guapa.
—Es una prostituta. Me ayuda seduciendo a hombres y accediendo a sus ordenadores, así es como entro en sus sistemas.
—Eso es horrible.
Dexter no dijo nada en su defensa.
—Así que no tienes un trabajo de verdad, pero encontré un contrato escondido en una carpeta. ¿Es falso?
Dexter asintió.
—Pero ¿tienes permiso de trabajo o estamos aquí ilegalmente?
—No, tengo un negocio aquí.
—Pero había alguna clase de problema. ¿Te acuerdas? Cuando fuimos la primera vez a la embajada de Estados Unidos.
—El problema era que había solicitado el permiso de trabajo mucho antes de que llegáramos aquí. Y mientras tanto…
—Con mientras tanto te refieres a un año.
—Sí. En ese año el gobierno de Luxemburgo empezó a enviar copias de forma automática de todos los nuevos permisos de trabajo a las embajadas extranjeras. Yo no me había enterado de este cambio. De no haberse producido, en septiembre la embajada de Estados Unidos habría recibido una copia de mi permiso de trabajo, si yo lo hubiera recibido cuando ellos pensaban —cuando tú pensabas— que lo había hecho; cuando yo decía que lo había hecho. Pero no era verdad.
—¿Y qué hacemos con ellos? —preguntó Kate.
—¿Con quiénes? ¿Con los Maclean?
—Sí.
—No tienen pruebas que demuestren el robo de veinticinco millones de euros porque yo no los he robado. Así que no tenemos de qué preocuparnos.
—Pero ¿cómo conseguimos que nos dejen en paz —preguntó Kate—, que se larguen?
Miró el segundo plato del menú, dos diminutas chuletas de cordero, perfectamente rosadas y dispuestas como dos espadas cruzadas. Otro vino distinto, copas del tamaño de una cabeza de bebé parcialmente llenas de un líquido rojo, el pozo oscuro de una mina abandonada en una película de terror.
—Creo que están a punto de hacerlo —dijo Dexter—. Por eso hablaron contigo después de…, ¿cuánto tiempo…, cuatro meses?
—¿A qué crees que estaban esperando?
—A descubrir alguna prueba. A vernos gastar enormes sumas de dinero. A que nos compráramos coches, barcos, mansiones en la Costa Azul. Hoteles de lujo, billetes de avión en primera clase, viajes en helicóptero al Mont Blanc. Todas esas cosas que haríamos si tuviéramos veinticinco millones de euros.
—Entonces, dime cómo terminará todo esto.
—No creo que tengamos que hacer nada especial —dijo Dexter—. Excepto que supongo que deberíamos dejar de relacionarnos con ellos.
—¿Y qué razones daremos?
—No tenemos por qué darles ninguna razón. Ellos sabrán muy bien por qué es.
—No me refiero a ellos, sino a nuestros otros amigos.
Dexter se encogió de hombros. No le importaba; en realidad no tenía amigos.
—¿Que Bill intentó ligar contigo? —preguntó—. ¿O Julia conmigo? ¿Qué prefieres?
Kate recordó la fiesta en la embajada, a Dexter y a Julia saliendo de la cocina.
—Julia te tiró los tejos —dijo—. Es más importante que ella y yo estemos peleadas que tú y él.
—Me parece bien.
Kate miró el capricho de chocolate compuesto por numerosos elementos que le habían puesto delante.
—Vale. Entonces dejamos de hablarnos con ellos. ¿Qué más?
—Antes o después, seguramente antes, se darán por vencidos. No tienen pruebas y no van a encontrar nada porque no hay nada que encontrar.
Kate hundió el tenedor en el pastel envuelto en una costra de chocolate, revelando capa tras capa de texturas y colores, todos ocultos bajo el caparazón rígido y buscando salir al exterior como criaturas recién nacidas.
—Entonces se irán —dijo Dexter rompiendo él también su suave costra de chocolate y liberando el dulce interior—. Y nunca los volveremos a ver.
El hombre es lo primero en lo que Kate repara, cruzando desde el otro lado de la intersección, desde un café más grande, más concurrido y menos exclusivo. Lleva las gafas de sol en la cabeza y una barba poblada, la última moda en los hombres en Nueva York y Los Ángeles; Kate lo ha visto en revistas. Un actor en una fotografía tomada por sorpresa, domingo por la mañana en Beverly Drive, en la mano un café
macchiato
en vaso de cartón para llevar y tapa de plástico con una ranura para beber.
Se da cuenta de que aquellos dos estaban en el otro café, escondidos detrás de sus gafas de sol, viéndoles llegar a ella y a Dexter. Está impresionada y de alguna forma también se siente intimidada por tanta meticulosidad. Después de todo este tiempo, es increíble que aún les queden energías.
Ahora se alegra de haber tenido cuidado con el azucarero al sentarse. Ser prudente siempre sale a cuenta.
—
Bonsoir
—dice el hombre mientras la mujer empieza a repartir falsos besos.
El camarero llega al instante, pendiente de Monsieur Moore y de sus invitados, como siempre. Monsieur Moore siempre deja generosas propinas aquí. En realidad, en todas partes.
—¿Qué tal todo? —pregunta Dexter.
—Bien —contesta Bill—. Bastante bien.
Llega el camarero y le enseña la botella de vino a Dexter para que dé su aprobación. Este asiente con la cabeza. El camarero saca el sacacorchos y empieza a retirar el papel plateado del cuello de la botella.
—¿Vivís aquí ahora? —pregunta Bill.
Dexter asiente.
Sale el corcho —
pop
— y el camarero le sirve un poco a Dexter, quien lo prueba y asiente de nuevo. El camarero llena las cuatro copas, todos están en silencio.
Los cuatro americanos se miran los unos a los otros, por turnos, incapaces de empezar la conversación. Kate todavía se pregunta el propósito de este encuentro y cómo podría utilizarlo para sus propios fines. Tiene un plan y sabe que Julia y Dexter probablemente tendrán otro, el mismo, y que tal vez Bill también lo comparta. O quizá Bill tiene intenciones del todo distintas. O ninguna.
—Me han dado un mensaje —dice Dexter mirando a Julia—. Sobre el coronel.
Julia apoya las manos sobre la mesa con los dedos cruzados. El diamante de su anillo de compromiso atrapa la luz y emite destellos. ¿Con quién se irá a casar Julia? ¿O es el anillo parte de una nueva identidad secreta?
—Sí —dice Bill. Cruza las piernas y se pone cómodo antes de seguir hablando—. Ya sabes que alguien le robó mucho dinero durante una transacción.
Kate se da cuenta de que Bill no dice de cuánto dinero se trata.
—Lo he oído —dice Dexter.
Los dos hombres se miran a los ojos. Un juego de póquer en el que ambos van de farol. O al menos lo simulan.
—Resulta que el proveedor del coronel en aquella transacción, un exgeneral ruso llamado Velten, se puso furioso cuando el dinero no llegó a su cuenta suiza una vez terminado el negocio.
—Me lo imagino.
—Así que pasó una noche bastante desagradable en el oeste de Londres. Aunque para quien no estuviera al tanto de lo ocurrido la noche no debía parecer tan desagradable, en un restaurante de tres tenedores con una prostituta espectacular llamada Marlena. Pero para él estoy seguro de que debió de ser angustioso.
Bill hace girar el vino en la copa y da un sorbo, reteniendo el líquido en la boca antes de tragar.
—Así que el coronel se despertó a la mañana siguiente —dice frunciendo los labios— y empezó a transferir sus propiedades —coches, yates, intereses varios— al general. Y al cabo de unas semanas ha vendido su piso de Londres, ha pasado el dinero de la venta al general y…
—¿Dónde estaba?
Los dos hombres miran a Kate, sorprendidos por la interrupción.
—¿Dónde estaba qué?
—El apartamento de Londres.
—En Belgravia —contesta Bill antes de volverse hacia Dexter.
—¿Dónde exactamente?
—Wilton Crescent.
Kate mira a su marido y este le responde encogiendo levemente los hombros, culpable de la acusación, dispuesto a aceptar la penitencia que comporta tener mucho dinero. Kate comprende ahora por qué estuvieron en aquella calle sinuosa junto a Belgrave Square, frente a aquellas mansiones color blanco, fantaseando sobre dónde vivirían algún día, cuando fueran ricos. En aquel momento a Kate no se le pasó por la cabeza que aquella calle en particular pudiera significar algo. Otra de las mentiras silenciosas de su marido.
—El coronel también vendió su apartamento de Nueva York, pero el mercado estaba en un mal momento, en especial para ese tipo de apartamentos pequeños de lujo. Y no tenía mucho tiempo, así que tuvo que aceptar una oferta baja. —Bill se vuelve hacia Kate—. Creo que el apartamento estaba en la calle 68 esquina con la Quinta Avenida.
—Gracias por la información.
—De nada.
—Así que ya no tenía activos —dice Dexter tratando de volver al tema de conversación principal—, pero seguía debiendo mucho dinero.
—Sí. Había estado intentando poner en marcha otra operación, una remesa de misiles tierra-aire, pero la noticia de su fracaso en el Congo se había extendido y estaba teniendo dificultades. Mientras tanto, el general estaba siendo mucho más paciente de lo que cabía esperar de él. Había pasado ya un año desde que el coronel incurrió en su deuda.
—¿Por qué tuvo tanta paciencia? —preguntó Dexter.
—Porque Velten no necesitaba dinero, no tenía que pagar por los MiG porque, de hecho, los había robado. Así que en el trato partía con ventaja. Pero, incluso así, quería cobrar la venta, tenía una reputación que mantener, después de todo. Al final el coronel montó otra operación que fracasó en el último momento.
—¿Y eso?
—Creo que alguien del departamento de justicia de Estados Unidos filtró al proveedor la información de que el coronel estaba siendo vigilado.
—Interesante —dijo Dexter—. Qué mala suerte.
—Un horror.
—Así que el coronel estaba sin activos —continuó Dexter— y sin recursos.
—Así es —dijo Bill—. ¿Y qué crees que hizo entonces?
—Imagino que desapareció.
—
Absolument
. Se escondió en Bali, en Buenos Aires o donde fuera. Quién sabe dónde se esconde un traficante de armas de un proveedor cabreado y violento. Pero después de unos cuantos meses cometió la estupidez de aparecer en Brighton Beach. ¿Sabes dónde está eso?
—En Nueva York, en el barrio ruso.
—
Exactement
. Así que estaba de visita en Brighton Beach, o viviendo allí, qué más da. No conozco los detalles de su régimen de alojamiento. Lo que sí sé es que el pasado viernes por la noche, a eso de las once, salió de un restaurante acompañado de dos hombres, ambos de mediana edad, como él. Un tugurio, de esos con clientela fija.