Experta en magia (7 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

BOOK: Experta en magia
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—Era anciano —dijo— y recibió mucho amor. Aunque lo acababa de conocer, pude ver que era la clase de hombre a quien todos aman y siguen.

Su marido suspiró pesadamente.

—Es cierto. Y no tenemos a nadie como él para que lo reemplace; nos ha dejado sin guía. ¿Qué será ahora de nosotros?

Poco después le indicó que le preparara su mejor ropa.

—Al atardecer se oficiará una Misa de réquiem y yo tengo que asistir. Tú también, Igraine.

La joven se puso el otro vestido y trenzó su cabellera con una cinta de seda. Luego comió un poco de pan y queso. Gorlois no quiso probar bocado, diciendo que prefería rezar y ayunar hasta que su rey fuera sepultado.

Igraine no lo entendía. En la isla Sagrada le habían enseñado que la muerte era tan sólo la puerta a otro nacimiento; ¿por qué los cristianos temblaban de miedo ante la idea de partir hacia su paz eterna? Recordó al padre Columba con sus salmos luctuosos. Sí: su Dios era también un Dios de miedo y de castigo.

Siguió con estas cavilaciones cuando acompañó a Gorlois a misa y mientras oía el cántico lastimero del sacerdote sobre el juicio de Dios y el día de la ira, en que el alma se enfrentaría a la condena eterna. A medio himno vio que Uther Pendragón, arrodillado al fondo de la iglesia, alzaba las manos para cubrirse la cara pálida y disimular los sollozos; poco después salía de la iglesia. Se dio cuenta de que Gorlois la estaba mirando con dureza y bajó la mirada para seguir oyendo piadosamente aquellos himnos interminables.

Pero al terminar la misa, cuando los hombres se agruparon frente a la iglesia, su marido la presentó a la esposa del rey Uriens de Gales del norte, una matrona rolliza y solemne, y a la de Héctor, que se llamaba Flavila y era una mujer sonriente, no mucho mayor que la misma Igraine. Dedicó un momento a charlar con ellas, pero su mente divagaba por otros derroteros; la cháchara de las mujeres le interesaba poco y su actitud piadosa la aburría. Le preguntaron por su hija y comentaron la eficacia de los amuletos de bronce contra las fiebres de invierno y las ventajas de poner en la cuna un misal para evitar el raquitismo.

—Lo que causa el raquitismo es la mala alimentación __dijo Igraine—. Mi hermana, que es sacerdotisa y curandera, me ha dicho que ninguna criatura sufre de raquitismo si su madre está sana y lo amamanta durante dos años completos.

—Yo digo que eso son estúpidas supersticiones —aseguró Gwyneth, le esposa de Uriens—. El misal es sagrado y eficaz contra todas las enfermedades, pero sobre todo contra las de los pequeños, que han sido bautizados contra los pecados de sus padres y no han cometido ninguno.

Igraine hizo un gesto de impaciencia y no quiso discutir semejantes tonterías. Las mujeres continuaron hablando de los encantamientos contra las enfermedades infantiles, mientras ella miraba a un lado y a otro, buscando la oportunidad de abandonarlas. Pasado un rato se les unió otra señora, y las mujeres la incluyeron inmediatamente en su conversación, sin hacer caso a Igraine. Ésta aprovechó para escabullirse discretamente, y tras decir (sin que nadie la oyera) que iba en busca de Gorlois, caminó hacia la parte trasera de la iglesia.

Allí había un pequeño cementerio y, más atrás, un manzanar de ramas blanqueadas por las flores, pálidas a la luz crepuscular. Igraine agradeció el perfume fresco de los manzanos, pues los olores de la ciudad le resultaban molestos, ya que al igual que los perros, los hombres orinaban en las calles adoquinadas. Detrás de cada puerta había un muladar maloliente donde se arrojaba de todo, desde sucios juncos malolientes y carne podrida hasta el contenido de los orinales. En Tintagel también había restos de comida y excrementos, pero ella los hacía enterrar cada pocas semanas y el olor limpio del mar lo borraba todo.

Caminó lentamente por el manzanar. Algunos árboles eran muy viejos, de troncos retorcidos y ramas inclinadas hacia el suelo. De pronto oyó un leve ruido; había un hombre sentado en una rama. No la vio, pues tenía la cabeza gacha y la cara escondida entre las manos; a juzgar por su pelo claro, era Uther Pendragón. Cuando Igraine estaba a punto de alejarse discretamente, sabiendo que no querría testigos de su dolor, el hombre oyó su paso ligero y levantó la cabeza.

—¿Sois vos, la señora de Cornualles? —Torció la cara con ironía—. Ahora podéis correr a contar al bravo Gorlois que el duque de guerra de Britania se ha escondido para llorar como una mujer.

Ella se le acercó inmediatamente, preocupada por su expresión enfadada y a la defensiva.

—¿Creéis acaso que Gorlois no sufre, señor? Frío y sin corazón habría de ser un hombre para no llorar por el rey que ha amado toda su vida. Si yo fuera hombre no seguiría a la batalla a ningún jefe que no llorara por sus muertos queridos, por los camaradas caídos y hasta por los enemigos valientes.

Uther aspiró profundamente, limpiándose la cara con la manga bordada de la túnica. Luego dijo:

—Vaya, es verdad. Cuando era joven maté en combate al jefe sajón Horsa, después de muchas batallas en que me había desafiado y había conseguido escapar, y lloré su muerte, pues era un valiente. Pero en los años transcurridos he llegado a sentirme demasiado viejo para llorar por lo que no tiene remedio. Y no obstante…, cuando oí a ese santo padre hablar del juicio y la condenación eterna ante el trono de Dios, recordé lo bueno y piadoso que era Ambrosio, y casi lamenté no poder escuchar sin condenarme a los sabios druidas, que no hablan de castigo sino de lo que cada uno atrae hacia sí por su manera de vivir.

Ella le alargó la mano, diciendo:

—No creo que los sacerdotes de Cristo sepan más que cualquier otro mortal sobre lo que hay después de la muerte. Solamente los dioses lo saben. En la isla Sagrada, donde me crié, nos dicen que la muerte es siempre la puerta de una vida nueva y de mayor sabiduría. Aunque no conocí bien a Ambrosio, me gusta pensar que ahora está aprendiendo, a los pies de su Dios, la verdadera sabiduría.

Sintió que la mano de Uther tocaba la suya y que éste decía en la oscuridad:

—Así ha de ser. Dicen que Cristo nos fue enviado para que nos enseñara, no la justicia de Dios, sino su amor.

Guardaron silencio largo rato. Luego Uther dijo:

—¿Dónde aprendisteis tanta sabiduría, Igraine? En nuestra iglesia tenemos mujeres santas, pero no están casadas ni se mueven entre nosotros, los pecadores.

—Nací en la isla de Avalón; mi madre era sacerdotisa del Gran Templo.

—Avalón —repitió él—. Se encuentra en el mar del Estío, ¿verdad? Esta mañana estuvisteis en el consejo, así que ya sabéis que tenemos que ir allí. Merlín ha prometido llevarme ante el rey Leodegranz para presentarme a su corte, aunque si Lot de Orkney se sale con la suya, Uriens y yo volveremos a Gales con el rabo entre las piernas. O tendremos que combatir con él y rendirle homenaje, cosa que haré cuando el sol salga sobre la costa occidental de Irlanda.

—Gorlois está seguro de que vos seréis el próximo gran rey —dijo Igraine.

De pronto cayó en la cuenta, sorprendida, de que estaba sentada en la rama de un árbol con el futuro gran rey de Britania. En el tono de voz de Uther percibió que él también lo pensaba, cuando dijo:

—Nunca imaginé que discutiría estos asuntos con la esposa del duque de Cornualles.

—¿Creéis, en verdad, que las mujeres no sabemos nada de asuntos de estado? Mi hermana Viviana es la Dama de Avalón, como antes lo fue mi madre. El rey Leodegranz y otros monarcas iban a menudo a consultarla sobre el destino de Britania…

Uther sonrió.

—Tal vez tendría que consultarla sobre el mejor modo de conseguir la lealtad de Leodegranz y la de Ban de la baja Britania. Si ellos oyen su consejo, entonces tengo que ganarme su confianza. Decidme: ¿Está casada, la Dama? ¿Es hermosa?

Igraine se rió de manera infantil.

—Es sacerdotisa. Las sacerdotisas de la Gran Madre no pueden casarse ni establecer alianzas con ningún mortal. Pertenecen sólo a los dioses.

De repente se puso rígida, asustada por lo que hacía: al sentarse a charlar con aquel hombre, ¿no estaba cayendo en la trampa que Viviana y Merlín le habían tendido?

—¿Qué pasa, Igraine? ¿Tenéis frío? ¿Os asusta la guerra? —preguntó Uther.

Ella echó mano de lo primero que se le ocurrió.

—He estado charlando con las esposas de Uriens y de Héctor; no parecen interesarse mucho por las cuestiones de estado.

Tal vez por eso Gorlois cree que yo tampoco entiendo nada del tema.

Uther se echó a reír, diciendo:

—Conozco a las señoras Flavila y Gwyneth. Es cierto que dejan todo en manos de sus maridos, salvo lo referente a la rueca, los partos y otros asuntos de mujeres. ¿Vos no sentís interés por esas cosas o acaso sois tan joven como parecéis, casi demasiado para estar casada, por no hablar de tener hijos en quienes pensar?

—Llevo cuatro años casada —dijo Igraine— y tengo una hija de tres.

—Eso es algo que podría envidiar a Gorlois; todos los hombres queremos hijos que nos sucedan. Ahora bien… —Uther suspiró—. La gente dice que ambiciono llegar a ser gran rey, pero yo renunciaría a todas mis ambiciones por tener a Ambrosio sentado en esta rama con nosotros, o al menos a un hijo suyo al que coronar esta noche en esa iglesia.

—¿No tuvo hijos varones?

—Oh, sí, tuvo dos. Uno murió a manos de un sajón; se llamaba Constantino, como el rey que convirtió a esta isla. El otro murió de una fiebre devastadora cuando sólo tenía doce años. Él decía a menudo que yo había llegado a ser ese hijo deseado. —Volvió a esconder la cara entre las manos, sollozando—. También deseaba nombrarme heredero, pero los otros reyes no lo hubieran consentido. Algunos envidiaban mi influencia; Lot, maldito sea, era el peor. No creo que Ambrosio pueda ser feliz, ni siquiera en el Paraíso, si mira hacia abajo y ve la confusión y el dolor que imperan aquí: los reyes ya están conspirando, todos intentan adueñarse del poder. ¿Acaso habría sido su voluntad que yo matara a Lot para evitar complicaciones? Una vez nos hizo pronunciar el juramento de los hermanos de sangre; no puedo violarlo —dijo Uther.

Su cara estaba humedecida por las lágrimas. Igraine, como habría hecho con su hija, usó para secarlas el ligero velo que rodeaba su rostro.

—Sé que actuaréis como el honor os lo indique, Uther. El hombre en quien Ambrosio confiaba tanto no podría actuar de otro modo.

De pronto, el fulgor de una antorcha les hirió los ojos; ella quedó petrificada en la rama, con el velo aún tocando el rostro de Uther. Gorlois preguntó ásperamente:

—¿Sois vos, señor Pendragón? ¿Habéis visto…? Ah, señora, ¿estás aquí?

Igraine, sintiéndose avergonzada y súbitamente culpable por la dureza de aquel tono, abandonó la rama del manzano. Su falda quedó enganchada en un saliente y se le subió por encima de la rodilla, descubriendo las enaguas de hilo. Se apresuró a bajarla y oyó el ruido de la tela al desgarrarse.

—Os creía perdida. No estabais en nuestro alojamiento —acusó su marido—. ¿Qué hacéis aquí, en nombre del cielo?

Uther bajó de la rama. El hombre a quien Igraine había visto sollozar por su rey y padre adoptivo, consternado por la carga depositada sobre él, había desaparecido; su voz sonaba potente y cordial.

—Ya veis, Gorlois, estaba harto de la cháchara del cura y salí en busca de aire fresco. Y aquí me halló vuestra esposa, que no encontró de su agrado el parloteo de las dignas señoras. Señora, os doy las gracias —añadió con una fría reverencia.

Y se alejó a grandes pasos. Ella notó que evitaba la luz de la antorcha.

Gorlois, a solas con Igraine, la miró con furiosa suspicacia.

—Señora—dijo, indicándole con un ademán que caminara ante él—, has de ser más prudente para evitar los chismes. Te advertí que te mantuvieras lejos de Uther; su reputación es tal que ninguna mujer casta tendría que dejarse ver charlando en privado con él.

Igraine se volvió con furia.

—¿Eso es lo que piensas de mí? ¿Me crees capaz de escabullirme para copular con cualquier desconocido, como un animal salvaje? ¿Te gustaría inspeccionar mi ropa para ver si me la he arrugado retozando con él en el suelo?

Gorlois le dio un ligero golpe en la boca.

—¡Déjate de impertinencias, mujer! Te dije que lo evitaras: ¡obedéceme! Te creo honesta y casta, pero no te confiaría a ese hombre ni quiero que estés en boca de las mujeres.

—Seguramente no hay mente más perversa que la de una buena mujer… salvo quizá la de un cura —replicó Igraine, iracunda, frotándose el labio que el golpe de Gorlois le había magullado—. ¿Cómo te atreves a levantarme la mano? Cuando te traicione podrás despellejarme a golpes, pero no voy a permitir que me castigues por hablar. En nombre de todos los dioses, ¿acaso crees que estábamos hablando de amor?

—¿Y de qué estabas hablando con ese hombre a estas horas, dime?

—De muchas cosas —respondió Igraine—. Sobre todo, de Ambrosio, del Paraíso y de lo que cabría esperar en la otra vida.

Su marido le clavó una mirada escéptica.

—Eso sí que me resulta improbable; ni siquiera es capaz de expresar respeto por los muertos quedándose hasta el final de la misa.

—Estaba tan asqueado como yo por esos salmos quejumbrosos. ¡Parecía que estaban llorando al peor entre los hombres y no al mejor rey!

—Ante Dios todos somos pobres pecadores, Igraine. Y a los ojos de Cristo, un rey no es mejor que los demás mortales.

—Sí, sí —protestó ella impaciente—, así lo he oído de vuestros sacerdotes. También insisten en decirnos que Dios es amor y que nuestro santo Padre está en el Cielo, pero se cuidan mucho de no caer en sus manos y lloran por quienes van a su paz eterna, como quienes van a ser sacrificados ante el altar del Gran Cuervo. Te digo que Uther y yo hablábamos de lo que esos curas saben del Paraíso, y no parece ser mucho.

—¡Uther hablando de religión! Debe de ser la primera vez que ese sanguinario lo ha hecho —gruñó Gorlois.

Igraine contestó, ya enfadada:

—Estaba llorando, Gorlois: lloraba por el rey, que fue para él como un padre. Y si sentarse a oír los plañidos de un cura es señal de respeto por los muertos, líbreme Dios de tal respeto. Envidié a Uther por ser hombre y poder ir y venir a voluntad. De haber sido hombre, tampoco me habría quedado en la iglesia a oír apaciblemente tales tonterías. Pero no tenía la libertad de salir, pues me arrastra la voluntad de un hombre que piensa más en curas y en salmos que en los muertos.

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