El que volvía a ella, una y otra vez, era el Uther que había conocido ante el círculo de piedras, fuera del tiempo y el espacio: el sacerdote de la Atlántida con quien había compartido los Misterios. A ese Uther que estaba segura de amar como a su propia vida, a quien jamás podría llegar a temer. Cuando estaba junto a él era como recuperar una parte perdida de sí misma; con él se sentía completa. Más allá de lo que pudiera pasar entre ellos como hombre y mujer, había algo que nunca moriría ni perdería intensidad. Compartían un destino que, de algún modo, tenían que cumplir juntos.
A menudo, cuando la asaltaban estos pensamientos, se detenía con incredulidad. ¿Era un signo de locura fantasear con un destino compartido y con la otra mitad de su alma? Sin duda, los hechos eran más sencillos y menos hermosos. Ella, una mujer casada, matrona decente y madre de una niña, se había enamorado de un hombre más joven y apuesto que su legítimo esposo. Entonces se sentaba a hilar, apretando los dientes, sintiéndose culpable y preguntándose si pasaría toda la vida purgando un pecado cometido sólo a medias.
La primavera se convirtió en verano y las hogueras de Beltane quedaron muy atrás. El calor se extendía sobre la tierra; el mar estaba tan azul y tan límpido que, a veces, Igraine creía ver en las nubes las ciudades olvidadas de Lyonnesse y la Atlántida. Cuando los días empezaron a acortarse se oyeron los primeros rumores de guerra; los hombres de la guarnición llevaron los rumores que corrían por el mercado: una incursión de irlandeses en la costa, una aldea y una iglesia incendiadas, una o dos mujeres raptadas. Había ejércitos en marcha hacia el oeste y el norte, hacia el país del Estío y Gales, y no eran los de Gorlois.
—¿Qué ejércitos? —preguntó Igraine al hombre.
—No sé, mi señora, pues no los vi. Dicen que llevaban águilas como las legiones romanas de antaño, lo cual es imposible. Pero también dicen que en su estandarte había un dragón rojo.
«¡Uther! —pensó Igraine—. Uther está cerca y ni siquiera sabe dónde encontrarme.» Sólo entonces pidió noticias de Gorlois. El hombre le dijo que también su esposo estaba en el país del Estío, donde se celebraba una especie de asamblea.
Aquella noche contempló detenidamente su viejo espejo de bronce, lamentando que no fuera el cristal de las sacerdotisas para ver en él lo que sucedía muy lejos. Deseaba pedir consejo a Viviana o a Merlín. Después de haberle causado todas esas tribulaciones, ¿la abandonaban? ¿Por qué no iban a ver cómo sus planes habían fracasado? ¿Habrían hallado a otra mujer con el linaje adecuado para ponerla en el camino de Uther?
Pero de Avalón no llegaba ningún mensaje y los hombres de la guarnición no le permitían siquiera ir al mercado, diciendo respetuosamente que Gorlois lo había prohibido por el estado del país. Cierta vez vio, desde una ventana, que un jinete se acercaba a parlamentar con el jefe de la guardia. Parecía furioso e Igraine tuvo la sensación de que echaba miradas de frustración a las murallas; pero al fin volvió grupas y se alejó. ¿Acaso era un mensajero al que no se invitó a entrar?
Era, pues, prisionera en el castillo de su esposo. Pocos días después, para poner a prueba esa teoría, mandó llamar al jefe de la guardia.
—Deseo enviar un mensaje a mi hermana para que venga a visitarme —dijo—. ¿Mandaréis a un hombre a Avalón?
El hombre respondió evitando mirarla.
—No me es posible, mi señora. El señor de Cornualles fue muy explícito cuando nos ordenó permanecer aquí para proteger Tintagel en caso de sitio.
—¿No podéis contratar a un jinete de la aldea para que haga el viaje?
—Al señor no le gustaría, señora. Lo siento.
—Comprendo —dijo ella. Y lo despidió.
Aún no estaba tan desesperada como para tratar de sobornar a uno de los hombres. Pero cuanto más reflexionaba, más furiosa se sentía. ¿Cómo osaba Gorlois encarcelarla allí? Por fin resolvió dar un paso desesperado.
No se la había adiestrado para la videncia; cuando era niña la utilizaba de vez en cuando, espontáneamente, pero desde que viera a Gorlois condenado a muerte se había cerrado con firmeza a cualquier otra visión. No obstante, creía poder arreglárselas para ver el futuro. Era peligroso jugar con tales artes cuando no se estaba preparada, por lo que comenzó por buscar un paso intermedio. Cuando las hojas comenzaron a amarillear llamó nuevamente al jefe de la guarnición.
—No puedo pasarme la vida encerrada aquí, como una rata en una trampa —dijo—. Tengo que ir al mercado. Necesitamos comprar tintes, una cabra lechera, agujas y alfileres y muchas otras cosas para el invierno que se acerca.
—No tengo órdenes de permitiros salir, señora —dijo el hombre, apartando la vista.
—Entonces enviaré a una de mis damas. Irán Ettarr o Isolda, con la señora Morgause. ¿Bastará con eso?
El hombre pareció aliviado, como si ella hubiera dado con la solución; realmente, era necesario que alguien visitara el mercado antes del invierno y era ridículo impedir que la señora de la casa cumpliera con una de sus obligaciones.
Morgause enloqueció de alegría al enterarse. «No me extraña —pensó Igraine—. No hemos salido en todo el verano.» Con franca envidia, siguió con la mirada a su hermana, que partía montada en su poni, acompañada por dos hombres de la guarnición, Ettarr, Isolda y dos criadas. Las siguió con la mirada desde el arrecife, con Morgana cogida de la mano; no soportaba la idea de entrar en el castillo, convertido en su prisión.
—Madre —preguntó Morgana—, ¿por qué no podemos ir al mercado con la tía?
—Porque tu padre no quiere que vayamos, pequeña.
—¿Y por qué no quiere que vayamos? ¿Tiene miedo de que nos portemos mal?
Igraine se echó a reír.
—La verdad es que creo que sí, que eso es lo que teme, hija.
Morgana guardó silencio; era una criatura menuda, silenciosa y reservada; su pelo oscuro ya era lo bastante largo para Peinarlo en una trenza corta, pero tan lacio y fino que escapaba en guedejas que caían en los hombros. Tenía ojos oscuros y serios: y las cejas rectas eran tan gruesas que constituían su rasgo más notable. «Una pequeña —pensó Igraine—. en absoluto humana, un duende travieso.» Aunque se acercaba a los cuatro años, su tamaño era el de una criatura de dos y hablaba con la claridad y el raciocinio de una niña de ocho o nueve. Igraine la alzó para estrecharla.
—¡Mi pequeña!
Morgana soportó la caricia y hasta la devolvió con un beso, cosa que sorprendió a su madre, pues no era muy cariñosa. Pero no tardó en revolverse; no le gustaba estar en brazos y prefería hacerlo todo por su cuenta, incluso se vestía sola. Ambas volvieron tranquilamente hacia el castillo.
Igraine se sentó al telar e instaló a su hija ante la rueca. La pequeña era concienzuda y precisa, y aunque su hebra era desigual, movía el huso con destreza. De no ser por el pequeño tamaño de sus manos habría hilado tan bien como Morgause. Después de un rato dijo:
—No recuerdo a mi padre. ¿Dónde está, madre?
—En el país del Estío, con sus soldados.
—¿Cuándo volverá a casa?
—No lo sé, Morgana. ¿Quieres que vuelva?
La niña reflexionó un instante.
—No —dijo—. Cuando estaba aquí tenía que dormir con la tía; estaba oscuro y tenía miedo. Claro que era muy pequeña —añadió con solemnidad. Igraine disimuló una sonrisa—. Y no quiero que vuelva porque te hacía llorar.
«Bueno, como dijo Viviana, los pequeños entienden mucho más de lo que una piensa.»
—¿Por qué no tienes otro niño, madre? Otras mujeres tienen el segundo en cuanto destetan al primero. Ya tengo cuatro años. Isolda dijo una vez que tendrías que darme un hermano. Me gustaría tener un hermano con quien jugar. Aunque fuera una niña.
Igraine estaba a punto de decir: «Es que tu padre…» Pero se contuvo. Por muy adulta que Morgana pareciera, sólo tenía cuatro años y no era posible revelarle ciertas cosas.
—Porque la Madre Diosa no ha querido enviarme un hijo varón, hija.
El padre Columba, que salía entonces a la terraza, dijo adustamente:
—No tenéis que hablar a la niña de diosas y supersticiones. Gorlois desea que se la eduque como a una buena cristiana. Morgana, tu madre no ha tenido un hijo varón porque tu padre se enfadó con ella y Dios ha querido castigarla por sus deseos pecaminosos.
No por primera vez, Igraine sintió el impulso de arrojar su lanzadera contra aquel cuervo de mal agüero. ¿Le habría confesado Gorlois todo lo que había sucedido entre ellos? De pronto Morgana se levantó.
—Vete, viejo —dijo con claridad, haciendo una mueca al cura—. No te quiero. Has hecho llorar a mi madre. Mi madre sabe más que tú. Y si ella dice que es la Diosa la que no le ha enviado un hijo, la creo, porque no miente.
El padre Columba se dirigió a Igraine, furioso:
—¿Veis la consecuencia de vuestro capricho, señora? Esta niña merece una azotaina. Entregádmela para que la castigue por su falta de respeto.
Ante aquello estallaron la ira y la rebeldía de Igraine. El padre Columba había avanzado hacia Morgana, que se mantenía firme. Ella se interpuso.
—Si ponéis una mano sobre mi hija, sacerdote —dijo—, os mataré aquí mismo. Mi esposo os trajo a esta casa y no puedo expulsaros, pero si volvéis a presentaros ante mí os escupiré. ¡Fuera de mi vista!
Él no cedió terreno.
—El señor Gorlois me confió el bienestar espiritual de esta familia, señora. Os perdonaré estas palabras para no pecar de orgulloso.
—Vuestro perdón me importa tanto como el de una cabra. Salid de mi vista, si no queréis que os haga expulsar por mis criadas. Y no volváis a presentaros ante mí. ¡Largo!
El sacerdote vio sus ojos llameantes y su mano levantada, y se escabulló.
Tras aquel acto de abierta rebeldía, Igraine quedó paralizada por su temeridad. Pero al menos, Morgana y ella se habían librado del cura. No permitiría que enseñaran a su hija a avergonzarse de su femineidad.
Morgause regresó de la feria ya cerrada la noche, con provisiones cuidadosamente escogidas y muchas cosas que contar. Las hermanas charlaron hasta la medianoche en el cuarto de Igraine, mucho después de que la niña se durmiera con un caramelo en las manos y la cara pegajosa.
«¡Es innoble que tenga que enterarme de lo que hace mi marido por las noticias del mercado!»
—Hay una gran reunión en el país del Estío —dijo Morgause—. Dicen que Merlín ha reconciliado a Lot con Uther.
También dicen que Ban, de la baja Britania, se ha aliado con ellos y les envía caballos traídos de Hispania. Hubo una gran batalla con los sajones y allí estuvo Uther, con el estandarte del dragón. Y oí cantar a un trovador, en forma de romance, que el duque de Cornualles tiene a su señora prisionera en Tintagel…
En la oscuridad, Igraine vio a su hermana con los ojos dilatados y los labios entreabiertos.
—Dime la verdad, Igraine: ¿Uther fue tu amante?
—No, pero Gorlois cree que sí y por eso discutió con Uther. No me creyó cuando le dije la verdad. —Las lágrimas le hicieron un nudo en la garganta—. Ahora lamento que no haya sido cierto.
—Dicen que el rey Lot es más apuesto que el Pendragón —comentó Morgause—. Y que está buscando esposa. Y se rumorea que, si creyera poder hacerlo sin peligro, desafiaría a Uther para arrebatarle el trono. ¿Es más apuesto que Uther? ¿O el gran rey es tan maravilloso como dicen, Igraine?
Ella negó con la cabeza.
—No lo sé, Morgause. Supongo que, a los ojos del mundo, ambos son hombres de buena estampa: Lot, moreno; Uther, rubio como un nórdico. Aunque no fue por su claro semblante por lo que pensé que Uther era mejor.
—¿Por qué, entonces? —preguntó la joven, vivaz e inquisitiva.
Igraine suspiró, sabiendo que no lo comprendería. Pero la necesidad de compartir siquiera un poco de lo que sentía la impulsó a decir:
—Bueno… no lo sé bien. Sólo que… era como si lo conociera desde el principio del mundo.
—Pero si ni siquiera te besó…
—No tiene importancia. —Y por fin, sollozando, Igraine admitió lo que sabía desde mucho tiempo atrás—: Aunque no vuelva a ver su rostro en esta vida, estoy ligada a él y así será hasta mi muerte. Y no puedo creer que la Diosa haya causado este caos en mi vida si estoy destinada a no verlo nunca más.
A la escasa luz, notó que Morgause la miraba con gran respeto y un poco de envidia, como si a sus ojos se hubiera convertido en la heroína de alguna antigua leyenda romántica. Habría querido decirle: «No, no es así, esto no es romántico en absoluto», pero comprendió que no había modo de explicarlo. Morgause nunca conocería ese tipo de realidad: vivía en un mundo diferente.
Había dado un paso al enemistarse con el sacerdote, hombre de Gorlois, y otro al confesar a su hermana que estaba enamorada de Uther. Viviana había dicho algo sobre los mundos que se alejaban el uno del otro; Igraine tuvo la sensación de que empezaba a habitar en un mundo distinto del ordinario, ese en el que Gorlois tenía derecho a pretender que ella fuera su criada, u esclava… su esposa. Sólo Morgana la ataba ahora a ese mundo. Contempló a la niña dormida, con las manos pegajosas y el pelo oscuro revuelto, y a su hermana menor, con los ojos abiertos de par en par; se preguntaba si, ante la llamada de lo que le había sucedido, sería capaz de abandonar esos últimos eslabones que la retenían en la existencia real.
La idea le causó gran dolor, pero interiormente susurró: «Sí. Incluso eso.»
Así pues, el paso siguiente, el que tanto había temido, le resultó sencillo.
Aquella noche, despierta entre Morgause y su hija, trató de decidir qué haría. ¿Tenía que huir, confiando en que Uther la encontrara? Casi de inmediato rechazó la idea. ¿Tenía que enviar a Morgause a Avalón para que diera aviso de que estaba prisionera? No, si incluso se cantaba como trova en los mercados; su hermana mayor iría por ella si lo considerara necesario. Y en el fondo la carcomía siempre la voz callada de la duda y la desesperanza. Su visión había sido falsa. O tal vez, viendo que ella no lo dejaba todo por Uther, Merlín y Morgana habían abandonado el plan y tenían ya otra mujer para el gran rey y la salvación de Britania.
Al amanecer, cuando el sol comenzaba a asomar, cayó en un sueño intranquilo. Y allí encontró su guía. Al despertar fue como si una voz dijera dentro de su mente: «Líbrate, sólo por hoy, de la niña y de la doncella. Entonces sabrás qué hacer.»
El día amaneció claro y soleado. Mientras desayunaban, Morgause, contemplando el mar reluciente, dijo: